―Ya volvemos al mismo tema de siempre.
―Será porque es verdad ―atajó ella dejando caer con fuerza el plato en el fregadero―. Por mucho que eches mierda debajo de la alfombra, al final sabes que sigue estando ahí. Aunque quieras creer que no.
Él se levantó y agarró la chaqueta de la silla. Tenía una reunión importante con la multinacional Clement & Company y no quería llegar enfadado. Necesitaba tener una actitud positiva ante sus futuros inversores ingleses, ya que de ello dependía que sus cuentas aumentaran en unos cuantos ceros más y que las happy bags cruzaran el charco.
―Tengo una reunión importante ―dijo―. Intentaré volver temprano y saldremos a cenar. No quiero discutir, por favor. Esto es una mala racha, todos los matrimonios las pasan.
Helen se dio la vuelta, y él vio sus pechos, redondos, perfectos. La deseaba, pero a la vez el resentimiento acumulado durante el último año le impedía lanzarse sobre ella, destrozarle el camisón y hacerle el amor encima de la mesa de la cocina.
―Sí, quizá ya sea demasiado tarde para discutir ―contestó Helen dando por finalizada la bronca.
Él suspiró, la miró a los ojos e intentó sonreír.
―Luego te llamo, cariño ―dijo poniéndose la chaqueta y dirigiéndose hacia la puerta.
―Como quieras ―contestó ella volviéndose y recogiendo los trozos de plato esparcidos por el fregadero.
Aquello ocurrió unos meses antes de que ella le confesara entre lágrimas que se había acostado con Patrick. Entonces fue cuando se dio cuenta de que la vida era una jodida ironía. Una broma de mal gusto que duraba demasiados años.
No se podía tapar el sol con un dedo.
No se podía esconder el polvo debajo de la alfombra.
El día de la confesión de infidelidad, Peter salió de su casa sin escuchar los gritos de Helen, que le rogaba que no lo hiciera, que no fuera. Cruzó la acera y entró en la propiedad de Patrick, su mejor amigo.
La mañana en que Patrick abrió su puerta y se encontró con un Peter al que le latía una vena en la sien sintió alivio. Antes de que el primer puñetazo impactara contra su cara, supo que Helen se lo había contado; pero aquello era lo que llevaba semanas esperando. Incluso le extrañaba que Helen no se lo hubiera dicho antes; aquella pareja había pasado una mala racha, pero eran el uno para el otro, y él lo sabía.
La había cagado y habría consecuencias.
El primer golpe le hizo retroceder; oyó crujir su quijada y sintió el dolor llegar en ramificaciones. Paladeó el sabor metálico de la sangre y Peter se abalanzó sobre él. El segundo golpe lo falló de lo nervioso que estaba, pero esto le provocó más furia y volvió a atacar.
―¡Hey, vamos, Staublosky, hablemos! ―Sabía que era inútil decir aquello, pero era mejor que quedarse callado. No iba a defenderse, se había ganado a pulso todo lo que pudiera pasarle y sabía qué significaba aquella pelea. El fin de una gran amistad. El final y el inicio de una etapa.
Peter lanzó otro golpe y acertó de pleno en su estómago. Patrick se dobló en dos y su socio aprovechó para darle una patada en el costado y lanzarlo contra una pequeña mesa de cristal que acabó hecha trizas. Se revolvió intentando salir del amasijo de cristales y madera en que se había convertido la mesa. El cristal roto le rajó la mano, provocándole una fea herida que le cruzaba toda la palma. Comenzó a sangrar con profusión; necesitaría unos puntos.
Peter se le quedó mirando con desprecio, pero se contuvo para no matarle.
―Jamás esperé una cosa así de ti, hijo de puta. Si vuelves siquiera a mirar a Helen, te mataré, y lo digo en serio ―le espetó con un tono que jamás le había escuchado―. Y mañana pondré en venta mi parte de la empresa. Si la quieres, contacta con Bill, él me llevará el papeleo.
Dio un portazo y salió de la casa. Él se levantó y fue al baño, lavó la herida y se ató un paño blanco húmedo que pronto se tornó rojizo. Su reflejo le miró desde el espejo.
―Eres un hijo de tu padre, Sthendall. Lo llevas en la sangre ―le dijo.
Luego fue al hospital.
«¿Por qué lo hiciste?», se preguntaba conduciendo de vuelta, con la mano vendada y dolorida. Siempre había sentido algo especial por Helen. En principio sólo fue atracción física, pero con el paso de los años había nacido algo más profundo. Helen sabía escuchar, era alegre, inteligente, y siempre parecía tener un buen consejo o una buena palabra para todo el mundo. En cierto modo, sus caracteres eran más parecidos. Peter era serio, mientras que Helen y él no dejaban pasar la oportunidad de gastar una buena broma. Peter era más reticente a todo lo que significara salir de su rutina, y ellos dos siempre intentaban innovar y remover esa rutina.
Quizá aquella complicidad se vio aumentada irónicamente cuando a Patrick comenzó a irle mal en su matrimonio. Patrick no quería hablar del tema con Peter, no se sentía cómodo porque él siempre había estado por encima de sus relaciones, y admitir que se encontraba mal representaba para él una especie de humillación.
Pero Helen le llamaba para preguntarle cómo se encontraba, cómo le iba. Incluso alguna vez quedaron para tomar café sin Peter, algo que llevaban largos años sin hacer. Entonces él daba rienda suelta a sus sentimientos más íntimos ante una Helen que le escuchaba con seriedad, con ambas manos apoyadas en la cara. ¿Y no era eso lo que buscaba? Que alguien le escuchara realmente, sin hablar. Él no iba a aceptar ningún consejo porque nadie mejor que él entendía su matrimonio, pero es que tampoco Helen intentó dárselo en ese momento. Sólo estaba allí, brindándole su apoyo. Poniendo su mano encima de la de él y diciéndole que él siempre les tendría a Peter y a ella.
Cuando se divorció de Mónica, frecuentó más la casa de los Staublosky. Solía cenar allí casi todos los días y aquello le ayudó a salir adelante. Unos años después, cuando el matrimonio de Peter y Helen comenzó a resquebrajarse, él intentó devolverle el favor a Helen.
Pero acabó acostándose con ella un par de veces.
Cuando llegó en su furgoneta del hospital, esperó encontrarse con Peter y Helen guardando sus maletas en el Mercedes, pero no fue así. Sin embargo, se oían gritos. El dolor lacerante de su mano no era comparable con el que sentía en su interior. Quiso entrar allí, pedir perdón. Decir que todo había sido por su culpa.
Pero no lo hizo.
Los Staublosky no se mudaron, pero no volvieron a dirigirle la palabra nunca. Sus respectivos abogados arreglaron todo lo referente a la venta de la mitad de Peter y la totalidad de la empresa quedó en manos de Patrick y varios accionistas más, entre ellos los ingleses de Clement & Company.
Poco después se enteró de que los Staublosky visitaron a un asesor matrimonial. A los tres meses todo parecía irles de maravilla de nuevo ―o eso mostraban de cara al público―, y otra nueva noticia llegó a sus oídos: pronto tendrían un hijo.
Ocho meses después nació Ketty, que colmó de felicidad la vida de aquella familia que había estado a punto de romperse.
Todo aquello sucedió antes de la guerra.
Varios años después, en un mundo roto, Patrick descruzó las piernas, que tenía encima de la mesa, y se incorporó. Decidió que ya había pasado demasiadas horas martirizándose con sus recuerdos y con la radio. La apagó sin hacer un último intento y fue arriba. Su perro le recibió con dos rápidos movimientos de cola. Cogió un par de latas de cerveza, dejó un poco en el cuenco de
Doggy
y se sentó en el sillón, echándose una manta polar por encima.
―
Doggy,
bebamos por nuestra amistad ―dijo haciendo un brindis.
El perro bebió y después, de un brinco, se echó en el regazo de su dueño, que le sonrió con los ojos vidriosos.
―Buen perro, sí señor ―dijo, acariciándole la cabeza y el lomo.
Y juntos allí, aguardaron la noche.
Peter reposaba la cena sentado junto al fuego. La leña crepitaba en la chimenea, calentando un poco el ambiente. Se había prohibido a sí mismo hacer candela durante el día por miedo a ser visto por alguien que no fuese amigo, por muy remota que fuese la posibilidad. Toda precaución le parecía poca. Durante un tiempo temió que Patrick lo hiciera; no era fácil aguantar aquel frío invernal durante el día, y le revolvía el estómago tener que ir a hablar con él para prevenirle, pero si fuese preciso para preservar la seguridad de su hija, lo haría.
―Papá, ¿puedo ver Barrio Sésamo un ratito?
Sobre la mesa quedaban los restos de una cena a base de judías de lata y judías de lata. Peter observaba las sobras pensando que tendría que salir pronto a buscar comida. Otra preocupación más, ya que no le gustaba salir con la niña tan lejos de la casa, y mucho menos dejarla allí dentro encerrada.
―¿Eh? ―preguntó absorto.
Ella se subió a la silla para darse más importancia. La amarillenta luz producida por la batería solar provocaba más sombras que luces.
―¡No me escuchas, papi! ―le reprochó ella enfadada―. ¡Quiero ver Barrio Sésamo!
Él sonrió y asintió con la mirada aún perdida.
―Pero quince minutos nada más. Ya sabes que la televisión y el dvd gastan mucha batería, y no podemos agotarla del todo.
Ella salió disparada como un resorte hacia los aparatos y comenzó a trastear con ellos. Él recogió la mesa y llevó los platos al fregadero. Luego se sentó en un sillón del salón para poder ver a Ketty. Le encantaba disfrutar de los momentos en los que sentía que la niña era feliz a su manera, con esas pequeñas cosas.
Podría intentar conseguir más paneles y acoplarlos junto a los otros en el tejado para cargar más la batería; o incluso podría traer otra más potente y conectar las dos. «Así no tendríamos el problema de quedarnos a oscuras ante una emergencia», pensó.
Se miró las manos: estaban destrozadas. Aun así, tendría que seguir cavando la zanja durante un tiempo, ya que apenas había avanzado un par de metros en todo el día.
La televisión parpadeó y la canción de apertura de Barrio Sésamo sonó mientras la rana Gustavo y compañía brincaban de una punta a otra de la pantalla. Ketty rió señalándole la pantalla.
―Baja el volumen ―le indicó a la niña.
Ella chistó con un dedo en la boca para que su padre se callase pero le hizo caso. Siempre le hacía caso. La observó allí sentada, en la moqueta. Con las piernas cruzadas y echada hacia atrás y las danzarinas llamas alumbrando su precioso rostro. De nuevo le invadieron las ganas de llorar. Siempre acababa pensando en el tipo de vida que le esperaría a Ketty. En qué les depararía el futuro a ambos, o a ella, si él faltaba de su lado.
―Papá, ¿de dónde son Peggy, Gustavo y los demás?
―¿Cómo que de dónde son? ―preguntó Peter, extrañado.
―Eso, que de dónde son, porque yo no los veo por ahí paseando por la calle, papi.
Él rió con ganas ante la inocencia de la niña, pero qué podía esperar. En realidad, poco podía saber ella de la televisión, de los dibujos animados, de la lotería nacional, del triángulo de las Bermudas o de cualquier otra cosa que tuviera relación con un mundo que había dejado de existir hacía más de un año.
―Son de otro planeta, por eso no los ves ―contestó tras meditar un poco.
La niña miró hacia el techo, dubitativa.
―Ah, ya decía yo ―dijo.
Y siguió a lo suyo mientras su padre sonreía mirándola a ella y a los muñecos de la televisión; pensando que pronto tendría que cortarle el pelo a la niña y que no se le daba bien.
Veinte minutos después el capítulo terminaba y la niña se desperezaba, daba un brinco y desconectaba los aparatos.
―¿Me llevas a la cama? ―preguntó saltando encima de su padre.
―Ya estás muy grande, eh ―contestó Peter.
―Sí, pero he decidido que no voy a crecer más.
―¿Y eso? ―preguntó él, extrañado.
―¿Para qué? Así estoy bien.
Peter rió de nuevo, la levantó en brazos e hizo una mueca cuando las ampollas de sus manos fueron estrujadas por el peso de Ketty. Aun así, no dijo nada, la apretó contra su pecho y la llevó hasta el baño de arriba. No sabía cuántas veces había dado gracias al cielo por haber comprado aquella casa. Las puertas eran blindadas y tenían doble pestillo. Los materiales eran excelentes, y aunque hacía algo de frío dentro, no era ni mucho menos comparable con el que hacía fuera. Las ventanas de doble vidrio, el techo forrado de poliuretano y los bloques de termoarcilla, con paredes también recubiertas, habían ayudado mucho a aislar aquellas casas del frío y del calor. Aunque llamar calor a los dos meses del año en que las temperaturas más altas ascendían a 25 grados centígrados quizá fuese excesivo, se dijo.
Ketty impidió entrar a su padre con ella al baño. Tenía que hacer pipí en una especie de orinal ovalado que encontraron una vez buscando medicamentos en el hospital general de Bangor. Cuando acabó, abrió un poco la ventana del baño y echó el pis, que se esparció por el aire en pequeñas gotas amarillentas de rocío. Luego se lavó las manos en el agua ―un poco fría― que había en el lavabo.
―¿Ya? ―preguntó su padre tocando con los dedos en la puerta.
Ella salió y su padre entró e hizo lo mismo. Mear, arrojar, lavarse cara y manos y salir.
Ketty ya estaba en la cama arropada hasta la cabeza; lo único que se podía ver de ella eran unos mechones sueltos de pelo de su coronilla. Él se quitó la ropa, la dobló encima de la silla y bajó de encima del armario la escopeta que siempre tenía en aquella habitación. Comprobó, por pura rutina, que estaba cargada y la aparcó junto a su lado de la cama. Luego cerró la puerta y puso la misma lata vacía de siempre, con unas canicas dentro, pegada a ella. Si alguien pretendía entrar ―aunque dudaba que pudieran hacerlo sin echar la puerta de la calle abajo―, al menos no le pillarían del todo descuidado. Sólo tendría que alargar la mano, coger la escopeta y… disparar.
―Buenas noches, papi.
―Buenas noches, cariño ―contestó.
―Buenas noches, Gustavo y Peggy.
Peter sonrió, mirando en la oscuridad el bulto que conformaba su hija bajo las mantas.
―¿Por qué sólo Gustavo y Peggy? ―preguntó―. Hay muchos teleñecos más.
―Ya, pero son los que mejor me caen.
―Ah ―contestó él―. Bueno, duerme.
―Eso intento, pero no me dejas, papi.
Peter cruzó los brazos tras la nuca y miró al techo. No le gustaba dormirse antes que la niña y sin estar un rato atento a los sonidos ―o a la ausencia de ellos― que hubiera en la calle. Pero esa noche, al igual que tantas otras, parecía ser tranquila. Una hora después se giró, abrazó a la niña sintiendo su pequeño pecho subir y bajar y se quedó dormido.