Y pese a todo... (12 page)

Read Y pese a todo... Online

Authors: Juan de Dios Garduño

Tags: #Fantástico, #Terror

BOOK: Y pese a todo...
7.03Mb size Format: txt, pdf, ePub

Helen, la genuina e infiel Helen.

―¡Papá! ―gritó de nuevo la niña. Había bajado los escalones del porche, tenía los pies enterrados en la nieve y le imploraba con ojos acuosos, con manos extendidas.

Él la miró. Estaba enfadado, confuso. Aquello no estaba bien, nada era tan importante como una vida humana, debía arrojar a un lado el rencor. El arma de Patrick había caído lejos y él no podía escapar de debajo de aquella cosa. No saldría con vida de allí y él lo sabía.

―¡Entra en la casa! ―le gritó a Ketty desde detrás del muro y haciéndole un gesto brusco con la mano.

―¡Papá, ayúdale! ―contestó ella, asustada y dando un paso atrás ante la reacción de su padre.

A él le invadió la cólera. Sintió la ira espoleando su razón, nublándole la vista y apoderándose de su cabeza. Salió de su resguardo y golpeó con las manos violentamente la alambrada una y otra vez, mirando hacia su hija. Le daba igual que aquella cosa le viera o le atacara. Estaba fuera de sí.

―¡Te he dicho que entres, joder! ―le gritó.

Ella dio dos pasos atrás, aterrada. Echó una última mirada a Patrick y a aquel ser albino y luego sus ojos se posaron de nuevo en su padre, cargados de decepción.

Y entró en su casa, corriendo y llorando.

Dentro de la cabeza de Peter comenzó una terrible pugna. Odiaba a Patrick, le odiaba por haberles hecho tanto daño, por haber provocado que por primera vez en su vida Ketty le mirara así, pero había sido su mejor amigo durante casi toda su vida, habían compartido muy buenos años.

«Es una persona, está sufriendo, va a morir ―decía la parte benevolente de su ser―. Y fue tu amigo. Tu jodido mejor amigo.»

―Se tiró a Helen ―dijo en alto, casi con lágrimas en los ojos―. Al muy hijo de puta no le importó hacerme daño. Se folló a mi mujer. Iba a destruir mi familia, quería a mi mujer… Helen… no… yo…

A su espalda oyó un grito inhumano. Despegó la espalda del muro al que había vuelto y se giró, asomando con cuidado la cabeza.

El perro de Patrick había atacado por detrás a aquel ser, mordiéndole en el cuello y en la nuca. El animal parecía enloquecido, rabioso, y lanzaba rápidas dentelladas. Aquella cosa comenzó a gritar y a sangrar, pero Peter se dio cuenta de que no gritaba de dolor, sino de rabia.

Patrick consiguió salir de debajo del albino empujando vehemente con brazos y piernas. Parecía malherido, con sangre por todos lados y la ropa destrozada, y renqueaba hacia su escopeta, arrastrando un pie por la nieve. Ya casi estaba encima del arma, pero un alarido de su perro hizo que se girase en redondo.

Aquella cosa había cogido con sus manos el hocico y la quijada inferior del can y le había abierto la cabeza en dos provocando un último quejido del perro.
Doggy
murió al instante entre ahogos y en medio de un charco de sangre. Cuando aquel ser lo arrojó a un lado, sus patas se sacudieron espasmódicamente dos o tres veces y luego el movimiento cesó completamente.

Patrick gritó, y para Peter aquello fue desgarrador.

El albino se lanzó hacia él, pero estaba herido y no era tan rápido. Patrick recogió el arma del suelo y, justo cuando tuvo la boca de aquel muerto a unos centímetros de él disparó, consiguiendo que la mitad superior de su cabeza desapareciese y en su lugar quedase visible la viscosa masa que constituía el cerebro de aquel engendro. Aun así, no cayó, sino que arrojó a Patrick hacia atrás con él encima y el arma sobrevolando sus cuerpos.

Sthendall se levantó, apartó el peso muerto a un lado y comenzó a patear a aquella cosa. Lloró y maldijo hasta que tuvo la pernera totalmente empapada en la sangre de aquel ser asesino. Segundos después corrió hacia
Doggy
y lo levantó en vilo. Miró hacia el cielo gritando y las nubes le observaron impávidas; luego fijó su mirada en Peter, una mirada vidriosa cargada de odio, desesperación e incredulidad.

Patrick parecía un animal salvaje que ha sido herido, con la sangre cayéndole por la frente, tiñendo su cara y su cuello. Recordaba a uno de esos indios sioux que aparecen retratados en algunas pinturas y que, colérico, mira fijamente a su enemigo antes de cortarle la cabellera, clavar su cabeza en una lanza y bailar la danza de la guerra alrededor de una hoguera.

Con el perro en brazos y sin apartar la vista de él, se retiró dejando un reguero de sangre a su paso; entró en su propiedad, y Peter hizo lo propio.

El corazón le golpeaba violentamente el pecho y todo el cuerpo temblaba.

―¿Por qué no le has ayudado? ―le gritó su hija, que permanecía de pie, junto a la cristalera, viéndolo todo―. ¿Por qué? ¿Eh? ¡Di!

Peter no sabía qué decir. Estaba arrepentido de no haber actuado y de haber tratado tan mal a la niña, de tener que mentirle, de tener que ocultarle tantas y tantas cosas.

―Tú no lo entenderías, hija ―le dijo con un tono afable, acercándose a su pequeña e intentando abrazarla.

Ella se arrojó al sofá boca abajo y comenzó a llorar con rabia.

―¡Ha matado al perrito! ―gritó golpeando los cojines―. ¡Esa cosa ha matado al perrito!

Luego continuó llorando hasta ahogarse con sus mocos. Peter intentó abrazarla de nuevo, consolarla. No podía verla así, un padre jamás debería ver a su hijo sufrir de aquella manera. Pero la niña le golpeó en el pecho, lo apartó a un lado y corrió escaleras arriba. Aquello lo destrozó por dentro.

Él se dirigió a la cocina y allí, después de mucho tiempo, lloró.

19

El sol había salido después de dos días sin dejarse ver. Dominaba la mañana a través de las montañas, como un pastor domina a su rebaño. El calor picaba un poco, sólo si no estabas a la sombra y no te tocaba con sus gélidas manos el suave viento del norte que corría enseñoreándose de toda la ciudad.

La nieve comenzó a derretirse en los tejados, calles y plazas. A escurrirse por faringes de metal, por cunetas y arroyos de aguas gélidas, hasta desembocar, a través de cientos de pequeños meandros, en el Penobscot.

Patrick apuntaba con su escopeta la cabeza de Peter.

Allí, sentado en su salón, borracho, pero con el pulso firme. Podría darle; lo veía asomar una y otra vez por su maldita zanja, echando paladas de tierra húmeda a un lado y limpiándose el sudor de vez en cuando con el reverso de la mano enguantada. Sería un blanco fácil.

Apuntó al pecho, luego a la entrepierna y después volvió a subir a la cabeza.

«Sí, no tendría ningún problema en reventarle su jodida cabeza», pensó.

Apuró el último trago de ron y dejó caer el vaso suavemente al suelo. Rodó por él sin romperse al ser amortiguado por la moqueta y fue a parar a las patas de una silla, donde se detuvo.

Acarició el gatillo con la misma delicadeza con la que había acariciado más de una vez el clítoris de Monica. Arriba y abajo, suave, suave, pshhhh.

―Vamos, aprieta un poco; toca el punto G y deja que esta chica se corra en tu mano ―se dijo en un susurro, con un ojo lleno de telarañas rojas y guiñado el otro para apuntar mejor. Su boca dibujaba el rictus de quien espera el retroceso. Mantenía los brazos rígidos, aunque ligeramente flexionados, y la respiración acompasada para mantener el pulso―. Dispara ―dijo suavemente.

La niña, con su pelo rubio ondulado y vestida con un pijama blanco y rosa, salió al porche y se sentó allí con sus muñecas. Pareció mirar hacia él durante unos instantes, después a su padre.

No lo había visto, no podía verlo.

Patrick tensó el dedo en el gatillo pero no lo suficiente para escuchar la detonación y sentir la vibración del arma en su cuerpo. Después, apartó la vista del punto de mira y arrojó la escopeta a un lado. Ésta golpeó en un pequeño mueble del recibidor y un jarrón cayó al suelo formando alboroto y un puzle de cerámica.

Había estado a punto de disparar.

―Jodido loco ―masculló.

Se levantó del sillón y se dirigió a la cocina. Su corazón ahora sí le golpeaba en el pecho con el mismo ritmo que tendría un batería desaforado de un grupo heavy. Caminaba con las babuchas como lo haría un zombi al que se le estuviesen descomponiendo los pies. Tenía la cara demacrada, y exhibía unas grandes ojeras y una barba demasiado larga. Andaba aún renqueante y un enorme hematoma se dibujaba en su espinilla y le recorría el gemelo de la pierna derecha. No iba vestido más que con unos calzoncillos bóxer negros y una camiseta de manga corta amarilla con el nombre del equipo de baloncesto de Bangor impreso. Le daba igual el frío. En el antebrazo lucía un vendaje algo sucio y con una mancha oscura que cubría la herida que aquel ser le había infligido y que le palpitaba constantemente. Le dolían las costillas al levantar un poco el brazo, allí donde sus garras habían penetrado, rasgando la piel hasta hacerla jirones.

Agarró la botella de ron y se llenó el vaso de tubo hasta la mitad; después añadió un poco de agua de un cazo que pedía a gritos que lo sumergieran en jabón. Con el vaso en la mano, volvió al sillón y estiró las piernas encima de la pequeña mesa.

El alcohol era su mejor calmante y quitapenas.

Había enterrado a
Doggy
en el jardín. Un pequeño montículo de tierra sobresalía en la parte baja, casi haciendo esquina con el muro de la calle y el que separaba su propiedad de la de su vecino de al lado.

«Es mi cementerio particular de animales», pensó.

Le enterró el mismo día en que murió, con la tormenta aún llorando lágrimas heladas. Tardó más de una hora porque el dolor del costado le impedía cavar más rápido. Después salió de su propiedad y arrastró hasta quedar exhausto al albino hasta uno de los descampados de la parte baja del barrio. Lo roció con gasolina y le lanzó una cerilla. La pira emanaba un olor pútrido, nocivo. Así que se alejó de allí y volvió a su casa.

Cabizbajo.

Y allí le esperaba la ausencia, como una vieja amiga que se sentía ofendida por creerse olvidada. Después de más de dos años con
Doggy
siempre a su lado, se sentía inválido sin él. Muchas veces se había dicho que si hubiera tenido un perro antes, quizá nunca se habría casado. Y lo decía en serio.

Recordó el día en que le regalaron el perro. Michael Robbins le había invitado a una barbacoa en su chalé. El pequeño y prepotente Michael Robbins, transportista al por mayor. Como buen y orgulloso propietario de un caballo español, quiso enseñarle su reciente adquisición. Le dijo que el caballo era de Jerez y que le había costado una fortuna. Cuando Patrick llegó al vallado y lo vio, le creyó. Era un corcel negro azabache, de pelaje y crin brillantes, y asalvajado. Galopaba por el cercado brindando un espectáculo majestuoso. Sthendall se había quedado con una sonrisa tonta observando la nobleza del animal, hasta que al fondo vio un pequeño bulto moverse.

―¿Qué es aquello? ―preguntó señalando hacia las cuadras, con su cubata en la mano.

Su amigo puso su mano derecha de visera porque le molestaba el sol. Luego la bajó e hizo un gesto con la cabeza como quitándole importancia.

―Es un cachorro de husky siberiano, pero se va a morir ―contestó dándole un largo trago a su vaso.

―¿Por qué? ―preguntó Patrick, curioso.

Michael, respondiendo a la curiosidad de su amigo, le abrió la puerta del cercado y juntos se encaminaron a las cuadras, de donde emanaba un insoportable hedor a heces y paja mojada que les anuló el olfato. Cuando llegaron, vieron al cachorrito de apenas un mes, cojeando entre los montículos de mierda y paja. La madre lo había repudiado y corría por el cercado llenándose de barro, jadeando.

―Lo pisó el purasangre cuando me lo trajeron y está cojo ―dijo su amigo levantando al animal y mirándole sin el menor aprecio―. No creo que viva mucho tiempo más; además, está lleno de pulgas y caga lombrices blancas.

Patrick agarró al cachorrito y lo levantó en alto.

―¿Y lo vas a dejar morir así, cabrón? ―preguntó―. Además, esos perros valen un dinero. Llévalo al veterinario, hombre.

Michael Robbins le hizo un gesto con la mano como indicando que no le importaba el perro. Se giró y se quedó contemplando extasiado al caballo. Luego salió de la cuadra.

―¿Me lo regalas sin que tenga que hacerte una mamada? ―preguntó Patrick saliendo detrás de él y sin soltar al cachorro, que temblaba y gemía entre sus brazos. Jamás había tenido un perro, y la pregunta fue más fruto de la compasión que de las ganas de llevar a casa al animal.

Su amigo se lo dio, encogiendo los hombros, y él lo llevó a la clínica veterinaria de David Stratham esa misma tarde. Éste le hizo una radiografía en la minúscula pata delantera ―Patrick no sabía que a los perros se les hicieran radiografías―, lo exploró por entero y le dio un desparasitador estomacal. Le dijo que tendría que criarlo a biberón y que no tenía nada roto, pero sí una contusión. Le recetó un antibiótico, un antiinflamatorio y un calmante, y después le cobró casi cien dólares. Patrick salió de la clínica con una nueva mascota a la que no sabía ni siquiera qué nombre ponerle y un terrible dolor de bolsillo.

El cachorro cojeó durante los dos primeros meses, aunque cada vez menos. Dejó de cagar lombrices para sembrar de heces oscuras y sólidas todas las esquinas de la casa, ante los gritos coléricos de Patrick, que se cagaba en la perra de su madre. Poco después empezó la guerra, y el can fue el único que permaneció a su lado, fiel.

Al final el perro no murió. No aquel día.

Dos años y pico después, miraba la tumba de
Doggy
con ojos vidriosos, preguntándose cómo había llegado a querer tanto a un animal y recordando cómo éste le había devuelto el cariño con creces. Hasta dar incluso la vida por él.

Dio otro trago al ron y volvió a mirar la escopeta.

Negó con la cabeza pero se levantó de nuevo y caminó hasta ella…

20

Ketty no podía dormir bien por las noches. Tenía horribles pesadillas en las que aquel hombre albino los mataba a todos. Despertaba temblando, recordando aquellos ojos anaranjados y malévolos que la miraron y que debían de pertenecer a aquella criatura, y aunque seguía enfadada con su padre, se abrazaba a él hasta que volvía a quedarse dormida. Le retiró la palabra a Peter durante dos días. Algo se había roto en su pequeño mundo interior. Su padre, por primera vez, la había decepcionado. Y no sólo eso, sino que no concebía la ausencia del perro. Desde que tenía uso de razón, había visto al perro de su vecino a diario. Le gustaba esa monotonía de verlo brincar o correr por el jardín, de salir a la calle con su dueño, que tan simpático le parecía… Y ahora, todo se había roto.

Other books

Cursed! by Maureen Bush
Bargains and Betrayals by Shannon Delany
A Fourth Form Friendship by Angela Brazil
Aurora by Kim Stanley Robinson
The Ritual by Adam Nevill
Calamity Jayne by Kathleen Bacus
Killer Instinct by S.E. Green