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Authors: Diego Armando Maradona

Tags: #biografía, #Relato

Yo soy el Diego (7 page)

BOOK: Yo soy el Diego
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Cuando entré a la cancha me persigné, como siempre. Estaba muy nervioso. Parecía que el piso se movía. Y yo pensaba en el maldito tirón... Pero no podía fallar, y menos ese día. En La Candela, el día anterior, me habían hecho de todo para que pudiera jugar. El doctor Luis Pintos me había infiltrado, pero igual me dolía, me dolía. Hasta me dieron pastillas para dormir... Estaba en un sesenta por ciento, más o menos. Me mordía los dientes por la impotencia de no poder correr, sentía que la pierna me tiraba para atrás... Pero yo le daba para adelante.

El Negro Baley, que era el arquero de Talleres, me hizo un penal. Lo patié yo y se lo metí. Después, otro. Recuerdo con muchísimo cariño esos dos goles, fueron los primeros en Boca y sirvieron para ganar 4 a 1. Para los penales, en aquella época, ningún secreto: sólo la velocidad de vista necesaria para intuir hacia donde se tirará el arquero. Todavía me acuerdo de la primera pelota que quise tocar en mi debut en Boca. Se la tiraron para atrás a Mouzo y yo la bajé a buscar como hacía siempre en Argentinos: Mouzo la revoleó de un patadón y me reventó la espalda... Es que nosotros casi no nos conocíamos, si cinco días antes yo todavía me estaba entrenando con Argentinos: con Miguelito Brindisi apenas si habíamos jugado un Capital-Provincia en el Monumental. En la cancha nos gritábamos, yo le decía a Miguel que bajara y Marcelito Trobbiani a mí que encimara más a los centrales de Talleres. Cada uno aportaba lo suyo y la gente cantaba:
Lo quería el Barcelona, /lo quería RiverPlei, /Maradona es de Boca, /¡porque gallina no es!

Me habían pasado tantas cosas en tan pocos días que empecé a pensar que nunca iba a llegar ese momento: jugar, ganar, golear... Mis viejos habían venido desde Esquina a verme y también mi hermano Lalo. El que se lo perdió fue el Turco, porque tenía que actuar en una comparsa.

Ya estaba en lo mío, aunque me dolía que se hubieran tenido que ir todos esos muchachos por mi llegada. No sé, hasta me dio algo de vergüenza presentarme en La Candela, donde se concentraba el equipo, allá por San Justo. Me daba no se qué entrar. Si hasta dejé lejos el auto. En el patio estaban Mouzo, el Colorado Suárez, Perotti. Enseguida pasó el momento. Me hubiera gustado tener conmigo en aquellos tiempos a Galíndez, el masajista de Argentinos que me seguía a todas partes. La verdad es que fue un cambio muy brusco. Yo venía de convivir con un plantel al que conocía mucho. Tenía amigos de verdad, de mucho tiempo atrás: era el padrino del nene del Negro Carrizo. En Argentinos, cada uno sabía las virtudes y los defectos de los demás, y el Zurdo Miguel Ángel López, que era el técnico, nos entendía como nadie. De repente llegué a Boca y a los diez minutos de entrar en La Candela me llamó Marzolini y me dijo que Boca era distinto a Argentinos Juniors, que si yo allá tenía ciertas prerrogativas acá no las iba a tener. Que si yo estaba acostumbrado a ir a la cancha con mi familia eso no podía ser en Boca...

Silvio no me conocía y se equivocó conmigo al hablarme así en el primer encuentro, de entrada. Se le escapó la tortuga, la verdad. En cambio Yiyo Carniglia, que era como un manager en el club, me dijo que no me sintiera el salvador de nadie. Yiyo era más grande, por eso me entendía más. Silvio me tenía menos paciencia: creo que tenía miedo de que yo me le fuera de las manos, qué sé yo... Por ahí era yo el que daba una imagen equivocada, no sé, pero sinceramente necesitaba —y necesito— sentir el afecto de los demás. Eso me lo daba Yiyo y no me lo daba Silvio.

De aquel grupo tengo un recuerdo bárbaro. Con Pichi Escudero y Huguito Alves nos conocíamos de la Selección juvenil del 79: habíamos compartido mucho tiempo durante el Sudamericano en Montevideo y el Mundial en Japón. Osvaldo, así como se lo veía de calladito, era uno de los que después de los partidos, en Uruguay, se cruzaba a la playa y bailaba como si estuviera haciendo una macumba. Hugo, en cambio, era de los más serios... Al llegar a Boca enseguida congenié con Ramoa, Ruggeri y Abel Alves, el hermano de Hugo. No era que no le diera bolilla a los más grandes, pero no tenía demasiadas cosas en común por una cuestión de edad. Nadie me lo decía, pero yo sentía que tanto mis compañeros como la hinchada esperaban mucho más de mí.

Encima estaba el problema de la plata: en el primer partido, contra Talleres, la recaudación fue de un millón de dólares; en el segundo no sé si llegó a mil... Claro, nos agarró la devaluación, se fue al diablo la famosa tablita cambiaría de Martínez de Hoz.

Jugué esos dos primeros partidos cada vez más lesionado, me arrastraba en la cancha. Pero igual hice goles: otra vez en La Bombonera, otra vez a los cordobeses, pero de Instituto, les metí dos: uno de penal y el otro... sencillito. Encaré hacia la media luna, corriendo de izquierda a derecha, le tiré un sombrerito al Negro Nieto y, antes de que cayera la pelota, la toqué con la zurda: la pelota pasó entre las piernas de Munutti y todo, ¡un golazo!

Así estábamos hasta que fuimos a Mar del Plata, en la semana, para jugar un amistoso contra San Lorenzo en el estadio mundialista. Esos partidos eran necesarios para pagar el pase, pero me estaban matando. No podía correr. Parecía que tenía encima de los hombros a María Martha Serra Lima. Cuando volví al vestuario dije basta... Cada vez que picaba era como si me clavaran un cuchillo en la parte de atrás del muslo derecho. El doctor Pintos me decía que era un pequeño desgarro, pero todos teníamos miedo de que se hiciera grande. Enseguida nos tocaba Huracán y yo ya quería parar, pero por hacerle un favor a Miguel, que se había ido mal del club y lo tenían en la mira, jugué igual. Fue el 8 de marzo, ganamos dos a cero, Miguelito se dio el gusto de hacerles un gol en el último minuto, pero yo no daba más... Y paré.

Estuve cuatro partidos afuera, pero igual Boca los ganó todos: los muchachos querían demostrar que también podían ganar sin Maradona y a mí me parecía fenómeno.

El otro problema era que, por aquellos primeros tiempos, las relaciones con Marzolini y con el profesor Gustavo Habbegger, que era el preparador físico, no eran las mejores. Ellos eran muy rígidos con las concentraciones, con los entrenamientos, con un montón de exigencias pelotudas y yo no me lo bancaba. Después, con los triunfos, nos fuimos entendiendo. Entonces declaré sobre Silvio: "Es un hombre honesto, que trabaja todo el día tratando de mejorar el equipo y aunque no tiene mucha experiencia se nota que sabe". Pero al principio tenía una mufa terrible con él y con el profe. Las cosas no eran sencillas.

Volví contra Newell's, el 29 de marzo, hice un gol de penal, empatamos 2 a 2. Al domingo siguiente venía un lindo clásico, que yo sentía mucho, contra Independiente. Aquella vez me tuve que pelear con Marzolini para que pusiera a Ruggeri de una vez por todas. Como no me daba bolilla me agarré a los viejos, a Brindisi, a Mouzo, a Pernía, y les pregunté: "Díganme la verdad, ¿ustedes no se sienten más seguros cuando juega este pibe?". El Cabezón ya tenía una personalidad terrible, iba para adelante siempre... Ellos me contestaron:
Sí, sí, Diego, tenés razón, este pibe tiene huevos de verdad.
Entonces fuimos y lo apretamos a Marzolini. Ruggeri jugó contra Independiente en Avellaneda, ganamos 2 a 0, con una volea mía de afuera del área y con un gol... de él. ¡A papá! Yo sabía que el Cabezón la iba a romper: no salió más del equipo, a menos que estuviera lesionado o expulsado.

Así era yo, no me callaba nada. Si estaba seguro de lo que sentía, lo decía. ¿Y qué? ¿Por qué no iba a hacerlo? ¿Porque había salido de Fiorito? ¡Las pelotas! Otra vez, declaré que en Argentinos Juniors, estuviera donde estuviera, la pelota me llegaba siempre y en Boca no. Dije que no quería pensar que hubiera egoísmo, pero... Saltaron todos. Me contestó Pernía, me contestó Brindisi, pero yo tenía razón. Lo agarré a Miguel y le dije: "Tenemos que juntarnos más y tocar, Miguel, tocar mucho. No te obsesiones con el gol. Metiste muchos, es cierto, pero no es tu obligación. No te generes esa carga".

Por fin, llegó el momento de pagar lo que yo sentía como una deuda con la gente. El viernes 10 de abril, una noche que llovía como si fuera la última vez, jugué mi primer clásico contra River, en La Bombonera. Si lo hubiera soñado, no habría sido mejor... Mi viejo estaba en la platea, en el sector E, y yo pensaba en él a medida que los minutos pasaban y las cosas se daban como una fiesta. Antes de ése, el viejo había visto un solo clásico en toda su vida: una derrota de Boca en el Monumental que él siguió, apretado y triste, desde la popular de Boca.

A mí siempre me gustó echarme las responsabilidades al hombro, y aquella vez sentí que lo estaba haciendo con los mejores resultados. Por varias razones tenía un enorme deseo de ganar aquel partido. Primero, por mi familia, hinchas de Boca de alma. Después, por la gente y por mis compañeros: se había estado hablando de la paternidad de River y yo había aportado bastante poco hasta allí... Así que me sentía feliz, feliz como se puede sentir quien hace un gol como el que le metí al Pato Fillol. De ése, de ese no me olvido más. Fue el primero para mí en un superclásico. Córdoba hizo una jugada fenomenal. Cuando vi que se iba en diagonal me mandé al segundo palo. Me llegó el centro, la bajé con la zurda, y casi le pego sobre la salida de Fillol. Pero corté para adentro y lo dejé al Pato arrastrándose... Me iba a meter con pelota y todo adentro del arco cuando vi que venía cerrando Tarantini. Me decidí a apurar el remate, porque el Conejo era una fiera en los cierres. Entró justo, bien cerca del palo... Ahí sentí realmente el clima de la tribuna, lo que no había notado tanto al entrar a la cancha. Era una locura, era... ¡la felicidad! Brindisi había hecho otros dos goles, antes, y terminamos 3 a 0. Después fuimos a comer a Los Años Locos, unos clásicos churrascos con papas pay, vino San Felipe blanco, como a mí me gustaba y... autógrafos. Autógrafos por acá, autógrafos por allá... y yo en una nube. Me sentía el hombre más feliz del mundo.

Parecía que con eso bastaba, que ya tocábamos el cielo con las manos. Cuando todo había pasado, ya conté otras veces que hubo jugadores —entre los cuales me incluía— que no teníamos bien en claro lo que queríamos. No nos dábamos cuenta de la dimensión que tenía buscar el título. Esto dejó de pasar a mediados del campeonato, pero se hizo difícil lograrlo.

Subíamos, bajábamos, ganábamos, empatábamos, perdíamos. Teníamos menos regularidad que qué sé yo. Apenas pasó el clásico, empatamos con Vélez en Liniers, un miércoles en la noche. Yo pensé que nos iba a venir bien, que nos iba despertar, pero nada que ver: seguíamos a los saltos. Con Ferro, el Ferro del viejo Carlos Timoteo Griguol, que sabíamos que era nuestro rival directo en la lucha por el título, el equipo más armadito de todos, empatamos 0 a 0 en Caballito: aquel 3 de mayo me cagaron a patadas como pocas veces en mi vida. Hay una foto increíble, es como si toda mi vida estuviera fotografiada: estoy volando como a dos metros de altura, tipo Michael Jordán, por un terrible patadón que me pegó Carlitos Arregui. Igual ellos no necesitaban pegar, tenían un equipo que era un relojito, nada que ver con nosotros en ese aspecto: ellos sí que eran regulares: tenían a Cúper, a Garre, a Saccardi, al paraguayo Cañete, al uruguayo Jiménez que la rompía.

Ahí nosotros tuvimos la peor racha en todo el torneo, como para diferenciarnos de ellos: después de un buen triunfo contra Central en La Bombonera, empatamos con Racing, perdimos con Talleres y empatamos con Instituto... Estábamos en la mitad del campeonato, llevábamos cinco puntos de ventaja, pero no convencíamos a nadie. Era una lucha.

La base del equipo estaba, con algunos toquecitos. La Pantera Rodríguez al arco, porque Gatti se había lesionado y le costó volver, le costó recuperar el puesto. En el fondo, el Tano Pernía o el Colorado Suárez por la derecha, Mouzo y Ruggeri como centrales —el Cabezón ya era indiscutible— y el fenómeno de Cachito Córdoba por la izquierda. En el medio el Chino Benítez, con tanta experiencia que ya se estaba poniendo canoso, el uruguayo Krasouski, que te hacía doler hasta cuando pronunciabas el nombre, y yo, aunque a veces también me gustaba jugar más arriba. La alternativa de cualquiera de nosotros era Marcelito Trobbiani, que tenía una característica diferente a todos: era capaz de pisarla y de marcar con la misma calidad, un fenómeno; por una hepatitis estuvo parado mucho tiempo. Adelante, el Pichi Escudero, que se gambeteaba todo, Miguelito Brindisi, que a sus años arrancó muy derecho para el gol, y el Loco Perotti, que cuando tenía la neurona al derecho te mataba. Después estaba Pancho Sá, que era el capitán hasta que me dieron la cinta a mí; los hermanitos Alves, Hugo y Abel; Passucci, que había arrancado como central y salió cuando entró Ruggeri; el Puma Morete, que metió sólo tres goles, pero importantes; Rigante, que era el arquero suplente mientras no estaba el Loco y no jugó nunca. Y también había un montón de pibes: Acevedo, Cecchi, Ramoa, Sánchez, Quiroz. Era un buen plantel, ¡teníamos que despegar!

Después de aquella mala racha, la peor de toda la campaña, metimos un par de partidos bárbaros: primero, le ganamos a Huracán 3 a 2, el 31 de mayo, y enseguida, de noche en la cancha de Vélez, lo vacunamos lindo a Platense: 4 a 0. Yo hice dos goles... pero el más lindo lo metió el Loco Perotti: gambeteó a medio Platense, lo desparramó a Biasutto, que era el arquero, y la clavó. Otra vez arrancábamos, parecía... Hasta que chocamos contra Unión, en Santa Fe. Digo chocamos y es en serio, ¿eh?, ¡las patadas que me pegó el rubio Regenhardt! Perdimos, sí, perdimos 2 a 0, el 14 de junio. Seguíamos en el sube y baja, porque enseguida le ganamos 4 a 0 a San Lorenzo, en La Bombonera. Yo le hice un golazo a Cousillas, de tiro libre, por afuera de la barrera. Hace un tiempo lo vi por televisión al nene Riquelme hacer una cosa parecida contra River... Siempre lo dije, yo: en los tiros libres, cerca del área, la única posibilidad es la comba por afuera; si pasa la barrera por arriba, seguro que se va por encima del travesaño. De aquel partido me quedó algo más: una pisada hermosa, en la mitad de la cancha, para meterle un caño al Negro Quinteros. Y otra cosa repetida: siempre, también, le hice goles a San Lorenzo. El papá de Boca de toda la vida a mí no me pudo ganar nunca. No sé, será por eso que los Cuervos me quieren tanto: para mí, es la hinchada más pimpante de la Argentina: sacan los cantitos más ingeniosos, te divierten... Los quiero, los quiero mucho: me hubiera gustado jugar con esa camiseta.

Y bueno, siguió la historia: otro triunfo, contra Newell's, y luego... cuatro empates seguidos. Incluido River en el Monumental, con otro gol mío, otra vez pelándole el culo al Pato Fillol y al Conejo Tarantini, pero... ¡cuatro empates! Para Boca, para aquel Boca, era demasiado. Entonces los muchachos, la barra, coparon La Candela, allá en San Justo.

BOOK: Yo soy el Diego
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