Vespera (51 page)

Read Vespera Online

Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

BOOK: Vespera
11.65Mb size Format: txt, pdf, ePub

Rafael contempló las rayas, formas vagas que sólo estaban a algunos cuerpos de él. ¿Registrarían ésas? ¿Pensarían que estaba tan cerca? Había sólo una leve esperanza, pero era una posibilidad de salir de allí, su pasaporte hacia el mar a través de las compuertas, donde dispondría de más de una oportunidad.

Volvió a deslizarse bajo el pilar tan silenciosamente como pudo, buceando y desplazándose por la línea de la pasarela, abriéndose paso entre pilares y entramados. No había luz suficiente allí abajo para ver bien, así que se desplazaba tanto a tientas como guiándose por los ojos, confiando en su sentido de la distancia para saber cuándo estaría ya cerca. La luz de la luna iluminaba algo, pero no podía permitirse equivocarse.

Allí. La raya más cercana, una forma que surgía en la oscuridad. Tenía que meterse dentro; no había otra manera de llegar al exterior y, aun así, sería detectado por los sensores en las puertas. Pero ¿cómo? Las dos escotillas estarían abiertas, lo complicado sería colarse por ellas sin ser visto y después... ¿qué? Registrarían las rayas antes de marcharse, si aún no le habían encontrado.

Mientras pensaba, un fuerte zumbido sonó muy cerca de él y las luces submarinas a lo largo de la pasarela se encendieron proyectando su silueta contra la superficie. Tenía una luz muy cerca y era terriblemente intensa. Rafael buceó instintivamente, hacia la parte inferior de los pilares cubiertos de algas. ¡Ni siquiera se había dado cuenta de las luces! ¡Qué falta de atención! Le pareció estar escuchando ya la lengua viperina de Silvanos amonestándole.

Las luces iluminaban perfectamente las dos rayas, pero también descubrirían a todo aquel que se acercara a ellas desde cualquier dirección. Debería haber sido más rápido.

Ahora se encontraba atrapado en el fondo y al final se vería obligado a salir a la superficie para respirar. A pesar de poder respirar en el agua, los thetianos no podían permanecer más de una hora sumergidos. ¿Adonde iría? Empezó a nadar, más rápido ahora que la luz de arriba le mostraba el camino, pasó las dos rayas y se dirigió hacia el edificio que había al final de aquella pasarela. Dieciocho metros más o menos detrás de él, había más algas, una espesa masa que lo ocultaría y aumentaría sus posibilidades frente a un perseguidor, aunque debería recorrer aquellos dieciocho metros bajo aquella luz tan intensa. ¿Por qué tendrían luces, por Thetis? No sería para capturar fugitivos...

Allí. En lugar de remplazar un poste lo habían reforzado; eso le ofrecería una protección extra cerca de la superficie. Si pudiera averiguar dónde estaban Corsina y su gente y esperar hasta que nadie estuviera mirando en la dirección donde él estaba, dispondría de alguna posibilidad. Ascendió poco a poco por el poste reforzado hasta sacar la cabeza del agua.

No había nada. Todo era silencio. ¿Dónde se habían marchado? ¿Es que habían dejado sus rayas sin protección?

Entonces... Demasiado tarde. Sintió una corriente sin motivo aparente contra sus piernas y se volvió muy lentamente, mientras alguien le agarraba el puñal de su correa y se lo ponía en la garganta.

—Tú sabrás lo que le habrás puesto a esto, pero aun así yo no me moverla.

—Bien hecho, Anthemia —dijo Corsina, mientras se aproximaban Rafael y la hija de Leonata, que sostenía un puñal contra la espalda de él, los dos, derramando agua sobre los tablones. No había necesidad del puñal. Él lo había intentado y había fracasado. No haría más que el idiota si trataba de escapar otra vez, con cinco o seis armadores navales rodeándole.

Ahora estaba allí arriba, sobre la pasarela, contemplando el lago, cubierto con una tracería de luces. Cada una de las pasarelas estaba iluminada, como las ramas de un árbol que arrancaban del complejo principal a unos tres kilómetros de distancia. La estampa tenía una especial belleza sobrenatural, como si Aruwe fuera un lugar fuera del tiempo donde la luz saliera del mar y las estrellas brillantes sobre él fueran sólo un telón de fondo.

Estrellas. Los tuonetares habían adorado a las estrellas en su tiempo. ¿Acaso los exiliados thetianos habían adoptado su fe en la derrota, apartándose del culto a Thetis? Después de todo, cada una de las principales órdenes de Exilio se había puesto del lado del nuevo imperio sin vacilar al principio de la Anarquía. Había sido su magia la que había prevalecido, a pesar de toda la habilidad de Rainardo como comandante. ¿Por qué Azrian y los demás clanes iban a ser fíeles a Thetis, cuando ella parecía haberles abandonado?

Extrañas cosas en las que ahora reparaba.

—Llevadle con vosotros a Zafiro —dijo el hombre que estaba al lado de Corsina, otro pálido tratante ártico, con su típica capa negra.

—¿Estás seguro? —dijo Corsina. Ella no parecía diferente de ningún otro thetiano. Eso era lo extraño. Rafael nunca había esperado encontrarse con un seguidor de Ruthelo en carne y hueso, y aunque ella sería una muchacha en aquella época, sin embargo había jurado lealtad a Azrian—. No hay forma de que escape, si se queda aquí.

—Le traeremos de vuelta aquí si necesitamos tenerlo bien sujeto —dijo el tratante ártico, como si Rafael no estuviera allí—. Iolani quiere verle.

Lo que podía significar cualquier cosa, pensaba Rafael, extrañamente en calma. Quizá su participación en todo aquello había llegado a su fin.

—¿Cuál era tu nombre? —le preguntó a Corsina. La thalassarca aruwe clavó sus ojos en Rafael, como si la pregunta le sorprendiera.

—Carsene Tirado Azrian —dijo con orgullo—. Mi madre era una empleada en el palacio y mi padre un centurión de soldados. Sus familias estuvieron al servicio del clan desde la fundación de Azrian.

—¿Y tú? —preguntó al tratante ártico.

—Nicéforo Panazzo Afaron —dijo él. Afaron era un clan mucho más pequeño, tan pequeño que Rafael no podía recordar nada de él excepto el nombre—. Ése es todavía mi nombre. Nunca me permití el lujo de ocultarlo.

Durante un momento hubo silencio y todo el mundo permaneció inmóvil; a continuación, Corsina asintió con un gesto.

—Espero que pronto vuelvan a ser nuestros nombres. Anthemia, escolta a Rafael hasta la
Cerúlea
y asegúrate de recoger y registrar todas sus pertenencias. Probablemente hay muchas cosas que no requisamos. El resto de vosotros, continuad con la carga. Necesitamos que la
Tesifón
y la
Hamílcar
estén listas para zarpar en una hora.

Así que Barca también estaba metido en aquello, pensaba Rafael mientras Anthemia le agarraba del brazo y alcanzaba una cuerda.

—No —dijo con serenidad—. No intentaré escapar. Aquí no. Tienes mi palabra.

—¿Y vale algo tu palabra? —le preguntó ella—. No la mantuviste en el baile. Además, me utilizaste.

—Pensé que trabajabas para el enemigo. Y ha resultado ser cierto. En cuanto al baile, ya no hubo más.

—No hagas promesas que no puedas mantener. Si me hubieras tratado como a una persona y no como a un enemigo, no estarías aquí —le señaló—. Pero lo hiciste y ahora eres mi prisionero. Creo que necesitas recordar eso.

—Como quieras —dijo Rafael encontrándose con su mirada, pero cambiando el tono—. Sin embargo, quizá deberías apresurarte si quieres un desfile triunfal para celebrar mi captura. ¿Un carro tirado por tigres? Si puedes convencer a dos de ellos para que tiren en la misma dirección, ya lo tienes. ¿Nos vamos?

—Nunca creí todas esas historias sobre el orgullo de Ruthelo hasta que te conocí —dijo Anthemia—. Ahora empiezo a pensar que no eran más que pálidos reflejos de la realidad. De verdad que estás en el lado equivocado.

—Él perdió, ¿no es verdad?

—Pero esta vez no —dijo Anthemia con una temible sonrisa, y condujo a Rafael hacia tierra, dejando la cuerda sobre el suelo—. Esta vez no.

* * *

—¿Emperador? ¿Emperador? —La voz parecía venir de muy muy lejos, y Valentino pestañeó intentando despejarse la cabeza. Su visión era un campo de luz intermitente azul y blanca, el fuego actínico que aún estaba bailando en su retina.

—Está vivo.

—También la emperatriz —dijo otra voz más distante aún; una voz que, tras un instante, Valentino fue capaz de reconocer, aunque no supo asignarle un nombre.

—Médico, necesito un médico... el comandante Merelos está herido.

—¡Aquí! —gritó la primera voz, a la vez que alguna cosa pesada chirriaba contra otra. Después se produjo un estrépito sordo y atronador. El fuego empezaba a amainar, pero mientras Valentino intentaba incorporarse, el dolor de su cabeza se hizo tan intenso que volvió a desplomarse sobre el suelo.

Otro individuo se estaba inclinando sobre él, enfocando alguna cosa muy brillante hacia sus ojos y palpándole el brazo con los dedos. Valentino estaba lo suficientemente consciente como para permanecer inmóvil y seguir parcialmente el reconocimiento del médico.

—Pupilas dilatadas, no hay huesos rotos, ni sangre. ¿Qué es lo último que recuerdas?

Una visión surgió entre el fuego azul que se iba disipando; algo terrible e informe emergiendo desde el abismo, una sombra impenetrable incluso para los sensores de éter, rayas enemigas que se sumergían una a una mientras la
Soberana
giraba desesperadamente; después, la evidencia de otra manta de guerra enfrente de ellos... y después, la explosión.

—Algo explotó —dijo él—. Justo al ver la manta a proa. No estoy herido. Atiende al comandante Merelos.

Consultó algo entre susurros y después, el médico se marchó. Valentino sentía la mitad de la parte superior de su cuerpo como si hubiera estado atrapado bajo una roca, pero no se había roto nada. Trató de abrir los ojos y vio una forma borrosa de color azul cobalto, arrodillada junto a él.

—¿Quién eres? —le preguntó. La voz le parecía familiar, pero no era capaz de reconocerla.

—El lugarteniente Palladios, señor, el capitán interino de la
Unidad
.

—¿Capitán interino?

—El capitán Lindos y el comandante Orgola murieron en una emboscada. Éramos la manta a vuestra proa. —Había un matiz de extenuación en su voz, que sonaba muy joven. Valentino se esforzó por incorporarse, ignorando las oleadas de dolor que amenazaban con aplastarle.

—¿Dónde estamos?

—Cerca de la entrada del canal, señor —vacilaba—. Sé que se suponía que fuéramos el buque piquete, pero había un ejército entero a vuestra proa, así que envié a las rayas de escape a que alertaran a las demás y fueran en vuestra busca.

Las consecuencias de lo que acababa de decir, finalmente, atravesaron la mente de Valentino.

—¿Nos abordasteis?

—Tuvimos que hacerlo, estabais fuera de control. Mi gente tomó el control de los sistemas y os pusimos a salvo, pero me temo que tu nave... ha quedado hecha cisco. Pero estás vivo, que es lo que importa, y no hemos visto que nadie nos persiga. Ten, señor, bebe. Los médicos dicen que lo necesitas después de una explosión de éter.

Sus dedos apretaron un vaso de agua y Valentino lo vació tan deprisa como pudo, ignorando el dolor punzante de su garganta. Tenía una intensa sensación de deshidratación en las tripas, aunque ése era el efecto que cabía esperar de las explosiones de éter. Por lo menos, ahora podía ver el rostro sombrío y ansioso del joven lugarteniente. Había acertado con Palladios pero la de Lindos era una grave pérdida; era uno de sus mejores capitanes.

—¿Cuántos supervivientes? —preguntó Valentino. El puente de mando estaba destrozado, con agujeros en el techo y conductos de éter explosionados por todas partes. Los paneles estaban apilados uno encima de otro.

—Hasta el momento, cincuenta y ocho —contestó Palladios—. Pensamos que hay otros quince más o menos, atrapados en la lancha de asalto, aunque no estamos seguros. No podemos bajar hasta allí.

Cincuenta y ocho de una dotación de ciento diez soldados y noventa legionarios.

—Es un buque resistente, señor. Volverá a navegar otra vez. Sin todo su blindaje y sus escudos, ninguno de vosotros habría conseguido salir con vida.

—Ayúdame a levantarme, lugarteniente.

—¿Estás seguro de querer ponerte en pie? —Tenía que ser un valiente lugarteniente para decirle eso a un almirante y un emperador, pero Palladios ya había demostrado su coraje.

—Sí, estoy seguro —dijo él, tendiéndole la mano. Sintió mareos cuando Palladios tiró de él para ponerlo en pie. Valentino se apoyó ligeramente en uno de sus hombros y a punto estuvo de caerse, pero después el mareo se le pasó. Entonces pudo ver lo que quedaba de su puente de mando. Era incluso peor de lo que se temía. Montañas de escombros por todas partes y un enorme agujero con humo donde estaba la mesa de éter. Había fragmentos de ella incrustados en el mamparo de pólipo y entre los soportes de las ventanas delanteras. Era un milagro que ninguna de las ventanas hubiera resultado severamente dañada.

Los miembros de la
Unidad
parecían estar por todas partes, examinando a los heridos y estableciendo un criterio de orden para que fueran atendidos por el doctor y su ayudante. No, aquél era uno de los ayudantes de la
Soberana
, con la mayor parte del cabello carbonizado. Reconoció entonces a la mujer que había hablado hacía unos instantes. Era la maga Eritheina. Llevaba una manta encima, que cubría su túnica hecha jirones, y estaba sosteniéndole la cabeza al comandante Merelos mientras el doctor le atendía al lado del sillón destrozado del capitán.

—¿Estamos aún en marcha? —le preguntó Valentino a Palladios, finalizando su recorrido.

Palladios asintió con la cabeza.

—Es un riesgo, señor, pero pensé que debíamos poner tanta distancia entre nosotros y ellos como fuera posible. Incluso, después de... lo que quiera que fuese. —Su tono era de preocupación, como si el recuerdo de lo que había visto estuviese aún demasiado reciente para sacarlo a relucir.

—Supongo que el arca no quedó destruida, ¿verdad?

—No, se apartó antes de verse alcanzada —Palladios hizo una pausa—. ¿Era un arca de verdad?

—Me temo que sí —dijo Valentino—. En los mares de Aquasilva, ningún arca ha sido vista desde hace siglos, no desde el fin de la guerra de Tuonetar.

Habían sido el puntal de la flota tuonetar durante la guerra. Descomunales buques de dos kilómetros o más de longitud con espacio para docenas de naves menores y enormes tropas invasoras. No obstante, estaban mejor preparadas para los profundos océanos que para aguas thetianas; ésa había sido la razón por la que Thetia resultó relativamente indemne hasta el mismo final.

Other books

Gossamer by Renita Pizzitola
To Die For by Linda Howard
Cold Dead Past by Curtis, John
The Bird Eater by Ania Ahlborn
Up from the Grave by Marilyn Leach
A Year to Remember by Bell, Shelly
Hidden in Lies by Rachael Duncan
Ghost in Trouble by Carolyn Hart
Whitechapel by Bryan Lightbody