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Authors: Diego Armando Maradona

Tags: #biografía, #Relato

Yo soy el Diego (8 page)

BOOK: Yo soy el Diego
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Yo estaba esperando para usar el teléfono, para llamarla a la Claudia. Y el Mono Perotti no cortaba. Era una salita donde estaba el teléfono, casi en la entrada...

—Dale, Mono, la puta que te parió, hace dos horas que estás hablando —le decía yo. Y el Mono, con las patitas así, para arriba, me contestaba:


¡Pará, Maradona, pará!

Y entonces veo a uno que le baja los pies de un golpe al Mono...

—¡Para, que lo vas a lesionar! —le grito yo, y cuando lo miro era un negro así de grandote, que me dice:


¡Callate vos también!

Yo no me achiqué:

—¿Qué te pasa? Estoy en mi casa, yo...

Y entonces el tipo aflojó:

—No, no, Dieguito, quédate tranquilo... No es con vos la cosa.

Cuando miro alrededor, había como dos mil personas adentro de la salita de ping pong. Era la barra: se metían en las habitaciones José Barritta —el Abuelo—, todos... Vi revólveres, revólveres de verdad. Miré por la ventana y vi que en el estacionamiento había como diez autos, eran todos de ellos. Le querían pegar al Tano Pernía, al Ruso Ribolzi, a Pancho Sá... Yo no lo podía creer. Y ellos decían:

—Muchachos, no lo tomen a mal, pero la hinchada está cabrera y nosotros venimos a avisarles. Si no ganan el campeonato, la bronca no se para con nada. Les vinimos a avisar, nada más...

Entonces, yo les digo:

—No, muchachos, esperen...

Y el Abuelo me contesta:


No, vos no te metas, que no es con vos la cosa...

Pero no podía seguir, yo ya no me bancaba la situación.

—Sí, puede que no sea conmigo, pero esto no ayuda a nadie... Venir y apretar así, ¿para qué? Mañana no juega nadie... Al menos, yo no juego.

Y el Abuelo me insistía...


Mira, Diego, los diarios dicen que algunos de éstos no te quieren pasar el fulbo, que no quieren correr para vos, así que apúntanos a los que te tiran al bombo, y nosotros nos encargamos... Si no corren, los amasijamos a todos.

¡Una locura! Porque yo venía como gran figura, todo lo que quieran, la gente me adoraba... pero ¡estaban todos locos! Y Silvio que no venía, estaba escondido... Cuando apareció, lo encaré y le dije:

—Así este equipo no puede jugar.

Y ahí, el Abuelo habló otra vez:


Bueno, bueno. Jueguen... Pero mejor que corran, mejor que corran porque si no los reventamos a todos.


¿Cómo que nos van a matar si no corremos, viejo? Escúchame...


Con vos no, nene... Vos vas a ser capitán, vos sos el representante nuestro, vos quisiste venir a Boca.

Yo tenía 20 años, nada más, y encaré a todos los tauras de Boca. Le hice frente al Abuelo. Ese día, me gané el respeto de todos, de los más viejos, de todos... Porque no me conocían a mí. A mí me conocían como el Maradona que jugaba a la pelota, pero ahí se dieron cuenta de que también los podía defender afuera de la cancha.

Al otro día, el 19 de julio, fui el capitán del equipo y le ganamos a Estudiantes 1 a 0, con otro gol de Perotti. Fue una cosa de locos... Ese grupo comando que atacó La Candela terminó de armarnos como equipo, porque a partir de ahí fuimos otra cosa. Veníamos de empatar cuatro partidos al hilo, se nos acercaba Ferro y se nos venía la noche, pero zafamos.

Nunca voy a olvidar lo que pasó aquel día, lo juro por Dios y lo puede contar cualquier jugador de aquel Boca '81. La Pantera Rodríguez estaba pálido, el chiquito Quiroz se puso a llorar y me dijo:
Yo creí que nos mataban a todos, Diego, gracias.
Qué gracias ni gracias, yo tenía un sorete tan, pero tan grande, que no lo podía creer... Pero algo tenía que decir. A mí me querían parar con eso de
Vos vas a ser capitán, vos sos el representante nuestro, vos quisiste venir a Boca.
El Abuelo se dio cuenta de que la habían hecho grossa: si llegaba la policía en ese momento, se armaba el tiroteo. El único que jodia era el Loco Gatti:
Mira vos qué quilombo porque yo vuelvo a la primera.

Contra Estudiantes, Gatti volvió a la primera: aquel día llegó hasta la mitad de la cancha y le hizo el pase a Perotti para que después terminara en gol. Después vino Colón, un partido increíble. Fue el 26 de julio. Ellos nos mataron a patadas y encima terminaron retirando el equipo porque decían que el arbitro los había perjudicado; se fueron al descenso y nosotros encaramos la recta final hacia el título. Nos faltaba Ferro, que era el mejor equipo... Sí, estaba mejor paradito que nosotros. Pero claro, no es lo mismo la fuerza de ganar de Ferro que la fuerza de ganar de Boca, que era el país.

Ferro nos pegó un baile en La Bombonera que no se puede creer, pero el que se llevó los dos puntos fue Boquita. ¡Fue Boquita!

Aquel día pasaron muchas cosas que no voy a olvidar: yo le di el pase gol a Perotti y vi festejar a la tribuna de Boca, la de Casa Amarilla, como nunca en mi vida: fue como un mar de cabezas, como una ola que se venía para la cancha... Impresionante. Ese 2 de agosto de 1981, Ferro nos metió en un arco. Fueron increíbles las pelotas que sacó el Loco Gatti: el fue la figura del partido. Nosotros le ganamos al equipo de Griguol, del viejo Timoteo, y le sacamos la ventaja que necesitábamos. Ya estábamos al borde de la vuelta olímpica, nada ni nadie nos podía parar.

Eso pensaba yo cuando viajamos a Rosario, convencidos de que una fecha antes del final del campeonato nos íbamos a quedar con el título. Jugábamos contra Central, en el Gigante de Arroyito, y con el empate estábamos hechos. Aquel domingo 9 de agosto, fatal, yo tuve la consagración en mis pies, pero se me escapó. Erré el penal que nos hubiera consagrado y es el día de hoy que no me lo perdono... Las caras de tristeza de los hinchas de Boca en la ruta de vuelta, de Rosario a Buenos Aires, es algo que no me voy a olvidar mientras viva.

Perdimos 1 a 0, pero seguimos arriba, con la posibilidad de dar la vuelta olímpica contra Racing, en La Bombonera.

Una semana después empatamos 1 a 1 y yo me tomé la revancha de aquel maldito penal....
El Gráfico
tituló
"Gracias a la vida, que me ha dado tanto".
Transcribo tal cual: "Escuché el final y me volví loco. De pronto veo que un pibe se me cuelga de la espalda, era mi hermano el Turquito... Se me aflojaron las piernas, lo abracé tanto que no sé cómo no lo rompí todo. Después lo llevé a dar la vuelta olímpica conmigo, enseguida mi cuñado el Indio se me acercó y me dijo:
'Pelusa, se salvó Argentinos'.
Ya era demasiado, me sentí como ahogado, pero no quería parar de correr. Era campeón... Campeón con Boca. Por fin, me decía, tanto que había sufrido el domingo en Rosario. En la ruta de vuelta, desde la camioneta veía esos micros llenos de caras tristes y no me perdonaba haber errado el penal. Ahora le quería decir a toda esa gente que esto era para ellos... ¿Saben de quién me acordé en ese momento? Hace más de un mes internaron por unos días a mi abuela en el sanatorio Güemes. Con Claudia fuimos a verla y cuando el viejito que cuidaba el estacionamiento se dio cuenta de que manejaba Maradona empezó como a temblar... Lloraba... Me decía gracias por lo feliz que lo estábamos haciendo los jugadores de Boca, que él no se perdía ningún partido por radio... Lo noté tan emocionado, que pensé tantas cosas, se me apareció el rostro de ese hombre, Antonio Labat, a quien no volví a ver más... En él resumo a la hinchada de Boca, yo estaba en deuda aunque me dijeran que lo del penal le podía pasar a cualquiera... Gracias a Dios, pude saldarla... De alguna manera, yo me sentía culpable de lo de Rosario y no quería ni pensar en Boca perdiendo el campeonato. Sí, me pesaban mucho los dólares que se pagaron por mí, aunque en la cancha me olvidara de todo. Gracias a Dios, en el momento del penal estuve sereno. Ni me acordé del anterior. A la mañana recé mucho, le pedí a Dios por Boca y Argentinos, tenía una fe ciega porque El estaba conmigo".

Para mí, el mejor jugador de aquel equipo campeón, el que tuvo un rendimiento más parejo, fue Roberto Mouzo. Era también un símbolo de Boca. Yo me sentía tranquilo teniéndolo a él atrás. Además, si yo estaba feliz por el título, me imaginaba lo que sentiría él, que ya llevaba quince años en el club.

Festejamos en La Candela, que había sido nuestra casa durante todo el año. Una lástima que Boca la haya perdido ahora, pero es cierto que quedaba en un lugar bastante incómodo. Y también inseguro: ¡a la noche se escuchaba cada cuetazo que no se podía creer! Pero a mí me encantaba, era la casa de Boca. Por supuesto, yo era el más dormilón. Igual, aunque me levantara a las once, me gustaba tomar el café con leche en la cocina, todavía con el pijama: era como estar en mi propia casa. Festejamos ahí con un asado brutal, que en realidad era un clásico de todos los sábados. Igual que la guitarreada de Pancho Sá o las jodas del Mono Perotti. ¡El hijo de puta me había puesto Nicky Jones, porque decía que me parecía a uno de los integrantes del Club del Clan! Yo no me quedaba atrás, ¿eh?: una vez lo desperté a Rigante, que había sido compañero mío en Argentinos Juniors, con un baldazo de agua fría.

Ahí, en La Candela, había dos lugares sagrados: el living del chalet principal, donde había un billar y una mesa de ping pong y la utilería. Silvio escribía las indicaciones de la charla técnica, por cábala, sobre la mesa de ping pong. Y Cacho González, el utilero, ya se había acostumbrado a tener preparadas muchas camisetas número 10: ¡me las pedían de todos lados y yo regalaba, regalaba, regalaba!

A todo esto River, que se había quedado calentito por aquello de mi pase, para calmar a la gente había empezado a buscar a alguien para comprar. Eligieron bien: repatriaron a mi amigo Mario Kempes. La verdad que para mí, eso también era un orgullo. Siempre había admirado a Kempes y que hicieran el esfuerzo de traerlo a la Argentina por mí, para competir conmigo, me hacía sentir importante. La cosa es que en el primer duelo, el Campeonato Metropolitano, me tocó a mí, pero en el segundo, en el Campeonato Nacional, los laureles se los llevó él.

Gracias a Dios, tuve la oportunidad y el gusto de invitarlo a mi quinta de Moreno. Me acuerdo cómo lo miraban a Marito mis viejos, mis hermanos, mis amigos... ¡Claro, si tres años antes, nada más, él había sido el mejor de todos, en el Mundial de la Argentina! Qué grande, Kempes, qué grande: siempre lo ponía como ejemplo a él cuando Passarella, ya como técnico del Seleccionado, decía que no se podía jugar con el pelo largo... ¿Se imaginan? ¡En el 78 nos hubiéramos perdido a Kempes!

La cosa es que aquel Nacional terminó para mí de la peor manera. Creo que fue por cansancio: ¡jugábamos mil partidos por semana! Desde que terminó el Metropolitano no se habló de otra cosa que de mi venta al Barcelona y de los esfuerzos de Boca para retenerme. El club tenía un solo camino para juntar plata: armar amistosos conmigo en la cancha. Así, menos de quince días después de la vuelta olímpica, sin vacaciones ni nada, estábamos viajando a México para jugar con el Neza. De ahí a España, contra el Zaragoza. Y enseguida, vuelo a París... Por lo menos conocí París, fue mi primera vez en esa ciudad de la que tanto me habían hablado. ¡Me encantó! Sobre todo una noche que pasamos en el Lido: me dieron una mesa justo al lado del escenario y me dejaron entrar igual, aunque no tenía corbata... ¡Yo no sabía que en un cabaret no se podía entrar sin corbata! Ahí, en el Parc des Princes, le ganamos 3 a 1 al París Saint Germain. Pero nadie hablaba de fútbol; todos hablaban de mi pase.

Me retuvieron al fin, pero el ambiente no era el mejor. Arrancamos mal en el Nacional, y encima al pobre Marzolini no le aguantó el corazón: tenía que andar entre algodones porque en cualquier momento le estallaba. Con ese clima, llegamos a perder tres partidos seguidos. Después de una derrota contra Instituto en La Bombonera –1 a 0 con gol del Tucu Meza— apareció por el vestuario Pablo Abbatángelo, que era un dirigente con mucho peso, y se le ocurrió insinuar que los jugadores no estábamos poniendo todo... ¡Para qué! No me lo banqué y en un programa muy famoso,
60 Minutos,
que conducía Mónica Cahen D'Anvers, dije que sólo un estúpido podía hablar así... No, si el aire se cortaba con un cuchillo. Mientras tanto, viajábamos, viajábamos, viajábamos... En esa época me conocí el mundo. Y me di cuenta, también, de que el mundo me conocía a mí.

A mediados de octubre de 1981 aterrizamos en el aeropuerto de Abidján, Costa de Marfil, después de una escala en Dakar. Nunca había visto una cosa igual hasta ese momento y creo que no la volví a vivir en toda mi
carrera:
los negritos pasaban por encima de los policías con machetes y se me colgaban, me decían:
¡Diego, Die-gó!
Me emocionaron, me emocionaron en serio... Y después, cuando nos fuimos a almorzar, en el hotel, se me acercaron unos veinte, y uno de ellos me saludó y me dijo:
Pelusa...,
¡Pelusa, me dijo! ¡Un negrito en Costa de Marfil! Jugamos dos partidos ahí, contra dos equipos de primera. Boca cobró una buena plata, mis compañeros también y yo, ni hablar: 18.000 dólares por cada salida a la cancha. Nunca nadie, ninguno de mis compañeros, se quejó por esas cosas: simplemente porque si yo no estaba en el equipo, jamás hubieran cobrado por jugar un amistoso en África. Había 25.000 personas en la cancha y todos comparaban la presencia de Boca con una anterior del Santos de Pelé. Nada que ver, nosotros éramos otra cosa. El recibimiento de los negritos me había hecho pensar, me había hecho pensar mucho: afuera me trataban como a un rey; adentro, en la Argentina, mejor ni hablar... Fue en aquel viaje que se me cruzó por la cabeza dejar el fútbol. En serio lo pensé. Lo hablé con mi viejo, con Jorge, con mis amigos. Claro, si en la Argentina se estaba hablando de que me iban a mandar preso porque no le pagaba a la DGI, que en lo único que pensaba era en la plata. Mi sueño, en aquel momento, era muy loco: jugar un partido con pibes, contra pibes, con pibes en las tribunas, con pibes de porteros, con pibes de policías... Sólo con pibes. Inocentes. No soportaba la presión. No quería saber más nada. Los miraba a Escudero, a Passucci, a cualquiera de mis compañeros, caminando tranquilos por ahí, sin que nadie los molestara, y los envidiaba... ¡Cómo los envidiaba! Íntimamente, sabía que lo mío ya no tenía retorno, que mi vida iba a ser eso. Me sentí un poquito preso de la fama, la verdad. Pero pensé en el negrito diciéndome Pelusa y le agradecí a Dios. Ellos me habían recibido como nunca en mi vida. Ellos me habían demostrado que me querían. Más allá de todo.

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