Vespera (34 page)

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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

BOOK: Vespera
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Le estaban dando una oportunidad para que se fuera. Él lo había intentado. Si abandonaba y Fergho contaba lo que había ocurrido, quienquiera que fuera que hubiera enviado a Fergho, sólo podría pensar que Rafael estaba actuando por su cuenta y riesgo. Quizá fuera cuestionable, pero no necesariamente equivocado.

A Glaucio lo torturarían y finalmente, lo ejecutarían. Quizá merecía esto último, aunque no la prolongada tortura a la que lo someterían.

Si intervenía, esos seis hombres deberían desaparecer. O morir. No podía haber testigos. Y él estaba solo. Ellos eran conscientes de que estaban actuando con mucha prisa y debían llevarse a su prisionero a un lugar seguro tan rápidamente como les fuera posible, de manera que no tenía sentido alargar la situación. Se habrían marchado antes de que cualquiera de sus exiguos refuerzos pudiera llegar.

—Es tu operación. La próxima vez me aseguraré de que no existan malentendidos en nuestras acciones. —Rafael hizo lo que pudo para parecer ligeramente irritado—. He estado todo el día siguiéndole y todo para nada, ya que vosotros vais a sacar más de él.

Fergho pareció relajarse y Rafael le dirigió una mirada de aquiescencia.

—Sólo un consejo si es que vais a trabajároslo.

Fergho sonrío repugnantemente y se acercó caminando con el otro individuo a un paso detrás de él. Glaucio miró a Rafael con los ojos cargados de profundo odio y desprecio, que Rafael se obligó a soportar.

—Tú dirás.

—Si le rompes un hueso y luego haces que los extremos rotos se froten... —Dijo Rafael gesticulando como si estuviera hablando de su propio brazo. La mueca de Fergho se pronunció más aún.

Rafael sacó rápidamente el puñal de la funda que llevaba en la manga y le hizo a Fergho un corte en el pecho, y luego le hizo otro corte al otro individuo en la muñeca. Fergho dio un alarido de dolor y los hombres que vigilaban a Glaucio se sobresaltaron, dándole al tratante ártico una oportunidad para ponerse en pie de un salto y hundirle el brazo en el estómago al individuo que estaba más cerca de él y sacar un puñal que le clavó al segundo.

—¡Traidor! —dijo Fergho, mientras le manaba la sangre de la herida abierta—. Una pena que no te saliera mejor; ahora también te cogeremos a ti. Creo que ese truco de los huesos es una joya y ya que lo has sugerido...

Los dos matones avanzaron lentamente, acorralándolo poco a poco contra la pared. Dos eran demasiados para el cuchillo, ahora que no podía moverse. Fergho frunció el ceño.

—¿Qué es lo que te hace pensar que no me salió bien? —dijo Rafael. A su derecha, Glaucio había despachado a dos de sus oponentes. El tercero se estaba defendiendo hasta que una esbelta figura se le lanzó por detrás, le cortó con un puñal los músculos de la espalda y le pateó con fuerza por detrás de la rodilla. Glaucio remató la jugada con un gancho.

—Tú... —dijo Fergho, repentinamente rígido y con los ojos saliéndosele de las órbitas. El segundo hombre le miró e inició la retirada, mirándose con horror la herida en su brazo.

—Demasiado tarde —dijo Rafael, mientras los ojos de Fergho se quedaban blancos y caía como una tabla sobre calle empedrada, aturdido por la droga que había en el filo del cuchillo de Rafael. El segundo hombre corrió la misma suerte un momento más tarde.

Glaucio y Flavia contemplaron aterrorizados cómo Rafael limpiaba el puñal en las ropas de Fergho y se lo volvía a guardar en la funda, con extremo cuidado para no cortarse él mismo.

—¿Un filo envenenado? —dijo Glaucio.

—Esta vez no dijo Rafael, con más frialdad de la que sentía—. Ellos vivirán pero tenemos que ponerlos a todos en un lugar seguro.

—Uno está muerto —dijo Flavia. El que Glaucio había golpeado en el pecho, sin duda.

Rafael miró a su alrededor de repente al oír ruidos de pasos, pero los dos hombres que aparecieron al final de la calle vestían con el negro característico de los tratantes árticos. Ellos miraron a Rafael, luego a Glaucio, después a Flavia y finalmente a los cuerpos inconscientes.

Rafael trató de no marearse al pensar quiénes eran aquellos hombres y que uno de ellos estaba muerto. El no había querido cobrarse una vida, pero ellos se habrían cobrado la de Glaucio, y después de mucho dolor y sufrimiento.

—¿Tenéis algún sitio donde esconder a estos hombres? O mejor todavía: ¿alguna forma de sacarlos clandestinamente de la ciudad? —les preguntó abiertamente Rafael.

—Podemos ocuparnos de ellos —respondió Glaucio.

—Asegúrate de que es así —dijo Rafael y se retiró para reunirse con Flavia junto al camino y regresar al templo de Catalc—. Escúchame bien: si quieres que vuestro pueblo y vuestras familias estén a salvo, no cuentes nada de esto. Yo no he estado aquí.

—Entendido —dijo Glaucio, con un aspecto más que desconcertado. Rafael no dijo nada más. Volvió al distrito Ralentic tan rápidamente como pudo, lejos de la muerte y el carácter irrevocable de lo que acababa de ocurrir.

Ninguno de ellos vio al otro hombre escabullirse entre las sombras en las alturas de la colina.

Capítulo 11

—El Cuarteto Emperador —dijo Leonata, alcanzando a oír las familiares notas procedentes de la galería de músicos—. Nuestro invitado de honor estará aquí en breve.

Leonata era demasiado baja para poder ver por encima de todo aquel gentío de juerguistas con estrafalarias máscaras y vestimentas. Su propio tocado, con su elaborado penacho de plumas, la hacía llegar casi a los dos metros de estatura y, aún así, algunos de los hombres presentes la rebasaban con creces.

El palacio Ulithi se había transformado. El austero esplendor de sus piedras doradas había cedido ante las guirnaldas y adornos varios y, con ayuda de tejidos y maderas, era ahora un palacio de la Era Heroica de Thetia, lejana ya en la Historia. Las cortinas del salón habían sido adornadas con gasa y azul, y se habían añadido falsas columnas entre ellas pintadas de azul cobalto, siena y zafíreo. Las cabezas de toro y los tridentes pintados estaban por todas partes y sobre el arco de entrada, a través del que Valentino haría su aparición, había una verdadera cabeza de toro con un par de cuernos magníficos que alguien había desenterrado de algún sitio. Los sirvientes vestían cortas túnicas con cinturón y grebas arcaicas de bronce, y el maestro de ceremonias estaba resplandeciente con su armadura de bronce y un yelmo con un penacho de crin de caballo.

Era una hazaña pasmosa para los Ulithi y el séquito de Valentino haber organizado todo aquello en tan poco tiempo, pero las cosas no podrían haber salido mejor con meses de preparación, y transmitía bien a las claras los recursos y la eficacia del imperio. Ella nunca se hubiera esperado tal espectáculo, tan sólo un baile de máscaras de Estado con las banderas de los clanes y el azul imperial ondeando por todas partes.

Por supuesto que había azul imperial por todas partes, pues el azul cobalto del Imperio era una directa reivindicación de la gloria de la Era Heroica. Era el color más difícil y costoso de fabricar incluso ahora y Leonata no quería ni pensar cuánto habría costado el entintado de todas aquellas colgaduras y el encontrar la pintura. Pero estaba hecho con delicadeza; era omnipresente pero sólo te dabas cuenta al observarlo. Sin duda, un trabajo de Aesonia.

—Seguramente no —dijo el compañero de Leonata. Vaedros Xelestis, líder del Consejo, más por la virtud de su sereno temperamento y por su habilidad de llevarse bien con los demás que por su sentido político o fuerza de voluntad, iba vestido como un chamán tribal. Era un conjunto extraño pero impresionante, con su máscara de madera, un collar de dientes de tiburón y otros adornos tallados. Tenía el físico adecuado.

—Lo van a tocar entero —dijo ella—. A ver quién se da cuenta.

Vaedros se encogió de hombros.

—Tengo el oído muy duro, ya lo sabes. Pero gracias por el aviso.

—¿De qué crees que vendrá disfrazado?

—Pandolfo Vournia es el que está organizando las apuestas, en la logia.

Leonata vio cómo los ojos de Vaedros se estrechaban por detrás de los grandes agujeros de la máscara.

—Mmm... puede que valga la pena jugar. ¿Qué apostaste tú?

—¿De verdad crees que te lo voy a decir? —se burló Leonata—. Piénsalo tú.

—Un héroe que no acabó mal... un héroe thetiano, además, no tehaman.

—No es una lista muy larga.

—Perdona, debería hacer mi apuesta antes de que se acabe el tiempo —dijo Vaedros y se abrió paso entre la multitud. A ella le caía bien Vaedros, pero no se hacía ilusiones sobre su fuerza, y si Valentino se disponía a hacer algún movimiento sobre la ciudad, ella misma tramaría su retirada como líder en el Consejo.

Leonata dejó de cavilar por un instante, mientras agitaba distraídamente su abanico. Las ventanas del salón estaban abiertas de par en par, dejando pasar la brisa y permitiendo también salir a la logia y al Patio de la Fuente, con las lámparas colgantes, pero aún así era una noche vesperana y llevaba puesta una máscara.

—Es extraño que interpreten el cuarteto entero —dijo una voz familiar desde detrás de una imponente máscara de águila, acercándosele por la izquierda—. Normalmente sólo se molestan en tocar el segundo movimiento.

—¿Cómo sabías que era yo? —preguntó Leonata.

—Venga ya. ¿Quién más podría tener el capricho de elegir un pájaro tan ridículo?

—¿Me estás llamando caprichosa, Petroz? —dijo ella con tono frívolo.

—Pues ahora que lo dices...

Leonata no le había visto desde su última visita y ahora no podía verle el rostro, pero su voz sonaba apagada.

—¿Has concedido algún momento de reflexión al asunto que te mencioné? —preguntó él, tan consciente como ella de que cualquier palabra suya podía ser escuchada.

—Sí, y parece tener más relevancia de la que creíamos —dijo ella—. Te lo demostraré cuando tengamos oportunidad.

El águila miró hacia arriba, paseando sus ojos por el alto techo abovedado del que ahora colgaban candelabros de palisandro. El salón era enorme. Una de las construcciones más hermosas de Vespera, tanto por dentro como por fuera; majestuoso, pero sin ostentación, y ahora envuelto en música y conversaciones.

—Ha cambiado tan poco —dijo Petroz—. Pero siempre me sorprende.

Ella era demasiado joven y no tenía la suficiente relevancia social como para que la hubieran invitado allí durante la época anterior, pero sabía lo que Petroz quería decir, y debido a que él le había mostrado el anillo, Leonata sabía qué duro debía de ser para él.

La hermana de Petroz se había casado en aquella Sala tiempo atrás, cuando aún era el palacio Azrian, en los albores del reino de Palatina. Vivió casi diez años con Ruthelo, uno de los matrimonios más rutilantes de la historia de Vespera y tanto más por cuanto había sido un enlace por amor. Claudia renunció a sus votos como sacerdotisa en Sarthes para casarse con Ruthelo, su compañero de armas durante la resistencia contra Aetius el Tirano.

Leonata tenía entonces ocho años y a ella le cautivó el cariño y lo novelesco de su relación, tal y como lo veía desde la distancia. Aún recordaba haber lanzado flores en el desfile nupcial al dirigirse hacia una recepción espléndida ofrecida por Palatina en el Palacio Imperial.

—Lo peor de todo —dijo Petroz— es que no podemos echarle la culpa a nadie más por ello. Ni siquiera al Dominio, porque nosotros los derrotamos.

—Quienes no desean aceptar su propia responsabilidad siempre pueden encontrar un chivo expiatorio —dijo Leonata—. Si no fuera por Ruthelo, probablemente el Imperio todavía estaría culpando al Dominio de nuestras desgracias.

A juzgar por las reacciones de dos personas que pasaron enfrente de ellos, sus palabras habían sido escuchadas. Por su indumentaria, lo más probable es que se tratara de oficiales navales imperiales. ¿Y qué importaba si la habían oído? No se había excedido ni había ofendido al imperio, y tampoco iba a ocultar sus reflexiones y opiniones, a las que tenía derecho como ciudadana de Vespera que era.

—Aún no he visto a nuestro joven amigo Quiridion —observó Petroz, cambiando de tema.

—Eso es porque no estás buscando bien —dijo Leonata.

* * *

Rafael estaba bastante satisfecho con su disfraz, la verdad. Su cara era conocida en Vespera como una versión más joven de la de Silvanos; pero no así sus maneras, su forma de vestir ni su voz, de momento. Todo lo que tenía que hacer era modular su voz de forma que fuera un poco más profunda y áspera, y sería completamente invisible. Incluso en un baile de máscaras, la gente veía lo que quería ver. Y la mayoría de invitados se decantaban por un disfraz que llevaba la impronta de su propia personalidad, si bien subrayándola espléndidamente.

Leonata, con su traje casi cómico de tucán era una notable excepción, pero la thalassarca estarrin poseía la virtud de saber reírse de sí misma y, a diferencia de la mayoría del resto de su condición, que insistían en vestir igual a todo su séquito (resultando, por tanto, terriblemente fáciles de identificar), Leonata no había impuesto tal criterio y los que ella había traído consigo podían ir de un sitio a otro sin que su lealtad resultara inmediatamente obvia.

Rafael escuchó una explosión de carcajadas procedente del coro de gente que rodeaba a Pandolfo Vournia, que casi no se había disgregado desde que el thalassarca entró en el salón y empezaron a hacer sus apuestas sobre el disfraz del emperador. Había otros dos o tres botes de apuestas en marcha pero, por el momento, el de Pandolfo estaba concitando toda la atención. El mismo Rafael hubiera hecho alguna apuesta, sabiendo que le podría reportar unas buenas ganancias, pero llamaría la atención en el momento de la victoria, así que dejó a Leonata beneficiarse del premio.

En lugar de eso, estuvo deambulando por el salón, atrayendo algunas miradas curiosas sobre su disfraz y permitiéndose ocasionalmente dejarse atrapar por retazos de conversación de algunas personas que él quería identificar. Según creía Rafael, hasta el momento nadie le había identificado, aunque lo cierto es que aún era prácticamente desconocido en aquellos ambientes.

Aceptó una copa de Gorgano blanco de una sirvienta deslumbrantemente hermosa. Llevaba el cabello con tirabuzones y su vestido tenía un corte al frente, dibujando un más que generoso escote. Las imágenes de las bailarinas en los frescos no se ajustaban ni de lejos a la imagen de moralidad que Valentino quería dar, pero eran muy realistas. Y los sirvientes masculinos poseían el físico y el atuendo de los antiguos guerreros. ¿De dónde habría sacado tantos Gian?

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