—Recuerda, apóyate en el diafragma —dijo Leonata, y Iolani sonrió y empezó a tomar aire profunda y calculadamente. Leonata abrió la ventana y se taparon los oídos con las manos.
Iolani inspiró profundamente, se acercó a la ventana y liberó un alarido capaz de perforar un oído.
* * *
El grito se repitió.
Una soprano con una voz no educada, pensó Rafael. Si estuviera educada, en lugar de chillar podría interpretar un aria de Tiziano.
Ése fue su primer pensamiento. Y lo segundo que sintió, cuando miraron a la Estrella y vieron los barcos, fue un nudo en el estómago.
—Está moviéndose con rapidez —dijo Silvanos—. No ha confiado en ninguno de nosotros.
—Y ahora entiendo la razón —dijo Thais fieramente.
—Tenemos que hacer algo —dijo Rafael, mientras todos sus planes se iban al traste. Necesitaba tiempo hasta mañana. Necesitaba tiempo para que Petroz agrupara a sus tropas y pusiera su navio en posición. Tiempo para que Plautius administrara el silfio que él y Silvanos habían escondido, sin duda. Tiempo para que Odeinath, Bahram y los demás escaparan.
Tiempo que no tenía.
—Esto no estaba previsto —dijo Silvanos, y Rafael se dio cuenta entonces de que su tío no tenía ni la más ligera idea de qué hacer. Tenía recursos, pero era alguien que urdía redes, y no contaba con imprevistos. Todas sus estrategias y sus veinte años de trabajo habían sido barridos por la ola en la isla de Zafiro. Y Silvanos no había tenido tiempo para elaborar un plan alternativo.
—¿Tenías pensado liberar a los prisioneros? —preguntó Rafael.
—Los guardias iban a ser drogados.
—No hay tiempo. Encuentra a tu gente. Ocúpate de los guardias y, después, envía a tus hombres a recuperar aquellas armas. Son la única esperanza que tenemos. Yo ayudaré con los prisioneros.
Thais abrió la boca y Rafael se acercó para tapársela despiadadamente con la mano y encajarle un codazo en el estómago, dejándola sin respiración y haciendo que se arrodillara.
—Ocúpate de ella primero —dijo Silvanos—. Por el otro sendero, en dirección al mar, a veinte pasos a la derecha hay una amplia zona con bambúes, impenetrable con esta luz. Rodéala, en la parte de atrás encontrarás una abertura. Déjala allí y haz que se sienta tan incómoda que no pueda conciliar el sueño.
Los ojos de Silvanos se encontraron un instante con los de Rafael. Su mirada ya no era crítica ni despectiva. Después de observarse unos instantes, Silvanos se echó al hombro su cerbatana y se marchó rápidamente por el túnel.
Los gritos continuaron, con menos fuerza ya y, de repente, se interrumpieron. Una ventana se cerró de golpe. Pero entonces empezaron a oírse más gritos desde otros palacios. La alerta había cundido.
—No puedo permitir que nos detengas —le susurró Rafael al oído a Thais, mientras ella respiraba entrecortadamente. La soltó, preparándose para abalanzarse sobre ella si intentaba avisar a alguien.
—No pensaba escaparme —dijo ella en voz baja—. Aunque no me has dado ninguna oportunidad.
—No creería nada de lo que me dijeras —le dijo Rafael.
—Creíste a Silvanos.
—Estamos del mismo lado —dijo Rafael—. Tú y yo nunca lo estuvimos.
—Puedes permitirte el lujo de la traición; yo no. Nunca he tratado de herirte, Rafael. Soy una esclava y me enamoré de ti. ¿No puedes aceptar eso? ¿A pesar de lo que yo pueda ser?
Thais estaba defendiéndose y había perdido su única oportunidad, incluso la oportunidad de una libertad parcial, que Rafael nunca habría estado dispuesto a darle.
Pero lo que ellos le habían hecho por ser una muchacha conflictiva... A Rafael le abandonaron los restos de su ira. Thais no había estado en las minas y él la conoció cuando ellos aún no le habían hecho nada. Era una muchacha alegre y sonriente cuyo único crimen había sido nacer pelirroja, lo que la marcaba como una exiliada.
No era una abominación. Así le había llamado él, sin embargo, con odio y furia. La había tratado de una manera más propia del gusto de Aesonia, e incluso había estado a punto de matarla de pura rabia.
Se arrodilló sobre la hierba mirándola a la cara. El amor había desaparecido, pero él podía ceder un poco.
—Puedo —dijo él—. No debería haberte dicho esas cosas. ¿Podrás perdonarme?
Ella le miró a los ojos, pero la mirada de Thais ya no tenía vida. No dijo nada.
—¿Por favor?
Siguió sin abrir la boca.
—¿Por favor, Thais?
—Te perdonaré —dijo Thais—, porque Aesonia no perdona nunca. No porque te lo merezcas.
Rafael hizo un gesto de asentimiento.
—Yo he de ayudar a Aesonia, esté dormida o despierta —continuó Thais—. De no ser, como dijo Silvanos, que me impidas actuar o quedarme dormida.
—¿Y si muere Aesonia?
—Seré transferida a aquel o aquella que Aesonia elija para sucedería como primera hechicera, probablemente Aventine, la cual me castigará atrozmente por haber fracasado en salvar a su madre. Pero en estos momentos, la única oportunidad que tengo es resistirme a ti, inútilmente, y hacerte perder algunos minutos, o rendirme y explicarte lo mejor que puedes hacer para evitar que me escape. No puedo hacer nada más.
Sólo entonces entendió realmente Rafael la impotencia de Thais después de lo que le había hecho Aesonia, lo impotente también que se hubiera sentido él si Silvanos no hubiera intervenido y lo que verdaderamente significaba ser una hechicera de la noche.
—Quizá, sólo quizá, vosotros venceréis —dijo Thais—, y algunas personas que están ahora destinadas a convertirse en hechiceras de la noche no lo sean. Tú y Iolani, por ejemplo. Yo ya he elegido.
Thais se acercó a los tribunos, les cogió las sogas de su cinturón y se las tendió a Rafael.
—No dejemos que todo esto sea en vano.
Oyeron un golpe violento y sordo acompañado de su eco, procedente de las colinas y seguido, algunos segundos después, por el sonido distante y más leve de una explosión. Después otro golpe, dos más, y luego una serie de detonaciones.
Rafael agarró a Thais por la muñeca y corrió hacia el hueco en los árboles, donde un sendero más pequeño bajaba y desde donde pudo ver bien la ciudad.
Había columnas de humo elevándose desde Vespera, la más cercana desde un palacio sobre el promontorio más próximo, al norte de donde se encontraban, un viejo palacio de torres redondas y cúpulas apiñadas.
Una de las cúpulas había sido destruida y las paredes de la torre se estaban desmoronando sobre los jardines de la orilla dejando al descubierto, poco a poco, los pisos y las habitaciones a medida que se iban derrumbando.
El palacio salassano.
Los tribunos lanzaron a Iolani contra la pared con una fuerza espeluznante. Por un segundo, Leonata pensó que le habían roto el cuello, pero Iolani avanzó hacia adelante, aturdida, para recibir otro puñetazo.
—¡Ya la has hecho callar, por Thetis! —les gritó Leonata—. Dejadla.
Un momento después, Aesonia entraba por la puerta. Parecía que le hubieran echado ácido en el rostro por la cólera que irradiaba.
—Cogedla —dijo Aesonia— y colgadla por las muñecas desde la ventana más alta de la Torre del Geómetra. Cara al norte, para que pueda ver morir a su pueblo. Leonata, es obvio que no entendiste lo que mi hijo te dijo en la isla de Zafiro, de modo que te enseñaré por qué vas a obedecernos.
«Anthemia. ¡Oh Thetis, no!»
—Deberías haber pensado en eso antes —le dijo Aesonia y la súplica de Leonata se quedó ahogada en su garganta—. Mangku, llévala abajo, a la Sala de interrogatorios. Yo misma iré a por su hija.
Sus tribunos se apresuraron a obedecerla y el que había golpeado a Iolani le agarró el brazo a Leonata y la empujó con brusquedad por el pasillo, por delante de los demás, que estaban llevando a Iolani, seminconsciente. Leonata oyó a la emperatriz dar más órdenes, refinamientos para torturar a Iolani.
Maga, emperatriz, hechicera de sueños, madre de la mejor mente militar de su generación. ¿Había algo que ellos pudieran hacer para derrotar a Aesonia?
El tribuno le atenazaba el brazo con una presión brutal y él era mucho más fuerte que Leonata, de manera que se obligó a relajar sus músculos y no ofrecer ninguna resistencia. ¡Detestaba sentirse tan inútil! Sentía como si su garganta se corroyera; era una bilis constante de frustración.
¿Era así como todos tendrían que vivir cuando Aesonia venciera?
Llegaron a las escaleras y el tribuno empujó a Leonata por delante de él. Parecía satisfecho y contento de su propia fuerza al dominar a una simple mujer, sin tener que echar mano de un arma. ¿Estaría muy lejos la sala de interrogatorios? Seguro que no estaba en las plantas superiores; se encontraría en una de la vasta red de celdas que se rumoreaba existían en el palacio ulithi, practicadas por Ruthelo Azrian con el fin de almacenar armas para su ejército.
Un piso más abajo. Había gente por los pasillos, sirvientes y tribunos ulithi, pero pocos, muy pocos, dado lo que había sucedido. Cuando Leonata llegó al palacio habría más de un millar holgado aunque, probablemente, serían muchos más teniendo en cuenta la cantidad de espacio que había en el subterráneo. Ahora, la mayoría ya no estaba allí; habían dejado sólo a los necesarios para proteger el palacio.
Lo que significaba que el resto se había ido a atacar los palacios de los clanes. ¿Cuánta gente del clan de Leonata moriría, porque ella no había planeado bien cómo ocuparse de Valentino, porque no había intentado encontrar un genio militar entre los suyos?
Otro piso más. El tribuno seguía atenazando con fuerza la muñeca de Leonata, a pesar de lo sumisa que se había mostrado. Esa idea no iba a funcionar.
Eran escalones de piedra, pulidos y duros, y se preguntó si el tribuno estaba acostumbrado a ellos. Si ella pudiera... pero era demasiado peligroso y a Leonata no le apetecía romperse el cuello en el movimiento. Leonata era una espléndida nadadora, pero no una gimnasta para comprometerse en un baile escaleras abajo por aquellos escalones.
Pero si pudiese escapar, tendrían que darle caza y no torturarían a Anthemia y ella, mientras tanto, podría obligarles a divertirse un rato corriendo y a desviar su atención de Rafael y el traidor.
Si es que alguno de los dos se encontraba en el palacio. Leonata esperó a que estuvieran en el último rellano, un piso por encima del último, y en el quinto escalón, pronunció en silencio una rápida oración, se giró y dio un salto.
Saltó sobre el tribuno, que cayó de espaldas contra los escalones, perdió el equilibrio, sacudió su brazo por un instante, soltó a Leonata y se dio en la cabeza contra la piedra antes de caer resbalándose, con Leonata encima de él, de manera que el impacto final fue aún más horrendo. El tribuno se movió débilmente, pero Leonata le cogió el cuchillo y se lo clavó en los dos pies, para evitar que la siguiera, lo limpió en la túnica del tribuno y se marchó corriendo hacia el pasillo más próximo, buscando un camino para bajar.
Un estruendo, y después una explosión a lo lejos.
* * *
El primer impacto sobre el palacio salassano tiró al suelo a Odeinath, haciendo temblar todo el edificio. Salió lanzado contra alguien (Tilao o Daena), resbaló por el pasillo mientras un muro de humo negro se le venía encima y entonces, se cayó. Luego vino el ruido de la piedra desmoronándose, una estruendosa avalancha que siguió y siguió, acompañada de gritos, algunos de ellos interrumpidos muy pronto.
Un humo acre invadía el pasillo desde la dañada Torre Gaeta.
—¡Nos están atacando! —exclamó alguien, y después otros.
Odeinath se levantó y vio que Daena ya estaba en pie ayudando a Tilao, aturdido después de haberse dado un golpe en la cabeza contra una lámpara de pie en su esfuerzo por mantener a salvo el cofre con la grabación de éter. Por detrás, Bahram se estaba levantando. El palacio aún temblaba ligeramente, y las llamas habían prendido en el otro extremo del pasillo.
—¡Retroceded! —les gritó Odeinath. Estaban en un puente que conectaba las torres Gaeta y Renato y, si el muro de la Gaeta se desmoronaba, el puente se vendría abajo con él.
—¡Volved con Petroz! —gritó Odeinath—. ¡Tilao, Daena, coged el cofre y escondedlo en el lugar más profundo y seguro que podáis encontrar!
Habían dejado a Petroz hacía sólo unos minutos conmocionado por lo que había contemplado, pero en seguida se puso a discutir con ellos cuáles serían sus movimientos para el día siguiente. El sobre de Rafael permaneció cerrado sobre la mesa, habida cuenta de que ninguno de ellos iba a lidiar con las hechiceras de la noche que andaban por la ciudad.
Los cuatro echaron a correr de vuelta hacia la escalera en el centro de la torre Renato. Daena y Tilao se dirigieron abajo y Bahram y Odeinath hacia arriba, hasta el estudio donde habían enseñado a Petroz la grabación. Llegaron allí antes que cualquiera de los sirvientes salassanos. Bahram abrió la puerta e irrumpió en la Sala y subieron corriendo por la escalera de caracol hasta el mismo estudio. Los líderes de los clanes solían tener este tipo de dependencias en las torres.
El olor a humo era fuerte allí, aunque sólo había volutas que se filtraban por las ventanas. Petroz atravesó la habitación como puedo arrastrando una pierna, en busca de su bastón.
—¿Quién? ¡Echadme una mano! —dijo Petroz, innecesariamente, pues Bahram ya se disponía a ayudar al viejo príncipe a ponerse en pie y Odeinath rescató el bastón y se lo tendió. Un bastón-espada, si su intuición no le fallaba, que se activaba al presionar el ojo de la serpiente tallada en el mango—. ¡Traición! —exclamó Petroz, cuando Odeinath le dio el bastón—. ¡Salassa, a las armas!
Los primeros sirvientes salassanos ya estaban subiendo las escaleras.
—Tenemos que bajarte —dijo Odeinath. Él no hubiera creído que Valentino pudiera ser tan vil (aunque, probablemente, el emperador lo consideraría valor), para lanzar un ataque sin que mediara provocación alguna contra los palacios de los clanes que albergaban más civiles que soldados.
Pero en aquellos momentos, Odeinath creería cualquier cosa que viniera del imperio.
—¡Debo dar mis órdenes! —dijo Petroz—. ¿Esperáis que abandone mi puesto?
—Esta torre no es segura —dijo Bahram y a continuación oyeron otro estruendo, en el exterior, en la bahía, seguido de otros tres. Cuatro navíos, con fuego de mortero cada uno. Si el próximo impactaba en esa torre, no habría nada que pudieran hacer.