―Tendrán que servir ―se dijo; así que se las llevó y al llegar a casa las limpió un poco con agua y un trapo.
Y a Ketty le gustaron. Dio brincos de alegría y exclamó que así durarían más. Le dio besos y abrazos. Peter rió y supuso que la niña quería ponerlas en algún sitio de la casa, quizá en el alféizar de alguna de las ventanas. Después se olvidó del asunto y volvió a su zanja. Ya había llegado al muro y lo estaba picando con un martillo y un cincel, porque la dureza del hormigón hacía imposible derribarlo con el pico, y una maza no tenía.
Se giró en la cama, remolón. Aunque no era muy dado a permanecer en ella más tiempo del preciso, le encantaba el calor de su cuerpo, sepultado bajo mantas y sábanas. Burlando al frío exterior.
Últimamente, terminaba el día demasiado cansado. El esfuerzo físico duro y continuo le extenuaba como nunca, y, pese a eso, le gustaba. Ya no tenía que pasar horas y horas de insomnio por las noches pensando en la guerra, en la muerte de todos, en aquel tipo albino que había llegado a su barrio, en por qué llevaba varios días sin ver a Patrick salir de su casa o en el futuro de Ketty y el suyo. Ahora llegaba tan exhausto a la cama que, aunque seguían preocupándole los mismos temas de siempre, en quince minutos ya estaba durmiendo a pierna suelta.
Hasta que no volvió a girarse no notó que algo fallaba.
Con los ojos cerrados, echó mano al lado de la cama de Ketty. No estaba allí. En aquel momento tuvo una sensación de
déjà vu.
Abrió los ojos. Su lado estaba arrugado, pero su hija había salido de la cama y tampoco estaba en la habitación.
Se levantó de un respingo. Le tenía dicho a la niña que cuando bajase, aunque fuese al salón, le despertara si estaba dormido. Pegó la cara al cristal de la ventana y miró abajo, hacia el jardín. No estaba allí y se tranquilizó… hasta que la vio en la calle, vestida con su pijamita y pegada al muro de Patrick.
El corazón le dio un vuelco. En bóxers salió corriendo escalera abajo, intentando ponerse los vaqueros y mascullando interiormente maldiciones; deseando gritar en vano el nombre de su hija. Cuando salió por la puerta, estaba colérico por segunda vez en su vida. Incluso pensó en darle una bofetada o al menos unos buenos azotes. Tendría que ser severo con ella, aunque le doliera más a él mismo que a la niña. Ketty había sobrepasado un límite que él le había impuesto tras asegurarle que era sagrado. Inviolable. Ella comprendía la importancia de no cruzar jamás la alambrada si no iba con él y había desoído todas las advertencias.
La puerta de la casa estaba entreabierta, y de un tirón la estampó contra la pared haciendo un pequeño desconchón. Salió a la calle y…
Se detuvo bruscamente en el porche. Todos sus pensamientos, que giraban en torno a la idea de castigarla con severidad, se esfumaron cuando vio a aquella mole enorme y albina acercándose a Ketty. Aquella cosa inhumana era todo grasa y músculo. Pese a que físicamente no se parecía en nada a la criatura delgada y ágil que Patrick había matado pocos días antes, por su color albino parecía proceder de la misma especie. La humana.
Tenía unos brazos enormes, como el muslo de un adulto. Uno acababa en un muñón carcomido. El otro brazo, aunque igual de ancho, sí tenía dedos, enormes como serpientes, al final de una mano del tamaño de una maza.
Aquel gigantón avanzaba desnudo hacia la pequeña, lentamente. Como si tuviese todo el tiempo del mundo para llegar hasta ella. Exhibía una sonrisa morbosa y una mirada hambrienta. Sus ojos, de color naranja, la recorrían entera mientras caminaba pendiente arriba. Ella aún no lo había visto porque intentaba colar por entre los agujeros de la alambrada las flores de plástico que el día anterior él le había regalado.
«¡Las flores eran para el perro, joder!», anunció una vocecilla en su interior.
Se preguntó cómo había podido suceder aquello, cómo y por dónde había salido la niña de la propiedad si él mismo revisaba los candados cada noche antes de entrar definitivamente en la vivienda. Supuso que la niña había cogido las llaves, pero eso no evitó que mirase hacia la mesa del salón y las viese allí. La puerta tampoco parecía estar abierta. No comprendía nada. Entró de nuevo, agarró las llaves y se volvió corriendo hacia la puerta. Iba descalzo, sin la parte de arriba del pijama, con el torso al aire y desarmado, pero no podía pensar en otra cosa que no fuera salvar a su hija.
«¡La maldita zanja, me ha tenido demasiado concentrado! ¡Esto ha pasado por mi culpa!», se repetía una y otra vez. Consciente de que si le pasaba algo a la niña jamás se lo perdonaría, corrió como jamás había corrido en su vida.
Aquel tipo estaba a pocos pasos de la espalda de la niña. Peter podía ver la piel arrugada y de aspecto áspero de su espalda. Tenía un agujero enorme a la altura del omóplato, necrosado y plagado de gusanos. También pudo ver las gruesas venas azuladas que le recorrían todo el cuerpo y la enorme tripa bamboleante que se mecía de un lado a otro con cada paso.
Que le acercaba más a la niña.
―¡Ketty! ―pudo gritar al fin mientras, nervioso, intentaba dar con la llave―. ¡Sal de ahí! ¡Corre!
Aquella criatura se giró hacia Peter. Pareció sonreírle maléficamente. Luego volvió la mirada hacia su presa. Y comenzó a babear.
La va a matar…
La niña se dio la vuelta, asustada ante los gritos de su padre, pero no pudo mover ni un dedo, ni siquiera pestañear. Se quedó allí, clavada, con su carita aterrada y vestida con sus botitas azules y su pijama, y se encontró con la mirada infinitamente malévola de aquel albino. Y supo, en su interior, que aquéllos eran los ojos de pesadilla que había visto desde su ventana aquella noche en la que los «ris ras» la despertaron de su sueño de Barrio Sésamo.
Los ojos de aquella criatura que habían estado… esperándola.
Hasta encontrar el momento propicio.
Agazapado quizá en alguna casa colindante hasta que las noches se apropiaban de aquel mundo gélido y solitario.
Las noches de ruidos inciertos que ahora les pertenecían.
―¡Ketty, corre! ―gritó Peter metiendo la llave correcta en el enorme candado, que saltó con un «chas».
La mole ya estaba encima de la niña. Levantó su enorme brazo, el que acababa en un muñón. La iba a aplastar, la iba a machacar a golpes…
Peter agarró a la niña justo a tiempo y la cubrió con su propio cuerpo, exhibiendo su espalda desnuda y consiguiendo que el golpe impactara contra él. El golpe lo estampó contra el suelo, aplastando a la pequeña contra la tierra húmeda de la cuneta y aprisionándola con el peso de su cuerpo maltrecho. Le pareció que un piano había caído sobre él desde un noveno piso. El frío le entumeció las manos, el pecho y la cara. Al momento supo que tenía algo roto, porque, aunque quería moverse, un dolor lacerante en el cuello y la espalda se lo impedía. Sintió su piel rasgada allí, y la sangre manar por su espalda, tibia, pegajosa.
―¡Co… corre… sal de aquí! ―le dijo a Ketty, que conseguía con esfuerzo salir de debajo de él.
La niña se levantó. Miró primero a la terrible criatura y después reparó en él, herido en el suelo, sanguinolento. Estaba aterrada pero no conseguía decidirse: ¿ayudar a su padre?, ¿huir? Jamás se había visto en una tesitura semejante. Carecía de la experiencia necesaria para tomar decisiones importantes. Su edad se lo impedía.
―Papi… ―dijo al final, inclinándose un poco sobre él.
No tuvo tiempo de tomar una resolución porque aquel albino la golpeó con su enorme manaza, apartándola con tal fuerza que la niña voló varios metros hacia su derecha hasta caer en mitad de la calle. El pijama rosa de la pequeña comenzó a teñirse de rojo. Una de sus botas azules, abandonada, descansaba a varios pasos de ella. Peter se quedó mirando estúpidamente la pequeña botita de Ketty, buscando la marca. Necesitaba averiguar la jodida marca aunque aquello no tuviera la menor trascendencia.
Después de superar un poco aquel estado inicial de shock, desde la distancia, Peter vio entre intermitentes oscurecimientos de su visión tres enormes arañazos en la espalda que desangraban a su hija y un pequeño charco rojizo que comenzaba a formarse en torno a su cuerpecito.
La pequeña no se movió; tenía la carita en el asfalto y miraba hacia él pero sin verlo. Su pelo se agitaba por el viento y ocultaba su cara ensangrentada.
―¡La… la has matado, hijo de puta! ―gritó levantándose, sin fuerza, impotente―. ¡La has matado!
Se lanzó hacia adelante, reuniendo toda la fuerza de la que fue capaz, y asestó un puñetazo en la quijada de aquella cosa. Cegado por la furia, pensó que iba a matar a golpes a aquel engendro macilento, pero éste ni se inmutó. Había sido como dar un puñetazo a una piedra. La mole gruñó, arrugando su minúscula nariz, y golpeó con la mano sin dedos a Peter en la cabeza, estampándole contra el muro de Patrick. Después lanzó un grito iracundo al cielo gris.
Tenía comida.
Peter sintió el dolor palpitante entre una especie de neblina que se llevó parte de su consciencia. Pese a eso, de fondo, pudo escuchar dos disparos y oír cómo algo pesado caía al suelo con un ruido sordo.
Abrió un ojo, pero una mancha de sangre le impedía ver bien. Se sentía mareado y quería vomitar. Un zumbido le perforaba los tímpanos, y eso era lo único que escuchaba ahora. Quería frotarse la ceja, limpiarse el ojo, pero sus miembros no le obedecían. Bajo la mancha de su párpado, pudo atisbar uno de los enormes pies descalzos de aquella criatura que estaba a su lado. Enormes dedos retorcidos y pálidos. Si estiraba la mano, podría llegar hasta él.
Lo intentó; quería hacerle daño como fuese, romperle los dedos quizá. Pero la fuerza le abandonó y se sumió totalmente en la profundidad de su ser, creyendo, en un atisbo de racionalidad, que aquello era su muerte. Que el telón de sus ojos se echaba para no representar ninguna función más.
Y no oía aplausos de fondo que aclamasen su obra, ni siquiera murmullos.
No supo cuánto tiempo permaneció recuperándose, encamado. A veces tenía frío; otras, un calor sofocante. Recobraba y perdía la conciencia constantemente; estaba desorientado y no podía abrir los ojos aunque quisiese. A veces tenía la sensación de que eran días lo que transcurrían, semanas completas; otras, que seguía echado en el frío suelo de la calle, junto al muro de Patrick, y que estaba a punto de morir. Que en cualquier momento aquella cosa se echaría encima de él y le mataría.
Como a la niña.
A veces la llamaba, desde su oscuridad.
Pero ella nunca respondía.
Padecía dolores que se agudizaban con las pesadillas que atormentaban su alma. En ellas, su hija huía a través de un túnel azulado y rojo, escapaba de aquella mole monstruosa, y él no podía hacer nada por ella, porque, aunque intentaba correr y salvarla, sus pies no le respondían. Y se quedaba allí, clavado, gritando que huyese, que no mirase atrás; viendo como la niña caía y le llamaba, implorando que fuese a salvarla, hasta que aquel ser repugnante que caminaba entre los vivos la alcanzaba y la partía en dos con sus garras para después descuartizarla y devorarla con avidez.
Como habían devorado a Helen y a su madre.
Un día, aunque le costó mucho esfuerzo, pudo abrir un ojo. Vio un bulto sentado en el pequeño sillón de la habitación.
Intentó mover el cuello, enfocar mejor. No pudo.
―Estás hecho papilla, tío ―le dijo el bulto.
Quiso responder algo sin sentido, porque en realidad no sabía quién le hablaba ni a qué se refería, pero estaba demasiado cansado y dolorido. Volvió a caer desmayado al instante.
En otra ocasión volvió a abrir el mismo ojo (el otro no podía). Unas manos varoniles depositaban en su mesilla un plato blanco que contenía una especie de caldo con trocitos de verdura. Se sorprendió de ver las manos con una nitidez impresionante, casi como veía las cosas cuando en su juventud había tomado un par de pastillas «de las que te hacen flipar», como las llamaba Patrick.
―Por hoy ya está bien, bebé ―le dijo la voz del dueño de las manos varoniles.
Tenía el estómago lleno. Volvió a perder la conciencia.
Más veces de las que deseaba le pareció escuchar los gritos de una niña. De Ketty. Su parte racional, que ya empezaba a resucitar, le decía que eran las reminiscencias de la traumática muerte de su hija y que esos gritos jamás se irían de su cabeza si es que conseguía sobrevivir. Entonces se retorcía en la cama, flagelándose, buscando la muerte con su dolorido cuerpo, hasta que alguien venía y le detenía, aferrándole por los hombros con firmeza.
―Hey, tranquilo… tranquilo, todo está bien, polaco. Todo está bien.
Entonces, aquella cálida voz le parecía un analgésico milagroso que le infundía calma. Y le creía. ¡Vaya si le creía! Necesitaba creerle para mitigar un poco el dolor de su alma.
Todo estaba bien.
El día que despertó, plenamente consciente de todo, las cortinas estaban abiertas y el sol entraba por la ventana perpendicularmente. Su rostro se reflejó en el espejo del armario de la habitación. Estaba pálido, y ojeras moradas se dibujaban junto a arañazos alargados. Tenía varios capilares reventados en el ojo derecho, que estaba semicerrado y amoratado. De su cuello nacían varios hematomas que se extendían por su cuerpo, pero no quiso mirarlos. Aún no.
Intentó levantarse con sumo esfuerzo y se encontró con un papel escrito encima de su mesilla. La letra abigarrada decía: «Ve a la habitación de al lado».
Lo hizo, y el alma se le cayó al suelo. Acostada en una de las camas pequeñas que ya no utilizaban desde antes de la muerte de Helen estaba Ketty. El sol también se filtraba en aquella habitación, mostrándose misericordioso con ellos. La nieve les había concedido una tregua. Peter dejó caer el papel al suelo y su vista se nubló. Su pequeña parecía dormir, aunque tenía el rostro contraído por el dolor y algunos feos arañazos se dibujaban en su carita de mejillas rosadas. Se acercó a ella, temblando, llorando como un niño, riendo. Quiso acostarse junto a su hija sin despertarla, o despertándola, y llorar allí, con una mano echada sobre la niña para abrazarla eternamente. Para que nada pudiera dañarla nunca más.
Ketty se giró un poco en la cama, dejando al descubierto su espalda. No llevaba la parte superior del pijama y tres enormes cicatrices surcaban su espalda de lado a lado. Le habían dado puntos, pero aun así tenían mala pinta; aquello le dejaría unas cicatrices enormes y profundas para el resto de su vida. Peter entonces lloró de sufrimiento y alegría a la vez. Alternaba los pensamientos positivos con los negativos, y el resultado era que no podía detener aquel manantial de agua salada. Se secó los ojos con el reverso de su jersey y se conformó con posar un beso en la frente de su hija.