¡Por Thetis, eso había estado bien! Los salassanos no podían hacer otra cosa más que darse la vuelta y una llamarada bien disparada alcanzó el extremo de la embarcación mientras intentaba maniobrar. Dos barcas hundidas en una proporción de tres contra uno. Ahora estaban igualados, pero la última lancha salassana había conseguido situarse detrás de la barcaza que se iba aproximando.
Valentino miró la barcaza por el telescopio otra vez. Aquellos soldados no se habían movido un centímetro.
Su madre ya estaba cerrando los ojos y poniendo su mente en trance para extraer todo su poder.
—¡Madre, no! —exclamó Valentino, y los ojos de Aesonia se abrieron de golpe.
—¡Me has interrumpido! —dijo ella. Aesonia montaba en cólera cada dos por tres desde que Leonata se había escapado, y no llegaban noticias de que la hubieran vuelto a capturar. ¿Cuánto tiempo podían tardar unos oficiales de la Armada y unos tribunos entrenados en capturar a una sola mujer que ni siquiera conocía el terreno?
—Es una treta. —Dijo Valentino, volviéndose hacia Palladios, esperando tras él frente al comunicador de éter—. Envía a veinte legionarios a las compuertas. Tienen que capturar esa barcaza, no hundirla.
La cuestión era si la barcaza simplemente había sido puesta en trayectoria o si alguna alma valerosa la estaba gobernando por propia voluntad, a sabiendas de lo que iba a ocurrir. Valentino desplazó el telescopio a lo largo de la estela de la barcaza... ¡Allí! Una ligera curva en la estela, una corrección en la trayectoria. Había alguien a bordo.
Palladios activó el comunicador.
—Y diles que traten cortésmente a quienquiera que sea que maneje la barcaza. Es un hombre valeroso.
La última lancha salassana disparó desde la parte de atrás de la barcaza y el barco ulithi, esperando emboscado, disparó demasiado lejos de popa. Los salassanos no erraron y el fuego envolvió a la última lancha ulithi, mientras la tripulación se apresuraba a abandonar el barco. La mayoría sobreviviría si se echaban al agua lo suficientemente deprisa.
Pero si aquello había sido una farsa, ¿dónde estaba el ataque real? No podía ver más fuerzas aproximándose alrededor de los muelles, aunque si él hubiera estado al mando de ellas (y Petroz no era malo), hubiera optado por un acceso más alto, lejos del agua y apartado de la vista.
¿O por una raya? Petroz tendría al menos una en sus muelles, y no se habría visto afectada por el bombardeo.
La barcaza aún seguía su curso a gran velocidad: quien fuera que la manejaba estaba determinado a no detenerse. La barcaza destrozaría la mayor parte del muelle y el embarcadero, aunque eso podría repararse.
—Conecta los sensores de éter —ordenó Valentino—. Veamos lo que hay debajo del agua.
Valentino se había olvidado de aquellos sensores, lo que había sido un error.
La raya estaba deteniéndose, saliendo a la superficie por las compuertas de servicio, bajo el Patio Sur, el cual estaba vigilado, pero no lo suficiente para repeler un asalto de treinta o cuarenta soldados.
—¡Palladios, llévate las unidades de reserva al Patio Sur! —ordenó Valentino—. ¡Detenedlos!
* * *
Le dieron a Leonata una túnica negra, lo que fue suficiente para ocultar su cabello y su túnica azul, aunque dejó a uno de los hombres de Silvanos medio desnudo.
Nadie sospechó de ella mientras la adusta falange comandada por Silvanos se dirigía a las celdas a través de un pasillo y hasta una cancela improvisada.
No estaba vigilada.
—¿Dónde están los tribunos? —dijo Silvanos, mientras Plautius abría una puerta y accedían por un pasillo hasta un pequeño espacio abierto que fue una vez un patio, y que ahora tenía bodegas de almacenamiento en dos de sus lados y enormes barriles en el otro, todo cerrado con una enorme cadena.
Allí no había nadie.
—¿Dónde se han metido los guardias? —preguntó Silvanos.
Silvanos hizo un gesto para que todos guardaran silencio.
—Tratad de oír su respiración —dijo.
Guardaron silencio y Leonata trató de anular todos los otros sentidos para concentrarse en la respiración de treinta o cuarenta prisioneros, pero no se oía nada, tan sólo a los hombres que había alrededor y gritos de alarma desde un pasillo lejano.
—Nada —dijo Silvanos. Plautius dejó sus notas sobre el suelo y examinó el enorme candado en el extremo de la cadena, contando aparentemente los eslabones.
—Siete —dijo él. Yo lo puse en seis.
«¿Eres capaz de acordarte de eso?», iba a preguntarle Leonata, pero entonces pensó que quizá había sido una buena idea.
—Alguien se los ha llevado —dijo Silvanos.
—Quizá sólo quieran que pensemos eso —dijo uno de los hombres.
—No, los hubiéramos oído respirar. Ve y pon la oreja sobre una de las puertas del pasillo.
El hombre obedeció y regresó un momento después, negando con la cabeza un tanto dudoso.
—Podríamos comprobarlo.
—Creo que eso es exactamente lo que quieren que hagamos —dijo Leonata—. Probablemente hay una alarma conectada. Silvanos, ¿dónde más podrían estar? Éste fue una vez tu palacio.
—El de mi padre —dijo distraídamente, con el rostro contrariado por haber sido burlado—. ¿Dónde podrían haber ido sin que nos diéramos cuenta? Tenemos gente por todas partes.
—¿A la Sala de interrogatorios? —sugirió Plautius.
Leonata los rodeó a todos, regresando a la entrada del área de las celdas y miró alrededor. Había dos dependencias cerradas con llave. ¿Armarios quizá? Otro pasillo que conducía a más bóvedas subterráneas de almacenamiento. Una puerta, tras la cancela, justo detrás de los barriles. Si ninguno de los hombres de Silvanos se hubiera percatado, donde...
—¿Hay escaleras por aquí? —les preguntó. Se hizo el silencio y Plautius y Silvanos se acercaron a donde estaba Leonata. Silvanos frunció el ceño.
—¿Por qué?
—Hay otro nivel; lo vi al bajar ¿no podría una de estas puertas conducir hasta el siguiente sótano? ¿Ésta, por ejemplo? —Leonata golpeó sobre la puerta que estaba tras la cancela y se oyó un profundo eco.
Uno de los hombres, espontáneamente, avanzó y se sacó un conjunto de ganzúas de una bolsa que llevaba el cinto. Todos aguardaron, tensos, mientras él toqueteaba la cerradura y se oyeron más gritos de alarma desde algún sitio por arriba, el ruido de muchos pies pasando por encima de ellos.
—Algo ha ocurrido —dijo Silvanos—. O alguien ha entrado u otro prisionero anda suelto.
¿Podría haberse escapado Iolani desde donde Aesonia la había puesto, colgada de una ventana? Ninguno de los representantes del clan era lo suficientemente importante, no ahora... de modo que quizá alguien había entrado en el palacio.
La cerradura hizo un ruidito seco y el hombre la abrió, descubriendo un ancho tramo de escaleras que llevaban abajo.
—Deberías haber sido uno de los nuestros —le comentó Plautius.
Leonata se soltó su túnica prestada y se la devolvió a su sorprendido propietario.
—¿Qué estás haciendo?
—Caramba, caballeros, soy su prisionera —dijo Leonata—. Habrá guardas allá abajo, después de todo. A ellos no les gustará que vayáis a llevaros a nadie, pero se pondrán muy contentos si les entregáis a alguien más.
Leonata se puso las manos a la espalda, con una de ellas sujetando aún el cuchillo. Habría sido difícil esconderlo de otra manera, pues a Aesonia le gustaba llevar atada a la gente; de otra forma, los pobres guardias se hubieran mostrado recelosos.
—¿A qué estamos esperando? —dijo ella.
—Demetrio, Aescanio, quedaos vigilando. Cerrad la puerta y alertadnos si viene alguien más y, después, desapareced. El resto de vosotros, formad una escolta para la prisionera.
Bajaron por las escaleras. Era un largo, largo tramo que giraba sobre sí mismo. Las paredes estaban húmedas, en realidad sólo una de ellas, según se dio cuenta Leonata más tarde, y se oían goteras por algún sitio.
—La cisterna —masculló Silvanos—. Claro. Yo creía que esto había sido tapiado.
Entonces volvieron a girar y, al fondo, detrás de otra puerta, aguardaban cuatro tribunos y un mago. Se pusieron en pie de un salto al aproximarse la comitiva, pero fue el mago quien habló. Un hombre, algo inusual en Sarthes. Los hombres tendían a elegir otras órdenes, donde tenían más oportunidades de adquirir poder e influencia. El rito sarthieno sólo permitía mujeres en el Capítulo.
—¿Qué hacéis aquí? —preguntó él.
—Traemos a otra prisionera.
El mago desvió la mirada de Silvanos hacia Leonata.
—La emperatriz se llevó a su hija hace no más de media hora.
—Lo sé —dijo Silvanos fríamente—. Y después la emperatriz tuvo que marcharse y los torpes idiotas que tú empleaste, dado que no te molestaste en decirme nada de este lugar, dejaron escapar a la hija. Así que ahora queremos que la madre se quede donde estemos seguros de que no va escapar.
—Imposible —dijo el mago—. Pero ¿cómo has dado con nosotros?
Silvanos le dirigió una mirada más elocuente que cualquier palabra y se retiró.
—Bien, bien —dijo él—. No voy a decir que no a otro prisionero; es sólo que es demasiado trabajo ponerlos arriba y luego volver a bajarlos.
Cerró los ojos un momento y se quedaron en silencio. Uno de los tribunos fue a abrir la pesada puerta forrada de pólipo. Su madera estaba húmeda. ¿Sería la cisterna? Seguramente. Pero no podían haber metido a todos los prisioneros en una cisterna, ¿no?
El mago volvió a abrir los ojos y se relajó.
—La pondré allí dentro; seguro que lo entiendes.
Silvanos asintió con un gesto. Los tribunos verían que sus manos no estaban atadas, pero sólo necesitaban un momento. Ella se encogió, para que la manga se bajara un poco más.
La puerta se abrió. El mago encendió una luz, dos de los tribunos se levantaron y, afortunadamente, cogieron por los brazos a Leonata mientras el mago avanzó por delante de ella hasta un pequeño rellano.
La cisterna era enorme, un espacio quizá del tamaño de un patio pequeño con unos techos altos que descansaban sobre una docena más o menos de pilares, una versión más pequeña de las enormes cisternas que había debajo de Tritón. Esta era más pequeña, aunque no menos impresionante, incluso a la tenue luz de las lámparas de éter en las paredes.
Y, atados a los pilares, con el agua al cuello, encapuchados y solos con las goteras y la humedad, estaban los prisioneros. Agua. Por lo tanto el mago, manipularía el agua para mantener a los prisioneros inmovilizados en su sitio.
Los tribunos se movieron, uno por delante y el otro por detrás, para conducirla por las escaleras hasta el agua oscura.
—¡Ahora! —gritó Leonata, e intentó asestar una puñalada al tribuno que tenía detrás, moviendo violentamente el brazo hacia atrás y hacia arriba para alcanzarle antes de que tuviera oportunidad de reaccionar. El que iba delante se dio la vuelta, apartándose de Leonata mientras su mano se apresuraba a intentar arrebatarle el arma. Leonata, con una fuerza que brotaba de la desesperación, le dio una patada en la parte baja de la espalda que le lanzó escaleras abajo, precipitándose contra el mago, y los dos quedaron dando vueltas en el agua oscura.
La mano izquierda de Leonata, la que sostenía el cuchillo, estaba cubierta de sangre, y el tribuno lanzó un horrible gemido con la expresión de la agonía en el rostro, para desplomarse después ruidosamente sobre el agua. Leonata oyó un grito detrás de ella, el ruido de una lucha, una tos bronca. Dos de los hombres de Silvanos aparecieron tras ella, poniendo los ojos como platos al ver que sólo estaba ella en pie. El tribuno y el mago estaban revolviéndose en el agua, y era obvio que el tribuno no sabía nadar. Entonces, los hombres de Silvanos sacaron sus cuchillos de los bolsillos, los lanzaron con precisión letal y el alboroto se acabó.
Leonata se sintió exaltada y mareada al mismo tiempo, vio al tribuno que había apuñalado hundirse en el agua lastrado por la armadura y las armas, y oyó gritos de asombro de los prisioneros.
—¡Liberadlos! —ordenó Silvanos.
No había tiempo que perder. Leonata siguió con rapidez a los hombres de Silvanos hasta donde el agua llegaba por el cuello, para liberar a los primeros prisioneros. Parecía costar una eternidad abrirse paso por el agua verdosa y buscar a tientas con los dedos las sogas que cortar en cada pilar, pero entonces ella vio los rostros de los tratantes árticos y de los armadores que empezaban a soltarse ellos mismos y a quitarse las capuchas.
Si Anthemia hubiera estado allí.
Acababan de desatar al último de los tratantes árticos cuando oyeron aporrear desesperadamente la puerta y, después, el ruido de hombres armados bajando por las escaleras.
* * *
Los guardias que había en la puerta de servicio del palacio ulithi cayeron en cuestión de segundos.
—¿Y ahora dónde? —exclamó Petroz mientras derribaba al último legionario con una ballesta de éter y los asaltantes entraban en tropel en el palacio. La escotilla de la raya se cerró tras ellos y dio la vuelta para sumergirse; no había motivo para dejarla expuesta a un contraataque. Había otras formas de salir del palacio.
—¡Las armas! —dijo Rafael. Estamos en el primer nivel de los sótanos. Están aquí, bajo el extremo opuesto del Salón. Eso creo.
Rafael miró a su alrededor para orientarse. Por delante, un gran túnel con raíles conducía a las cocinas y a las catacumbas de almacenamiento, bajo el Patio Sur. Tenían que ir a la izquierda... por allí, donde había otro breve tramo de escaleras que daba a otra puerta. Cerrada.
Activaron el cañón de mano y la reventaron y, a continuación, las tropas comandadas por Salassa se precipitaron en el interior, mientras Rafael trataba de equilibrar su ballesta de éter. Disparó a quemarropa sobre el primer legionario que vio y luchó contra los demás con furia implacable. Quería evitar el derramamiento de sangre, pero cualquier límite que aquella guerra pudiera tener había sido rebasado en el palacio de Salassa.
—¡Avanzada! —exclamó Petroz, y dos hombres se adelantaron, abriendo la puerta de un empujón e inspeccionando los túneles laterales. Rafael no conocía la zona subterránea tanto como debiera, pero habían hecho demasiado ruido, y la gente de Valentino sí debía saber dónde estaban ellos. Los refuerzos estarían de camino.
El extremo del túnel estaba bloqueado, amurallado desde hacía tiempo, de modo que se vieron obligados a girar a la derecha, lejos de los cimientos del Salón y apartados, por el momento, bajo el Patio de la Fuente, de la tormentosa venganza que se avecinaba.