Read Venus Prime - Máxima tensión Online
Authors: Arthur C. Clarke,Paul Preuss
—¿A dónde vas?
—Necesito los dedos para lo que voy a hacer. Volvió a darse impulso hasta la cubierta de vuelo. Se movió entre las garras y patas del robot inerte hasta que encontró la entrada al procesador principal. Abrió la portilla y metió la mano dentro.
Blake la observaba desde el techo, apenas visible en la oscuridad.
—¿Qué haces ahí dentro?
La muchacha llevaba en ello lo que ya empezaba a parecer mucho tiempo.
—Voy a tener que volver a insertar el ensamblaje del combustible. No te preocupes, ahora está lobotomizado.
Blake no dijo nada. No se le ocurría nada que decir, excepto que la muchacha debía estar loca.
Cuando el ensamblaje del combustible se deslizó dentro del robot, la cabeza de éste se tambaleó y las garras batieron débilmente, pero sus movimientos eran como los de un rinoceronte drogado. Sparta, que parecía pequeñísima dentro del traje de Wycherly, se situó de nuevo en el inerte abrazo del robot y metió la mano en el procesador. Los motores comenzaron a silbar. El abdomen del robot se abrió por el centro y se puso a desplegar una capa tras otra de cámaras compuestas, hasta que todos aquellos complicados intestinos de metal de la cavidad del procesador de metales quedaron al descubierto. Con aquella horrible luz parecía que la máquina se hubiera sacado las entrañas a sí misma.
Sparta se dio impulso por encima del destripado robot y se asomó al interior. Allí, sujeto entre dos enormes y macizos engranajes de tomillo sin fin y en medio de una malla de extremos de tubo y parrillas, se hallaba un frágil y hermoso libro, abrigado en su estuche.
Primero se encendieron las luces, y varios equipos de trabajadores vestidos de uniforme avanzaron eficientemente hacia el vacío sector de seguridad, evacuado de gente y de aire con el fin de reponer la escotilla de presión que había sido volada. Al cabo de media hora de comenzar la emergencia, ya se había presurizado de nuevo el núcleo y la vida se había reanudado como de costumbre.
Antes de eso, mientras el aire seguía fluyendo de nuevo hacia la cámara de descompresión Q3, una brigada de patrulla, con trajes de presión y las armas aturdidoras desenfundadas, irrumpió en la
Star Queen
. Eran policías curtidos, acostumbrados a vérselas con la furia de borrachos y homicidas y otras formas de locura que comúnmente afligen a los humanos residentes en estaciones espaciales. Pero aquella destrucción los dejó atónitos.
Por una parte, habían tenido pocas ocasiones de ver de cerca a los robots mineros que rondaban por la superficie del planeta, situado debajo de ellos; eran máquinas que les pagaban todos sus salarios. Pero encontrarse a uno de ellos surgiendo en medio de los escombros del puente de la
Star Queen
, aunque estuviera desguarnecido y debilitado, resultaba sencillamente aterrador. Se acercaron a la máquina con la misma cautela que unos buceadores se acercarían a un gran tiburón blanco en estado de coma.
Salvo por el robot, que resultó estar inutilizado, la nave se encontraba completamente desierta. Durante un largo rato ninguno de los patrulleros advirtió que faltaban los dos trajes espaciales que antes se encontraban colgados en la cubierta de víveres.
Cinco minutos después de habérselos puesto, Sparta y Blake ya se habían desembarazado de los trajes espaciales. De nuevo habían tomado la dirección de los conductos de ventilación, que estaban a oscuras. La muchacha conocía los caminos traseros de un modo que a él le era imposible conocerlos, pues había almacenado en la memoria mil diagramas de ingeniería. Pero Blake sí se había ocupado de memorizar lo que necesitaba saber acerca del trazado interno de Port Hesperus antes de salir de la Tierra, pues ya entonces planeaba el asalto a la
Star Queen
.
—Tres tacos de plástico montados sobre un reloj automático para la escotilla de presión —le dijo a Sparta—. Una carga cortará los cables auxiliares; también un reloj automático. Yo mismo desmonté los disyuntores, quería asegurarme de que no causaría ningún daño importante. Un par de trabajadores de la planta de energía tendrán resaca de éter...
—¿C—4? ¿No pusiste fulminato de oro? ¿Ni detonadores de acetileno?
Hablaban mientras avanzaban uno en pos del otro por entre aquel ensombrecido laberinto.
—¿Quién iba a usar esa chatarra? Es peligroso como mil demonios.
—Alguien a quien no le importase el daño que se produciría y quisiera que los escombros dieran la impresión de una explosión en una célula de combustible.
—¿La
Star Queen
saboteada?
—Debes de ser la última persona de todo el sistema solar en enterarte de la noticia. Eso suponiendo que no lo hicieras tú mismo.
Blake se echó a reír.
—Necesito que me cuentes el resto de lo que tú sabes, Blake, antes de decidir qué voy a hacer contigo.
—Detengámonos aquí un minuto —dijo él. Siguiendo una multiplicidad de tuberías y cables, habían llegado a la zona media del núcleo. Se encontraban en una subestación, rodeados de enormes aparatos de bombeo y voluminosos transformadores grises; la oscuridad crepuscular se hallaba surcada de brillantes barras de luz que se proyectaban desde un enrejado que había más abajo, deslizándose lentamente con la rotación de la estación. Por entre las barras podían ver directamente el interior de la esfera central, circundada de árboles y jardines, y las explanadas gemelas del centro social de la estación.
—Yo no seguí cursos de explosivos en «SPARTA», Linda...
—No me llames así. Nunca.
Aquella enojada advertencia resonó por toda la cámara de metal.
—Es demasiado tarde. Ya saben quién eres.
—¿Sí? Pues yo también sé quiénes son ellos. —La voz la traicionó, pues estaba cansada, y el miedo afloró a la superficie—. Lo que no sé es dónde están.
—Uno de ellos está aquí, en la estación. Buscándote. Por eso encendí los fuegos artificiales..., para poder estar contigo a solas. Antes de que ellos te cogieran.
—¿Quién es?
—No creo que yo pueda reconocerlo. O reconocerla. Pero quizá tú sí.
—Maldición. —Sparta suspiró—. Empieza desde el principio, ¿quieres?
—«SPARTA» se disolvió un año después de marcharte tú. En aquel entonces los de mi nivel, los de dieciséis y diecisiete años, éramos aproximadamente una docena: Ron, Khalid, Sara, Louis, Rosaria...
La muchacha lo interrumpió.
—Me acuerdo perfectamente de esa época.
—En primavera, después de que tú te marchases, vinieron a vernos extraños personajes pertenecientes a una agencia del Gobierno. Estaban reclutando gente, buscaban voluntarios para un «programa de entrenamiento suplementario», y no dejaban de hacer insinuaciones pesadas acerca del lado negro. Nos produjeron la clara impresión de que tú habías ido antes que nosotros... Y, claro, tú eras un ídolo para todos.
—La que pagaba el pato por todos, querrás decir.
—Eso también, algunas veces. —Blake sonrió al recordar—. De todos modos, éramos unos primos, las víctimas propicias para comenzar el experimento. O por lo menos yo hice el primo. Me apunté —tuve que lanzarme a un combate a base de gritos con mi madre y mi padre, pero acabaron por ceder— y me fui a un campamento de verano con unos cuantos más. Quedaba en la parte este de Arizona, bien alto en el Mogollon Rim. Estuvimos allí unas tres semanas. Sabían que nos encontrábamos en buena forma, así que fueron directos al grano intelectual. Supervivencia. Cifras. Demolición. Asesinato silencioso. Luego me di cuenta que todo aquello no era más que peso ligero, un juego de niños. Como una audición, una criba, en realidad, para escoger a aquellos de nosotros que tuvieran talento. Los que fueran psicológicamente susceptibles.
—¿Y a quiénes escogieron? ¿A ti y a quién más?
—A nadie. Tu padre apareció por allí una tarde. Le acompañaban unos forzudos de paisano, puede que del FBI. Nunca lo había visto tan enfadado; sencillamente aterrorizó a aquellos tipos supuestamente duros que dirigían el lugar. A nosotros, los muchachos, no nos dijo gran cosa, pero notamos que se le estaba rompiendo el corazón. Una hora más tarde nos llevaban de vuelta a Phoenix. Ahí acabó el campamento de verano. —Blake hizo una pausa—. Ésa fue la última vez que vi a tu padre. Tampoco vi nunca más a tu madre.
—Están muertos. Oficialmente. En un accidente de helicóptero ocurrido en Maryland.
—Sí. ¿Fuiste al funeral?
—Quizá. Pero quizá no. Ése es precisamente el año que me falta de la memoria.
—No he conseguido encontrar a nadie que fuera al funeral. Nos enteramos de eso, del accidente, un mes después de llegar a casa. «SPARTA» se disolvió entonces. El otoño siguiente nos dispersaron, a la mayoría nos metieron en colegios privados..., rodeados de personas que nos parecían retrasados mentales. Todavía teníamos mucho que aprender. De lo que te había ocurrido a ti, nadie supo nunca nada.
—¿Qué me pasó a mí?
Blake la miró, y la expresión de los ojos se le suavizó.
—Esto no lo sé por experiencia, esto lo sé porque lo he investigado —le dijo Blake—. En algunas publicaciones encontrarás noticias de que por aquella época hubo un programa para implantar biochips en sujetos humanos. Supuestamente, aquel programa estaba bajo el control de la Marina, porque ellos eran los expertos en biochips, en vez de estar bajo el control del Ministerio de Sanidad o el de Ciencia, como cabría esperar. El primer sujeto fue alguien que se suponía estaba clínicamente muerto, muerto cerebralmente.
—Una buena tapadera. —Sparta se echó a reír, pero la amargura se le reflejaba en la voz—. Todo lo que hicieron fue darle la vuelta a la relación causa y efecto.
Blake se quedó aguardando, pero ella no dijo nada más.
—Ese sujeto dio, supuestamente, muestras de una notable mejoría al principio, pero luego se transtornó de un modo bastante serio y lo tuvieron que poner bajo cuidados permanentes. En un sitio privado de Colorado.
—Biochips no fue lo único que le implantaron, Blake —susurró la joven—. Tenían mucho que ocultar.
—Ya he empezado a darme cuenta de ello —dijo él—. Hicieron todo lo que pudieron. Hace cuatro años ese lugar de Colorado se destruyó en un incendio. Doce personas murieron. Y ahí se acaba la pista.
—Todo lo que me has contado ya lo he reconstruido por mí misma —dijo ella con impaciencia.
—Si no te hubiera visto viva, me habría dado por vencido. ¿Cómo lograste escapar?
—Por el médico que se suponía era mi perro guardián... Al parecer la conciencia empezó a molestarle. Empleó biochips para reparar las lesiones que me habían causado. Empecé a recordar... —Se dio la vuelta hacia Blake y, sin pensarlo, le agarró con fuerza de un brazo—. ¿Qué ocurrió durante ese año que me falta? ¿Qué intentaban hacerme realmente? ¿Qué hice yo que los asustó y les obligó a convertirme en un vegetal?
—Puede que te enterases de algo —insinuó él.
Sparta iba a empezar a hablar, pero titubeó; el tono de Blake le alertó de que a lo mejor no le gustaba lo que iba a oír. Retiró la mano y preguntó con calma:
—¿Qué supones tú que fue?
—Yo creo que te enteraste de que «SPARTA» era algo más que lo que afirmaban tus padres. La punta de un enorme iceberg, un antiguo iceberg. —Blake se quedó mirándola mientras la estación giraba en el espacio y las brillantes barras de luz que penetraban por la reja se cortaban en cintas—. Hay una teoría. Un ideal. Se han quemado hombres y mujeres con la excusa de ese ideal. Y a otros que creyeron en ello se les ha ensalzado como grandes filósofos. Y algunos de los creyentes ganaron poder y se convirtieron en monstruos. Cuanto más profundizo en el estudio de este tema, más conexiones encuentro y más se adentran en el pasado. En el siglo xiii se les conocía como adeptos del Espíritu Libre, los prophetae, pero usaran el nombre que usasen, nunca han sido erradicados del todo. Su meta ha sido siempre la divinidad. La perfección de esta vida. El superhombre.
A Sparta le hormigueaba el cerebro; las imágenes danzaban a media luz, pero se encendían y se apagaban como un estroboscopio antes de que consiguiera traerlas a la consciencia. Aquella vibración peculiar sobrepasaba su sentido normal de la vista; se apretó los párpados cerrados con los dedos.
—Mis padres eran psicólogos, científicos —dijo en un susurro.
—Siempre ha habido un lado oscuro y un lado iluminado, un lado negro y un lado blanco. —Con paciencia, Blake esperó a que ella volviera a abrir los ojos—. El hombre que dirigía Inteligencia Múltiple se llamaba Laird —le dijo Blake—. Trató de mantener en secreto que estaba implicado en el asunto.
—Reconozco el nombre.
—Laird conocía a tus padres desde hacía muchos años, desde hacía décadas. Desde antes de que inmigraran. Es posible que estuviera al corriente de algo que los colocara en una situación embarazosa.
—No —susurró Sparta—. No, Blake. Creo que él los sedujo con visiones de un camino más fácil hacia la perfección.
—¿Te has acordado de algo nuevo?
La muchacha miró a su alrededor, distraída y nerviosa.
—Me has sido de gran utilidad, Blake. Ya es hora de que pasemos al resto de nuestro asunto.
—Laird se ha cambiado el nombre, puede que hasta el aspecto, pero creo que sigue teniendo influencias en el Gobierno.
—Ya me preocuparé por eso más tarde.
—Si hubiera conseguido controlarte a ti, habría podido convertirse a sí mismo en lo que hubiera querido. —Hizo una pausa—. Puede que hasta en presidente.
—Pero fracasó a la hora de controlarme. Y también fracasó en hacerme perfecta.
—Me parece que le gustaría enterrar las pruebas de su fracaso.
—Eso lo comprendo bastante bien. Pero es problema mío.
—Yo lo he hecho mío —dijo Blake.
—Lo siento, pero no puedes tomar parte en este juego. Y sigamos con el juego al que estábamos jugando antes. Atrapar a un ladrón.
—Inspectora Ellen Troy, de la Junta de Control del Espacio.
La expresión de la redonda cara de Vincent Darlington ondeó entre desagrado e incredulidad.
—¿Qué demonios había podido...?
Por fin se decidió por adoptar una expresión de deferencia ante la autoridad. De mala gana abrió las puertas del «Museo Hesperiano».
Sparta se metió la insignia en el bolsillo. Todavía llevaba el disfraz de rata de muelle, y en aquel momento se sentía más como una rata de muelle que como una policía.
—Creo que conoce usted a Blake Redfield, de Londres —continuó Sparta.