Brydon sabía (sí, nunca había estado tan seguro de una cosa como lo estaba ahora) que si veía la puerta habría llegado, de un modo totalmente abyecto, su fin. La puerta abierta significaría que el causante de su vergüenza (era su vergüenza lo que le hacía pensar en una abyección total) se hallaba de nuevo en libertad, dueño de todo el lugar, y esto lo dejaba a merced de un hecho que veía con toda claridad, una determinación que se vería obligado a tomar. Regresaría directamente a la ventana que había dejado abierta y una vez junto a aquella ventana por más que no hubiera ni una larga escalerilla ni una cuerda colgando, Brydon se veía a sí mismo incontrolada, enloquecida, fatalmente camino de la calle. Al fin logró Brydon alejar de sí tan espantosa posibilidad; pero para ello sólo había un medio, y era retirarse sin comprobar si la puerta estaba o no cerrada.
Antes tendría que salvar toda la casa, aquel hecho seguía en pie; la diferencia era que ahora sabía que lo único que le haría ponerse en movimiento era no salir de la incertidumbumbre en que se hallaba con respecto a cierto hecho. Pasó furtivamente junto al lugar donde antes se había parado, alejándose de allí (el mero obrar así se convertía de repente en una garantía de seguridad) y, avanzando a ciegas en dirección a la escalera principal dejó atrás habitaciones abiertas y pasillos en los que resonaban ecos. Por fin llegó el principio de las escaleras; por delante tenía un prolongado descenso a oscuras y tres rellanos que lo jalonarían. Su instinto le decía que no hiciera ningún ruido, pero sus pies caían con fuerza sobre el suelo y, cosa extraña, cuando al cabo de dos minutos se percató de ello, le pareció que era un modo de pedir ayuda. No hubiera podido hablar; el tono de su voz le habría asustado, y la idea o recurso habituales de silbar en la oscuridad (ya fuera literal o figuradamente) le parecía algo degradante y vulgar; pese a lo cual seguía deseando oír el ruido que hacía al huir, y cuando alcanzó el primer rellano (cosa que hizo sin precipitarse pero sin perder nada de tiempo), aquel éxito parcial le hizo soltar un suspiro de alivio.
Además, la casa se le antojaba inmensa y las proporciones espaciales desmesuradas; las habitaciones abiertas, hacia ninguna de las cuales se atrevía a dirigir la mirada, como tenían los postigos echados, semejaban bocas de cavernas tenebrosas. Tan sólo la alta claraboya que coronaba el profundo pozo en que se hallaba, creaba en él un medio en cuyo seno podía avanzar pero de una tonalidad tan extraña que semejaba una suerte de hades submarino. Brydon intentó pensar en algo noble, como que su casa era un lugar verdaderamente grandioso, una posesión espléndida; pero aquel pensamiento noble revistió simultáneamente otra forma: el deleite inequívoco con que finalmente sacrificaría la mansión. Ahora podían hacer su aparición los constructores, los destructores: podrían venir tan pronto como les viniera en gana. Rebasados dos rellanos inició el descenso de otro tramo de escalera y, a mitad de camino, cuando sólo le quedaba un descansillo más, logró atisbar cierta claridad, resultado de diversos factores: las ventanas del piso de abajo; las persianas a medio echar, de cuando en cuando, el destello fugaz de los faroles callejeros; las zonas acristaladas del vestíbulo. Era el fondo del mar, que tenía luz propia y que, según pudo ver (cuando en un momento dado se detuvo y, asomándose por encima de la barandilla, echó una larga ojeada hacia las profundidades) estaba pavimentado con las baldosas de mármol de su infancia. Para entonces Spencer Brydon se sentía indudablemente mejor, como hubiera podido decir de haberse hallado en una situación más normal; había sido capaz de detenerse para tomar aliento y su mejoría se acentuó cuando tuvo a la vista aquellas losas blancas y negras que le recordaban el pasado. Pero su sensación más intensa (en la que había además un elemento de total impunidad) era que ahora quedaba definitivamente zanjada la cuestión de qué hubiera visto arriba, de haberse atrevido a echar un último vistazo. La puerta cerrada, ahora felizmente remota, seguía cerrada… y a Brydon sólo le restaba, cosa que enseguida haría, alcanzar la otra puerta: la de la casa.
Siguió bajando, cruzó la distancia que le separaba del último tramo; y si volvió a detenerse un instante fue sobre todo porque la certidumbre de su huida le hizo sentir una emoción intensísima que le obligó a cerrar los ojos (que volvió a abrir para seguir bajando la recta pendiente de los peldaños restantes). Seguía teniendo la misma sensación de impunidad, pero se trataba de una impunidad casi excesiva pues, cuando las luces laterales y la que penetraba a través de la tracería en abanico situada encima de la puerta iluminaron directamente el recibidor, Spencer Brydon advirtió al cabo de un instante que el vestíbulo estaba abierto, que alguien había echado hacia atrás las hojas de la puerta interior. Merced a lo cual se le planteó por segunda vez aquel interrogante, y también por segunda vez casi se le salían los ojos de las órbitas, como cuando en el piso más alto de la casa descubrió lo ocurrido con la otra puerta. Si había dejado abierta la puerta de arriba ¿no había dejado cerrada esta de abajo? ¿no se hallaba ahora ante la evidencia más inmediata de que se estaba llevando a cabo una actividad oculta inimaginable? El interrogante que se planteaba era tan acuciante como tener un cuchillo en el costado, pero la respuesta seguía sin tomar forma, pareciendo perderse en la vaga oscuridad, en cuyo seno sólo se destacaba una tenue luminosidad auroral que se filtraba hasta el suelo en forma de arco, penetrando por encima de la puerta de la calle, resplandor semicircular, nimbo de plata fría que, cuando Brydon lo miraba parecía cambiar de sitio, aumentar y disminuir de tamaño. Parecía que en medio del semicírculo hubiera algo, protegido por la falta de claridad, que se confundía con la extensión opaca que había más atrás, la superficie pintada de la última barrera que le quedaba a Spencer Brydon en su huida, la puerta cuya llave tenía en el bolsillo. Por más que aguzara la vista, la falta de luz se burlaba de él, como si envolviera o desatara toda certidumbre por lo que, después de que su paso vacilara un instante, nuestro hombre decidió seguir adelante, pues le daba la sensación de que por fin, efectivamente, allí había algo que ver, que tocar, que coger, que conocer… algo que no tenía nada de natural, algo espantoso, pero Brydon sabía que no le quedaba otro remedio para avanzar hacia aquello, encontrándose con la libertad o con la derrota.
La densa penumbra verdaderamente ocultaba a una figura que en su seno se alzaba tan inmóvil como las imágenes erectas que se ven en los nichos o como un centinela de yelmo negro que defendiera un tesoro.
Después Brydon iba a conocer, iba a ver y recordar algo en lo que había creído a lo largo de su descenso. En la zona central del gran semicírculo grisáceo que se recortaba contra el suelo Spencer vio que disminuía la oscuridad y percibió que se concretaba la misma forma que la pasión de su curiosidad le había hecho anhelar durante tantos días. Se perfiló, apenas distinguiéndose de la oscuridad, y era algo, era alguien, el prodigio de una presencia personal.
Rígido, consciente, espectral y sin embargo humano, ante Spencer Brydon había un hombre de su misma sustancia y estatura, aguardándole para medir su capacidad de terror. No podía ser otra su intención, o eso creyó Brydon hasta que, avanzando, se dio cuenta de que lo que le impedía distinguir su rostro era que se hallaba oculto tras unas manos levantadas. Lejos de hallar ante sí un rostro desnudo y distante, se encontraba una faz parapetada tras un gesto oscuramente implorante. Así fue como Brydon percibió lo que tenía ante sí; ahora todos los detalles se destacaban nítidamente en medio de una mayor claridad: su inmovilidad absoluta; la verdad palpitante de su existencia, su cabeza entrecana, inclinada hacia adelante; las manos blancas que ocultaban su rostro; la extraña realidad de su atuendo: el traje de etiqueta, los quevedos que pendían de una cadenita, las brillantes solapas de seda de los bolsillos, la blancura de la camisa de lino, la perla que remataba el alfiler de la corbata, el estuche de oro del reloj, los zapatos bruñidos. Ningún gran maestro de la pintura moderna habría logrado un retrato más fiel; el tratamiento artístico más consumado no habría logrado una mejor representación de cada uno de sus rasgos y matices. Antes de que nuestro amigo se diera cuenta, la presencia retrocedía presa de un horror inmenso: Brydon comprendió de repente que tal era el sentido del gesto inescrutable de su adversario. Al menos tal era el significado que le sugería la presencia que él contemplaba, boquiabierto; pues Spencer Brydon no podía menos de quedarse atónito al ver que de su otro yo se apoderaba también la angustia; quedarse boquiabierto ante la evidencia de que, ahora que él, Brydon, había llegado allí, a un paso de la vida triunfante, a la que pronto accedería, de la que enseguida disfrutaría, ahora su otro yo no era capaz de hacerle frente a su triunfo. ¿No evidenciaba todo esto aquel gesto de ocultarse tras las manos, unas manos fuertes, espléndidas, completamente extendidas? Manos extendidas con intención tan obvia que (a pesar de un detalle singularmente veraz que se destacaba por encima de todos los demás, el hecho de que a una de las manos le faltaban dos dedos que quedaban reducidos a muñones, como si los hubiera perdido por causa de un disparo fortuito) el rostro quedaba eficazmente oculto y a salvo.
Pero ¿quedaría «a salvo»? Brydon siguió allí, respirando con dificultad por causa del asombro que sentía, hasta que la misma impunidad de su actitud y la misma insistencia de su mirada provocaron, según él mismo pudo comprobar, un movimiento súbito que un instante después se reveló como un portento aún mayor. Mientras Brydon seguía mirando, la presencia alzó la cabeza, denotando una intención más valerosa, y empezó a mover las manos, a separarlas. Entonces, como si fuera el resultado de una decisión instantánea, apartó el rostro, dejándolo al descubierto, desnudo. Al contemplarlo, el horror se apoderó de Spencer Brydon, atenazándole la garganta, donde se ahogó un sonido que no fue capaz de emitir; porque la identidad espantosa que quedaba al descubierto no podía corresponderse con la suya, y aquella mirada airada expresaba su propia protesta apasionada. ¿El rostro, aquel rostro, el de Spencer Brydon? Aún lo contempló un instante más, pero enseguida apartó la mirada, aterrado, rechazándolo, cayendo fulminantemente desde el pináculo de la sublimidad en que se hallaba. ¡Era un rostro desconocido, inconcebible, espantoso, desconectado de toda posibilidad…! Spencer se quejó, en su fuero interno; se sentía estafado por haber dedicado tanto tiempo al acoso de su víctima: la presencia que ante sí tenía era, efectivamente, una presencia; el horror que en su interior anidaba era verdadero horror, pero la pérdida de tantas noches era algo grotesco, y el éxito de su aventura una ironía. Se hallaba ante alguien que no tenía absolutamente ningún punto de contacto con él, que convenía a su otra personalidad en algo monstruoso. Una y mil veces sí, a medida que se le aproximaba el otro ser: aquél era el rostro de un desconocido. Ahora lo tenía más cerca, como si se tratara de una de esas imágenes fantásticas que crecen y crecen, proyectadas por la linterna mágica de nuestra niñez; pues el desconocido, quienquiera que fuese, avanzaba maligno, odioso, estridente y vulgar, como si tuviera intención de agredirle, y Brydon supo que estaba cediendo terreno ante la presencia. Entonces, aún más acosado, sintiéndose desfallecer por la intensidad de la sorpresa recibida, cayendo hacia atrás, como derribado por aquel aliento caluroso y por la pasión que desataba una vida más poderosa que la suya, por la cólera de una personalidad ante la cual la suya se derrumbaba, Spencer Brydon sintió que se le nublaba la vista y que sus pies no eran capaces de sostenerlo. La cabeza le daba vueltas; estaba perdiendo la conciencia; la había perdido.
Evidentemente lo que le había hecho volver en sí (mas ¿al cabo de cuanto tiempo?) fue la voz de la señora Muldoon, que le llegaba desde muy cerca, desde tan cerca que le daba la sensación de estar viéndola arrodillada en el suelo, delante de él, mientras que él yacía mirándola. No todo su cuerpo descansaba contra el suelo; estaba semiincorporado, alguien lo sostenía; sí, se daba cuenta de que lo sujetaban con delicadeza y, con más claridad aún, notaba que su cabeza reposaba sobre algo muy suave que desprendía una fragancia gratamente reconfortante. Spencer Brydon trató de pensar, se preguntó qué ocurría; pero la cabeza sólo le respondía a medias. Entonces hizo aparición otro rostro, que se inclinaba sobre él de modo más directo y al final comprendió que Alice Staverton había hecho de su regazo un almohadón amplio y perfecto para su cabeza, para lo cual se había sentado en el primer peldaño; el resto del cuerpo (Brydon era bastante alto, por cierto) yacía sobre las baldosas blancas y negras. Estaban fríos aquellos cuadrados marmóreos de su niñez, pero él, por alguna razón, no lo estaba. Recobraba la conciencia de modo maravilloso, poco a poco; aquélla era la mejor hora de su vida: se sentía grata, increíblemente pasivo, pero al mismo tiempo inmerso en un tesoro de inteligencia del que lentamente se iba apropiando. Pudiera decirse que su capacidad de percepción se hallaba disuelta en el aire del lugar y que tenía la luminosidad dorada de una tarde de finales de otoño.
Había vuelto en sí… nunca mejor dicho: había vuelto de un lugar lejanísimo al que ningún otro hombre había viajado jamás, sólo él. Pero lo extraño era la sensación de haber vuelto al lugar que de verdad valía la pena, como si el sentido de aquel viaje prodigioso fuera regresar allí. Lenta pero seguramente iba recuperando la conciencia, completándose por sí misma la visión de lo que le rodeaba; lo habían acarreado hasta allí, milagrosamente; lo habían levantado en vilo y transportado cuidadosamente desde donde se hallaba caído, al final de un interminable corredor gris. Pese a ello continuó inconsciente, y lo que le había hecho recuperar el conocimiento fue la interrupción de aquel movimiento suave.
Le había hecho recuperar el conocimiento, el conocimiento… sí, en eso radicaba el carácter maravilloso del estado en que se hallaba; estado que se parecía cada vez más al de una persona que se va a dormir después de que le comuniquen la noticia de que ha recibido una cuantiosa herencia; tras haber soñado con ello, profanando la noticia al mezclarla con asuntos que nada tienen que ver con ella, se despierta, comprobando con serenidad la certidumbre del hecho; entonces no le resta más que seguir tumbado y ver cómo la verdad del mismo se hace cada vez más sólida. Tal era el curso que seguía la paciencia de Brydon: tan sólo tenía que esperar que las cosas se le aclararan por sí mismas. Se dio cuenta, por otra parte, de que debían de haberle vuelto a coger en vilo y, con interrupciones, haberle llevado más lejos; de otro modo no cabía explicarse por qué ni cómo (conforme descubrió más adelante, cuando se hizo más intensa la luz del atardecer) ya no estaba al pie de las escaleras (las cuales ahora le parecían hallarse en medio de la oscuridad, al otro extremo del túnel en que se encontraba él) sino junto a una de las ventanas del salón, de techos tan altos, tumbado en un ancho banco sobre el que habían extendido, a modo de colchón, una capa de material suave, forrada de piel gris, que recordaba haber visto antes y que acariciaba con cariño, como si quisiera comprobar que la capa existía de verdad. Había desaparecido el rostro de la señora Muldoon, pero el otro, el que reconoció en segundo lugar, se hallaba inclinado sobre él de un modo que le permitió saber que se hallaba recostado y con la cabeza apoyada igual que antes. Lo iba comprendiendo todo, y cuanto mejor lo comprendía, más le satisfacía: se sentía tan reconfortado como si hubiera comido y bebido. Las dos mujeres se lo habían encontrado, después de que la señora Muldoon, a la hora acostumbrada, abriera con su llave. Lo más importante era que ésta hubiera llegado cuando la señorita Staverton aún seguía cerca de la casa. Ya se alejaba, llena de inquietud, preocupada porque nadie había contestado a sus llamadas. Según los cálculos de Alice a aquella hora ya debiera haber llegado la buena mujer.