El día de la presentación, y sólo para verme, ¡fueron 80.000 napolitanos al San Paolo!
Fue el jueves 5 de julio de 1984. Yo lo único que les dije fue lo que me habían enseñado: "Buona sera, napolitani. Sonó molto felice di essere con voi...", y revoleé la pelota a la tribuna. Los tipos deliraban y yo no entendía nada. Estaba vestido con un jogging celeste, una bufanda del Napoli, una remera blanca de Puma y parado encima de una bandera que habían extendido en el piso. Por primera vez escuché un himno que habían compuesto para mí:
Maradona, ocúpate vos/ Si no sucede ahora, no sucederá más/ La Argentina tuya está aquí / No podemos esperar más.
Y enseguida pasaron por los altavoces otra canción con la música de "El Choclo", justo a mí, que soy un enamorado del tango... Estuve quince minutos, quince minutos, nada más, porque nos queríamos ir para Buenos Aires, de vacaciones. Cuando bajé por las escaleras del túnel, para irme del estadio, me encontré con Claudia y me abracé con ella llorando... Me temblaban las piernas, otra vez, como cuando había debutado en primera, como cuando había empezado en Boca. Todo había sido muy fuerte, en los últimos tiempos, y sabíamos que nos estábamos jugando la vida, que empezábamos de nuevo. Y en un lugar que tenía mucho que ver conmigo. Por eso les dije a los periodistas, sinceramente, algo que me salió del corazón: "Quiero convertirme en el ídolo de los pibes pobres de Nápoles, porque son como era yo cuando vivía en Buenos Aires".
Yo caigo en el Napoli y, sin saberlo, caigo en un equipo de Serie B. Un equipo de Serie B que juega contra uno de la Serie C, por la Copa Italia, y termina apretado contra un arco. De contragolpe, no se cómo, agarré una pelota y la clavé en un ángulo: ganamos 1 a 0, pero supe que iba a sufrir, que iba a sufrir mucho. A mí me dieron el historial del Napoli cuando ya había firmado: ahí me enteré de que en las últimas tres temporadas había estado peleando el descenso, y que en el último campeonato, el '83/'84, se había salvado... ¡por un punto! Les pregunté, entonces, si por lo menos me garantizaban tranquilidad. Como me dijeron que sí, le metí para adelante. Aparte, durante las negociaciones, los hinchas habían hecho hasta una huelga de hambre para que yo fuera. No exagero, ¿eh? ¡Huelga de hambre! Y uno de ellos, creo que se llamaba Gennaro Espósito o algo así, se había encadenado a las rejas del San Paolo. Entonces empecé a ponerme bien físicamente, porque sabía que para ganar en el fútbol italiano necesitaba otro cuerpo. Porque los defensores italianos no eran como los españoles: en España te mataban a codazos y a patadas, a mí me pegaron hasta en la lengua, pero en Italia no, porque la televisión los mandaba en cana a todos y porque se entrenaban para marcar. ¡Y eso que yo tenía el recuerdo de Gentile, en el Mundial '82! Me fui adaptando, me fui adaptando y ahí, en esa etapa, fue fundamental Fernando Signorini.
Yo le decía el Ciego, porque no veía una vaca adentro de un baño, pero sabía mucho, muchísimo, más que nadie, de preparación física. Había llegado a mí en un mal momento, después de la lesión en España. Allá me había ayudado en la recuperación, por eso pude volver a los 106 días. En Nápoles, el trabajo era distinto: era poner a punto la máquina. Y lo logramos. Desde el primer día, en la pretemporada que hicimos en Castel del Piano, me hicieron sentir como un napolitano más: me aplaudieron los tacos, los caños, las chilenas —hice un gol así, en la primera práctica—, los amagues... Me festejaron todo.
El técnico era Rino Marchesi y debutamos contra el Verona, de visitantes, el 16 de septiembre de 1984. Nos hicieron tres. Tenían al danés Elkjaer-Larsen, al alemán Briegel... El alemán me hacía así,
tac,
y me sacaba de la cancha. Nos recibieron con una bandera que me hizo entender, de golpe, que la batalla del Napoli no era sólo futbolística: "BIENVENIDOS A ITALIA", decía. Era el Norte contra el Sur, los racistas contra los pobres. Claro, ellos terminaron ganando el campeonato y nosotros...
En la primera rueda del campeonato '84/'85 sacamos nueve puntos, ¡nueve puntos! Y me fui para Buenos Aires a pasar las fiestas con una vergüenza que no puedo ni contar. A la vuelta, cuando teníamos que empezar de nuevo, la segunda mitad del campeonato, en Italia hacía un frío de la puta madre. Y el 6 de enero, el día de Reyes, fuimos a jugar contra Udinese, que había sacado ocho puntos y peleaba con nosotros el descenso... ¡Era un partido por la B, a mí me daba una desesperación bárbara! La cosa es que le ganamos 4 a 3: para nosotros jugaba la Chancha Bertoni, Ricardo Daniel Bertoni, que hizo dos goles, y yo hice otros dos, de penal. A partir de ahí, después de las fiestas, hicimos más puntos que el Verona, que salió campeón. Nosotros hicimos 24 puntos y ellos 22. Nos quedamos afuera de la Copa UEFA por 2 puntos, nada más. Yo metí 14 goles, quedé tercero en la tabla, a 4 de Platini... Había cada nene en el campeonato italiano: el mismo Platini, Rummenigge en el Inter, Laudrup en la Lazio, Zico en Udinese, Sócrates y Passarella en la Fiorentina, Falcáo y Toninho Cerezo en la Roma.
Entonces, agrandado, lo encaro al presidente del club, Corrado Ferlaino, y le digo: "Compre a tres o cuatro jugadores y venda a los que la gente silba. El termómetro suyo tiene que ser ése, cuando yo le doy una pelota a uno y lo silban, chau... Y si no, piense en venderme, porque yo, así, no me quedo. Cómpreme un par de jugadores. A Renica, de la Sampdoria, que lo ponen de tres y es un líbero de la puta madre". Y lo fuimos armando, así lo fuimos armando.
Para la segunda temporada, la '85/'86, llegaron Alessandro Renica, Claudio Garella —que había sido el arquero campeón con el Verona— y Bruno Giordano... Garella atajaba con los pies, ¡era una cosa increíble, no usaba las manos! Por eso yo le pedía, por favor: "Está bien, no la agarres, pero no des rebote". Y nunca dejó una pelota ahí, para que la empujen. Por eso: yo digo que, por lo que sea, por juego o por resultados, lo que marqué a fuego en ese club fue una época de respeto. Antes Paolo Rossi se había negado a ir, porque decía que no era una ciudad para él, que en Nápoles había camorra. Lo cierto es que al Napoli no quería ir nadie.
Cuando lo vi por primera vez a Giordano, me di cuenta de que era un jugador para nosotros: había estado metido en el lío del Totonero, el escándalo con las apuestas clandestinas en lo que era como el Prode nuestro. Me dicen ése es Giordano, que esto, que lo otro... Jugaba en la Lazio, tocaba, se iba por la derecha, por la izquierda. Yo dije: "Este es para el Napoli". Y lo encaré: "Giordano, por favor, vení a jugar para nosotros". Y el me contestó:
Ya, cuando quieras.
Le pidieron tres palos verdes a Ferlaino y el tipo me lloraba, me decía que no los tenía. "Hace el esfuerzo, viejo", le dije. Y se hizo, por suerte, porque Giordano fue un fenómeno. Con Bruno nos entendíamos bárbaro, él se tiraba más atrás y yo iba un poco más de punta. Yo hice 11 goles y él 10, nos clasificamos para la Copa UEFA, terminamos terceros, a seis puntos de la Juve, que ganó el
scudetto.
El técnico, a esa altura, ya era Bianchi, Ottavio Bianchi... Bah, los técnicos éramos nosotros, porque a mí no me cayó bien de entrada. Era un duro, no parecía latino, más vale alemán, no le sacas una sonrisa ni a palos. Conmigo no era cargoso porque sabía que, cuando se ponía pesado, lo dejaba hablando pavadas. Era un tipo autoritario, pero conmigo tenía bastante consideración. Un día me dijo:
—
Hay un ejercicio que quiero que haga.
—¿Cuál?
—
Tiro la pelota y usted tiene que ir al piso para barrer con zurda y barrer con derecha.
—Eso yo no lo hago, yo no me voy a tirar al piso... A mí me tiran al piso los contrarios...
—Bueno, vamos a tener problemas todo el año.
—Bueno, y vos te vas a tener que ir.
Así era la relación, aunque los resultados los conseguíamos. Por suerte, para esa época, Dios ya me había puesto en el camino a Guillermo Cóppola. El firmó conmigo, en realidad, en octubre de 1985. Los cambios se dieron por aquello de la forma en que me había ido de Barcelona, en quiebra total. Insisto, no fue culpa sólo de Jorge Cyterszpiller; al fin, en realidad, las decisiones las tomé y las tomo siempre yo. Jorge no quería renunciar, porque tenía confianza en que nos íbamos a recuperar, pero yo ya había trabajado mucho como para no tener nada.
Las cosas van a cambiar,
me decía él. Y yo le contestaba: "No, las cosas no cambian, no va...". En realidad, yo había hecho un plan con mi mujer, sabíamos que teníamos toda una vida por delante y era necesario aprovecharla. Ese plan tenía que ver con los cambios que se venían, ya no podíamos esperar más.
A Guillermo yo lo conocía desde mi pase a Boca, aunque él, aquella vez, estaba del otro lado del mostrador. Defendía los intereses de la mayoría de los jugadores que tenían que pasar a Argentinos Juniors, sobre todo al Carly Randazzo, que era el que menos ganas tenía de irse. La cosa es que en el '85 estábamos en Ezeiza, concentrados para jugar un partido por la eliminatoria con el Seleccionado, y él se enteró por Ruggeri, por Gareca, que yo lo andaba buscando. En realidad, les había preguntado a ellos qué tal era, cómo se manejaba. Y recordaba, siempre, un gesto que Guillermo había tenido con Barbas, que me había llamado mucho la atención: después de transferirlo de Racing al Zaragoza, apareció por Alicante, donde estábamos concentrados para el Mundial de España, y le devolvió a Barbitas algo de plata, después de mostrarle un montón de números con la liquidación de los gastos. Todo con una minuciosidad terrible... Eso se lo recordé cuando nos sentarnos por primera vez a hablar de lo nuestro. Guillermo estaba charlando con Fillol, que también era de él —¡todos eran de él!— y yo lo llamé a mi habitación: le expliqué que la cosa con Jorge ya no iba más y si podía contar con él, que estaba por terminar la relación con Jorge... Guillermo me dijo que no quería entrometerse pero yo lo paré en seco: "¡Vos no tenés que hablar! Voy a hablar yo". El, en ese momento, representaba a casi doscientos jugadores, Ruggeri, Gareca y otros nenes, trabajaba en el banco y yo le pedía exclusividad. Me pidió tiempo. Cerró una transferencia más, la de Insúa a Las Palmas, me acuerdo, y cuando llegó a Nápoles ya tenía estudiados todos mis números, todos mis quilombos... Yo tenía una cuenta en el Banco de La Rioja, ahí lo conoció a Ramón Hernández, que iba a ser el secretario de Menem en la presidencia. ¿Quién se iba a imaginar dónde llegaría Ramón después? Enseguida, los puso a mi viejo y a mi suegro a trabajar en la oficina de Buenos Aires: qué había, qué faltaba, una especie de inventario; si no confiaba en ellos, ¿en quién iba a confiar? Era una forma de reunir a toda la familia, aunque ni mi suegro ni mi viejo entendieran nada de números. Ellos eran como una especie de inspectores.
Muchos años después, Guillermo me confesó que, para él, trabajar conmigo era la gloria, ¡era la gloria trabajar conmigo!
Lo de Guillermo, por sobre todas las cosas, fue el orden, el manejo, la presencia, la inteligencia para saber cómo emplear mi plata, cómo invertirla... El nunca tuvo un tanto por ciento de nada, porque... ¡él tenía más plata que yo! Muchas veces jodiamos que íbamos a hacer una carrera, a ver quién juntaba más. Porque de la situación en la que nosotros estábamos, Guillermo hizo un tesoro... Por eso, cuando dicen que Cóppola me lleva a esto, que Cóppola me lleva a lo otro, yo contesto: "Cóppola me sacó del cero y me llevó a diez, ¡Cóppola me sacó del cero y me llevó a diez!".
Y lo de la droga, que no hace a esta historia, lo respondo con pocas palabras, escuchen bien: jamás Cóppola pudo haberme llevado a la droga porque cuando yo empecé, en Barcelona, él todavía no estaba. Punto.
La cosa es que terminamos terceros, ¡terceros! Eso, para el Napoli, era la gloria. Campeón la Juve, segundo la Roma y terceros nosotros. ¿Se acuerdan de aquella bandera del Verona, en el primer partido de mi carrera en Italia? ¿Aquello de "BIENVENIDOS A ITALIA" para los napolitanos? Bueno, llegó el tiempo de la revancha, la vendetta...
Fue el 23 de febrero de 1986. Toda la curva, la tribuna de ellos, gritándonos:
¡Lavatevi, lavatevi!
(¡Lávense, lávense!). Nos ganaban dos a cero, los napolitanos indignados... Toque,
pin, pan,
se equivoca un defensor, gol mío. Y a cuatro minutos del final, pum, penal, le pego yo, dos a dos. ¡Festejamos, nosotros, como si hubiésemos ganado la Copa de Campeones! Y claro, los napolitanos que estaban en el banco, en vez de venir a abrazarnos a nosotros, todo el banco se fue abajo de la curva que había estado gritando:
¡Lavatevi, lavatevi!
Así éramos, así era el equipo y la ciudad donde jugábamos y vivíamos nosotros.
En la temporada '86/'87 explotó, por fin, todo lo que veníamos preparando. Encima, yo venía de ser campeón del mundo con la Argentina, en México. No me faltaba nada, nada... Bueno, sí, perdimos en el primer turno de la Copa UEFA contra el Toulouse, pero es que tampoco podíamos con todo: encima yo, aquel día, erré un penal en la definición, porque perdimos por penales... Pero igual, estábamos en la lucha grande.
Le había pedido a Ferlaino que me comprara a Carnevale, Andrea Carnevale, y, como ya había aprendido que yo no fallaba cuando pedía algo, me lo había traído desde Udinese. El me había preguntado qué nos faltaba para coronar y yo le había dicho: "Un poco de suerte, presidente, un poco de suerte, nada más". Los demás, los grandes, estaban asustados. Tenían a Platini, tenían un montón de fenómenos, pero también tenían miedo, ¡un miedo bárbaro! Colgaban banderas racistas, pero por temor: no entendían que unos pobres del sur se estaban llevando un pedazo de la torta que antes se comían sólo ellos, ¡el pedazo más grande!
Haber conseguido el primer
scudetto
para el Napoli en sesenta años fue, para mí, una victoria incomparable. Distinta a cualquier otra, incluso al título del mundo del '86 con el Seleccionado.
A el Napoli lo hicimos nosotros, desde abajo, algo bien de laburante. Me hubiera gustado que todos vieran cómo lo festejamos, lo celebramos más que cualquier otro equipo, ¡mucho más! Fue un
scudetto
de toda la ciudad. Y la gente fue aprendiendo que no había que tener miedo, que no ganaba el que tenía más plata sino que el más luchaba, el que más buscaba... Para esa gente, yo era el capitán del barco, yo era la bandera. Podían tocar a cualquiera, pero a mí no... Es que... es muy simple... cuando nosotros le empezamos a armar el equipo, llegaron los resultados: venía el Inter, lo goleábamos, venía el Milán, le ganábamos. A todos les ganábamos.