El oficial, en la película de Oshima, resiste a esa tentación del odio indiscriminado en el momento más difícil, o sea en el mismo momento en el que está sufriendo una violencia; musita esas palabras bajo los golpes de sus torturadores. Oshima es un artista, no un predicador; con la sobriedad épica de los verdaderos narradores, que hacen hablar a los hechos sin tener necesidad de comentarlos con énfasis didáctica, deja que el espectador viva por sí solo la complejidad de ese proceso moral y psicológico, asistiendo a la película y dejándose implicar inconscientemente, igual que se asiste a la vida y se deja uno implicar, a menudo sin saberlo, en sus contradicciones.
El espectador se da cuenta de repente, no sin turbación, de la torva e indefensa oscuridad que anida en él, de lo expuesto que está también él a los salvajes y retrógrados impulsos de revancha incontrolada, a la excitación de la venganza. Asistiendo a las vejaciones infligidas por los soldados japoneses a los prisioneros ingleses, advierte que algo, en el fondo de sí mismo, se complace al pensar en la derrota japonesa, con sus hecatombes y tragedias, con sus ciudades destruidas, al final de la Segunda Guerra Mundial, de forma atroz. Cae en la cuenta de que también él, en potencia, puede dejarse apresar por una espiral de venganza y convertirse en un ciego instrumento de ella, cómplice y apologista de la barbarie más abyecta.
La película de Oshima posee una gran fuerza moral, puesto que ésta estriba en la capacidad de mirar, sin ilusiones edificantes ni idílicos sentimientos pastoriles, a la totalidad de la persona humana en todos sus entresijos, a las posibilidades de grandeza pero también de infamia latentes en todo individuo. Esta fuerza moral es indisoluble de la intensidad poética del estilo; si el imperturbable y lacónico narrador se convirtiese en un locuaz y sentencioso pedagogo, prodigando nobles admoniciones y comprometidas denuncias, su relato perdería esa cortante verdad que lo estampa en el ánimo del espectador y éste no accedería por sí mismo a la experiencia de una revelación que le afecta en lo más íntimo, sino que se sentiría como mucho exhortado y puesto en guardia, como un escolar por el director de la escuela.
Los artistas ceden a menudo a la retórica didáctica, al temor de no ser comprendidos plenamente que lleva a la redundancia y estropea la poesía, de la misma manera que se estropea el efecto cómico de un chiste si uno se pone a explicar detalladamente en qué estriba la gracia. Incluso un maestro como Bergman no siempre escapa a ese achatamiento, como cuando, por ejemplo, al final de la espléndida
Fanny y Alexander
echa a perder en parte la escena del banquete, imagen de la estremecedora fiesta de la vida que anida en la sencilla amabilidad cotidiana, con una parrafada de un brindis-sermón que teoriza e ilustra explícitamente ese encanto y ese amor a las pequeñas cosas que la película evocaría con mayor intensidad sin ese sermón, si se limitase a mostrar la seducción de la mesa preparada, la sonrisa en los rostros, las cunas de las dos recién nacidas.
Si el autor se pone a subrayar, a explicar explícitamente y a interpretar su obra, rivalizando con el recensor de la misma, diluye su ambigüedad y empobrece su significado. El gran arte es ambiguo, pero no porque coquetee con los valores o se divierta mostrando su inconsistencia o intercambiabilidad; esta complacencia en lo fútil es el falsete con el que quien no sabe cantar busca dar a entender que él, en realidad, está imitando a los cantantes sin voz. El gran arte es ambiguo porque vela los valores y las pasiones, en los que cree —el amor de Swann por Odette, la lealtad de Lord Jim, la valentía de don Quijote— en medio de la incertidumbre cotidiana, de las imprevisibles contradicciones de los acontecimientos y la fragilidad psicológica de los individuos.
La debilidad de Lord Jim, los entresijos de su corazón que él mismo desconocía o el capcioso laberinto de los acontecimientos no quitan sentido a los valores que persigue, a su exigencia de expiación y redención; esos valores son creíbles precisamente porque están vividos por un individuo, con todas sus dudosas y turbias oscuridades, y no encarnados en un personaje heroico y compacto como un monumento celebrativo. El gran arte es ambiguo, porque pone de manifiesto la grandeza que puede anidar en la fangosa arcilla de la que estamos hechos.
La ambigüedad de la película de Oshima, que no es ajena a la nitidez de los problemas esenciales, está implícita en el mismo hecho de que la crueldad de los soldados japoneses está representada por un artista japonés. Cautivado por la perfecta imparcialidad del relato, el espectador se percata de que —si no resiste, como el oficial inglés, al odio generalizado— terminará por odiar a todo japonés que se le ponga por delante, y por lo tanto también a Oshima, el autor que muestra esa crueldad.
Éste sabe provocar una verdadera catarsis, como los trágicos griegos según Aristóteles; su película muestra a la luz del día y desactiva, diluyéndola, la violencia de los japoneses y la del odio antijaponés. En este sentido la película es una fábula que narra e ilumina los meandros de cualquier conflicto que desgarre a los hombres.
Con la equidad del narrador épico, Oshima se niega a salir del paso fácilmente, atribuyendo la violencia sólo a determinados individuos; él sabe perfectamente que algunas formas de violencia son el resultado de toda una civilización y que éstas la ponen en entredicho. En los malos tratos infligidos a los prisioneros no se reflejan solamente los excesos de algunos soldados, sino el
ethos
, la forma, el rito de toda una civilización, su sacra familiaridad con la crueldad y la muerte. No podemos sustraernos a la confrontación con esa civilización en su conjunto, al dilema entre el deber de respetar sus leyes más íntimas —con el riesgo de justificar incluso la violencia— y el deber de juzgar esas leyes y lo que éstas comportan para los hombres, exponiéndonos a violentarlas en nombre de nuestros propios valores y costumbres, con la arrogante convicción de poder erigirnos en jueces de esa civilización en nombre de la nuestra.
Pero el protagonista de la película, el prisionero inglés al que acaban dando muerte al final, se acuerda de una vieja culpa suya y de los crueles ritos de iniciación de los novatos en un
college inglés
. En esa brevísima escena queda indeleblemente evocada una brutalidad que pertenece, también ella, no sólo a algunos individuos, sino a una civilización, a una tradición —en este caso a la inglesa. Esa obtusa violencia —consagrada también, como la otra, por los siglos, los recuerdos, la autoridad de la tradición— podría dar pábulo a una víctima, a un espectador, a odiar —a odiar, en este caso, igual de absurda y bárbaramente, a todos los ingleses; ese abuso goliardesco deja ver las crueldades que mancillan también a la civilización occidental.
No hay nada tan ambiguo como una tradición heredada del pasado, porque en ella se trenzan valores y aberraciones, cortesía y violencia, fidelidad al recuerdo de los padres y obediencia a las infamias que éstos perpetraron y dejaron en herencia. Oshima sabe representar magistralmente, con despiadada lucidez y a la par con respeto, esa coexistencia de cortesía y violencia, que en la película está encarnada sobre todo por la figura del comandante del campo y su pasión homosexual por el prisionero, esbozada con una delicadeza y una discreción que hacen de esta película uno de los mejores relatos de amor homosexual, una de las pocas obras de arte que plantean con auténtica profundidad el problema de esa pasión.
Toda tradición tiene su nexo entre cortesía y violencia, sus dioses. Oshima parece querernos recordar el respeto por los dioses ajenos, pero también insinuar la sospecha de que muchos de los dioses extranjeros pueden ser ídolos bárbaros al igual que otros tantos fetiches de casa; que el
ethos
del samurai puede esconder una vulgaridad ritualizada como la del antiguo
college
. A las tradiciones, a las costumbres, a las leyes escritas en los códigos o los ritos hay que oponerles, cuando traen aparejadas ofensas a la humanidad, las no escritas leyes de los dioses, como Antígona. Naturalmente no es fácil distinguir este mandamiento universal de una conciencia que habla en nombre de la humanidad, en nombre de la arbitrariedad de un sentimiento subjetivo, que nace de un mero estado de ánimo y pretende imponerse a todos. El mal, se dice al final de
¡Feliz Navidad, mister Lawrence!
, deriva de la presunción de ser justo. Pero la condena de esta violencia dogmática, que ofende al hombre, remite a su vez a una exigencia universal de respeto a los demás, que se siente como medida absoluta de la acción.
En la última escena de la película, el japonés condenado a muerte por crímenes de guerra —pero tal vez, sugiere Oshima, sólo porque los que han vencido son los otros— desea «feliz Navidad» en la lengua de su enemigo; estas palabras, aprendidas y dichas a duras penas en la lengua de quien le está dando muerte, están ya más allá de toda lógica de la violencia y la venganza.
1984
Es inevitable un cierto azoro cuando se habla de valores, sobre todo si se hace en un sentido general; con los valores ocurre un poco lo que le ocurría a San Agustín con el tiempo, que decía saber muy bien lo que era mientras no se lo preguntaban, pero que en cuanto le pedían que diera una definición dejaba de saberlo. La dimensión más auténtica de los valores es aquella en la que no es necesario declamarlos ni hacer alarde de ellos, sino que éstos descienden a la existencia cotidiana, se viven a fondo y se traducen en el modo de ser y actuar. Los valores, como enseñó de una vez por todas Max Weber, no se pueden demostrar, sino sólo mostrar; precisamente por eso, como bien sabía el mismo Weber, son el elemento fundamental, lo más importante de la vida —o, como decía, el demonio de la vida de cada uno—, y se falsean fácilmente en las declaraciones programáticas, que caen con facilidad en la retórica o el sermón.
Se oyen muchas quejas sobre una Europa sólo monetaria, carente de alma. Es dudoso que el alma pueda contraponerse a la moneda, como si hubiese una antítesis entre el espíritu —sea lo que sea lo que se entienda por este término— y la economía; el espíritu —que orienta la vida y la acción según valores asumidos como fundamentales— es auténtico sólo si se traduce en el modo de ser y de obrar, si se convierte por lo tanto también en un modo de ver y de hacer economía, de darle sentido. Es obvio que hay que reivindicar los valores —y su exigencia— en una cultura que, cada vez más, considera la vida únicamente en términos de necesidad, eficiencia, utilidad; pero incluso en este caso, no hay que contraponer los valores a las necesidades, sino que los valores tienen que inspirar la forma en que se considera a las necesidades, en que se las satisface, o bien se las sacrifica a algo superior a ellas. A la Europa de después de Maastricht le hace falta la conciencia y la defensa del principio del valor, de esa exigencia de valores universales que constituye, desde hace más de dos milenios, la esencia de la civilización europea.
Este principio está amenazado tanto por la creciente nivelación de las diversidades, de las peculiaridades individuales, como por su salvaje atomización, que idolatra y aísla las diversidades en una negación de toda universalidad. Los crecientes contactos entre pueblos y culturas distintas, que provocan difíciles problemas pero constituyen un vital enriquecimiento, podrán dar lugar a situaciones difíciles, en las cuales la elección entre el debido relativismo cultural y la afirmación de valores irrenunciables —las no escritas leyes de los dioses— podrá plantearse de forma dramática. Muchas diversidades —de usos, costumbres, tradiciones— pueden y deben ser superadas, contra toda estólida cerrazón, en un diálogo fraterno, al calor de los valores que trascienden las diversidades en una común universalidad. Pero podrán, pueden, darse situaciones en las que algunas culturas, grupos o individuos proclamen, sientan como valores irrenunciables para ellos lo que para otros puede parecer inaceptable o inhumano.
La democracia, que es hija de la tradición europea y constituye su esencia, estriba en el continuo esfuerzo, que no llega nunca a conclusiones definitivas, de distinguir entre posiciones contrapuestas, incluso duramente contrapuestas, pero con el mismo derecho a expresarse y enfrentarse libremente, y posiciones que, dolorosa pero necesariamente, no hay otro remedio que excluir de ese diálogo y esa confrontación libres; de la misma forma que hay que permitir a una formación política que propugne la estatalización o bien la liberalización en el campo económico, pero no se puede permitir que propugne la violencia racista. En la sociedad multiétnica y multicultural del futuro, con la que Europa siempre se las tendrá que ver, será cada vez más necesario, precisamente para mantener lo más abierto posible el espíritu de diálogo y de fraterna aceptación respecto a las diversidades, establecer un irrenunciable
quantum
de universalismo ético, no sacrificable en ningún caso.
Entre los elementos que no podrán seguir sin ser básicos, so pena del declive de la propia civilización europea en el sentido fuerte de la palabra, están el sentido del valor primario del individuo y la racionalidad. En sus más diversas formas, la civilización occidental se ha fundado siempre sobre este sentido del valor primario del individuo, contrapuesto a la totalidad que propugnan otras tradiciones. Se trata de una visión que encontramos —por poner sólo algunos ejemplos— en los estoicos y en su derecho natural, en el concepto cristiano de persona, en las garantías elaboradas por el derecho romano y así sucesivamente hasta llegar a las grandes conquistas del liberalismo, la democracia y el socialismo, formas distintas pero con el denominador común del acento puesto en el individuo, en su valor insuprimible, en la necesidad de tutelarlo. Las transformaciones sociales, que han creado y crean tantas libertades, corren el riesgo también, paradójicamente, de poner en peligro este valor insuprimible del individuo. También parece estar en peligro, a pesar de la creciente racionalización técnica, la racionalidad, hostigada por un cada vez más difuso irracionalismo, por un amasijo de ocultismo y superstición.
Es necesario un pensamiento antiidólatra, un pensamiento fuerte capaz de establecer jerarquías de valores, de elegir y por consiguiente dar libertad, de proporcionar al individuo la fuerza de resistir a las presiones que le amenazan y a la fábrica de opiniones y eslóganes. No en vano el totalitarismo blando y coloidal del poder de los medios de comunicación está confiado a gelatinosas ideologías débiles, que dejan al individuo inerme a merced de las fuerzas anónimas que lo mangonean, despojándole de esa astucia de serpiente (esa conciencia de los conflictos) sin la que, como está escrito en el Evangelio, no cabe siquiera una auténtica simplicidad de paloma.