Aún había más. Valentino estaba ahora inclinándose hacia delante sobre su silla y ni siquiera Silvanos aprovechó la pausa para terciar.
—Todos esos clanes y Petroz están vinculados con Estarrin o Jharissa. Eso por una parte. Por otra, y por lo que yo sé, sólo utilizan tecnología tuonetar con los clanes que han enviado niños para que se conviertan en armadores y, en consecuencia, que saben lo que está pasando allí. En otras palabras, sólo cuando no pueden evitarlo.
Rafael les pasó sus notas; él conservó una copia en taquigrafía.
—Impresionante —dijo Valentino—. Realmente impresionante.
—Una conexión claramente endeble —dijo Silvanos.
—Has de reconocerlo en honor a la verdad, Silvanos, y deja tus riñas familiares para luego. —Era casi una reprimenda—. ¿Hay alguna manera de que podamos echar un vistazo en Aruwe?
Silvanos negó con la cabeza, pero Rafael interpretó, por la expresión de su tío, que verdaderamente no pensaba que se tratara de una conexión débil. Algo estaba ocurriendo y la invitación de Leonata lo había puesto al descubierto inopinadamente. Sin duda, en unos cuantos días, Silvanos y los agentes de Plautius lo habrían descubierto, pero el mérito era ahora de Rafael. Y quizá, pensó Rafael, eso serviría para convencer al emperador de que él no era un traidor, a pesar de lo que le hubiera podido decir Aesonia.
—Sólo permiten visitas a sus astilleros a la gente de total confianza —dijo Silvanos—. Ni siquiera Leonata o Iolani deben saber con exactitud dónde está Aruwe.
—¿Y un investigador oficial?
—Todo lo que Rafael ha descubierto son pruebas de la prosperidad de Aruwe —añadió Silvanos, ahora a regañadientes—, y algunos argumentos sobre la incorporación de tecnología tuonetar en algunos de sus navíos. Nada con lo que podamos convencer al Consejo. Si pudiéramos descubrir que la
Soberana
fue destruida con una nueva arma, disparada desde un buque jharissa... pero incluso así, la verdad, dudo que consigamos persuadir al Consejo para violar la privacidad de un clan.
Valentino repiqueteó con los dedos sobre la mesa antes de levantar la vista hacia Rafael.
—Buen trabajo —dijo con una clara indicación en su tono para que se marchara—. Sigue tu olfato.
«Lo haré, mi emperador», pensó Rafael. «Reza para que me guste dónde me lleve.»
Las oficinas de Bahram se encontraban en los distritos elegantes, por encima del mercado textil donde estaban la mayoría de los banqueros monsferratanos, un área de boutiques, restaurantes caros y discretas placas de cobre con el nombre de las calles. Si uno tenía que preguntar por el despacho de un banquero monsferratano, entonces es que no era un cliente adecuado.
Casa Ostanes estaba en el borde occidental de ese distrito, al lado de una plaza pequeña justo donde la colina alcanzaba su máxima altura para luego caer en picado hacia el Averno, situada encima de una hilera de tiendas mucho menos selectas en el lado norte.
Las oficinas estaban en un edificio de la misma época que el palacio estarrin, con flores en los balcones y un restaurante en el nivel de la calle. Solía pensarse que Casa Ostanes estaba ubicada allí, a pesar de la incomodidad del ruido que llegaba de abajo y atrás, debido a la increíble tacañería del Viejo.
Rafael no tardó mucho en adivinar la verdadera razón.
Rafael fue conducido a una sala de espera elegantemente panelada en el primer piso y se sentó en una de las sillas. Los monsferratanos preferían las sillas robustas de madera a los sofás, lo que era lógico pues eran considerablemente más altos y robustos que los thetianos.
—¡Rafael! —exclamó Bahram, apareciendo por un pasillo abovedado—. ¡Me alegro de que encontraras tiempo en medio de tu investigación! —Sonrió con un matiz de preocupación y cogió de la mano a Rafael según el saludo característico de los monsferratanos—. Vamos arriba. Mi despacho es mucho más agradable.
Y lo era, aunque Bahram se refería a que disponía de buen vino y estaba en la otra ala del edificio. La decoración era una extraña combinación de monsferratano, thetiano y un indefinible estilo del Archipiélago, diseñada para hacer que cualquier cliente se sintiera en su casa y también tuviera la certeza de que estos banqueros sabían lo que se hacían. Además quedaba al resguardo de cualquiera que pudiera haber seguido a Rafael, quien estaba siendo vigilado por varios profesionales.
—¿Qué puedo servirte? —preguntó Bahram, cerrando la puerta—. ¿Vino thetiano? ¿Tinto qalatar?
—Tinto, por favor, pero sólo un poco. Estoy trabajando, aunque sea temprano.
Mientras saboreaban la copa, se tomaron algún tiempo para ponerse al día. Y así Rafael escuchó cómo iban los asuntos de Casa Ostanes (prósperos como siempre) y algunos de los éxitos de los servicios de inteligencia de Mons Ferranis en el último año más o menos, aquellos que Bahram estaba en condiciones de contarle.
—Y así pues, ¿qué te trae a verme? —le preguntó Bahram—. ¿Cómo te van las cosas por aquí? La verdad, no lo que dirías con un estarrin delante.
—Complicadas —reconoció Rafael—. Nunca imaginé realmente cuán enmarañada era la ciudad. Una cosa es estar fuera e implicado en los asuntos de algunas personas, y otra muy diferente es estar aquí, en el origen de todas las conspiraciones.
—El aire está repleto de ellas, Rafael. No son buenas para los banqueros; no nos gusta la incertidumbre.
—Es bueno entonces que tengas una segunda profesión en la que apoyarte. ¿Es suficientemente estimulante estar aquí?
—Completamente. Aprendo algo nuevo todos los días, lo que a mi edad es de agradecer. No me había dado cuenta con exactitud de cuánta de mi gente vive aquí (algo así como quince o veinte mil), lo cual me proporciona numerosas oportunidades para mantenerme en forma.
Rafael sonrió. El que los miembros veteranos de los servicios de inteligencia monsferratanos con trayectorias oligárquicas impecables fueran por ahí, deambulando por las calles de Vespera y divirtiéndose haciéndose pasar por otros, era algo que se suponía que no debían hacer. Pero no le sorprendía en absoluto. Bahram no era de los que se atan a un despacho.
—¿Haces otra cosa que no sea espionaje industrial? ¿O son todo cifras y contratos?
—Cielos, no. Existen aquí tres grupos al menos de exiliados discrepantes y todas las intrigas entre clanes nos afectan. Como banqueros hemos de saber quién está arriba, quién está aupándose y quién es agua pasada, y todo eso es deliciosamente enrevesado. —Bahram se puso más grave—. Y, naturalmente, lo que ocurre en Vespera incide seriamente en casi todo lo que nosotros hacemos. Pero dime, ¿cómo te las arreglas tú con Silvanos y su gente?
Rafael hizo una breve pausa. Aquel hombre era uno de los pocos a los que consideraba verdaderamente un amigo suyo, a pesar de estar trabajando para una potencia extranjera.
—Con frialdad —dijo finalmente Rafael—. Silvanos es más siniestro de lo que creía. Y el Imperio está ocultando algo. Algo realmente importante.
La casa, por ejemplo. Nunca lo había advertido. Al haber crecido en ella, no había percibido cómo cambian las cosas, pero el regreso había sido un duro golpe. ¿Cómo era posible que Silvanos hubiera aguantado quince años en aquel mausoleo? Rafael nunca habría hablado de Silvanos con alguien en quien no confiara plenamente, pero a pesar de que trabajaba para los servicios de inteligencia monsferratanos, sabía que Bahram no quebraría jamás aquella confianza.
—¿Es difícil trabajar con él?
—No es una relación cómoda. He descubierto que existen cosas que no estoy absolutamente seguro que pueda compartir con él, ya que él no es abierto conmigo.
—Confía en tu intuición —dijo Bahram firmemente—. Podía haberte contado cosas sobre Silvanos si me hubieras preguntado, pero él es tu tío, por eso yo no iba a decirte nada por propia iniciativa. En cuanto a los secretos del Imperio, ¿crees que los mantienen ocultos debido a los jharissa?
—No hay ninguna duda. Para Aesonia es algo personal. Los odia por alguna causa que no acierto a comprender.
—Ten cuidado con ella —Bahram repiqueteó el brazo de su silla con los dedos—. Es un golpe de suerte para nosotros que tú estés involucrado, pero nadas en aguas turbulentas.
—Estoy empezando a darme cuenta. Y sé que me hallo lejos de comprender cuánto.
—Espero que llegues pronto a algún puerto, por el bien de todos nosotros. Vespera atraviesa una coyuntura inflamable, ya debes de haberlo visto. Mi pueblo tendrá problemas si el emperador intenta hacerse con el control de Vespera, pero ni con mucho tantos como Thetia.
Rafael le miró fijamente. El no había dicho ni una palabra sobre sus preocupaciones, sobre los indicios que había estado recogiendo de Silvanos y los exiliados en relación a las intenciones de Valentino.
—¿Es ésa la impresión que tienes?
—Aún no estoy seguro. Pero las cosas están empeorando, en especial ahora que Jharissa se está comportando de manera tan extraña. —Bahram no iría tan lejos como para acusar a Iolani de traición, pero sus palabras apuntaban en la misma dirección que las reflexiones de Rafael.
Por otra parte, Iolani era también el mejor chivo expiatorio, o tapadera, que cualquiera que intentara provocar el caos podría encontrar.
—Pero tú llevas aquí mucho tiempo, ¿no ha sido siempre igual?
—Me temo que las cosas no estaban tan feas. Hace diez años se produjeron cambios, pero no había esta tensión, esta presión.
—¿Conoces bien a los estarrin? —preguntó de repente Rafael. Era arriesgado, pero ambos sabían que Rafael no le pediría a Bahram que traicionara su lealtad y él podría contribuir considerablemente a que confiara en Leonata.
—He estado prestándoles mis servicios bancarios desde que abrimos aquí nuestra primera oficina. Facilité a Leonata los préstamos que necesitaba para recuperarse cuando se convirtió en thalassarca hace unos veinte años. Era un riesgo, pero la deuda ya quedó saldada —Bahram hizo una pausa—. Son buena gente, Rafael. Me jugaría mi reputación a que Leonata no tiene nada que ver en esto.
Rafael asintió con un gesto. Bahram nunca hablaba a la ligera y si su amigo estaba dispuesto a confiar en los estarrin sin reservas, quizá Rafael debería hacer lo mismo.
—¿Cuánto poder tienen?
—Te dejaré que lo descubras tú mismo —dijo Bahram—, pero nunca subestimes el encanto de Leonata y su capacidad para persuadir a los hombres. Es una mujer formidable y tiene planes para la ciudad. Bueno, ayer me pediste que te prestase parte de mi tiempo, sin mencionar a algunos de mis hombres, así que quiero estar al corriente de todo antes de dejarte utilizar mi delicada red de espionaje y que todos acabemos en un buen lío.
* * *
—Y yo que pensaba que encontrar una excusa para alargar esto sería difícil —masculló Flavia.
—No me digas que no estás disfrutando de poder visitar todas tus tiendas favoritas —le preguntó Rafael, dirigiendo la mirada hacia los aparentemente interminables escaparates de la calle de los Sastres, una vía que subía la colina serpenteando en dirección noreste y alejándose de la Bolsa.
—Lo estaría si estuviera de verdad haciendo compras —dijo Flavia, deteniéndose para examinar un chal violeta, bajo la mirada vigilante de una mujer pequeña como un pajarito. Para ser la asistente de una thalassarca, Flavia tenía una lengua bastante larga y unos gustos para vestir muy caros.
—Necesito urgentemente un traje.
—Sí, pero tú ya has decidido dónde comprarlo; de manera que estamos viendo demasiados escaparates.
—Leonata lo entenderá como una muestra de tu dedicación a Estarrin —dijo Rafael con suficiencia. Después de todo, él se las había arreglado para persuadir tanto a Leonata como a Bahram de que ayudarle iba en favor de sus intereses. Por esa razón Leonata le había prestado a Flavia como tapadera y cuatro agentes monsferratanos les seguían a través de la multitud, tomando nota de todo aquel que pudiera estar siguiendo a Rafael. Eso era todo lo que estaban haciendo por el momento.
Así que los dos bajaron por una calle que era toda una explosión de color. La mayoría eran tiendas de clase alta, con mostradores relativamente austeros y colores brillantes. Demasiado brillantes, quizá.
La tienda siguiente era una de las que Flavia tenía en su lista pero, tras un vistazo rápido a su interior, salió de nuevo e hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Demasiado ostentoso. No eres un pavo real, como otros que yo me sé.
Flavia bajó la voz pero miró a un hombre joven, vestido estridentemente, que iba en dirección opuesta a ellos acompañado por dos fornidos amigos o, posiblemente, guardaespaldas.
—¿Quién es? —preguntó Rafael.
—Su padre es Cornelio Rozzini, que pertenece al Consejo, y son la gente más corrupta que puedas imaginar —le respondió Flavia.
—¿Qué significan los lazos? —continuó Rafael, observando pasar al joven Rozzini.
—Deben de ser de alguna hermandad —dijo Flavia con firmeza, y Rafael se acordó de Fergho y sus matones en los Portanis unas noches atrás. Si los hijos de los thalassarcas estaban implicados, eso podía ponerse mucho más feo de lo que había pensado.
* * *
Continuaron a paso de tortuga, después de hacer un alto para descansar en un pequeño barracón donde se servían café y pastas, presumiblemente más por prestar servicio a los comerciantes que por hacer negocio. A Rafael le llegó fugazmente el hediondo aroma de Porta desde algún lugar, e hizo una mueca de asco.
Después de descartar otras dos tiendas, Flavia se detuvo en un gran almacén situado en un tenebroso pasaje abovedado, donde sólo se vendía ropa para mujeres. Habían mostrado gran habilidad al construir un entresótano de madera y aprovechar al máximo el espacio superior y para poder tener expuesta más mercancía. Flavia parecía más interesada en estar de cháchara con dos de las dependientas que en cualquier otra cosa. Les presentó a Rafael y, después de que las dos mujeres le hubieran examinado, retomaron la conversación.
—¿De verdad estabais hablando sobre algo en concreto? —preguntó Rafael con curiosidad, cuando finalmente, continuaron la marcha.
Ella le miró con una exagerada expresión de lástima.
—Pobrecillo. No estás acostumbrado a la civilización, ¿verdad?
—¿Vas a estar restregándomelo todo el día?
—Por supuesto. No suelo tener oportunidades como ésta. O a mi interlocutor en mis manos.