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Authors: Diego Armando Maradona

Tags: #biografía, #Relato

Yo soy el Diego (5 page)

BOOK: Yo soy el Diego
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No sé si los milicos que estaban en el gobierno en aquel momento nos usaban, no sé. Seguramente sí, porque eso hacían con todos. Pero una cosa no quita la otra: ni se puede ensuciar aquello por culpa de los milicos ni deben quedar dudas de lo que yo pienso de ellos. Tipos como Videla, que hicieron desaparecer a treinta mil tipos, no merecen nada. Mucho menos ensuciar el recuerdo del triunfo de un montón de pibes... Por eso digo: se quejan de mí, dicen que soy contradictorio, ¿y nuestro país? En nuestro país todavía hay gente que defiende a Videla y son muchos menos los que defienden al Che. ¡Muchos menos! Ni lo conocen, siquiera. Tipos como Videla hacen que el nombre de la Argentina esté sucio afuera; en cambio, el del Che nos tendría que hacer sentir orgullosos.

La cosa es que, en aquellos tiempos, el que mandaba era Videla. Y más allá de que por ahí anda dando vueltas alguna foto mía dándole la mano, debo decir que... no me quedaba otra.

En la relación con los milicos, siempre me voy a acordar de la actitud del Pato Fillol con el almirante Lacoste, que pesaba y mucho en el fútbol argentino. En el fútbol y en River. La historia fue que el Pato se había puesto duro para firmar, ¡era bravo con la plata, Fillol! Y Lacoste lo apretó, o lo quiso apretar. El Pato, ni bola: jugamos un partido y antes de cantar los himnos estábamos todos formados, así, y este tipo, Lacoste, empezó a pasar delante de todos, para saludar uno por uno... Cuando llegó hasta donde estaba Fillol, El Pato se quedó así, duro, firme, no le dio la mano. ¡Un fenómeno!

Siguiendo con la historia, los japoneses nos adoptaron enseguida, les caímos simpáticos. De arranque, el 26 de agosto, le hicimos cinco a Indonesia, 5 a 0, en Omiya, donde éramos cabeza de serie. A partir de ahí, no paramos más: 1 a 0 a Yugoslavia, el 28, y 4 a 1 a Polonia, el 30. Ganamos el grupo caminando o, mejor dicho, tocando, ¡cómo tocábamos! Yo era el capitán y me encantaba serlo: cada vez que hablaba por teléfono con la Claudia, me decía que, cuando tenía la cinta de capitán, llevaba el brazo izquierdo más arriba, más alto. Ella ya me llamaba El Gran Capitán. La verdad es que por eso sentía más responsabilidad, aunque igual había cosas que no podía contener. Bueno, tienen que ver con mi personalidad, con mi forma de entender el fútbol: como lo sentía como una gran revancha, me había propuesto jugar absolutamente todos los partidos del Mundial, los noventa minutos íntegros, no me quería perder nada. Contra Argelia, en los cuartos de final, el Flaco me sacó. ¡Para qué! Me agarré una bronca terrible... Primero me senté en el banco con cara de orto. Y después me fui directamente al vestuario, a cambiarme. Y ahí me agarró un ataque, me puse a llorar como un loco. Cuando terminó el partido y llegaron los muchachos, con otro 5 a 0 en el bolsillo, se dieron cuenta de que algo había pasado, de que estaba mal.

Me preguntaron y yo les confesé lo que me pasaba. Todos trataron de consolarme, especialmente el Flaco, que me dijo:
Pero, Diego, usted quiere jugar siempre. Ya lo pensaba sacar contra Polonia. Diego, ¿no se da cuenta de que lo quiero reservar?
Qué reservar ni qué carajo, yo quería jugar, quería jugar todos los partidos... Esa noche casi no voy a cenar, pero pensé en la capitanía, en la responsabilidad. Igual la bronca recién se me fue dos días después, cuando llegó la hora de salir a la cancha contra Uruguay, por la semifinal, el 4 de septiembre. ¿Me duró un poquito, no? Bueno, así era yo, ya en aquella época.

Aquel partido contra los uruguayos fue un partido... contra los uruguayos. No le faltó nada de lo que siempre tiene el clásico rioplatense. Me cagaron a patadas y si lo ganamos fue porque guapeamos, pero con la pelota: no renunciamos al estilo nuestro y terminamos 2 a 0, con un gol de Ramón Díaz y uno mío, de cabeza. Cuando el Pelado hizo el primero yo salí a gritarlo como un loco, Y de golpe me encontré de frente al banco de ellos. ¡Un papelón! Parecía que los estaba cargando... Después, cuando terminó el Partido, les pedí disculpas. Es que estaba muy, pero muy loco. Aquél era mi equipo y ya estábamos en la final. A mí me obsesionaba la idea de volver a la Argentina con la Copa. Eso de bajar por la escalerilla del avión con el trofeo en la mano, era como una película que pasaba por mi cabeza todo el tiempo... Pero había un problema: podía ser que no se concretara. ¿Porque podíamos perder la final contra los rusos? No, por eso no, yo estaba seguro de que les ganábamos. El tema era que el Flaco Menotti ya me había anunciado que iba a formar parte de la Selección mayor en una gira por Europa y por ahí no me daba tiempo a volver... Yo me quería morir: no me animaba a negarme a jugar en la mayor, pero tampoco me quería perder el sueño. ¿Saben quién me salvó? ¡El servicio militar! Sí, señor, yo estaba haciendo la colimba en aquellos días, y a mí y a Barbitas, que estaba en la misma, se nos vencía la licencia militar... ¡Así que teníamos que volver sí o sí! La noticia me la dieron un día antes de la final, así que no me faltaba nada. Bueno, sí, sólo faltaba ganarle a los soviéticos.

Con Barbas, un tipo al que quiero mucho, compartí la pieza. El 7 de septiembre se jugaba el partido, a las siete de la tarde de Tokio, una cosa así. Con Juan tratábamos de dormir la siesta, pero no pegábamos un ojo: los teníamos clavados en las agujas del reloj. ¡Hiju'e puta, siempre eran las tres de la tarde! ¡Qué ansiedad! Esas esperas a mí siempre me mataron. Yo prefería jugar a la tarde, porque como me gusta dormir hasta el mediodía, no tenía ni tiempo de ponerme ansioso... Pero con esta hora no había forma. El consuelo era que los argentinos no tenían que madrugar tanto: en la final nos iban a ver a las siete de la mañana.

Al final, partimos en el micro para el estadio Nacional, en el centro de Tokio, y ahí empezamos a cumplir con todas y cada una de las cábalas. Por ejemplo, antes del partido contra Uruguay, César estaba por empezar la charla técnica y yo me había demorado. Entonces Rogelio Poncini, que era el ayudante, me llamó:
Diego, el único que falta es usted.
Antes del partido contra la URSS, entonces, me hice el boludo y esperé, me demoré a propósito para repetir la historia, hasta que Poncini picó y me tuvo que llamar. Otra cosa era una manía de Menotti, que golpeaba la pared con los dedos, y parecía que hacía música tropical. Como en el último partido no arrancaba, me acerqué y le pregunté: "César, ¿hoy no toca?". Y el Flaco empezó, dale que dale... Tenía otro rito, más íntimo: me iba hasta la última ducha y ahí rezaba, pedía que me ayudara mi mamá y que Dios jugara conmigo, que la Claudia pidiera por mí y que ganáramos.

Ganamos, claro, le ganamos la final de la primera Copa del Mundo Juvenil FIFA Coca-Cola a la Unión Soviética 3 a 1, aquel inolvidable 7 de septiembre de 1979, y yo lo escribí, en un diario de viaje que hice...

En el primer tiempo en ningún momento pensé que nos podían hacer un gol. Al contrario, nosotros no llegamos mucho pero lo hicimos mejor. En el segundo, cuando ellos metieron el gol, fueron cinco o seis minutos de incertidumbre. Me puse a pensar en el partido contra Brasil en el Sudamericano de Uruguay, cuando no la podíamos embocar de ninguna forma, pateábamos del área chica y le pegaba al arquero en las rodillas. Insólito. Pero lo más importante fue que no nos desesperamos. Cuando entró el tucumano Meza, él nos llevó de la mano. Jugó el mejor partido de su vida. El clima no fue tan duro como contra Uruguay. Hubo muchos menos roces, sobre todo porque ellos creen ciegamente en su preparación física y tratan de quitar la pelota con firmeza, pero siempre leales.

Seguimos sin desesperarnos, sin tirar pelotazos; tratamos de imponer la habilidad y eso nos ayudó; nunca jugamos a los ponchazos. Siempre lo hicimos con claridad. Y empatamos, con el gol de Alves de penal. Entonces comprendí que íbamos a ganar. Estaba convencido. Ya perdiendo uno a cero andábamos mejor y nos teníamos una fe bárbara. Con el empate, si seguíamos así, la Copa era nuestra.

En unos minutos pasó de todo. El gol del Pelado y el tiro libre que metí yo. La medí, vi el hueco y el gol. Ahí estaba al fin, no lo podía creer, ¡éramos campeones del mundo!

El primero que se me cruzó en el camino fue Calderón. Después me abracé con mi viejo, con Jorge, con los demás muchachos Y enseguida miré para arriba para regalarle este campeonato a mi mamá. Volví a acordarme de cuando quedé afuera del Mundial 78, Y tuve esa revancha...Me preparé para ir a buscar la Copa en medio de un mundo de gente. Lo vi a Havelange que me extendía la mano, le pregunté si la podía agarrar, hasta que no aguanté más... Y se la saqué. Di un paso atrás y me mandé un saludo reverencial tipo japonés y buscamos a César, que en ese momento no estaba con nosotros. Corrimos hasta él con la Copa, se la entregamos, lo llevamos en andas y empezamos a dar la vuelta olímpica. Alrededor, empezamos a escuchar cómo los japoneses se sumaban a nosotros y gritaban:
¡Ar-gen-tina, ¡Ar-gen-tina!

De golpe, se apagaron las luces y un foco nos siguió durante toda la vuelta. Entonces nos largamos a llorar, como chicos. Era una locura, la gente nos pedía que le mostráramos la Copa como si ellos fueran argentinos.

Cuando volví al vestuario, todo era baile, todo era festejo. No nos queríamos ir del estadio, pero la fiesta seguía en el hotel, había que ir. Ahí hubo un momento muy especial. El Flaco Menotti, haciéndome el nudo de la corbata y diciéndome, bajito, como para que los demás no escucharan:
Diego, fue elegido el mejor jugador del campeonato. Le van a dar el Balón de Oro.
Para mí, ya todo eso era demasiado.

Terminamos a la madrugada, todos en la habitación de Poncini, tomando mate. Como si estuviéramos en la Argentina, como si nada hubiera pasado. Entonces, saboreando la bombilla, me acordé de una frase de Francis Cornejo. Una frase que había usado él para definirme a mí, cuando mi nombre ya empezaba a ser conocido por todo el mundo. Francis siempre decía que yo podía estar en una fiesta de gala, con un traje blanco, pero que si veía venir una pelota embarrada, la paraba con el pecho. Eso tal cual: así me sentí jugando con aquel hermoso equipo en Japón. Y más todavía: si me venía para la cabeza, le pegaba el frentazo, y si me caía para la zurda... bueno, me ponía a hacer jueguito entre las mesas.

Porque así siento el fútbol quise volver a la Argentina, a toda costa, para bajar del avión con la Copa en mis manos. Lo conseguí y fue uno de los momentos más hermosos de mi vida. Además, me saqué de encima la colimba: todos los que estaban haciéndola, Escudero, Simón, Barbas, un montón, me mandaron al frente para que pidiera la baja. Me presenté, me cuadré y les dije: "Nosotros les dimos el título, ¿ustedes no nos darían la baja?". Increíblemente, lo conseguí, fue otro triunfo más, no daba para salir gritando, pero casi.

Después, enseguida, me puse a las órdenes del Flaco otra vez. Cómo no lo iba a hacer? Se me estaban cumpliendo todos los sueños, todos juntos. En Glasgow, en el estadio Hampden Park, el 2 de junio de 1979, grité por primera vez un gol mío con la camiseta del Seleccionado mayor. Le ganamos a Escocia 3 a 1 y yo sentía que podía ganarle al mundo. En aquella gira pasó lo del Negro Oscar Ortiz, pobre, que se tuvo que volver a la Argentina porque le había dado un ataque que lo había dejado medio paralizado. Para mí fue un correo generoso: él le llevó a Claudia todas las cartas que yo le había escrito, día por día, porque eso hacíamos. Me pasaban tantas cosas juntas, que no lo podía creer: el 25 de junio, un año después de la final del 78, de esa final en la que yo debí estar, se jugó un partido como celebración: la Selección contra el Resto del Mundo. Me hice notar, sí: le metí al brasileño Emerson Leao uno de los goles más lindos que yo recuerde, pegándole en comba, con la zurda, desde afuera del área, y clavándola en un ángulo... La puta madre que lo parió, si me hubieran dejado estar en esa cancha un año antes, sólo un año antes. ¿Tanto más chico era, carajo?

En ese momento, me juré no perderme un partido más en el Seleccionado, estuviera donde estuviera, pasara lo que pasara. Me daba lo mismo cualquier rival. Inglaterra en Wembley no era cualquier rival, claro, y allá fui: perdimos 3 a 1 y me quedé con las ganas de hacerles lo que hubiera sido un golazo. En realidad, aquello que me pasó en Londres ese 13 de mayo de 1980 me sirvió para acertar, seis años después, y meterles el mejor gol de mi vida: en Wembley los gambetié a todos, igual, pero en vez de gambetear al arquero definí antes... Y se fue
así
del palo
.
Mi hermanito, el Turco, que tenía 7 años, me dijo que me había equivocado. Y en el Mundial de México me acordé de su consejo.

Mientras, yo la seguía peleando con Argentinos. En el Metro 79, donde hice 22 goles junto con Sergio Elio Fortunato, terminamos segundos con Vélez y tuvimos que ir a un desempate. Fue la primera vez que tuve que ver una definición de Argentinos desde afuera y, lamentablemente, no sería la última. La cosa fue así: en aquella época nos contrataban de todos lados, y durante la semana íbamos a jugar miles de partidos amistosos. Todos nos querían ver. Viajamos a Mendoza, a jugar contra Gimnasia, en el estadio mundialista. Todo bien hasta que, como sucede en estos casos, el referí quiso hacerse la figura... Típico... Ni me acuerdo cómo se llamaba, un nombre difícil tenía
{1}
. La cosa es que, como nos estaban pegando mucho, yo me acerqué y le dije: "Maestro, párelos un poco, es un amistoso...". Y el tipo me contestó:
A vos no te voy a echar, pero te voy a verduguear todo el partido.
La cosa es que terminó echándome y en el informe mandó que yo le había dicho:
"A ver si cobras bien, mendocino"
y también
"Seguí laburando por 30 palos, que yo gano 3.000 por mes".
Más allá del disparate que es recordar lo que valía la plata en aquel momento, hay algo todavía peor: el partido fue a mediados de junio, el 14, y la AFA me suspendió ¡dos semanas después! Fue el 5 de julio, me acuerdo, y me perdí varios partidos y también por supuesto el desempate con Vélez: perdimos 4 a 0.

En el Nacional 79 fui el goleador, con 12, y en el Metropolitano '80 también, con 25, pero volví a perderme la definición: esta vez me enfermé y cuando festejamos el segundo puesto, en la cancha de Tigre, estaba de jean y pulóver. Así vestido me di el gusto de salir a la cancha: debe haber sido el único segundo puesto que festejé en toda mi carrera... Para Argentinos, en aquel tiempo, era como haber salido campeón.

En el Nacional '80, el último con los Bichos, me pasaron un par de cosas inolvidables: primero, haber convertido mi gol número 100, contra San Lorenzo de Mar del Plata, el 14 de septiembre; segundo, la famosa historia con el Loco Gatti.

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