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Authors: Mark Fabi

Tags: #Ciencia Ficción, Intriga

Wyrm (8 page)

BOOK: Wyrm
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—Mike, ¿eres tú? Mala suerte, tío; por la hora que es, ya veo que te han dado calabazas.

—Ya que tienes tanto interés -repuse-, te diré que Al y yo vamos a pasar unos días en Napa Valley.

—¡Guau! Borra lo que he dicho antes. ¿Crees que meterás gol?

—George, fuentes de toda solvencia me han confirmado que eres un cerdo.

—Tal vez sea un cerdo, pero no un coñazo.

—Escucha, quiero irme mañana temprano. He creado el virus de prueba del que hablamos. -No esperaba que lo utilizasen-. ¿Quieres que te lo deje en recepción para que puedas recogerlo mañana?

—No hay prisa; déjamelo en mi buzón. Así lo tendremos cuando haya terminado el torneo. O adjúntalo a una nota de correo electrónico.

—No, no puedo. Existe una ley federal que prohibe el envío de virus o gusanos por módem. Forma parte de la ley sobre el delito informático de 1997.

—Lo sé, pero no es aplicable a esta situación.

—Estoy de acuerdo, pero no quiero tener que explicárselo a un tribunal.

—Vale, vale, mándalo por correo normal. Dime una cosa: ¿le gustan los árboles a tu nueva novia?

—¿Qué?

—¿Qué le parecen las secuoyas?

—George, si es una indirecta, es demasiado remota para mí.

—¿Eh? No, no es ninguna indirecta. Aunque, ahora que lo dices, se me ocurre una interpretación bastante verde…

—¡George!

—¡Venga, venga, a callar! Bueno, sólo iba a sugerirte que, si vais en coche a Napa, hagas una parada en Muir Woods. Vale la pena desviarse un poco de la ruta principal y, de todos modos, no está demasiado lejos.

Alquilé un coche a las siete de la mañana y volví al hotel para recoger a Al. La sugerencia de George de visitar Muir Woods la entusiasmó. Cruzamos San Francisco y el Golden Gate, y al cabo de un tiempo sorprendentemente corto pudimos pasear por un bosque de gigantescas secuoyas.

He hecho bastantes excursiones por los bosques de la costa Este. En Muir Woods, lo que más me impresionó fue la casi absoluta ausencia de sotobosque y de vida animal. El bosque parecía pertenecer en su totalidad a las inmensas secuoyas, a excepción de algunos laureles ocasionales, cuyos troncos cubiertos de musgo ascendían en extraños ángulos en zigzag en busca de los pocos rayos de luz que rebasaban a sus gigantescas vecinas. La quietud del bosque sólo se veía alterada por manadas de
Homo sapiens,
que merodeaban emitiendo extraños gritos y accionando los disparadores de sus cámaras. A Al le encantó el lugar.

—Tu amigo George ha recuperado su prestigio -reconoció.

Paseamos un rato emitiendo nuestros propios gritos extraños, sobre todo «¡oooh!» y «¡aaah!». Al había comprado una cámara de
usar y tirar
en la tienda del hotel. Pedimos a unos amables excursionistas que nos hicieran algunas fotos juntos.

A primera hora de la tarde llegamos a Napa Valley. Al había reservado unas habitaciones en una pensión del tipo
bed and breakfast,
estancias separadas, por supuesto. Nos registramos, dejamos las maletas en las habitaciones y pasamos el resto de la tarde visitando bodegas. El paisaje de Napa Valley es precioso; para un habitante de la costa Este como yo, para quien la palabra
montañas
evoca imágenes de las redondeadas y boscosas lomas de los Apalaches, parecía un lugar fantástico, como si alguien hubiese pintado los picos sobre un lienzo azul que estaba tan cerca que podía tocarse con los dedos. Las laderas más próximas, no tan escarpadas, aparecían cubiertas de viñedos divididos por cortinas de olivos de hojas plateadas.

Las bodegas Domaine Chandon y Beringer Brothers se encontraban demasiado atestadas de curiosos. Pudimos visitar y testar vinos de Freemark Abbey, Stag's Leap y otras bodegas menos conocidas.

En Freemark Abbey la breve visita incluyó un paseo entre las viñas. Nuestra guía, una chica gordezuela y con gafas, que estudiaba enología en la Universidad Cal Davis, señaló los nudos en los que las vides
cabernet
estaban injertadas en las raíces. Uno de los integrantes de nuestro grupo le preguntó la razón de los injertos.

—Es a causa de la plaga de la filoxera -explicó la guía-. Ataca las raíces. Es un piojo americano, por lo que la uva
labrusca
americana ha desarrollado una cierta inmunidad natural. Sin embargo, mata las vides
piníferas
de origen europeo. Por lo tanto, injertamos vides
viníferas
en raíces
labruscas.

—¿Por qué no hacen vino sólo con uvas norteamericanas? -preguntó otro de los turistas.

La guía hizo una mueca.

—Porque el vino no tendría un sabor tan bueno. Las uvas norteamericanas tienen una familia de componentes químicos que les da un aroma y un sabor fuertes, lo que los expertos en vino denominan
manchado.

—¿Y no se encuentra ese piojo en Europa?

—Ahora, sí. Alguien lo llevó por accidente en el siglo XIX y casi eliminó todas las viñas de Europa. En el presente, los cultivadores europeos tienen que hacer lo mismo que nosotros: injertos en raíces de origen americano. -Mientras tanto, llegamos al área donde se plantaban las uvas
riesling.
-Sin embargo, no todos los parásitos son malos -dijo nuestra guía-. En Alemania, estas uvas tienen a veces un moho, el
Botrytis cinérea,
que los alemanes llaman
Edelfaule.
A los franceses les sucede lo mismo con sus uvas
sémillon,
con las que solían hacer el Sauternes; lo llaman
pourriture noble.
Ambas expresiones son sinónimas y quieren decir
podredumbre noble.
Básicamente, extrae agua de la uva, con lo que el azúcar se concentra en el interior.

Algunas personas visitan las bodegas para aprender acerca de la filoxera y el
Botrytis;
yo lo hago para testar vino. Nunca he sido capaz de escupir un sorbo de buen vino, acción que se considera de lo más prudente cuando se tasta mucho, de manera que protejo mi sobriedad bebiendo muy pequeñas cantidades. Me fijé en que Al tampoco escupía el vino; era probable que se hubiese sentido humillada por la sugerencia. No obstante, al tener una masa corporal igual a dos tercios de la mía y no sentirse condicionada por tener que conducir, cuando fuimos a cenar ya era evidente que estaba más bien alegre.

Cenamos en un pequeño restaurante al que se podía ir a pie desde nuestra pensión. Me bebí casi toda la botella de
cabernet
Stag's Leap que pedimos, pero no fue suficiente para llegar al nivel de Al, que ya tenía el alcohol en la sangre. Regresamos
.
Fui a darle un beso de buenas noches en el umbral de su habitación, pero ella me sujetó la mano y me obligó a entrar de un tirón. Caímos vestidos en la cama y dejamos que nuestros labios renovaran su reciente intimidad. La ropa empezó a volar en distintas direcciones y, a medida que la situación avanzaba hacia su previsible final, empecé a sentirme vagamente incómodo. Intenté librarme de aquella sensación, pero se intensificó hasta hacerse reconocible como remordimientos de conciencia. Me aparté, maldiciéndome para mis adentros y llamándome idiota.

—¿Estás segura de que quieres hacer esto? -inquirí.

—¿Por qué me lo preguntas? -dijo ella. Parecía sorprendida.

Hablando como si fuera James Stewart, expliqué:

—Bueno, porque has bebido mucho y hay unas normas que desaconsejan esta clase de prácticas.

Se echó a reír.

—¡La frase es de
Historias de Filadelfia
!
.
Me encanta esa película. -Se llevó una mano a la mejilla y añadió-: Pero no, noble señor, no es sólo el alcohol el que habla.

¿Noble señor?
Noble podredumbre
sería más parecido a mi estado de ánimo al pensar que me estaba aprovechando de ella.

—Eso lo dices ahora, pero ¿todavía me respetarás por la mañana?

—De modo que tengo que convencerte de que esto es premeditado y no fruto de un impulso -dijo, arrugando el entrecejo en actitud reflexiva-. En primer lugar, acepté pasar este fin de semana contigo.

—Un indicio no concluyente -dije, meneando la cabeza.

De repente, alargó una mano hacia la mesita de noche y sacó una pequeña bolsa de viaje. De ella extrajo un paquetito y lo mostró con una sonrisa entre burlona y triunfal.

—¿Tu anticonceptivo o el mío?

Al cabo de un rato estábamos tumbados bajo las sábanas. La tenía rodeada con el brazo y ella apoyaba su cabeza en mi hombro. Fue Al quien rompió el silencio:

—¿Sabes? Me siento un poco culpable.

Me quedé sorprendido.

—Me lo temía, pero creía que esperarías a mañana por la mañana.

Se echó a reír y me dio una palmada en el pecho.

—¡No hablo de eso, tonto! Me siento culpable por la forma como me comporté cuando sugeriste que colaborásemos durante el torneo. Tenías razón, era muy sensato cooperar.

Mi sorpresa fue en aumento. Desde que acordamos no hablar de trabajo en nuestra primera cita, yo había evitado el tema. Claro que tampoco tuve que hacer un gran esfuerzo, ya que la atención estaba centrada en otras cuestiones. Al sacarlo ella a la palestra, volví a interesarme por algunas preguntas sin respuesta que habían estado acechando mi subconsciente.

Le conté lo que le había sucedido a Goodknight, así como algunos de los callejones sin salida en los que me había metido y mis últimas especulaciones. Me escuchó con interés y me hizo algunas preguntas.

—Supongo que el problema de Mephisto no aporta ninguna luz al respecto.

—Me temo que no es tan exótico -dijo ella-. Su problema era un virus que alguien debió de introducir de manera deliberada. Resultó difícil de encontrar, porque era nuevo y no hacía nada que fuese tan evidente que nos hiciera sospechar de su presencia.

—¿Qué hacía ese virus?

—No estoy del todo segura. De algún modo alteraba el algoritmo para que Mephisto cometiera un error increíblemente estúpido de vez en cuando. Le hizo perder las tres primeras partidas del torneo.

—Lástima -dije-. Me sabe mal por mis amigos de Goodknight, porque si consiguen ganar el torneo, será una victoria un tanto empañada por todo esto.

—Ese programa tiene un nombre bonito. ¿A quién se le ocurrió?

—¿Goodknight?
[4]
Responde al sentido del humor de George. Me preguntaba cómo se le ocurrió el nombre de Mephisto a tu cliente.

—Se lo pregunté. Era el nombre de un autómata del siglo XIX que jugaba al ajedrez.

—Espera un momento. ¿Quieres decir que hace cien años ya había máquinas que sabían jugar al ajedrez?

—Bueno, algo así. No tenían el aspecto de los ordenadores modernos. En general, consistían en una especie de maniquí sentado sobre una plataforma. El brazo del maniquí movía las piezas por el tablero.

—Esto es cada vez más fantástico. ¿De veras quieres hacerme creer que no sólo tenían complejos aparatos de cálculo, sino también sofisticados mecanismos servo-electrónicos?

—No -admitió Al-. No tenían nada de eso.

—Entonces, ¿cómo funcionaban?

—Había una persona en otra habitación que movía el brazo. No sé cómo, seguramente un sistema de palancas y poleas, o un método similar.

—¿Era un engaño?

—Sí. A veces, el jugador era un enano que estaba escondido en el interior del autómata.

—¿Un enano?

—Sí. Algo así como un
nanus ex machina.

—¿Eh? Había oído hablar de un
deus ex machina,
pero ¿qué es un
nanus*?

—Un enano.

—¡Oh!

De súbito, Al saltó de la cama y buscó en sus maletas.

—Acabo de recordar que tengo algo que quería enseñarte.

Sacó un ordenador portátil y lo encendió.

—Hace poco trabajé para Transcontinental Insurance. Esto es lo que encontré en su software de cálculos estadísticos.

—¿Un gusano?

Más bien una anaconda. Mira su tamaño. -Avanzó a lo largo de varias paginas de código hexadecimal-. Ocupó casi cuatro megas de espacio de disco. Y es solo un montón de copias de un programa pequeño.

Emití un silbido.

—Es un monstruo, desde luego. ¿Qué hace?

—Resulta sorprendente porque hace muy poca cosa. Borra algunos archivos, sobre todo para dejar espacio libre para copiarse.

—¿Cómo logró entrar?

—Jamás lo descubrí. Lo más probable es que alguien lo introdujese intencionadamente.

Como ya se había acabado la prohibición de hablar de trabajo, hice una pre gunta sobre una cuestión que me tenía inquieto.

—Al, en cuanto a lo del otro día en el Moscone Center. ¿por qué me contaste las sospechas de tus clientes sobre mí?

Mi pregunta pareció sorprenderla.

—No sé, simplemente me irritaba ver que se acusaba a alguien de forma injusta, y porque no me escucharon cuando les dije que era imposible que hicieses algo así. Quería que estuvieras avisado para que no hicieras nada que pudiese azuzar de manera inadvertida su paranoia.

Como si quisiéramos compensar la prohibición anterior, estuvimos hablando hasta la madrugada, intercambiando historias sobre distintos trabajos que habíamos hecho. Incluso le conté que una vez había infectado un sistema de forma accidental; fue un error estúpido, pero aprendí de él algunas cosas importantes. Me sentí un poco avergonzado al contárselo, pero ella se mostró divertida y comprensiva en los momentos correctos, de modo que pensé que mi sinceridad nos había aproximado. Al fin y al cabo, ¿no es la sinceridad el aspecto más importante de una relación? Como diría George, cuando puedes disimularla, lo has echado todo a perder.

A la mañana siguiente, me desperté con la agradable sensación de notar un cuerpo caliente acurrucado junto a mi espalda. Miré el reloj de la mesita de noche. Eran casi las diez, lo que quería decir que probablemente nos habíamos perdido el desayuno que iba incluido con el precio de la cama. Me levanté con sigilo y caminé de puntillas hasta el baño. Cuando acabé de hacer mis necesidades, alguien llamó con suavidad a la puerta.

—Tendrás que esperar tu turno -exclamé en tono jocoso, y abrí.

Al estaba envuelta en una pieza de ropa negra de encaje, lo cual me hizo darme cuenta con bochorno que yo todavía me encontraba como mi madre me trajo al mundo.

Mi incomodidad se evaporó de súbito cuando ella dejó que su ropa se deslizara hasta el suelo.

—¿Existe alguna manera de que pueda convencerte de que me cedas tu turno?. -dijo.

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