Utopía y desencanto (36 page)

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Authors: Claudio Magris

Tags: #Ensayo

BOOK: Utopía y desencanto
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Tal vez su grandeza, más que en su notabilísimo
Un puente sobre el Drina
, se impone en sus relatos, que dan la impresión de estar narrados por una voz anónima y coral y donde la sabiduría se mezcla con el sentido del humor y la fábula con la tragedia. Andric sabe evocar la melancolía de los Visires que anulan sus obras y sus palabras como en la historia picaresca del elefante que fue llevado a Bosnia, la truculenta ferocidad de Mustafá el húngaro, la belleza de Anika o la locura del pope Vujadin, en páginas de desconcertante potencia; parece hablar en nombre de una antigua tradición y es a la vez experto en la más sobria escritura contemporánea.

Andric es un poeta de la profundidad del tiempo. Quería fijar, para la conciencia de la nueva Yugoslavia que había visto nacer con alborozo, la múltiple riqueza de su pasado en el momento en que estaba a punto de ser devorado por el olvido, y pensaba haber recogido con piedad las tragedias del pasado componiéndolas en una unidad, heredera y a la par superadora de la historia y de los conflictos que la habían conformado a lo largo de los siglos.

Ahora esa unidad ha saltado hecha añicos y el tiempo ha ido hacia atrás, ha vuelto a aquellos enfrentamientos feroces de los que Andric había captado el eco en el pasado y que han vuelto a ser cosa del presente y de la actualidad. La destrucción de los puentes —como el de Mostar— es un trágico símbolo del derrumbamiento del mundo de Andric. El puente se agrieta y las piedras se dan las unas contra las otras, no son ya partes solidarias de un edificio, sino proyectiles que lo destruyen. La profundidad del tiempo, que el aedo del Drina había recogido y recompuesto, regurgita a la superficie la sangre y la podredumbre acumuladas a lo largo de los siglos y no absorbidas por el fluir de la historia; el suplicio del hombre cruelmente empalado, con el que comienza
Un puente sobre el Drina
, no parece cosa de hace siglos, sino de ahora mismo.

El mismo Andric, en su novela inacabada
Omer-Pascià Latas
, oscura historia de un renegado que va sembrando la muerte y las desgracias en la Bosnia-Herzegovina del siglo pasado, quería escribir un aviso contra el peligro de una resurrección de los espectros fratricidas en Yugoslavia.

Pero ésta ya sólo existe en la mente y el corazón de sus mejores escritores, tan distintos de muchos de sus irresponsables colegas que, en su misma tierra, se han hecho y se hacen portavoces de un odio estúpido. Ese espíritu existe —por citar sólo algunos nombres— en la obra de Predrag Matvejevic, testimonio humano y literario de una valiente defensa de la libertad y del profundo sentimiento cosmopolita de una humanidad irreductible a toda cerrazón nacional; existe en los relatos y en los ensayos o versos de los croatas Ranko Marinkovic y Tonko Maroevic y del serbio Dragan Velikic, criado en Istria. Pero la literatura, incluso la más elevada, es impotente contra los furores chauvinistas porque, como decía Schiller, contra la estupidez hasta los dioses luchan en vano.

1992

LOS PUNTOS SUSPENSIVOS DE MONTALE

No sé si existe una historia orgánica de la literatura jamás escrita, de los libros hechos de páginas blancas, como aquel tan famoso que Virginia Woolf le regaló a una amiga suya, presentándoselo como si fuera su obra más personal y complicada; el arte contemporáneo es ciertamente rico —en una trama continua de pasión y mistificación— de esos silencios y ausencias, de vacíos en los que se quiere reconocer a la única o más auténtica expresión de la vida, o sea la imposibilidad de vivirla y representarla. Naturalmente hay diferencia ente unos silencios y otros, entre una página en blanco que con su vacío alude a sentimientos y valores inexpresados e inexpresables y las páginas blancas de los cuadernos que, en una papelería, esperan al cliente.

El documento que puedo poner a disposición del historiador de la literatura de páginas blancas forma parte sin duda de los textos significativos, en los cuales el vacío, el espacio no colmado por las palabras, constituye un mensaje, dice algo. Se trata de una hoja a cuadros arrancada de un bloc de notas que Eugenio Montale me remitió, hace doce años, a través de una amiga común, Nora Baldi. En ese trozo de papel está escrito, con una escritura un poco trémula, solamente el nombre del destinatario, es decir, el mío, y dos líneas más abajo el del remitente, la firma de Montale; las dos líneas están marcadas con una serie de puntos.

A diferencia de muchos, exégetas sin embargo más avezados en páginas blancas, estoy en condiciones de descifrar con seguridad esos puntos suspensivos, porque la mensajera que me trajo el billete desde Milán a Trieste me refirió lo que Montale me mandaba a decir, sin querer ponerlo por escrito. Era marzo o abril de 1975; algunas semanas antes, en un artículo para el Corriere, yo había expresado mi acuerdo con Pasolini y la posición que éste asumió por aquellos días en la polémica sobre el aborto y había hablado de su capacidad de vivir y dar testimonio directamente, en su propia piel, de los desgarros colectivos de la época.

Poco tiempo después de aquel artículo mío, hablando en Milán con Nora Baldi, que había ido a verle, Montale le dijo que no tenía que nombrar a Pasolini, ni siquiera en los casos en que pudiera tener razón, que su nombre en cualquier caso no tenía que mencionarlo, y le encargó que me transmitiera esa orden. Como un oficial que recibe de un superior una orden que le parece arriesgada o temeraria, la amable y perspicaz intermediaria le pidió al poeta que pusiera esa prohibición por escrito. Montale la miró con un aire divertido e inocente, murmuró que era demasiado viejo para enzarzarse en discusiones y controversias y le dijo que escribiría una nota pero sólo parcialmente y que ella, al entregármela, me completaría de viva voz las lagunas del mensaje. Así llegó a mis manos aquel fragmento: «Querido Claudio Magris… suyo, Eugenio Montale». Algunos años después, cuando se celebraba su Nobel, le dije bromeando que en el fondo habría podido rellenar a mi antojo aquel cheque literario en blanco, y el elusivo poeta de las cosas sobrias y duras, el maestro de la irónica pelea con la nada, me respondió que tal vez aquél sería entonces uno de los pocos textos suyos que permanecerían.

Los dos grandes protagonistas de esta mínima historia han desaparecido ya; sus finales —el normal de Montale y el anómalo de Pasolini— fueron a su modo coherentes, en ambos casos, con sus vidas y sus obras. La historia de aquel recado es un apólogo que pone de manifiesto la radical contraposición que existió entre los dos poetas que más a fondo escrutaron, en los últimos decenios, la maraña, el pantano o el desierto de nuestra historia. En la ironía con la que Montale disimula en los puntos suspensivos, como en un ballet, su aversión a Pasolini está, probablemente, el despectivo pudor del poeta para el que la realidad ha hecho superfluo al yo y sus emociones —a todo yo, al yo trascendental por cuya boca hablaba en los siglos pasados la inspiración poética y al psicológico e individual de cada uno, incluso del autor de aquella nota. Ésta lleva aparejada un juicio brutal, una condena sin apelación posible, pero la sentencia no se expresa, porque su autor no está o es como si no estuviese, es casi inexistente, es nadie; el fastidio de Montale por la exhibición egocéntrica y transgresora de Pasolini no le quita desde luego lucidez y le impide por consiguiente dar demasiado crédito luego a su propia impaciencia. Al fin y al cabo, la ocasión es mínima, todo se queda en una broma y la hoja permanece vacía o poco menos.

Montale decía que vivía al cinco por ciento, su verdad poética era la experiencia profunda y por ello reticente de ese bajo porcentaje de existencia y su poesía consistía en afrontar íntegramente la aridez, un desafío que se había hecho necesariamente convivencia cotidiana e identificación. Pasolini era, para usar sus palabras, «desesperada vitalidad»; su poesía era inmediatez física y corporal, donde el latido de la vida y la fe de que en ese oscuro latido, incluso en sus momentos más turbios y desordenados, pudiera haber una redención era una y la misma cosa —era una vida al mil por cien, en el bien y en el mal, en la esperanza y en el pecado. Quien sentía superfluo su propio yo, como Montale, no podía no sentir repugnancia por quien, como Pasolini, vivía igual que si el yo fuera un Mesías doliente y pecador y como si sus pasiones, deseos, nostalgias y secreciones pudieran redimir al mundo.

Montale era impersonalidad, recato, pudor, escepticismo y autoescepticismo pagano, distancia, sobriedad, rigor ceñido hasta la sequedad de sus huesos de jibia secos y deshidratados; Pasolini, con toda su aguerrida inteligencia crítica, era una subjetividad exasperada hasta la exhibición impúdica, esperanza mesiánica, cercanía visceral y promiscua, narcisismo descarado y egocéntrico, limo primordial irrigado por el agua de la vida, aunque fuera turbia y fangosa. Ambos fueron poetas. Montale lo fue ciertamente mucho más; el enrarecimiento y la renuncia extrema de su lírica muestran las hendiduras desde las que resplandece la luz de la poesía exiliada. Su discreción personal, su dignidad y seguridad auto-suficiente a la que no le hace falta exhibirse ni recibir aprobaciones constituyen una lección de la que se tiene hoy más necesidad que nunca. Pero en la sobria distancia de aquellos puntos suspensivos está también la frialdad de quien pasa junto al dolor y las bajezas humanas y sigue adelante.

Para dar testimonio poético de los dramas de la realidad es a veces necesario descender directamente a los remolinos del vicio por muy cenagosos que sean, acercarse a la existencia hasta arriesgarse a la indecencia y la promiscuidad; la egolatría del yo que se pone siempre en primer plano, declamando a diestro y siniestro su atormentada vitalidad y su martirio, resulta a menudo insoportable y acaba fácilmente en su involuntaria autoparodia, pero sin esa participación fisiológica y ostentosa no es posible, en ciertos casos, señalar el escándalo de la miseria y de la oscuridad de las criaturas.

En todo redentor cristiano hay una punta de interioridad puesta descaradamente al desnudo y de
pathos
sentimental que se aviene mal con la lógica, desarreglos que ofenden la decencia del espíritu clásico y estoico que se prohíbe a sí mismo transgredir el sentido de la honestidad y el orden, confundir las tripas con la razón, violar el principio de contradicción y armar líos en nombre del corazón. Pero sin esa transgresión del orden, del buen gusto y a veces hasta de la misma honestidad intelectual no sería posible, alguna vez, el grito que denuncia lo intolerable del dolor y exige su redención.

Sin la «desesperada vitalidad» no tendríamos algunas de las más esenciales revelaciones de la condición humana e histórica. Esa vitalidad complacida y continuamente absuelta en cualquiera de sus manifestaciones por violentas y culpables que sean está siempre a un paso de la caída más torpe y penosa, cae con facilidad en la caricatura ridícula y en la arrogancia, como a veces le sucedía también a Pasolini. La desesperada vitalidad tiene una egocéntrica e infantil necesidad de autoafirmación, que hace a veces insoportable su cercanía. Se pasa más a gusto una tarde junto a quien está convencido de que el yo, incluso el suyo, es superfluo y sabe estar por lo tanto en su sitio con una libertad superior y un amable desencanto, sin entrometimientos ni pretensiones. Pero para defender a alguien, como hizo Pasolini en aquella circunstancia, es necesario un adarme de fe, la fe en que aquel que defendemos no es del todo superfluo. No una fe retumbante y estentórea, sino justamente un adarme, que puede convivir, en lo más hondo del corazón, con el más amargo y escéptico pesimismo y puede avenirse hasta con la perplejidad y la levedad de los puntos suspensivos de aquella nota de Montale.

1987

PERO EL HOMBRE ES ESO. EN LA MUERTE DE PRIMO LEVI

Primo Levi es (tendría que decir era, después de la terrible noticia que me han comunicado, pero en realidad las personas y los valores simplemente son, y no tiene sentido hablar de ellos en pasado) sobre todo magnanimidad, la fuerza de ser bueno y justo a pesar de haber sufrido las más atroces injusticias. Me dio una lección en ese sentido hace algunos meses, la última vez que hablé con él. Le llamé porque no estaba seguro de haber citado correctamente, en un libro que iba a publicar, el nombre de un profesor francés que había negado la existencia de las cámaras de gas. Primo Levi me confirmó el nombre y yo le pregunté cómo era que no lo había mencionado en su libro
Los hundidos y los salvados
. «Ah», me respondió, «porque es un tipo que tiene esa idea fija en la cabeza y por esa causa ha perdido la cátedra y ha mandado al traste a su familia, así que no me parecía que fuese el caso de ensañarme».

Corregí la feroz expresión que había utilizado en mi escrito —si Primo Levi hablaba en ese tono de aquel hombre, yo no tenía derecho a ser más duro que él. Fue una de las mayores lecciones que yo haya recibido, una lección que Levi ha dado y nos da a todos nosotros. Estuvo en Auschwitz y no sólo resistió a aquel infierno, sino que ni siquiera permitió que aquel infierno alterase su serenidad de juicio y su bondad, que le instilase un sin embargo legítimo odio, que ofuscase la claridad de su mirada.
Si esto es un hombre
—un libro que volveremos a encontrar en el Juicio Universal— ofrece una imagen como levemente atenuada de la infamia, porque el testigo Levi cuenta escrupulosamente lo que vio con sus propios ojos y, antes que cargar las tintas sobre el exterminio como habría sido sin embargo lógico y comprensible, alude a ello con pudor, como por respeto a quien fue eliminado en el exterminio del que él, in extremis, se salvó.

Esta es la extraordinaria herencia de Primo Levi, que lo eleva por encima de cualquier prestación literaria: la libertad incluso ante el mal y el horror, la absoluta impenetrabilidad a su violencia, que no sólo destruye sino que también envenena. En esa tranquila soberanía él encarna la majestuosidad sabbática judía, unida a su confianza de científico con la naturaleza y la materia de la que estamos hechos. Esa religiosa autonomía de la contingencia temporal, por terrible que fuera, había hecho de él un hombre y un escritor épico, irónico, desencantado, divertido, cómico, concreto, amoroso; no le entraba en la cabeza ser, como en efecto era, una celebridad mundial y acogía con respetuosa gratitud a cualquier muchachito que se dirigiera a él porque tenía que hacer un trabajo o una redacción escolar.

Su muerte hace pensar en el dicho judío que dice que el mundo puede ser destruido de la noche a la mañana. Pero la muerte no destruye el valor y la de Levi no destruye a Levi; nada sería menos sensato, ante el misterio incontrovertible de su elección final, que preguntarse el porqué o comparar la vitalidad que demostró en Auschwitz con su decisión de hoy. Estupefactos y compungidos, más por nosotros que por él mismo, que nos deja más solos, únicamente podemos abrazar a Primo Levi y darle las gracias por habernos mostrado, con su vida, aquello de lo que puede ser capaz un hombre, y por habernos enseñado a reír hasta de la monstruosidad y a no tener miedo.

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