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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Vespera (66 page)

BOOK: Vespera
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—¿Dónde está Gian? —preguntó Valentino un momento después, volviéndose a Zhubodai. Todos sus comandantes deberían estar allí—. ¿Y dónde se ha metido Silvanos?

—Gian no estaba en sus habitaciones cuando fui a despertarlo —dijo Palladios—. Y Silvanos no está en palacio.

—Por supuesto que no... dijo que necesitaría tiempo hasta el amanecer para prepararlo todo, pues este escenario no había sido nunca previsto.

Pero tener fuera a dos de sus hombres con más experiencia era una contrariedad. Sin embargo, los beneficios de ponerse ya en marcha serían sustanciales, de manera que eso pesó más que cualquier otra consideración.

—Dile a Plautius que llame a Silvanos tan pronto como sea posible. Palladios, rastrea el palacio en busca de Gian... sin hacer ruido. Zhubodai, envía a un par más de guardias a las celdas. El resto de vosotros ya conoce las órdenes. Recordad: aun perdiendo el elemento sorpresa, sois, con mucho, las mejores tropas.

Se intercambiaron saludos. Los secos saludos navales o los tribales de puño en pecho, y cada uno se fue por su lado.

Aesonia estaba sentada en el diván delante de ellos. Se puso rígida de repente.

—¡Thais!

—¿Qué pasa? —preguntó Valentino.

—Está aterrorizada. Puedo sentirlo desde aquí. Debe de haber fracasado.

—Ocúpate de Rafael —dijo Valentino—. Aprobaré cualquier cosa que hagas.

Rafael había jurado lealtad a Valentino delante de testigos, y ahora había quebrado el juramento. Se merecía cualquier cosa que Aesonia quisiera hacerle.

—Se hará. Tengo a gente que está protegiendo a Thais todo el tiempo.

* * *

Rafael ni siquiera los había oído aproximarse.

Eran tres, dos tribunos con los colores sarthienos y un sacerdote de Sarthes de azul oscuro, que fue quien tomó la palabra.

—Tuviste tu oportunidad —dijo con frialdad el sacerdote—. La única que tendrás.

Instintivamente, Rafael se puso detrás de Thais poniéndole el puñal en la garganta.

—Si la matas —dijo el sacerdote—, soñarás con ello el resto de tu vida. Yo no lo haría. Puedes matarla pero eso no va a cambiar nada.

Eran dos tribunos, dispuestos a saltar como gatos salvajes. Llevaban espadas de madera, afiladas sólo hasta cierto punto, pero lo suficientemente macizas para ser usadas como porras. Rafael advirtió en sus cinturones las lazadas de soga que ya le eran familiares.

Thais se desplomó, dándose la vuelta para mirar a Rafael.

—Lo intenté —dijo ella—. Te harán lo que me hicieron a mí y no puedo detenerlos.

—No me hace falta tu ayuda —dijo él lanzándola hacia adelante sobre la hierba y retrocediendo hacia el templo. Los tribunos llevaban armaduras, pero sólo para protegerse contra golpes fuertes. Todo lo que necesitaba era arañarlos con el filo de su cuchillo, y era bastante hábil para eso, pero...Thetis, eran rápidos.

Se lanzaron corriendo hacia él, mientras el sacerdote observaba, y Rafael se echó atrás, para protegerse tras la columnata, atajando por el borde del estanque hacia las puertas del santuario, antes de darse cuenta de que le acorralarían si dejaba que lo empujaran hacia el interior. Ellos se percataron de eso y se dividieron para ir cada uno por un lado de la columnata, preparados para golpear con sus recias espadas de madera, no para clavarlas. Le querían con vida.

Rafael atacó al que se encontraba más cerca cuando salió de detrás del pilar más próximo pero, rápido como un rayo, el tribuno esquivó el filo y Rafael retiró el brazo sólo una fracción de segundo antes de que la espada de su atacante pudiera machacarle los dedos. Otra acometida pasó a una pulgada de la mano del tribuno, mientras el segundo se le iba aproximando.

El sacerdote permanecía inmóvil, con una leve sonrisa en los labios. Rafael dio un salto atrás, consiguiendo por los pelos poner un pilar entre el tribuno y él, y entonces se acordó del baile y sonrió. Mientras el segundo tribuno seguía acercándose, Rafael hizo un paso de baile formal, fluido, hacia dentro y hacia fuera, un movimiento que nadie se imaginaría nunca en un combate. El segundo tribuno, sorprendido con la guardia baja, levantó la mano para defenderse y el cuchillo de Rafael le cortó el revés de la mano. Rafael le dio las gracias a Anthemia en su interior.

El veneno actuaría más rápidamente si el hombre se movía, pero tan pronto como se derrumbara, el otro tribuno se percataría. Se estaban acercando a él, uno por cada lado y Rafael se dio la vuelta y echó a correr un instante antes de que estuvieran lo suficiente cerca para abalanzarse. Franqueó el estanque de un salto que lo situó al otro lado de la columnata y le produjo un terrible dolor en el tobillo. Un dolor atroz que le hizo caerse sobre una rodilla.

Los tribunos fueron más rápidos. Corrieron alrededor de la piscina y antes de que Rafael pudiera volver a ponerse en pie, ya los tenía encima. Pudo ver el ceño fruncido de uno de los tribunos, que dio un respingo mientras sus movimientos se hicieron convulsos antes de desplomarse sobre la hierba con un golpe estruendoso debido a la armadura.

Rafael se giró, aún sobre una rodilla y con el cuchillo apuntando al primer tribuno, que dio un paso atrás.

—Eres un cobarde —dijo con el tono gutural propio del Archipiélago—. Sólo los cobardes usan veneno.

Rafael pudo ver la expresión repentina de consternación del sacerdote, que había ayudado a Thais a levantarse y le había puesto el brazo bajo los hombros para ayudarla a mantenerse en pie.

—¿Crees que me importa tu opinión? —dijo Rafael.

—Creo que le pediré a la Madre de Shamen que nos deje entretenernos contigo un rato para enseñarte cómo tratamos a los que son como tú.

—Antes tendrás que cogerme.

—Ahora ya sé con quién me las estoy viendo —dijo el tribuno—. Además, estás herido. Quizá si tiras tu juguete y me suplicas como un cobarde, me daré por satisfecho.

El individuo se estaba moviendo a su alrededor más rápidamente de lo que Rafael podía girar con una rodilla, y se disponía a atacarle desde el lado que Rafael no podía cubrir.

—¿No? —le preguntó—. Entonces lo vas a pagar.

El dardo le alcanzó al tipo en la garganta, por encima de la gorguera de la armadura de piel de kraken, y empezó a apretar los dedos convulsivamente, mientras le corrían gotas de sangre por la garganta hasta que, por fin, se cayó al suelo.

El sacerdote contemplaba incrédulo la escena y se dio la vuelta para echar a correr, pero antes de llegar al túnel, otro dardo le alcanzó a él en la espalda. Emitió un grito ahogado y cayó entre temblores, llevándose a Thais con él en medio de una maraña de túnicas.

—He esperado mucho tiempo —dijo una voz familiar desde los árboles— para hacer esto.

Silvanos salió de entre los árboles con lo que parecía exactamente una petaca y un pulverizador en un extremo.

—No has estado mal —dijo—. Pero trata de mantenerlos juntos la próxima vez. —Le tendió la mano a Rafael y tiró de él para ponerlo en pie. Silvanos hizo rodar al otro tribuno con la bota y Rafael vio sus ojos sin vida mirando las estrellas. Había dos hombres muertos y otro drogado en el claro y Thais, horrorizada, tratando de librarse del cuerpo del sacerdote.

—No puedo permitirme ser compasivo —dijo Silvanos—. Sin embargo, me alegro de que tú sí. ¡Acolita, ven aquí!

Thais obedeció, temblando ante la visión de la cerbatana de Silvanos.

—¿Qué es esto? —dijo ella, mirando de uno al otro—. ¿Por qué estáis...?

* * *

—¿Creías que me iba a quedar ahí mirando y viendo cómo el último de mi familia se convertía en una criatura de Aesonia, como tú?

—¡Pero ellos estaban de tu lado!

—Mi lado es mío, querida, y fuisteis unos idiotas al no advertirlo. Ahora nos queda el problema de lo que vamos a hacer contigo. Rafael, ¿quieres matarla?

La ira había desaparecido, se había esfumado con la llegada de los tribunos y el susto de su captura inminente. Y Thais estaba destrozada, tenía el rostro cubierto de lágrimas, ensimismado y desesperado. Era una hechicera de la noche. ¿Cómo pudo Rafael haberla amado?

—No —dijo Rafael—. Déjala vivir.

—Matarla sería un gesto amable —dijo Silvanos sin indicio de dureza o malicia en su voz—. Lo que te ha dicho era absolutamente cierto. Ella es una esclava. Y ha perdido la mejor oportunidad para ser libre que va a tener nunca.

Rafael miró inquisitivamente a su tío.

—Si la hubieras pedido en matrimonio, Aesonia la habría liberado de todas sus obligaciones excepto la de mantenerte leal. Valentino tenía una opinión muy buena de ti y estaba dispuesto a perder a una hechicera de la noche para poder ganarse tu lealtad.

—¿Qué hacemos con ella? —preguntó Rafael, mientras su cabeza todavía le daba vueltas. Este era un Silvanos que no había visto nunca.

—Como te he dicho, matarla sería un acto de piedad, pero tú te pasarías la vida entera preguntándote si había algo que pudieras haber hecho. No, ella tiene que desaparecer.

—Y mantenerse despierta hasta mañana por la noche.

—Sé quienes podrían conseguirlo —dijo Silvanos desapasionadamente—. Si les entregamos a una hechicera de la noche, me estarán agradecidos toda la vida.

—Sois unos monstruos —dijo Thais—. Los dos.

—No más que tú, y se lo debemos agradecer a la misma persona.

A continuación, desde abajo, alguien gritó; un grito que resquebrajó la paz de la noche y reverberó por las colinas y palacios de Vespera. Se dieron la vuelta y divisaron barcos en la Estrella Profunda.

* * *

Leonata se despertó.

Ya tenía el sueño ligero en sus mejores épocas y, según se fue haciendo mayor, acabó trabajando dos o tres horas la mayoría de las noches. Lo prefería a obligarse a dormir; por lo menos, podía dormir bastante bien durante la siesta.

La cama de Iolani estaba vacía; no había sido usada. Cuando Leonata se incorporó, vio a su compañera de celda bajo la ventana, con la cabeza en el hueco y observando las estrellas.

Todo debería estar en calma, pero Leonata escuchó ruidos procedentes de alguna parte en el palacio, débiles, lejanos. ¿Había sido eso lo que la había despertado? ¿O los sueños, los sueños con Anthemia, que no necesitaban a ninguna hechicera de la noche para transformarse en pesadillas?

—¿Leonata? —dijo Iolani.

Leonata salió de la cama, se acercó sin hacer ruido a donde estaba Iolani, mirándola ahora, y se sentó a su lado sobre las tablas en el suelo. Estaban en una habitación del servicio en uno de los áticos, donde podían ser vigiladas con facilidad. O quizá Aesonia las había alojado allí para ponerlas en su sitio.

—¿No podías dormir?

—¿Podías tú, con lo que se avecina? —le preguntó Iolani.

Leonata negó con la cabeza.

—Aún tenemos una posibilidad. Tu palacio aún no está tomado. Al menos tenemos dos aliados aquí.

Valentino le había dicho que habría un tratado y ella sabía ahora cómo conseguir ganar algunas horas. Media hora del tiempo de Valentino y Leonata podría retrasar cualquier acción hasta la puesta de sol. El sentido de la justicia del emperador estaba profundamente sepultado, pero estaba allí, y Leonata sabía cómo apelar a él.

—Y si la aprovechamos, mañana por la noche dormiré en mi propia terraza y podré mirar las estrellas todas las noches que quiera. Si no...Yo quiero aprovechar esta oportunidad.

—¿Por qué las estrellas? —Leonata lo sospechaba, pero quería estar segura.

—El infinito —dijo Iolani—.Yo duermo al aire libre la mayoría de las noches, en la pequeña terraza que me hice construir para tener sólo el cielo sobre mi cabeza.

—Tienes claustrofobia.

—Sí. Incluso esta habitación me resulta muy pequeña. Siento haberte hablado antes con brusquedad.

—No te preocupes —dijo Leonata y miró a través de la ventana al cielo tachonado de estrellas, con su brillo atenuado por los globos de agua de Vespera. Leonata apenas conocía las estrellas, más allá de algunas constelaciones que a todos los niños thetianos les enseñaban.

—¿Es el cielo igual en el norte?

—Aquí, al estar tan cerca del ecuador, pueden verse todas las estrellas. Allí arriba, en Thure, sólo las del norte, muy arriba. Allí tienen nombres diferentes. Yo aprendí los tuonetares. —Iolani se dio la vuelta—. Allí arriba está la constelación que llamamos Kraken, con sus fauces y sus aletas; ellos la llaman Lobo. Me pregunto...

Iolani se puso en pie, ayudando a Leonata a hacer lo mismo y señaló hacia el norte. Era una ventana pequeña y con barrotes, con una caída a plomo sobre las rocas, y que daba al norte con una vista sobre el centro de la ciudad.

Y entonces ellas vieron, bajo la luz lunar plateada, una flotilla de barcos en la Estrella, que había salido del embarcadero de servicio del palacio ulithi y que estaba atestada de soldados y marinos. La estela de dos rayas era apenas visible sobre la superficie tras las embarcaciones.

Leonata sintió cómo el corazón se le encogía.

—Lo va a hacer esta noche, mientras todo el mundo duerme —dijo Iolani.

Valentino se había sentido seducido por la idea de un ataque nocturno. Todo lo que les había dicho (el anuncio de que el Consejo sería convocado al día siguiente para tener tiempo de revisar un tratado) había sido una farsa.

Y puesto que todos los palacios tenían ya algunos guardias despiertos ocupándose de las compuertas durante la noche, ¿quién se iba a molestar en situar vigías en las torres? Quizá Jharissa, pero estaban lejos, hacia al norte, con la vista bloqueada por Tritón y Sirena.

Y la mayoría de los soldados de los clanes se habría ido a descansar con el fin de encontrarse frescos para la confrontación del día siguiente. A pesar de tener tantos rehenes, Valentino sabía que los clanes no iban a dejarse vencer fácilmente.

—Iolani —dijo Leonata—. Podemos alertarles. Recuerda la noche pasada. Nuestra lección improvisada de canto.

Iolani sonrió.

—¿Quieres que cante?

—Gritar podría ser más efectivo. Tu voz es mucho más potente que la mía y sabes cómo aguantar la respiración.

—La gente canta a todas horas en Vespera —dijo Iolani—. Todos esos hombres con tanto tiempo libre, contratando cantantes para cantar serenatas bajo los balcones de sus amadas. A veces me gustaría estrangularlos.

—¿Tus tratantes árticos hacen eso?

—No, por Thetis. ¿Quién cantaría en mi balcón? Pero los oigo. Debe de ser por allí abajo, por donde están los palacios. Un alarido sería más eficaz.

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