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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Vespera (3 page)

BOOK: Vespera
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Habían estado allí durante lo que parecieron tantas horas que incluso el entretenimiento de tratar de contar a la gente que formaba la multitud o el de señalar los estandartes de cada clan habían perdido ya todo interés. Sin embargo, su tutor tenía órdenes estrictas de no permitirles corretear ni explorar el Palacio de los Mares, pese a que quizá no volvieran a tener una oportunidad como aquélla. Ithien había tratado de persuadir a su tutor con sólida lógica de que se les debía permitir explorar, porque el éxito de su futuro dependía de ello, pero su tutor, sencillamente, no lo entendió.

Por si fuera poco, Ithien había previsto sus planes de escapar antes incluso de que los dos tuvieran tiempo de maquinarlos, lo que hizo que Chaula se enfurruñara durante unos buenos cinco minutos. Después, la niña se sentó desafiante en el suelo y abrió su libro, negándose a moverse de allí hasta que Ithien divisó a la emperatriz.

Ithien ni siquiera había llevado un libro, porque podía hacerle ir más despacio en caso de que tuvieran que correr a la Cámara y salvar a su padre de una conjura de último minuto urdida por los partidarios de la emperatriz. Por otra parte, cuando le estaba explicando a su hermana esa posibilidad, Chaula señaló que un libro bien lanzado podía dejar sin sentido al malvado rebelde justo antes de que diera la señal a sus ruines compinches.

Su hermana se guardó entonces el libro en su bolsa y se quedó al lado de Ithien, con un procedente aspecto grave. Todavía era rubia, lo que no era justo, porque el cabello de Ithien, que había sido como el de Ruthelo, empezaba a oscurecerse. Eso, según Chaula le había informado durante su última discusión, quería decir que él acabaría pareciéndose al tío Heraclio; así que Ithien le dio un puñetazo y se armó una buena. Además, él tenía once años y no era tan bajo como Heraclio. Si los hijos eran siempre más altos que sus madres, él no tenía nada que temer, porque su madre era más alta que Heraclio y a Ithien aún le quedaban muchos años por delante para seguir creciendo.

Más tarde decidió que quizá seguiría los pasos del tío Petroz, el hermano de su madre, si es que no iba a parecerse a ninguno de sus padres.

Petroz estaba tremendamente chapado a la antigua y siempre estaba dispuesto divagar sobre la respetabilidad como cualquier anciano de cabellos blancos, pero era apuesto y sabía hacer algunas cosas muy bien. Y la verdad, Heraclio, no.

—¡Allí está! —dijo Chaula, mientras rugía la multitud, e Ithien alcanzó a ver durante una fracción de segundo a la emperatriz en la entrada a la Cámara. Y todas sus cavilaciones acerca de cómo sería de mayor quedaron olvidadas.

* * *

Palatina atravesó la puerta, flanqueada por dos guardias de la Asamblea con armadura y penacho blanco que se detuvieron al borde de la sala y dejaron pasar sola a la emperatriz de Thetis. Vestía una túnica azul sorprendentemente sencilla y no llevaba nada sobre su rebelde cabello oscuro, ni siquiera una corona de laurel. Sus atributos imperiales habían desaparecido. Ruthelo se había asegurado de que no sobrevivieran a la destrucción del palacio.

Sin hacer la reverencia, Ruthelo se puso en pie y dirigió la mirada hacia la emperatriz. Su elegante rostro anguloso era una máscara; parecía vieja, exhausta, como si no hubiera asumido lo que había ocurrido.

Pocos eran los que lo habían hecho, excepto Ruthelo; por eso actuaba ahora con diligencia, mientras los recuerdos aún estaban frescos, la indignación demasiado incipiente para que voces como la de Aesonia se atrevieran a pedir un apaciguamiento, reinterpretando la historia para disculpar el error de la emperatriz.

—Palatina Tar' Conantur —dijo formalmente Ruthelo—, la Asamblea ha fallado sentencia.

Palatina se quedó en silencio, pero clavó su mirada sobre Ruthelo, sólo sobre él. Su carisma, el magnetismo que había inspirado a su pueblo a lo largo de tantos años de Cruzada, aún estaba allí, aunque había languidecido.

—Nuestro decreto —dijo Ruthelo— es que desde este momento en adelante el imperio ya no existe.

—¿Vuestro decreto o el tuyo, Ruthelo? —dijo Palatina, mirando hacia donde estaba sentado Gian, en otra de las sillas situadas al nivel de la Sala reservado para los thalassarcas más poderosos. Su instinto político aún estaba intacto.

—Ellos no me habrían apoyado si esta noche no hubieras intentado disolver la Asamblea —replicó Ruthelo, esquivando la cuestión. No podía permitir que la emperatriz se hiciera con el control. Aunque él era mucho mejor orador y se encontraba en su terreno, ella había sido la emperatriz de Thetia durante siete años. Thetis la había coronado—. Se ha acabado, Palatina. Tu gobierno y el de tu familia se han acabado.

—¿Será mejor el tuyo?

—Yo no gobernaré solo.

Por un instante, Ruthelo pensó que Palatina apelaría a la Cámara, lanzaría una vehemente defensa de su gobierno que sembraría suficientes dudas en la Asamblea como para dar marcha atrás a su deliberación. Pero cuando ella miró a sus partidarios, Ruthelo advirtió cómo todos, uno por uno, sacudían su cabeza: Rainardo, Gian, el cuñado de Ruthelo, Petroz Salassa, el anciano Aurelian Tuthmon, que había sido el líder predecesor de Ruthelo.

—Palatina Tar' Conantur —dijo otra vez Ruthelo—. Es nuestra voluntad que renuncies a todas tus pretensiones a la Corona y los privilegios para ti y tu familia y tus descendientes a perpetuidad, y que tú y tu familia seáis despojados de la ciudadanía de thetianos y desterrados de inmediato y para siempre de las tierras, territorios, dependencias y posesiones de Thetis. Y deberás hacer un solemne juramento ante Thetis y esta Cámara de no declararte nunca en guerra por tu cuenta o con la ayuda de alguna potencia extranjera.

—¿Y si no lo hago?

—Te damos la oportunidad de marcharte libremente.

—De marcharme libremente de mi país para siempre —dijo Palatina.

—Tus predecesores no fueron tan afortunados —dijo Ruthelo, más sereno ahora, mirando fijamente los ojos de la emperatriz—. Hiciste la guerra a aquéllos a los que juraste proteger, y perdiste. Te ofrecemos una forma de acabar con esto sin mayor derramamiento de sangre.

Se hizo de nuevo el silencio y, finalmente, Palatina asintió, pareciendo de repente cansada y mucho más mayor. Esto no tenía que haber llegado nunca. Era una amarga ironía que ella, siendo una vez republicana, estuviera aquí ahora.

Quizá aún perviviera, después de todo, algo de aquella brillante mujer que fue la amiga y compañera de Ruthelo en la resistencia contra Aetius el Tirano.

Dos guardias llevaron una mesa plegable, la colocaron enfrente de Ruthelo y dejaron encima dos copias del Acta de Abdicación, que había sido redactada en la última hora por los expertos legales de Ruthelo. Encima de la gruesa hoja de papel color crema había una pluma, cera y el Gran Sello de Palatina, que Ormos Theleris había rescatado antes de que las llamas se extendiesen.

Palatina vaciló durante un instante, mirando hacia la mesa y el sello, como si no entendiese lo que significaban, cerrando al frente sus puños con fuerza en un gesto muy poco apropiado para una emperatriz. Ruthelo aguardó, inspeccionando los documentos. Dos copias, pues la ocasión era demasiado solemne para que bastara sólo con una.

Entonces ella se movió, como si tuviera que hacerlo rápidamente antes de cambiar de idea, avanzó y cogió la pluma para trazar su firma al final de cada documento, exactamente como aparecía en todos los decretos de su reinado. Uno de los guardias vertió dos gotas de cera en cada uno de ellos, una grande y otra pequeña, la primera para el anillo personal de Palatina y la segunda para el Gran Sello.

Ruthelo observó a la última emperatriz de Thetis firmar el documento de abdicación y estampar su anillo con un gesto brusco y apresurado, que hizo que casi saliera torcido.

Él, Ruthelo Azrian, había acabado con el imperio.

Palatina tomó el Gran Sello cilíndrico y lo hizo rodar por los dos documentos antes de dejarlo de nuevo sobre la mesa y cuando Ruthelo sorprendió sus ojos advirtió cierto alivio en ellos. No se lo esperaba.

Se había acabado.

Ruthelo le hizo ahora una reverencia, como un thetiano a otro, y ella se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta. Allí se detuvo y dirigió una última mirada a la Asamblea. Carausius y su esposa apretaron el paso para ponerse a su lado, como lo hizo el almirante Karao, el héroe de Oromel, y quizá media docena más, viejos amigos de colegas. Ninguno de los thalassarcas se unió a ella. Nadie esperaba que alguno lo hiciera.

Ruthelo la siguió afuera, hasta la columnata que rodeaba la Cámara de la Asamblea. Observó caminar a aquel pequeño grupo de personas mientras pasaban al lado de una fila de soldados del clan, bajo los estandartes en forma de arco de todos los clanes de Thetis, hacia donde aguardaba la manta que los llevaría lejos de Thetis para siempre. El estandarte ámbar y rojizo de Azrian era el último, el más cercano a los muelles, aunque Ruthelo no podía distinguir bien los colores desde donde estaba.

Ruthelo pudo ver el lucero del alba al sur, el símbolo de Azrian. Eso le bastó. Palatina no volvió ni una vez la vista atrás, pero nadie en toda la vasta multitud pronunció una palabra hasta que la manta se sumergió y desapareció de la vista cuando ya despuntaban sobre la ciudad los primeros rayos de un nuevo amanecer, el amanecer de la República thetiana restaurada.

PRIMERA PARTE

UNA CANCIÓN SIN MÚSICA

Capítulo 1

Rafael vio la silueta de una onda sobre el agua mar adentro, una oscura figura recortándose sobre las olas. Durante uno o dos instantes creció y se ensanchó por los lados, mientras la atmósfera irradiaba un brillo a su alrededor distorsionando la vista que Rafael tenía, a lo lejos, del mar.

Entonces, las olas empezaron a agitarse, y su curso natural se desvió hacia aquella figura, dirigiéndose hacia ella y desapareciendo. La onda tenía ahora unos dos kilómetros de longitud, se hacía mayor a cada instante y se empezaba a curvar por sus bordes, formando un largo arco cuyos cuernos apuntaban hacia la costa. Finalmente, Rafael pudo verla alcanzar aún más altura, una ola que se elevaba unos dos o tres metros por encima de la superficie, aunque los vigías en tierra seguirían sin poder verla.

Y entonces empezó a desplazarse hacia la orilla, una estrecha media luna de agua que se iba haciendo más alta a cada instante. A unos sesenta metros por debajo de él, tan sólo visible desde las verdes laderas, Rafael vio cómo el agua del gran puerto era absorbida hacia la ola, primero retirándose de la superficie de piedra de los muelles y, a continuación, cayendo con mayor rapidez, dejando al descubierto la intrincada red de pasarelas de embarque para las mantas, por debajo de la superficie.

Ahora los vigías sabían que algo no iba bien e, incluso desde allí arriba, con el fresco viento que soplaba desde el mar en sus oídos y las ropas agitándose, Rafael pudo oír los gritos de pánico y terror. La pasarela más alta empezó a combarse por el centro, incapaz de soportar su propio peso fuera del agua. Y se habría roto mucho antes de haber habido alguna manta amarrada allí. Pero ahora las mantas se habían marchado, diseminándose por los campos de sargazos al sudeste.

El agua todavía se derramaba por el muelle, retrocediendo para incorporarse a la ola, que aceleraba su marcha desde el océano mientras empezaban a distinguirse las defensas del puerto en su estrecha entrada: un formidable despliegue de torretas con cañones, redes y minas, inútiles ahora ante el poder desplegado contra ellos.

Rafael había visto antes a los magos de Exilio alterar corrientes y contenerlas, pero nunca a una escala como ésa. Una cosa era saber que podía hacerse y otra verlo... y saber que él lo había provocado.

La ola quedaba tan sólo a menos de dos kilómetros del puerto, e iba ganando altura mientras el mar se retiraba, un aterrador muro azul verdoso que alcanzaba ya los diez metros de altura. Su parte delantera se tensaba ligeramente mientras el agua entraba en ella en un intento por recuperar su estado natural, pero ni para el agua ni para los hombres del puerto fortificado había manera de escapar a su paso.

Rafael escuchó un estruendo grave y ensordecedor, como de un centenar de olas estrellándose a la vez, ahogado por el viento y por los alaridos indignados que las gaviotas del muelle lanzaban al levantar el vuelo para escapar de su paso.

La onda llegó a la entrada del puerto y se alzó hacia adelante por el estrecho espacio, creciendo entre tres y seis metros en cuestión de segundos, aplastó las defensas del puerto, destrozó las torretas y arrasó las gruesas redes y barreras flotantes como si no existieran. Las minas arrancadas de las amarras detonaron en una serie de fuertes explosiones al ser arrojadas unas contra otras o contra los acantilados.

Sólo quedó intacta la pasarela que estaba más cerca del fondo. El resto se desplomó por su parte superior al retirarse el agua y algunos de los hombres del muelle corrieron despavoridos en busca de zonas más altas.

Muchos más se quedaron petrificados al paso de la ola, aparentemente hipnotizados por ella. Rafael quiso gritarles para que huyeran, a pesar de que era inútil. En el último segundo, algunos parecieron querer escapar hacia el mar, arrojándose contra la ola para desaparecer en su masa de agua.

Una brillante luz azul destelló alrededor de una pequeña construcción abovedada cuando apareció el escudo de éter, inservible contra una fuerza tal.

De repente, Rafael vio evaporarse en el aire la distorsión, como si la voluntad de los exiliados sujetando la ola se disipara. La ola se mantuvo durante unos segundos más, precipitándose contra los muelles y aplastando los almacenes y depósitos de municiones hasta dejarlos hechos trizas y, entonces, se deshizo en forma de cascada por los muros del fuerte, desapareció de la vista mientras la bahía se convertía en un caldero de remolinos de agua.

Retrocedió diluyéndose en el océano. Las aguas regresaron a su anterior equilibrio. Olas más pequeñas se cruzaban entre sí más allá de las entradas del puerto, retrocediendo radialmente hacia el mar y desvaneciéndose poco a poco al colisionar y perder su inercia.

Había silencio y Rafael miró la devastación por debajo de él, el fuerte hecho pedazos y el puerto arruinado, los cuerpos destrozados de los hombres desparramados por los muelles o flotando entre los escombros sobre el agua.

Los muertos habían sido piratas y ladrones, oportunistas que habían forjado un reino mezquino para ellos mismos durante los años desmandados de la Anarquía, asaltando naves y exigiendo tributos de las ciudades próximas, pidiendo rescates por comerciantes secuestrados y matando a aquéllos cuyos socios o familias no podían pagarlos.

BOOK: Vespera
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