Vespera (32 page)

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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

BOOK: Vespera
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Rafael suspiró teatralmente y entonces alcanzó a ver otra figura que le era familiar en el puesto que había justo delante de ellos, alguien que simulaba examinar un rollo de tejido granate con hebras doradas, aunque mantenía la vista fija en algo o alguien un poco más allá. Desvió la mirada hacia donde estaban ellos y, muy rápidamente, se llevó un dedo a los labios.

—Primer encuentro —dijo Rafael.

—Sé lo que hay que hacer —replicó Flavia—. Bahram —añadió casi con el mismo tono malicioso que empleaba para reírse de Rafael—, ¿qué puedes estar haciendo aquí?

—Ah, Flavia, qué sorpresa. Y Rafael. —Nadie se sorprendería de encontrar a un hombre tan elegante como Bahram preocupándose por su vestuario.

—Leonata ha sido tan amable que ha permitido que Flavia me ayude —dijo Rafael—. No tengo un traje formal para el baile.

—Pero ¿tienes una máscara? —le preguntó Bahram, apartándolos hacia una entrada lateral donde podrían hablar con libertad y ver a cualquiera que anduviera merodeando por allí.

—Sí —ellos ya la habían encontrado, una verdadera necesidad en aquellas circunstancias. Esta parte de la expedición era una farsa—. ¿Qué has descubierto?

—Te siguen seis hombres. Uno es estarrin, dos son definitivamente imperiales, y puede que otro más, también. Hay otro que es jharissa y el último, salassa. —Bahram les hizo unas escuetas descripciones de cada uno de ellos para que Rafael y Flavia las memorizasen, aunque sólo servirían para aquel día.

—¿Salassa? —Flavia frunció el ceño.

—¿Qué pasa? —inquirió Rafael.

—Nada —contestó Flavia con demasiada rapidez—. Resulta extraño que te hagan seguir, eso es todo. ¿Por qué no ninguno de los demás príncipes?

—No están en la ciudad.

—Ellos se mantendrán o caerán, según lo que aquí ocurra.

—¿Estás seguro acerca de la identidad de los agentes? —preguntó Rafael.

—Tan seguro como se puede estar en nuestro trabajo —dijo Bahram—. ¿Quieres librarte de ellos? ¿Dónde?

—Hay una calle lateral al final de ésta, conectada por un estrecho tramo de escaleras —sugirió Flavia, señalando como si le estuviera recomendando una tienda a Bahram—. Haz que tu gente bloquee el acceso por detrás nuestro; los míos lo harán por el otro extremo. Avanzaremos tan rápido como podamos y estaremos sobre la colina antes de que puedan seguirnos.

—Asegúrate de que detienes a los imperiales —dijo Rafael—. Son los únicos peligrosos.

Bahram asintió con un gesto; había un toque de gravedad en su mirada a pesar de estar sonriendo.

—Está bien. Debería marcharme. He de encontrarme con el clan nalassel en una hora y todavía tengo que encontrar una máscara para mí.

Hizo una inclinación con la cabeza y desapareció entre el gentío. Alguien empujó a Rafael mientras salían y él se giró a medias, al tiempo que agarraba con una mano el cuchillo que llevaba sujeto a la pierna, antes de darse cuenta de que sólo se trataba de un viandante con prisa que había chocado con él accidentalmente.

—Estás muy nervioso —dijo Flavia—. Pon cara de aburrido.

Rafael lo intentó lo mejor que pudo, pero tuvo los nervios a flor de piel durante todo el camino por la calle de los Sastres. Nunca hubiera esperado que Silvanos lo hiciera seguir por tantos agentes. ¿Y por qué Petroz? ¿Qué significaba la pregunta que había hecho Flavia?

Si un espía de Petroz averiguaba sus andanzas tan sólo resultaría incómodo; pero si lo hacía el imperio, la situación sería mucho peor.

Por fin, después de lo que pareció toda una vida, llegaron al extremo superior de la calle, donde les esperaba un imponente mercenario monsferratano con armadura, aparentemente a la caza de alguien.

—Tomemos un atajo —sugirió Flavia—. Creo que por estas escaleras.

Las escaleras, sencillamente un pasaje que conducía bajo una casa en la calle siguiente, estaban despejadas excepto por un solo individuo que había al fondo, quien hizo un gesto afirmativo al verlos y desapareció. Rafael aceleró el paso y escuchó voces por encima de ellos, arriba del todo.

—¡Oriush! ¡Oriush! ¿Crees que puedes pasar por mi lado de esa forma? ¡Me abandonaste a la muerte!

—¡Lo merecías! —replicó otra voz gutural, al tiempo que el pasaje quedó más oscuro al tapar la luz el segundo individuo cuando empezó a bajar los escalones.

—¿Qué? ¡Maldito bast...!

Un segundo más tarde la pelea estaba en su apogeo. Dos mercenarios monsferratanos, enormes y aparentemente furiosos, continuaron una pelea sangrienta en la parte superior de las escaleras, bloqueando cualquier posibilidad de acceso al pasaje. En la calle inferior, ya se oían gritos de «¡ladrón, ladrón!» y un puñado de personas peleándose bloqueaban el paso.

Mientras Rafael daba gracias en su interior a Bahram y a los estarrin por los disturbios, se alejaba con brío, como si no quisiera verse envuelto en la trifulca. La calle hacía un poco de curva, permitiéndoles tomar una bocacalle y volver a aumentar su velocidad, lo que era más fácil ahora que estaban abandonando el principal distrito comercial y se encontraban más cerca de la colina.

—Confiemos en que todos hayan quedado controlados —dijo Rafael, sin aliento, mientras hacían cima en dirección al Averno. Malditos pulmones suyos. No creía que un esfuerzo tan pequeño le fuera a dejar así, aunque quizá era el nerviosismo lo que lo agudizaba.

—¿Te encuentras bien? —dijo Flavia, con una nota de preocupación en la voz.

—Estaré bien cuando volvamos a reducir el paso —contestó Rafael. Podía seguir así algunos minutos más; la falta de aliento era tan sólo un aviso de que las cosas podían empeorar si se exigía demasiado—. Y ahora que estamos fuera del alcance de oídos indiscretos, ¿querrás decirme de dónde has sacado que la mano del imperio está despertando el odio?

* * *

El lugar en donde parecían haber acabado, tras la vana búsqueda de su traje de ceremonia en las otras tiendas, se encontraba en la periferia más alta de la ciudad, sobre el borde del Alto Averno. Estaban lo bastante lejos y a suficiente altura para que el Averno ofreciera su aspecto azul plateado bajo la luz del sol, e incluso pudieran verse Tritón y el Cubo en la otra parte del saliente donde Bahram tenía sus oficinas.

Ahí arriba las casas eran sutilmente diferentes, quizá no para alguien acostumbrado al lugar, pero Rafael había visto Ralentis, y los irregulares espaciamientos entre las ventanas y la inclinación ligeramente más pronunciada de los tejados le dijeron que había encontrado lo que estaba buscando. Las calles estaban allí más solitarias. Había menos mercados y tiendas en los que abastecerse, y la mayor parte de ellos eran de la clase que uno tenía que conocer previamente. La hora de la siesta se acercaba, pues el paseo había durado más tiempo de lo que Rafael tenía previsto. El cielo aún estaba despejado, por lo menos no habría tormenta vespertina, pero aún tenían que regresar a través de calles casi desiertas, con altas probabilidades de verse envueltos en algún engorro.

No, lo mejor sería coger un barco hasta el palacio de Leonata en Tritón y después regresar a pie hasta las oficinas centrales de Silvanos en el palacio Ulithi.

—¿Dónde está?

—Aquí mismo —dijo Flavia.

Ella le condujo por una calle empinada hasta la fachada de una tienda que ocupaba la mayor parte de la planta baja de una de aquellas casas tan ingeniosamente construidas. De cerca pudo apreciar el buen uso que habían hecho del terreno. El letrero y la tienda eran bastante elegantes, aunque no parecía haber mucha gente.

Flavia abrió la puerta y entraron en una sala sorprendentemente fresca pero muy pequeña, con telas extendidas sobre las mesas.

Sentada detrás de una pequeña mesa, y cosiendo, había una muchacha seria con la piel muy pálida y los cabellos negros, los rasgos típicos del lejano norte. Levantó la vista repentinamente cuando entraron, con una expresión rígida de intensa concentración.

—¿En qué puedo ayudarles? —dijo tranquilamente al levantarse. Era una mujer adulta, vestida con sencillez pero no con esa insulsa carencia de formas que los fanáticos religiosos tendían a imponer a sus familias.

—Estamos buscando un traje formal para mi amigo Rafael —dijo ella, señalándole con un gesto—. Tengo cuenta.

—Flavia... tú eres Flavia, de Estarrin —dijo la mujer, relajando un poco las facciones—. Sed bienvenidos, tú y maese Rafael. ¿Y para qué tipo de ocasión?

—El baile de disfraces de los Ulithi, dentro de dos noches.

—Eso nos deja poco tiempo —dijo otra mujer, sin duda la madre de la primera, mientras entraba en la Sala desde la parte de atrás. Era igualmente pálida y tenía los cabellos completamente grises—. ¿Tiene ya una máscara?

Flavia hizo una señal a Rafael, que sacó la máscara de la caja y se la mostró a la modista.

«Ah», fue el único comentario. Flavia había sido mucho más expresiva.

—No logramos encontrar nada apropiado —continuó Flavia.

La modista examinó a Rafael de arriba a abajo, buscó en el bolsillo de su vestido y se sacó una cinta métrica.

—Ya veréis como sí. —Ella tomó sus medidas con rapidez y un aire eficiente y distante; después se apartó un poco y se dio unos golpecitos en la barbilla con el dedo.

—Granate, negro y rojizo —ordenó la madre y la hija salió sin decir una palabra—. Os va a resultar caro tenerlo listo con tantas prisas.

—Yo... —empezó Flavia, pero Rafael la cortó en seco. La generosidad de Leonata no le iba a hacer quedar en deuda por esto. Ya se había peleado con Flavia por la máscara.

—Dispongo del dinero suficiente.

Lo justo, pues él nunca contó con una fuente regular de ingresos y sus gustos eran caros de mantener, en especial en Taneth, donde el consumo manifiesto era la única manera de entrar en contacto con los lores mercantes. Rafael tenía inversiones en varios negocios prósperos de Mons Ferranis, pero aún no quería tocarlas.

La hija regresó muy rápidamente, cargada con tres pesados rollos de seda, que su madre cogió y puso al lado de Rafael, para después tener unas palabras con Flavia. Los tres estaban tejidos con algún tipo de hilo dorado muy fino que confería a los colores un aspecto casi tridimensional, aunque él no sentía debilidad por el granate. El último, el denominado cobrizo, pero que estaba más cerca del rojizo encendido... ¿por qué destacaba tanto? Entonces lo recordó.

—Cobrizo —dijo impulsivamente Rafael—. Llevaré el cobrizo.

—¿Por qué? —preguntó Flavia.

—Va muy bien con la máscara —mintió él.

—Pero si ha parecido que te iba la vida en la elección —dijo Flavia desconfiada.

Pasaron un rato discutiendo el corte y la caída, durante el cual Rafael, mientras observaba el panelado pintado de blanco y la increíble filigrana sobre la piedra en el borde interior del tejado, estuvo ensayando mentalmente su intervención en el baile.

La madre empezó a hacer esbozos y tomar notas en un trozo de papel, interrumpiéndose momentáneamente para confirmar alguna medida, mientras que la hija se puso de nuevo a coser con pocas ganas y ligeramente más nerviosa.

Flavia y la madre hablan terminado casi con los dibujos, cuando en un desliz de la hija, ésta se pinchó en un dedo. Lanzó un exabrupto en voz baja, pero lo suficientemente audible para las otras tres personas de la habitación. Su madre le soltó una reprimenda en una lengua que no era thetiano y la hija le contestó. A pesar de ello, Rafael las entendió a las dos; era la última confirmación que necesitaba.

—Hermanas —dijo él en ralentic formal—. Necesito vuestro consejo y el de vuestro pueblo en un asunto que nos concierne a todos nosotros.

Ellas se quedaron de piedra.

* * *

Leonata se detuvo, buscando algún edificio familiar.

La hora de la siesta se acercaba y los patios del Museion estaban abarrotados de profesores y estudiantes que salían de los templos en los que se habían celebrado conferencias, mientras que otros se sentaban en los mínimos huecos que quedaban en las escaleras. Bajo un toldo, en una esquina del hundido patio principal al que daban tres de los templos, un profesor de una disciplina que no existía en los tiempos que se construyó el Museion estaba a punto de finalizar su charla, pese a que algunos de sus estudiantes se escabullían ya a hurtadillas por la parte de atrás para reunirse con sus compañeros. ¿Cómo podían oír algo con todo aquel barullo? El ruido de martillazos desde los andamios que había por todas partes era incesante. Los esfuerzos pocos sistemáticos de expansión del Museion borraban lentamente todo resto del sereno complejo templario que una vez fue.

Leonata conocía el Museion de los tiempos en que había asistido a sus clases hacía casi cuarenta años y de mucho después, pero los trabajos de construcción se habían acelerado en las últimas décadas y ella se encontraba desorientada con la mitad de los pasajes y corredores fuera de servicio. Dio un golpecito con un dedo sobre el hombro de uno de los estudiantes que pasaban, un qualatari bronceado, con un colgante en el cuello de un sol Amadean.

—¿Cómo puedo llegar al templo de Clio?

Él señaló a la derecha de Flavia.

—Atraviesa el Decanum. El pasaje principal está abierto. Lo verás a tu izquierda, noble dama.

Le llevó otros cinco minutos hallar el templo de Clio, donde, a juzgar por su aspecto, los profesores habían finalizado pronto sus clases. Los pasillos estaban desiertos, las sillas del templo principal estaban desordenadas, como de costumbre, pero ella no estaba buscando el salón principal. ¡Ah! Una pareja de profesoras salía de un pasillo justo enfrente de ellos. Una era alta y de aspecto severo y la otra era bajita y bravucona.

—Una tesis muy audaz, pero demasiado narrativa —apuntaba la bravucona—. Sin sustancia.

—No tiene consistencia —dijo la otra—. Se hizo con este estipendio sólo por todo aquel trabajo que hizo para el clan Mandrugor... ¿Necesita ayuda?

—Buscaba a Daganos; me preguntaba si sabríais dónde está.

Leonata supo por el temblor nervioso en la boca de una de ellas que era Daganos de quien estaban hablando. Entonces la mujer hizo algún comentario ligeramente elogioso del historiador, mientras que al facilitarle las indicaciones para encontrarle dejó ver con pistas veladas que debería buscar a alguien de mayor solvencia. Después, continuaron con su difamación.

—¿Daganos? —dijo Leonata, metiendo la cabeza por la pequeña habitación a la que las profesoras le habían dirigido.

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