Vespera (33 page)

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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

BOOK: Vespera
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Un hombre pequeño y rechoncho, con gafas redondas, levantó la mirada hacia ella y su inicial expresión de enojo se desvaneció transformándose en una sonrisa al levantarse, casi enviando al suelo un montón de papeles. ¿Por qué los profesores eran incapaces de mantener ordenados sus despachos? Leonata se moría de ganas de dejar encerrado a Daganos allí hasta que lo ordenara lodo, pero sería injusto.

—¿Qué puedo hacer por ti, thalassarca?

El era más joven de lo que se esperaba, pero no llevaba (como hacían muchos profesores) los colores negro y dorado del clan polinskarn.

—Estoy buscando ayuda sobre un tema... un tanto delicado dijo Leonata—. Algo que sucedió cuando yo ya había nacido.

La sonrisa de Daganos se esfumó.

—Ah, ¿serías tan amable de cerrar la puerta? Ya piensan que no soy más que un cuentista y no me apetece darles argumentos para que me expulsen.

—¿Ah sí?

Daganos resopló.

—A sus ojos. Yo narro la historia. Ellos la destripan y la hacen tiras peleándose por detalles como si fueran perros que roen un hueso. Yo soy realmente un historiador, pero aquí disfruto de un estipendio y tengo acceso a la biblioteca. Quizá con uno o dos libros más podré ganarme la vida.

Ella cerró la puerta y se sentó en el borde de un aparador.

—Bueno, ¿qué es lo que querías? —le preguntó.

—Tú has escrito una
Historia de la Anarquía
—dijo ella, y Daganos se quedó lívido.

—Has dado con el hombre equivocado —dijo él de repente. No era ésa la reacción que ella se esperaba—. No, yo jugueteé con aquello, pero es...

—Peligroso —concluyó Leonata.

—Muy polémico —dijo Daganos, tratando de salvar un poco de su orgullo. Leonata había leído dos de sus primeros trabajos, vividos relatos de la historia thetiana, pero había sido de una manera totalmente fortuita como su agente Tellia escuchó sin querer una observación de Daganos hacía más de un año, y pensó en informar de ella.

—No he venido para amenazarte —dijo Leonata—. Ni para acusarte. He venido porque, según parece, eres el único hombre sin un patrón político que ha escrito una historia de la Anarquía. Lo que es algo muy valiente.

—Thalassarca, quizá esto sea un asunto sin importancia para ti, pero a mí pueden matarme por hablar contigo —dijo Daganos—. Yo empecé esto creyendo que nadie lo había hecho antes. Ahora he descubierto que otros dos lo intentaron.

—¿Qué les ocurrió?

—Ambos están muertos —susurró Daganos. Estaba asustado. Leonata podía darse cuenta de ello por su frente perlada de sudor y la manera nerviosa en que mordía el borde de sus gafas.

—Alguien ha venido a verte —dijo Leonata—. En los últimos días. Te dijeron que te matarían si revelabas alguna parte de tu trabajo a alguien. Posiblemente, incluso se llevaron tu manuscrito, ¿no es así?

—No —dijo él—. Lo tengo escondido. Lo que les entregué fue un primer borrador.

—¿Sabes quiénes eran?

Sin abrir la boca, el historiador negó con la cabeza.

—No, no te lo habrían dicho. Hubiera sido una estupidez por su parte.

¿Estarían vigilando su despacho? Dulce Thetis, Leonata no quería que lo mataran sólo porque ella no había previsto que alguien se le adelantara.

—¿Te pidieron que les dijeras si alguien más había venido a verte?

Él asintió con un gesto. Como ella se había temido.

—Diles que vine aquí buscando información sobre Claudia Azrian —dijo ella—. Yo puedo protegerme, pero tú no. Me marcharé de aquí dando la impresión de no haber encontrado nada.

Daganos la miró fijamente.

—Gracias —acertó a mascullar finalmente.

—Esto se acabará pronto —dijo ella, con más preocupación y valor de los que sentía realmente. Leonata había puesto a su clan en peligro así como a ella misma, lo que era imperdonable, pero existían amenazas mayores a las que había que enfrentarse y aún no sabía nada—. Cuando acabe, yo financiaré la edición. No quiero que haya nadie en mi ciudad que trate de suprimir el pasado.

Se marchó impetuosamente dejando a un ceniciento Daganos solo con su terror y el escaso consuelo de no haber soltado prenda. Leonata le pediría a uno de sus aliados que lo protegiera —Bahram o Asdrúbal serían las elecciones lógicas, ya que no estaban tan estrechamente vinculados a ella como Arria o Shirin— Protegerlo con agentes estarrin sería sentenciarlo a muerte.

A menos que, sencillamente, ella le hiciera desaparecer por un tiempo. Sólo lo haría si las cosas llegaban a un punto crítico; desterraría a Daganos de Thetia. En ese momento dudaba de que tuvieran que ser más de unos cuantos días.

Así, Daganos y su familia desaparecerían marchándose a una vivienda segura donde ella pudiera descubrir lo que él sabía. Pero eso llevaría tiempo, y no estaba segura de disponer de él.

—¿Por qué has venido aquí?

Rafael dio un vistazo a su alrededor y vio a un individuo de unos cuarenta años que estaba de pie en la puerta del patio vacío. Tenía barba, vestía de rojo oscuro y llevaba el sombrero cónico de un
magister
. Profesor sería la traducción más aproximada, pero los
magistri
de Ralentis habían sido siempre mucho más que profesores. Filósofos, consejeros, la figura central de cualquier comunidad ralentica. Y los guardas de las viejas costumbres, o de lo que quedaba de ellas.

—Mi nombre es Rafael Quiridion, amigo de Odeinath Sabal Xelestis, y hace tiempo miembro de la tripulación del
Navigator
. He venido en busca de algunas respuestas y con noticias de que corres peligro.

—Yo soy el Magister Catalc —dijo el ralentian, mirándole con ojos penetrantes. A pesar de su bronceado, podía apreciarse la palidez de su piel por la manga de su túnica—. Conozco a Odeinath. Ahora veo tu rostro. Te conozco.

Rafael dejó que se relajara un poco. Se temía que todos los ralentian de allí llevaran demasiado tiempo establecidos como para acordarse de su visita, como había ocurrido con la modista y su hija, pero por lo que parecía no tendría que recordarles quién era tampoco a ellos.

Catalc no dijo nada durante un instante, después se sentó sobre un banco de piedra que había en una esquina del patio e invitó a Rafael a que se sentara en una de las sillas de enfrente, reservadas normalmente para los discípulos del
magister
. Se encontraban en el patio del templo ralentic de la estrella, un edificio pequeño encajado en un rincón de la colina, en todos los sentidos, como cualquier otra casa thetiana.

Eso era desde el exterior.

—También sé que estás ahora al servicio del Imperio y que, aunque navegaste con Odeinath, ahora sirves a las órdenes de tu tío. Y tu tío no es un amigo de nuestro pueblo.

—Mi tío no es amigo mío —dijo Rafael.

—Y entonces, ¿por qué sirves al Imperio? O tú eres su agente o eres un traidor a tu propia causa. Y eso no me inspira confianza.

—Soy agente del Imperio. Me negué a ofrecerles mi lealtad incondicional hasta que ellos se la ganen.

—¿Y qué es lo que tendrían que hacer para ganársela? A los gobernantes no suele agradarles que se les diga que han de ganarse el afecto de sus súbditos.

—Ellos quieren que demuestre que Iolani Jharissa es culpable del asesinato del emperador. Me han contado una historia sobre una potencia del norte que ha jurado nuestra destrucción y ya está preparada para asaltar y destruir Thetia.

—Algunos podrían decir que un destino así sería merecido —dijo Catalc sin alterarse.

—¿Porque dos errores se subsanan con otro?

—Yo no dije que estuviera de acuerdo con ellos.

—Pero incluso cuando sermonean con esta amenaza —dijo Rafael—, lo que tratan es de emponzoñar a los vesperanos en contra de los norteños, de incitar a los intolerantes a atacaros. —Y enumeró algunos de los ejemplos que le había proporcionado Flavia: un juego callejero de guerra recientemente recuperado, salvajes polémicas en los panfletos y representaciones en los dos teatros de ópera más grandes de dos obras en las que los villanos eran los tuonetares.

Catalc estaba sentado, escuchando con sus ojos extrañamente inquietantes clavados en el rostro de Rafael.

—Sabíamos todo esto —dijo él—. ¿Cómo no íbamos a saberlo, cuando es contra nosotros contra quienes van dirigidas esas diatribas?

—¿Conocías tú la participación del Imperio en todo ello? —dijo Rafael desconcertado, sin deber estarlo.

—Lo sospechábamos.

—Puedo confirmarlo. La misma emperatriz madre persuadió a Tiziano para escribir su Aetius. Su mano y sus propagandistas están por todas partes.

Con expresión adusta, Catalc se puso en pie y se dirigió a una papelera que había al lado de las puertas de ébano, sacó un fajo de panfletos y se los puso a Rafael en el regazo, quien los ojeó a toda velocidad. Necesitó sólo echar un rápido vistazo a cada uno para comprender que tras ellos se escondía un auténtico artista. Estaban hechos con profesionalidad. No se trataba de simples invectivas, sino de algo más efectivo por las insinuaciones y rumores que propagaban. Un veneno de efecto retardado.

—Los leí todos —dijo Catalc—. Por el bien de mi pueblo. Es mejor que por lo menos uno de nosotros lo haga. Eso de lo que nos acabas de alertar, lo sabemos desde hace años.

—Entonces, necesito de tu sabiduría —dijo Rafael—. El Imperio me ha mentido y me ha ocultado su propia verdad. La emperatriz teme algo, pero se niega a revelar qué. Y no veo ninguna razón por la que un clan que ha jurado la destrucción de Thetia incluya tantos thetianos por nacimiento.

Catalc le miró con aquellos ojos extrañamente inmóviles, sin pestañear.

—¿Y qué es lo que te hace pensar que yo te diría la verdad, siendo como soy, norteño?

—Porque mi tío, que no es amigo vuestro, como has dicho, me dijo específicamente que tu pueblo se ha negado a unirse a esta nueva alianza.

—Es una nueva alianza —replicó Catalc—, y cuenta con la lealtad de un gran número que, simplemente, odia a los thetianos. Ha redescubierto algunas de las viejas artes de los tuonetares, ignoro cómo, y existen temores de algo terrorífico en las profundidades.

—Algo terrorífico... —Los ojos de Rafael se abrieron como platos al recordar la cita de un antiguo poema de la victoria tuonetar—. No. Las arcas fueron destruidas. Nadie pudo haber sobrevivido tanto tiempo.

Catalc se encogió de hombros.

—Son solamente rumores. ¿Acaso he dicho otra cosa?

Rafael sacudió la cabeza, dándole vueltas al tema. Las arcas habían sido el puntal de la flota tuonetar durante la Gran Guerra, descomunales behemots submarinos más de un kilómetro y medio de longitud que transportaban numerosas tropas invasoras y otras embarcaciones más pequeñas. Todo construido mecánicamente, ya que el pólipo de la manta no sobreviviría en el norte. Sólo con que hubiera quedado uno de ellos, el daño que podría causar sería incalculable.

Pero ¿sería posible que hubiera resistido doscientos cincuenta años un artefacto de vidrio, metal y maquinaria?

—Sin embargo, por su origen, debes dirigir la mirada a tu propio país —continuó Catalc—. Las almas perdidas son tu propia gente y quieren infligiros el mismo daño que si fueran los tuonetares renacidos.

En ese momento, la réplica de Rafael se vio impedida al abrirse la puerta exterior y entrar corriendo la muchacha de la tienda, temblando un poco ante la fiera mirada del Magister. Ella y su madre se habían quedado en la tienda con Flavia mientras que otros habían escoltado a Rafael hasta allí.

—¿Qué ocurre? —dijo severamente Catalc.

—Magister, hay miembros de las hermandades agazapados en la calle de los Tucanes, bajo la casa de Entexje. Hay un tratante ártico que se está acercando; creemos que quieren tenderle una emboscada.

Catalc se encontró con la mirada de Rafael y la expresión de aquél fue más elocuente que cualquier palabra. La muchacha se quedó de pie en la puerta esperando que el
magister
le dijera alguna cosa.

—Con tu permiso,
magister
—dijo Rafael—. Como agente imperial, tengo alguna influencia. Veré si puedo persuadirles para que depongan su actitud. Sería mejor para ti y tu gente si pudiera aparecer en escena desde otro lugar y si pudiera hablar primero con Flavia.

Catalc asintió con la cabeza y envió a la muchacha de regreso con un expresivo gesto.

—Entenderás que no podamos ofrecerte ninguna ayuda.

—Lo sé —dijo Rafael.

* * *

Aún no era lo bastante rápido.

Estaban en plena hora de la siesta y la calle de los Tucanes era un pequeño camino que subía desde la calle de los Leones, la cual discurría en paralelo al Averno. Como la calle de los Leones se torcía en aquel tramo, apenas era visible la esquina de la calle de los Tucanes y la mayoría de la gente que se encontrara en las casas de alrededor estaría ahora durmiendo. Rafael también tenía sueño, era el momento del día en que el calor resultaba enervante, cuando desaparecían las frescas brisas y la ciudad ardía.

Sólo cuando Fergho y otros cinco matones armados con bastones de lucha atacaron, Rafael, todavía a veinte metros de ellos, advirtió que el tratante ártico era Glaucio, el capitán de Iolani.

Se precipitaron sobre él desde dos flancos, pero incluso entonces el hombretón demostró tener excelentes reflejos, agachándose bajo el primer bastonazo y girándose para sacudir a uno en la cara, dejándole tumbado contra la pared y gimiendo de dolor. Glaucio evitó otro golpe y recibió un sonoro trancazo sobre su hombro herido. Rafael le vio retorcerse de dolor, pero entonces los matones vieron a Rafael y se detuvieron.

—¿Vienes en calidad de supervisor? —preguntó Fergho—. Hemos capturado a uno de ellos.

—Pensaba que ninguna lucha iba a estropear la visita del emperador —dijo Rafael.

—Eso era antes —respondió Fergho—.Ya no vamos a dejar escapar a los traidores.

—Tenéis que parar esto —dijo Rafael, dándose cuenta al instante de que había cometido un terrible error.

—¿Y por qué tendría que ser así? —dijo Fergho apartándose ahora del desconcertado Glaucio mientras los otros enarbolaban sus garrotes sobre él, dispuestos a apalearlo.

—Porque le estoy sometiendo a vigilancia —dijo Rafael—. No podré averiguar quiénes son sus contactos si lo hacéis trizas.

A una señal de de Fergho, los otros se separaron de Glaucio y se quedaron a su lado.

—Bueno, pues es extraño, ya que hemos recibido órdenes de llevárnoslo con nosotros, ya ves. Ellos piensan que podría contarnos muchas cosas, como por ejemplo si fue su navio el que mató al emperador. Mucho más fácil. Y ahora lo que sugiero es que te largues y encuentres a algún otro a quien seguir y no interfieras en nuestra labor. De lo contrario, podríamos llegar a pensar que no estás de la parte adecuada.

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