Por primera vez en su corta vida había tomado consciencia de la muerte y de lo que verdaderamente significaba, y eso la aterraba. Le daba pánico la idea de morir, de que le hicieran daño físico o de que su padre muriera. Además había otra pregunta que se escondía en los recovecos más oscuros de su cerebro y que tenía relación con su madre.
La primavera anterior, un día soleado, había ido con Peter al cementerio de Maple Grove. Aquello le pareció precioso. El camposanto, todo verde, estaba sembrado de cruces de mármol y lápidas de todos los tamaños posibles. Su padre, con gesto grave, había depositado unas flores encima de las tumbas de su abuelo y sus bisabuelos, que reposaban bajo la sombra de un enorme árbol. Le había explicado a ella que eran inmigrantes, gentes que habían dejado su tierra y luchado por un futuro mejor, y que ya no estaban entre ellos. Le habló un poco de cada uno de sus familiares y después se fueron.
De camino a casa ella había notado a su padre muy triste. Caminaba cabizbajo y con las manos en los bolsillos, pateando piedrecillas del camino. Ahora, de cierto modo, podía entenderle. La tristeza de no volver a ver más al perro le había dejado un pequeño vacío casi físico, aunque no sabía situarlo muy bien en su cuerpo. Pero estaba ahí, era real y doloroso. Y se preguntaba por cuánto tiempo permanecería dentro de ella.
Ketty había visto desde su habitación, entre lágrimas, cómo Patrick enterraba a
Doggy
mientras nevaba. Sintió una tristeza profunda también por el hombre. El perro era su única compañía, puesto que su padre no le hablaba por alguna razón que no quería contarle y también le impedía constantemente a ella que le hablase. Siempre se ponía hecho una furia y le ordenaba entrar en casa.
¿Cuánto tiempo le duraría el vacío interior a aquel hombre?
En esto estaba pensando Ketty cuando se sentó en el porche de su casa, en pijama y con sus muñecas, Cindy y Pindi. El segundo nombre se lo había inventado; quizá existiera, pero ella no lo había escuchado nunca y le sonaba bien.
A Cindy le faltaba una pierna, y a Pindi, un brazo y otra pierna. Una vez le había preguntado a Peter si podía llevarlas al hospital de Saint Joseph para que las curasen y volviesen enteras. Él sonrió y le dijo que eso no era posible, pero que intentarían conseguir más muñecas.
Miró hacia la casa de Patrick y le pareció ver un reflejo metálico a través del ventanal del salón. Sólo fue un breve instante, y después no distinguió nada.
Observó a su padre, que estaba en la propiedad de Larry, cavando. Como siempre últimamente. Apenas pasaba tiempo con ella, y no sólo desde que había comenzado con aquella zanja, sino desde un poco antes. Siempre tenía algo más importante que hacer. Le parecía que conforme pasaban los días y mayor se hacía, menos atenciones de él recibía. Ya no hablaba tanto, ni la mimaba como antes. Pasaba las horas taciturno, ensimismado. La niña se preguntó si en eso consistía hacerse mayor, en perder el cariño y las atenciones de los demás.
―Ah, estás ahí ―le dijo su padre, dejando de cavar y apoyándose en la pala. Ya casi había llegado al muro de su vecino que daba a la calle―. No te había visto. ¿Cómo has dormido esta noche?
La niña se encogió de hombros en silencio, mirando a Cindy y Pindi. No quería hablar con su padre todavía. Seguía dolida.
―¿Cuándo vas a volver a hablarme, guapa? ―insistió Peter con tono alegre.
Ella volvió a encogerse de hombros, sin mirarlo. De repente una idea centelleó en su mente.
―¡Cuando le regales un perrito al hombre! ―exclamó feliz por la ocurrencia.
Peter frunció el ceño y se apoyó en la pala, incómodo.
―Cariño, ya no hay perros por aquí ―dijo, consciente de que, aunque los hubiera, jamás haría tal cosa―. Se habrán hecho salvajes y huido al bosque para poder comer algo.
La niña arrugó la boca y la nariz, enfadada. Su padre siempre podía poner excusas, pero ella no. Volvió a mirar a las muñecas y a hacer como que hablaba con ellas, ignorándole de nuevo.
―Vamos, Ketty, dame una tregua ―dijo él con tono suplicante.
La niña apartó las muñecas a un lado.
―¿Qué es una tregua? ―preguntó inocente―. Yo no tengo de eso, papi.
Peter rió con ganas, y a ella le gustó. No veía reír a su padre casi nunca, así que se contagió sin saber exactamente por qué. Cuando se dio cuenta de que debería seguir enfadada, miró hacia otro lado con semblante serio, orgulloso y resignado.
―Una tregua es un momento de paz. No me gusta verte así de enfadada conmigo ―contestó―. Si sirve de algo, te pido disculpas.
Ella observó un rato sus muñecas, sin hablar y sin mirarlo. De repente, ya no tenía más ganas de estar enfadada con su padre. Se levantó y comenzó a pasear con sus botitas por el jardín, procurando no mancharse de barro el pijama. Comprobó que su padre no la miraba ya y empezó a pisar los charcos de escarcha y a dar pataditas a la nieve que quedaba aislada aquí y allá.
Algo llamó su atención. A su derecha, en la parte baja de la alambrada que ya no estaba cubierta por la nieve, vio varios arañazos. Algo ―el dueño de la mirada malévola― había roto los alambres de la valla y practicado una pequeña abertura casi a ras del muro por la que podría salir o entrar un animal pequeño o…
Se le ocurrió una idea brillante. Disimulando, como si no hubiera visto nada, se dio la vuelta y se dirigió hacia donde estaba su padre. Éste observaba meditabundo el muro de su vecino Larry, pensando que debería tirar parte de él si quería que la zanja fuese más efectiva.
―¡Papi! ―exclamó.
Su padre se giró sorprendido y borró con esfuerzo una sonrisa. Aquel «papi» le había sonado bien, pero procuró que no se le notase mucho.
―Dime, guapa ―contestó.
―¿De verdad quieres que te perdone? ―preguntó ella, coqueta, con las manos en la espalda y apoyando el peso de su cuerpo primero en un pie y luego en el otro.
―Claro, hija ―dijo él, sonriente aunque desconfiando.
―¡Pues tráeme flores! ―sentenció.
Peter comenzó a reír de nuevo, apoyado en el mango de la pala. Le encantó la ocurrencia de la pequeña, así que aceptó. Le buscaría algún tipo de flor a la niña por los alrededores. La verdad es que sabía que por allí abundaban el ranúnculo, la margarita, el laurel de monte, el rododendro y la violeta, pero no tenía ni idea de en qué temporada florecía cada una. Nunca fue un experto en flores y jamás se las había regalado a Helen pese a que ella parecía poseer acciones de todas las floristerías de Bangor y siempre las tenía por casa, en jarrones. Incluso una vez sembró en los parterres una cantidad ingente de flores raras de muchos y vistosos colores que quisieron adueñarse de todo el jardín como si de una plaga se tratase.
La niña, contenta, volvió al porche y se sentó con Cindy y Pindi. Desde allí, sin mucho esfuerzo, podía ver el montículo de tierra que era la tumba de
Doggy
.
―Tú también tendrás flores, perrito ―dijo la niña sonriendo.
Luego siguió jugando con las muñecas.
―Tú no eres como tu padre, no señor ―se decía Patrick a voces.
En la soledad de su sótano y sobre la mesa reposaban sus maltrechas piernas, una botella de ron vacía y la foto de fin de curso del 89 con el cristal y el marco rotos. Patrick lo había hecho añicos estrellándolo contra la pared. Después, arrepentido, había recogido los trozos.
Llevaba varios días sin salir de su casa. No sabía qué hora era, aunque entraba algo de claridad por los tres ventanucos del sótano. Tampoco sabía si hacía buen tiempo, si llovía o si nevaba. Le daba igual, sólo necesitaba su dosis de alcohol. Nada más.
Echado, con la silla en equilibrio, dio un largo trago a la botella de whisky que tenía en la mano izquierda. Con la otra aguantaba el micrófono de la radio de policía.
―¡Alfa, beta, Charly! ―dijo apretando el botón para emitir―. Yo no soy un asesino. ¡Me cago en tus muertos! No mataré a nadie… sólo quiero que me devolváis a mi puto perro… ¡Vamos, joder!
Cayó de lado al suelo, desconectando de un tirón el micrófono de la radio y haciéndose daño con la silla. El frío y el dolor invadieron su cuerpo como si heladas llamas se retorcieran entre sus tripas. Comenzó a llorar como nunca lo había hecho. No sabía cuánto tiempo llevaba allí cuando oyó una respuesta.
«Aquí alfa, beta, Charly. Conteste, amigo. ¿Me recibe?»
―¡Eh, sí! ―gritó, apretando el pulsador―. ¡Aquí Patrick Sthendall! ¿Me oyes, alfa, beta, Charly?
«Le recibo alto y claro… Un momento… ¿Patrick Sthendall? ¿Patrick Sthendall de Bangor?»
―El mismo y sólo si no eres uno de esos jodidos inspectores de Hacienda ―contestó él con altivez y orgullo―. ¿Me conoces?
«¿Que si te conozco? Hijo de puta, cuánto tiempo, joder. ¿Cómo estás, tío?»
―Bueno… ―balbuceó él, con un nudo en la garganta al pensar en
Doggy
y sin preguntar con quién tenía el gusto de hablar―, no todo lo bien que podría… Mi… mi… en fin…
No pudo acabar la frase.
«¡Carajos!, que me coma mi propia cabeza si no te entiendo. Estás así por lo de esos jodidos bichos zombis y tu perro, ¿no? Anda, levanta del suelo y hablemos tranquilamente. No queremos que pilles un resfriado y creo que tengo unos consejos que darte.»
―Yo… yo no… puedo… ―dijo, apoyando una mano en el suelo, sin fuerza.
No podía parar de llorar.
«¡Levanta, joder, seca esas lágrimas que no son de hombre y haz lo que tienes que hacer! Lo que DEBES hacer. Me sé toda la historia, tío. Por aquí llegan todas tus noticias, hermano. Todos pensamos que eres la hostia de buena gente. Sin embargo, Peter pudo salvar a tu perro o a ti y no movió ni un dedo, se limitó a esconderse detrás del muro, como el cobarde que es. Haz lo que todos… deseamos. Tu padre para eso sí que tenía huevos, tío.»
La voz le llegaba de la radio, los altavoces retumbaban haciendo eco en el sótano, o eso le parecía. Alguien había acudido por fin en su ayuda y parecía entenderle, aunque esto le daba miedo.
―¡He dicho que no soy un asesino! ―tenía la cara helada. Le dolía el costado, pero aun así no se levantó del suelo, sino que agarró el micrófono con más fuerza, escupiendo cada palabra―. ¡Déjame!
«¡Él ya no es tu amigo, Patrick! Dejó de serlo hace mucho tiempo. Sí, ya sé que tú tuviste parte de culpa en que la amistad se rompiera, pero esa zorra tampoco es que fuera una santa. Cuando te la chupaba o se la metías, no fingía, eh. A la muy ramera le gustaba, coño. Recuérdala brincando encima de tu polla y gimiendo como la puta más barata de todo Maine. Recuerda también cómo te saludó cuando se fue, cuando sabía que podía morir… Tú habías visto esa mirada antes…»
―Yo no… no debí acostarme con ella ―dijo al micrófono, entre lágrimas―. ¡Él era mi mejor amigo, les fallé a los dos! Me odia con razón… y nunca… me perdonará. Moriré solo, y es lo que merezco.
«¡Y una mierda!, le hiciste un favor. Le mostraste que no se podía confiar en aquella guarra que os separó. La muy furcia ya ha pagado por chivarse… pero él aún no, y debería darte vergüenza. Has tenido que esperar hasta ahora para darte cuenta de que ese tipo no vale ni la mitad que tú y ni siquiera te acabas de enterar del todo. Ha muerto
Doggy,
y no lo mató aquel tipo falto de bronceado, no. Lo mató Peter, tío, tu amigo Peter, «el polaco de mierda». Si él hubiera disparado,
Doggy
estaría aquí bebiendo cerveza hasta caer mareado detrás de su sillón.»
―¡Hey, vamos! ―gritó él, ebrio, con el acento sureño de su tío Charlie―. ¡Yo siempre me lavo la polla después de mear, Patrick!
«Mátale.»
―No… no voy a hacerlo…
«¿Qué pensaría
Doggy
de esto? ¿Qué pensaría tu padre? Mátale.»
―No soy como mi padre…
«Tu perro jamás volverá a mirarte con la cabeza girada, ni tampoco saldrá contigo a mear al porche por las mañanas… y es por su culpa. Mátale, debes hacerlo. Mátale, mátale.»
―¿Pero… y qué pasará con la niña? ―algo estaba cambiando en su interior. Algo inquebrantable se quebraba.
«A la niña se la ve buena; ella es una simple víctima de las circunstancias. Podrías criarla tú y hacer de ella una persona de provecho. Seguro que la pequeña sabe lo mala persona que es su padre. Ketty lo observó todo, y no parece tonta, ¿sabes? Deberías librarla de ese cerdo de Peter. Tú tienes la llave para hacerlo. Sal a la puerta y dispárale. Seguro que le encontrarás en esa jodida zanja. Haznos un favor a todos, Patrick. Ve.»
―Creo que tienes razón, sí ―concluyó Patrick, levantándose con un esfuerzo titánico y acercándose el micro a la boca―. Voy a salir a matar a ese cabrón. Cierro, alfa, beta, Charly.
Dando tumbos y tropezando, comenzó a subir la escalera. La escopeta se encontraba apoyada en el sillón, esperándole junto al ventanal. La agarró, la miró y la acarició. Después, salió al porche. Aquella voz seguía zumbando en su cabeza.
«Mátale, mátale, mátale…»
Peter y la niña estaban allí. Fuera.
Segundos después, el ruido de una detonación quebró el cielo; luego se escuchó otro disparo y todo fue silencio.
El sol hacía rato que había salido pero él aún seguía en la cama. Un estado soporífero de duermevela le embargaba. Sus pensamientos pasaban a mezclarse con sus sueños con tal rapidez que muchas veces no sabía si soñaba o estaba despierto. En un momento dado, le pareció que caía al vacío, y fue como si de verdad se desplomase encima de la cama. Sintió el temblor, pero no abrió los ojos. Quería seguir durmiendo, o al menos intentarlo.
Recordó la tarde del día anterior. Durante un rato, había dejado a Ketty sola y encerrada en la casa bajo llave para ir a buscar las flores del perdón. Quería que aquella situación de enfado y arrepentimiento acabase, al menos con Ketty; así que rebuscó por los alrededores, sin alejarse mucho, pero no encontró nada. Portando la escopeta y con sumo cuidado, se internó en jardines colindantes donde ya no crecía la hierba, atravesó descampados desiertos ―en uno de ellos descubrió partes semiquemadas de aquel horrible albino― y callejones estrechos entre casa y casa en los que hacía ya tiempo que dominaba la maleza e incluso se acercó a orillas del Penobscot, que rugía furioso. Pero nada.
La tristeza y la soledad del paisaje minaron su ánimo.
Fue de regreso a su casa cuando a través de los setos secos de la propiedad de uno de sus vecinos la vio: una maceta con flores de plástico, en el porche, encima de una roída mesa que pronto no serviría más que para prender fuego. Saltó el muro y cogió el tiesto entre sus manos, contento. No estaban muy estropeados ni los tallos ni los pétalos, aunque habían perdido algo de su color original. Aun así, estaba claro que eran copias a tamaño natural de las violetas salvajes que crecían en el bosque o en los invernaderos de por allí y que, en tiempos anteriores a la guerra, costaban tan caras como un desayuno para dos personas en la tasca de Joe Sillock.