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Authors: Henry James

Tags: #Terror

13 cuentos de fantasmas (70 page)

BOOK: 13 cuentos de fantasmas
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Aguardaría un cuarto de hora más, hasta entonces no se movería. Y siguió con el reloj en la mano, con la vista clavada en él, pensando entretanto que aquélla era una espera deliberada, una espera que entrañaba esfuerzo, que —lo reconocía— cumpliría perfectamente la misión de demostrar lo que él quería. Sería una prueba de su valor (a no ser que la mejor manera de probarlo fuera moverse por fin de donde estaba). Lo que tenía más presente en aquellos momentos era que, puesto que no había salido huyendo, conservaba toda su dignidad (jamás en su vida pareció tener tanta) y podía proclamarla, llevándola en alto. Esto se lo representaba como algo que verdaderamente hacía como una imagen física; una imagen casi digna de una época más heroica.

Aquella visión brilló al principio tenuemente y un instante después se le presentó en medio de un brillo más esplendoroso. Después de todo ¿qué época heroica hubiera encajado con el estado de su mente o con la situación «objetivamente», —como solía decirse— prodigiosa en que se encontraba? La única diferencia habría consistido en que, enarbolando su dignidad por encima de la cabeza, como si la llevara escrita en un rollo de pergamino, entonces también hubiera podido —al tratarse de unos tiempos épicos— descender por la escalera con una espada desenvainada en la otra mano. La verdad es que en aquellos momentos la función de espada tendría que haberla desempeñado la vela que había dejado en la repisa de la chimenea, en la habitación de al lado; utensilio aquél para apoderarse del cual Spencer Brydon dio el número de pasos preciso, en el transcurso de un minuto. La puerta que mediaba entre las dos habitaciones estaba abierta y en la segunda había otra puerta que daba a una tercera habitación. Aquellas tres habitaciones, según recordaba, daban todas a su vez a un pasillo común, pero tras ellas había una cuarta habitación de la que no se podía salir sin pasar a la que la precedía.

Ponerse en movimiento, volver a oír el ruido de sus pasos, fue para Brydon una ayuda considerable; sin embargo pese a que reconocía este hecho, una vez más se demoró brevemente junto a la chimenea donde había dejado la luz. Cuando se puso de nuevo en movimiento, dudando sólo qué dirección tomar, reparó en un detalle que, tras haber caído inicialmente en él de un modo vago, le hizo sobresaltarse como suele suceder cuando nos asalta la angustia de un recuerdo que interrumpe violentamente la dicha del olvido en que vivíamos. Brydon tenía a la vista la puerta que ponía fin a la breve cadena de comunicación antes descrita, y la estaba viendo desde el umbral más próximo a la tal puerta, que no era la que quedaba frente a la misma. Situada a la izquierda del punto en que se hallaba, le hubiera franqueado el paso a la última de las cuatro habitaciones la que carecía de toda otra vía de acceso o salida, de no ser, y de eso estaba Spencer íntimamente convencido, porque la hubieran cerrado después de la última vez que la visitó, cosa que debió ocurrir aproximadamente un cuarto de hora antes. Se quedó contemplando fijamente, con toda la intensidad de su mirada, aquel hecho prodigioso, nuevamente paralizado y nuevamente conteniendo la respiración, mientras trataba de sondear el significado de aquello. Con toda seguridad la habían cerrado subsiguientemente, es decir: ¡No había la menor duda de que la última vez que pasó por allí estaba abierta!

Saltaba claramente a la vista que había ocurrido algo entretanto; no era posible que no se hubiera fijado antes (se refería al recorrido primero que hizo aquella noche por todas las habitaciones) en la presencia excepcional de aquella barrera. A partir de aquel momento se apoderó de él una agitación extraordinaria, suficiente para hacerle dudar de cuanto había visto antes. Intentó convencerse de que tal vez hubiera entrado en la habitación y luego, sin darse cuenta, automáticamente, acaso cerrara la puerta al salir. La dificultad estribaba en que precisamente aquello era algo que no hacía nunca; iba en contra de su táctica general —como hubiera podido decir él— que en esencia consistía en que todas las perspectivas estuvieran despejadas. Así lo hizo desde el principio y lo tenía muy presente: la extraña aparición, al fondo de una perspectiva lejana, de su desconcertada «presa» (término que ahora, merced a una ironía cruel, resultaba de lo menos adecuado) era la forma y el éxito más celebrados por su imaginación, que siempre le atribuía a aquella aparición una belleza refinada. Cincuenta veces había visto cómo empezaba a concretarse una percepción que luego acababa por desvanecerse; cincuenta veces se había dicho a sí mismo con un hilo de voz «¡allí!», bajo el efecto de alguna alucinación breve y estúpida. Desde luego, la casa se prestaba asombrosamente a ello; le brindaba a Spencer la posibilidad de admirar el buen gusto de una época en que la arquitectura local se recreaba de tal modo en multiplicar puertas, extremo opuesto a la tendencia moderna, que las suprime casi por completo. Pero esta característica de la casa también había contribuido a suscitar la obsesión de vislumbrar la presencia que la habitaba telescópicamente (como acaso hubiera podido decir Brydon), enfocándola y estudiándola desde una perspectiva lejana, como si no quisiera cansarse el brazo de tanto llevar la vela.

Tales eran las consideraciones que ocupaban su atención en aquellos momentos, y no servían sino para corroborar el carácter portentoso de lo que había visto. Era sencillamente imposible que hubiera sido él quien bloqueó aquella abertura; y si no había sido él, si esto era algo inconcebible ¿qué otra cosa cabía pensar, pues, sino que había otro agente? ¿Otro agente? Hacía sólo un momento que le había parecido oírle respirar; pero ¿cuándo lo había tenido Brydon tan cerca como ahora, merced a aquel acto tan sencillo, tan lógico, tan completamente personal? Es decir: se trataba de un acto tan lógico que hubiera cabido pensar que lo había ejecutado una persona. Mas ¿qué pensaba él de aquella acción? —se preguntaba Brydon a sí mismo, mientras respiraba entrecortadamente, creyendo que se le iban a salir los ojos de las órbitas. Ah, por fin estaban los dos frente a frente, las dos proyecciones de su mismo ser, pero de signo opuesto; y esta vez se atisbaba —tanto como se quisiera— la cuestión del peligro. Y con ella se planteaba como no se había planteado antes, la cuestión del valor, pues Brydon sabía que lo que el rostro desnudo de la puerta le estaba diciendo era: «¡Demuéstranos cuánto valor tienes!». La puerta le miraba fija, hostilmente, lanzándole aquel desafío; le exponía las dos posibilidades que tenía: ¿iba a abrir la puerta o no iba a abrirla? ¡Oh, darse cuenta de aquello era pensar, y Brydon sabía que pensar, en tanto que seguía allí, significaba, con el transcurso de los momentos, no haber actuado! No haber actuado (aquello le resultaba doloroso y le hacía sentirse desgraciado) significaba una vez más seguir sin actuar; significaba, en efecto, rotundamente, sentir todo aquello de una manera nueva y terrible.

¿Cuánto tiempo llevaba parado? ¿Cuánto tiempo llevaba debatiendo consigo mismo? Ya no había nada con qué medirlo, pues su ánimo ahora vibraba de un modo distinto, como por efecto de la intensidad con que sentía algo nuevo. Encerrado allí, acorralado, desafiante, comprobado palpablemente el hecho prodigioso de que se había llevado a cabo una acción física, quedando por tanto proclamado el hecho tan claramente como si estuviese escrito en un letrero bien visible… con todos aquellos indicios la situación tomaba un nuevo cariz; y Brydon por fin comprendió en qué consistía el cambio.

La situación aconsejaba una actitud radicalmente distinta. ¡Lo que se puso de manifesto para Brydon fue el valor supremo de la Discreción! Sin duda la idea se fue abriendo poco a poco paso en su mente, pues hubo tiempo de que así fuera. Brydon se mantenía perfectamente inmóvil en el umbral; aún no había avanzado ni retrocedido un milímetro. Lo más extraño de todo era que, ahora que con sólo dar diez pasos y poner la mano en el picaporte, o incluso —si fuera necesario— haciendo fuerza con el hombro y la rodilla contra la hoja de la puerta, tenía la oportunidad de calmar el hambre de su necesidad primigenia; ahora que tenía la oportunidad de saciar su enorme curiosidad y de aplacar su desasosiego… le ocurrió algo asombroso, pero también exquisito y excepcional: de golpe, ya no deseaba lo que con tanta insistencia había buscado. Discreción… se lanzó sobre aquella idea; y sin embargo es muy cierto que no llegó a tal extremo porque así salvara la integridad psicológica o la piel sino porque —lo que era mucho más valioso— así salvaba la situación. Cuando digo que se «lanzó» sobre aquella idea lo hago porque el término está en consonancia con el hecho de que (la verdad es que no sé al cabo de cuánto tiempo) se puso de nuevo en movimiento, yendo derecho hacia la puerta. No quería tocarla (ahora hubiera podido hacerlo, de haberlo querido); lo único que quería era esperar un rato allí para dar testimonio, para demostrar que no quería hacerlo. En la nueva posición que ocupaba, sólo le separaba de la revelación que tanto había buscado una delgada madera de la que sin embargo mantenía apartados los ojos y las manos, intensamente concentrado en su inmovilidad. Estaba en actitud de escucha, como si se pudiera oír algo, pero lo que estaba haciendo todo aquel tiempo era oír su propia voz: «Si no quieres, bien, de acuerdo: te dispenso; abandono. Entiendo que me estás suplicando que tenga compasión: quieres convencerme de que existen razones firmes y sublimes (¿qué sé yo?) para pensar que los dos habríamos sufrido. Las respeto, pues, y a pesar de creer que la conmoción que he experimentado y el privilegio que se me ha concedido jamás recayeron antes sobre hombre alguno, me retiro; renuncio, para siempre jamás, por mi honor lo digo, a volver a intentarlo. Así pues, descansa para siempre… y déjame a mí hacer otro tanto.»

Con aquellas palabras que él creía solemnes, mesuradas, dirigidas a alguien, Brydon expresó sus sentimientos más profundos. Cuando acabó se dio la vuelta; ahora se daba verdaderamente cuenta de lo profundamente afectado que se había visto. Volvió sobre sus pasos, recogió la palmatoria, viendo que se había consumido casi hasta la arandela y volvió a escuchar nítidamente el ruido de sus ligerísimas pisadas; tras lo cual, al cabo de un momento, supo que se hallaba al otro extremo de la casa. Al llegar allí hizo algo que nunca había hecho todavía a aquellas horas: abrió la hoja de una ventana de la fachada y dejó que penetrara el aire de la noche; antes, haber hecho una cosa así hubiera significado romper bruscamente el hechizo. Ahora ya no importaba, pues el hechizo ya estaba roto; estaba roto porque Brydon había hecho una concesión, porque se había rendido, de modo que ya no tenía ningún sentido que regresara jamás. La calle vacía (su otra vida, tan palpable, aunque ahora sólo fuera un desierto iluminado por faroles) estaba al alcance de su voz, al alcance de su mano. Brydon se disponía a volver al mundo, aunque de momento seguía allá arriba, en la ventana; observaba, como si estuviera esperando que ocurriese un hecho normal, que le reconfortara, algún detalle vulgar y humano, ver pasar a un ladrón o un basurero, algún ave nocturna, por muy corriente que fuera. Habría agradecido aquel signo de vida; se habría alegrado mucho de ver cómo se acercaba lentamente su amigo el policía, a quien hasta entonces sólo había evitado y si apareciera ante su vista el guardia, Brydon no estaba seguro de no ir a sentir el impulso de entablar relación con él, de llamarlo desde el cuarto piso en que se encontraba, poniendo cualquier pretexto.

No se le ocurría ningún pretexto que no fuera demasiado estúpido o demasiado comprometedor, ninguna explicación que dejara a salvo su dignidad, impidiendo que apareciera su nombre en los periódicos: estaba tan ocupado pensando cómo ser fiel al principio de la Discreción (como consecuencia de la promesa formulada poco antes a su íntimo adversario) que la cuestión cobró mucha importancia, trastocando con total ironía el sentido de la proporción de Brydon. Si hubiera habido una escalera de mano apoyada en la fachada de la casa, aunque fuera una de esas perpendiculares y vertiginosas que utilizan pintores y techadores y que a veces no retiran por la noche, se las hubiera arreglado como fuera para subirse a horcajadas en el alféizar y, estirando al máximo brazos y piernas, llegar hasta el medio que le facilitaría el descenso. Si hubiera habido uno de aquellos extraños artilugios como los de las habitaciones de los hoteles, dispuestos para que se utilizaran en caso de incendio, y que consistían en una cuerda de nudos o en una tira de lona, Spencer Brydon los hubiera utilizado como prueba… bueno, pues, de la delicadeza que en aquellos momentos se adueñaba de él. Era éste un sentimiento que, tal como estaban las cosas, abrigaba un poco en vano, y que al final (una vez más al cabo de no sabía bien cuánto tiempo) acabó por convertirse de nuevo en una vaga sensación de angustia, quizá por el efecto que causó sobre su ánimo ver que el mundo exterior no le respondía. Le parecía llevar siglos esperando alguna señal procedente de aquel silencio vasto y siniestro; también la vida de la ciudad estaba bajo los efectos de un hechizo: no se explicaba de otro modo que durara tanto aquel vacío inerte, aquel silencio antinatural que recorría en todas direcciones el panorama de objetos desconocidos y más bien desagradables que contemplaba.

Brydon se preguntaba si alguna vez aquellas casas de nítido perfil (que ya empezaban en medio de la aurora incipiente, a adquirir un aspecto lívido) habían mostrado tanta indiferencia hacia las necesidades de su espíritu.

Grandes vacíos edificados, grandes quietudes atestadas de gente que, enclavadas en el corazón de las ciudades, solían, durante las altas horas de la noche, ocultarse tras una suerte de máscara siniestra. Y aquella gigantesca negación colectiva iba enseguida a hacérsele patente a Brydon (tanto más cuanto que estaba a punto de amanecer, cosa que parecía casi increíble), mostrándole a Brydon el perfil de la noche que acababa.

Consultó de nuevo el reloj dándose cuenta de lo mucho que se le había trastocado la noción del tiempo (le había parecido que las horas eran minutos, al revés que en otras situaciones de tensión, en las que los minutos se le antojaban horas). El aire extraño que tenían las calles no era sino el arrebol tenue y apagado del amanecer, que se iba abriendo paso en medio de la oscuridad, que aún lo envolvía todo. La única nota de vida fue la llamada implorante que él lanzaba desde la ventana abierta, y no obtuvo respuesta, así que cuando por fin se calló, quedó sumido en una desesperación aún mayor. Sin embargo, pese a sentirse tan profundamente desmoralizado, fue una vez más capaz de sentir un impulso que denotaba (al menos conforme a la valoración que en aquellos momentos Brydon hacía de las cosas) una resolución extraordinaria: se sentía capaz de volver sobre sus pasos y llegar hasta el punto donde se le heló la sangre, al disiparse la última sombra de duda sobre si había en la casa otra presencia aparte de la suya. Aquello requería un esfuerzo tan grande que podía incluso hacerle enfermar; pero Brydon contaba con su razón, que en aquellos momentos era más poderosa que ninguna otra cosa. Tendría que atravesar toda la casa. ¿Cómo se mantendría firme en su resolución si la puerta que antes había visto cerrada, se encontrara abierta ahora? Podía aferrarse a la idea de que el cierre de la puerta había sido en la práctica un acto de clemencia para con él; así se le brindaba la oportunidad de bajar las escaleras y marcharse, abandonar aquel lugar para no volver a profanarlo nunca. Era un planteamiento coherente y podía dar resultado; pero el significado que Spencer Brydon quisiera asignarle dependía claramente del poco o mucho dominio de sí mismo que tuviera en aquellos momentos como consecuencia de su reciente actividad, o más bien de su reciente inactividad. La imagen de aquella «presencia» (independientemente de cuál fuera la naturaleza de la misma) esperando allí su llegada… jamás había sido aquella imagen algo tan concreto para los nervios de Brydon como cuando se detuvo en seco a muy poca distancia del punto en que, sin duda alguna, hubiera tenido lugar el encuentro. Pues, con toda su resolución o, más exactamente, con todo su miedo, Spencer Brydon, efectivamente, se detuvo en seco; cuando tuvo la posibilidad de ver qué había, no la utilizó. El riesgo era muy elevado y su terror muy definido: en aquellos momentos su terror revestía una forma absolutamente inequívoca.

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