Spencer recordaría aquellas palabras en el transcurso de las semanas siguientes, pues habían hecho resonar con eco argentino vibraciones que últimamente se ocultaban, acalladas y enmascaradas, entre los más recónditos entresijos de su ser.
El fenómeno empezó a manifestarse al cabo de los primeros quince días. Se trataba de una sensación de asombro, de origen desconocido; hacía aparición de un modo brusco y extrañísimo: le salía al paso (y esta imagen era la que tenía en cuenta para juzgar el asunto o al menos la que le hacía estremecerse y sonrojarse no poco) como hubiera podido salirle al paso, al doblar un oscuro recodo en una casa vacía, una silueta extraña, un ocupante inesperado. Esta extraña analogía le perseguía obsesivamente, cuando no la perfeccionaba él mismo, dándole una forma aún más intensa: se imaginaba que abría una puerta tras la cual tenía la seguridad de que no había nada, una puerta que daba a una habitación vacía, con los postigos echados; topábase, sin embargo, dominando un gran sobresalto, con una presencia totalmente rígida, algo que se hallaba inmóvil en medio del lugar, haciéndole frente a través de la oscuridad. Después de la visita que efectuaron al edificio en construcción, se acercó a pie, en compañía de su amiga, para ver la otra casa, la que siempre consideraba, con mucho, la mejor. Uno de sus ángulos daba al este (allí precisamente estaba el rincón feliz) y en aquel punto se entremezclaban una calle cuyo flanco occidental se hallaba bastante degradado y desfigurado, y una avenida que, debido al contraste, resultaba conservadora. La avenida, como dijo la señorita Staverton, aún tenía pretensiones de decencia; la gente de edad había desaparecido casi del todo y se desconocían los apellidos con alcurnia; esporádicamente, algo que parecía estar allí por equivocación despertaba una imagen evocadora del pasado. Era como ver por la calle, a altas horas de la noche, a una persona muy anciana, experimentando el impulso amable de observarla o seguirla para tener la seguridad de que regresara a su casa sin sufrir percance alguno.
Nuestros amigos entraron juntos en la casa; Spencer abrió con llave, pues no había servidumbre alguna que se ocupara de la edificación. El tenía sus razones —según explicó— para preferir mantener vacío el lugar, excepción hecha de un sencillo acuerdo establecido con una buena mujer que vivía en la vecindad y acudía una hora todos los días para abrir las ventanas, limpiar el polvo y barrer. Spencer Brydon tenía sus razones, las cuales, con el paso del tiempo, iban ganando solidez a sus ojos; cada vez que acudía a aquel lugar las encontraba más convincentes, aunque no se las enumeró todas a su acompañante, como tampoco le había dicho todavía la frecuencia totalmente absurda con que se pasaba por allí. De momento sólo le permitió ver, mientras recorrían las grandes estancias desnudas, que aquél era el reino absoluto de la vaciedad y que desde el tejado hasta los cimientos lo único que podía tentar a los ladrones era un objeto que había en un rincón: la escoba de la señora Muldoon. La señora Muldoon se encontraba en el edificio en aquellos momentos y atendió a los visitantes locuazmente, precediéndoles de habitación en habitación, abriendo postigos y levantando las hojas de las ventanas, todo ello —según comentó— para enseñarles qué poco había que ver. Efectivamente había poco que ver en el interior de aquel edificio grande y desolado cuyas características principales, la distribución del espacio y el estilo propio de una época con un sentido más amplio de las proporciones ejercían no obstante sobre su dueño el efecto de una súplica honrada. Y le afectaba como si se tratara de una súplica hecha por un buen sirviente, por un criado que se hubiera pasado toda la vida a sus órdenes y que ahora le pidiera una carta con buenas referencias, o incluso una pensión de jubilación. No obstante, también influyó un comentario que hizo la señora Muldoon, según el cual, aunque se sentía muy reconocida hacia el señor Brydon por encomendarle aquellas tareas de mediodía, tenía grandes esperanzas de que nunca le pidiera una cosa. Si por alguna razón llegaba a desear de ella que acudiese a la casa después de caer la oscuridad, se vería obligada, aun sintiéndolo mucho —y esto lo dijo con fuerte acento neoyorquino—, a decirle que se lo pidiese a otra persona.
El hecho de que no hubiera nada que ver no significaba en opinión de aquella digna mujer, que no existiera la posibilidad de que se vieran ciertas cosas, y a continuación le dijo con toda naturalidad a la señorita Staverton —haciendo gala de una jerga muy peculiar— que desde luego no se le podía pedir a ninguna dama que reptara a las plantas altas durante las horas malignas. Luz de gas o eléctrica sólo la había fuera de la casa, lo cual le dio pie a la señora Muldoon para evocar con bastante vivacidad una visión horripilante de sí misma avanzando por entre las enormes habitaciones en penumbra (¡con tantas como había!) a la exigua luz de una vela. La señorita Staverton respondió a su franca mirada sonriendo, al tiempo que le aseguraba que ciertamente ella se guardaría mucho de aventurarse a hacer nada semejante. Entretanto, Spencer Brydon guardaba silencio …de momento; el asunto de las horas «malignas» en su antiguo hogar ya se había convertido por aquel entonces en una cuestión sumamente seria para él. El ya llevaba varias semanas «reptando» y sabía muy bien por qué tres semanas antes había depositado personalmente un paquete de velas en el fondo de un cajón del antiguo y elegante armario empotrado que había al final del comedor. En aquel preciso instante se reía de lo que decían quienes con él estaban; sin embargo cambió rápidamente de tema por dos razones. En primer lugar porque le pareció que su risa, incluso en aquel momento, despertaba aquel mismo eco excitado, aquella misma resonancia humana, consciente (no sabía muy bien cómo decirlo), que tenían los sonidos cuando estaba allí a solas, un eco que regresaba no sabía si a su imaginación o a su oído. En segundo lugar porque supuso que en aquel instante Alice Staverton se disponía, tras haber adivinado algo, a preguntarle si alguna vez se aventuraba a hacer aquello de lo que hablaban. Había ciertas adivinaciones para las que no estaba preparado; en todo caso había alejado el peligro de aquella pregunta cuando la señora Muldoon los dejó, dirigiéndose a otras partes de la casa.
Felizmente había bastantes cosas que decir en aquel reducto sagrado, cosas que podían decirse libre y claramente. Por eso se precipitó un aluvión de frases cuando su amiga, después de echar un vistazo cargado de afecto al lugar en que se encontraban, abrió brecha, diciendo:
—¡Espero que no se esté usted refiriendo a que quieren que eche abajo esta casa!
Su respuesta, instigada por la reaparición de un sentimiento de cólera, no se hizo esperar: por supuesto que eso era exactamente lo que querían, y la razón por la que le acosaban día a día, con una insistencia que sólo se puede dar en gentes que ni aun a riesgo de perder la vida serían capaces de comprender la lealtad que se debe a los sentimientos más nobles. Aquel lugar, tal y como lo había encontrado, despertaba en Spencer Brydon un interés y un júbilo que él no era capaz de expresar con palabras. ¡Existían otros valores distintos de los infectos valores inmobiliarios! Pero en aquel punto le interrumpió la señorita Staverton.
—En resumidas cuentas, su rascacielos le proporcionará tantos beneficios que, con la vida de desahogo que va a llevar gracias a esas ganancias innoblemente obtenidas, podrá usted permitirse el lujo de venir por esta casa para tener sus momentos de sentimentalismo.
Spencer percibió en su sonrisa, así como en sus palabras, aquella delicada ironía, tan característica de ella, que le parecía ver en la mitad de las cosas que decía. Era una ironía carente de acritud, cuyo origen exacto era una imaginación desbordante, y nada tenía que ver con los sarcasmos baratos que se oyen en boca de la mayoría de las gentes que se mueven en la buena sociedad, gentes que pugnan por labrarse una reputación de inteligencia, siendo así que ninguno la posee en grado alguno.
Tras una breve vacilación, Brydon respondió:
—Bueno, sí, eso lo expresa con bastante precisión.
Y en aquel momento se sintió complacido, pues tenía la seguridad de que la imaginación de Alice sabría hacerle justicia. Spencer le explicó que aunque jamás recibiera un dólar por la otra casa él de todos modos le seguiría siendo fiel a ésta. A continuación, mientras se paseaban morosamente por las distintas estancias, recalcó el detalle de que su actitud ya empezaba a ser causa de estupefacción; él se daba perfecta cuenta de la genuina perplejidad en que estaba sumiendo a otros.
Spencer Brydon habló del valor que hallaba oculto detrás de todo cuanto allí se contemplaba: tras el mero espectáculo de las paredes desnudas, tras la mera forma de las habitaciones, tras los meros crujidos del suelo, tras el mero tacto de su mano al coger los pomos (pomos antiguos, bañados en plata, adosados a las puertas de caoba; tacto que evocaba la presión que con la palma de la mano hicieran los muertos). Setenta años del pasado, en fin, que aquellos objetos representaban; los anales de casi tres generaciones, contando la de su abuelo, cuyos días hallaron fin allí; y las cenizas intangibles de su juventud, extinta hacía tanto tiempo, que flotaban en aquel mismo aire cual partículas microscópicas. Alice Staverton escuchó todo aquello; era una mujer que respondía con el corazón pero que no malgastaba palabras. Así pues, no lanzaba al viento nubes de vocablos; sin necesidad de hacerlo podía asentir, podía estar de acuerdo y, sobre todo, sabía dar ánimos. Tan sólo al final fue un poco más lejos que el propio Brydon:
—Pero ¿cómo puede usted saberlo? Puede que, después de todo, se quiera venir a vivir aquí.
Estas palabras le hicieron pararse en seco, pues no se trataba precisamente de lo que estaba pensando, al menos no en el sentido que ella le dio a lo que dijo.
—¿Quiere usted decir que puedo decidir quedarme en este país por esta casa?
—¡Bueno, es que no es una casa cualquiera…!
Sus palabras, llenas de tacto y elegancia, ponían sutilmente de relieve que la casa se hallaba enclavada en un lugar monstruoso, detalle que era una clara demostración de que ella no era persona que malgastara palabras.
¿Cómo podía nadie que tuviera un dedo de frente insistir en que otra persona quisiera vivir en New York?
—Ya —dijo él—; yo hubiera podido vivir aquí (puesto que tuve ocasión de hacerlo siendo muy joven). Hubiera podido pasar aquí todos estos años. Entonces todo habría sido bastante diferente y bastante raro, diría yo. Pero esa es otra cuestión. Además la belleza del gesto (me refiero a mi perversidad, a mi negativa a aceptar negocios con la casa) estriba precisamente en la ausencia total de razones. ¿No se da cuenta de que si en este asunto obrara guiado por alguna razón, tendría que proceder de otra manera? Y entonces, dicha razón tendría, inevitablemente, carácter monetario. Aquí no existe mas que una razón: la de los dólares. Así pues, prescindamos de toda razón… que no haya ni el espectro de una razón.
Se encontraban nuevamente en el recibidor, disponiéndose a partir, pero desde donde estaban se dominaba, a través de una puerta abierta, una amplia vista del salón principal, que era una estancia de forma cuadrada, de grandes dimensiones y ventanas generosamente espaciadas unas de otras, acierto arquitectónico éste que le confería un cierto carácter de antigüedad. Alice Staverton dejó de contemplar el aposento y miró a los ojos de su acompañante durante un momento.
—¿Está usted seguro de que el «espectro» de una razón no sería una cosa mas bien útil?
Spencer Brydon notó perfectamente cómo palidecía. Pero creyó que, llegados a aquel punto, ya no habrían de profundizar más en el tema, pues cuando respondió, se dibujó en su rostro una expresión a mitad de camino entre una sonrisa y una mirada de contrariedad.
—Claro, los espectros… ¡seguro que la casa está plagada de espectros! Si no fuera así me avergonzaría de este lugar. La pobre señora Muldoon tiene razón: por eso me limité a pedirle que viniera a echar un vistazo.
La señorita Staverton volvió a mirar con aire ausente; era evidente que le pasaban por la cabeza cosas que no decía. Incluso es posible que durante el minuto que estuvo ensimismada en aquella elegante habitación su imaginación le diera vagamente forma a algún elemento, simplificándolo, al igual que simplifica una mascarilla funeraria el bello rostro que reproduce. Quizá la forma que vislumbró en aquel momento dejó una huella similar a la sensación que causa la expresión que queda fijada en la mascarilla de escayola. No obstante, fuera el que fuere el contenido de su impresión, ella optó por la vaguedad de un tópico.
—Bueno, ¡si la casa estuviera amueblada y habitada…!
Alice parecía querer dar a entender que si la casa aún estuviera amueblada tal vez él se hubiera mostrado un poco menos reacio a la idea de regresar. Pero pasó directamente al vestíbulo, como si quisiera dejar atrás las palabras que había dicho. Un instante después, Spencer abría la puerta de la casa, quedando los dos en lo alto de la escalinata. Luego él cerró la puerta y se guardó la llave en el bolsillo y, mirando arriba y abajo, llegó hasta ellos la realidad y la crudeza (si se compara con el lugar del que salían) de la avenida. A Spencer le hizo pensar en la fuerza del impacto que ejerce la luz exterior del desierto sobre el viajero que emerge de una tumba egipcia. Pero antes de acceder a la calle se arriesgó a emitir la respuesta que pensó para las palabras de Alice.
—Para mí la casa está habitada y amueblada.
Ante lo cual ella tenía el fácil recurso de suspirar, corroborando con vaguedad y discreción su aserto.
—¡Ah, sí…!
Pues los padres de Spencer Brydon así como su hermana predilecta, por no decir nada de otros muchos familiares habían pasado allí toda su vida y allí habían visto el fin de sus días. Eso significaba que las paredes estaban llenas de vida, y aquello no era posible borrarlo.
Unos días después, en el transcurso de otra hora que pasó en compañía de Alice, Spencer manifestó que la curiosidad —exageradamente lisonjera— que sentían sus conocidos por saber qué opinión le merecía New York, le hacía perder la paciencia. No se había formado ningún juicio que pudiera expresar públicamente, y con respecto a lo que «pensaba» (pensaba bien o mal de lo que le rodeaba), su mente se hallaba enteramente absorta por un solo pensamiento. Era puro y vano egoísmo y era, además, si ella lo prefería así, una obsesión morbosa.