Era el lugar al que había mandado a Howell y sus soldados. Caxton soltó un suspiro y se preguntó si podría reunirse con ellos, reagruparse y, por lo menos, no tener que andar a solas.
Tenía una corazonada desoladora de que la respuesta seria que no.
Avanzando con cautela, con el rifle en alto, dobló la esquina y se halló en un pasillo corto que terminaba en otra puerta cerrada. No había ningún cartel encima, sólo pintura descascarillada. Varias generaciones de turistas habían ido desgastando la pintura de la barra de apertura hasta dejar a la vista el metal. La puerta tenía una estrecha ventanilla rectangular con alambres en el interior del cristal. Miró por ella, pero sólo logró distinguir sombras.
Se infundió coraje, empujó la puerta y ésta se abrió. Notó una brisa impregnada de un olor repugnante que no se tomó la molestia de tratar de identificar. Cruzó el umbral y entró en la habitación, una especie de sala de espera llena de sillas y con un mostrador de recepción.
Encima de la alfombra, colocados uno junto a otro, yacían Howell y sus soldados. Era evidente que los habían arrastrado hasta allí y, tal vez, los habían dispuesto de aquella forma tan sólo para que la agente los encontrara. Sus miradas vacías estaban fijas en el techo. A uno de ellos, Caxton recordó que se llamaba Sadler, le faltaban los brazos. Las heridas de los hombros eran pálidas y no había en ellas ni una gota de sangre.
Howell tenía cortes en la cara, cuatro estrechos rasguños que a Caxton le parecían arañazos. Los bordes de los cortes eran translúcidos y permitían entrever el músculo rosado que había debajo. Ni rastro de sangre.
Los otros dos no presentaban ninguna señal de heridas violentas. Los cuatro llevaban aún el traje de campaña, casco incluido. En cambio, no tenían ni los rifles de asalto ni ninguna otra arma de fuego.
De la cincha de combate de Howell colgaba una granada solitaria. Caxton la cogió con cuidado y la estudió; era verde y cilíndrica, y tenía los orificios en la parte superior y no en los laterales. No era una granada de iluminación ni tampoco de fragmentación. Debía formar parte del equipamiento reglamentario de un soldado, se dijo. Estudió el código troquelado en el lateral, MI8 GREEN, y se dio cuenta de que en realidad se trataba de una granada de humo. Si tiraba de la anilla, se liberarían miles de metros cúbicos de humo que no tendrían absolutamente ningún efecto sobre el vampiro al que se la arrojara. Aun así, se la metió en el bolsillo, pues le habían ensenado que nunca se deben dejar armas en la escena de un crimen. Procedimiento policial habitual.
Se levantó y, sin embargo, era incapaz de dejar de mirar a los cuatro hombres. Eran más jóvenes que ella, pero ya no envejecerían. Habían servido a su país con anterioridad, en Irak. Después habían regresado a casa y, al cabo de menos de un año, los habían mandado de nuevo a otra misión peligrosa. En esta ocasión, no habían sobrevivido. Se dijo a sí misma que eran soldados y que, lo mismo que ella, habían jurado proteger el estado de Pensilvania. Se lo repitió dos o tres veces, pero ni siquiera eso tuvo el efecto esperado.
Debía seguir adelante. Sabía que si se detenía, si se paraba a pensar en cómo habían muerto los soldados, o dónde estaba Glauer, o cuántos hombres seguirían vivos, se desmoronaría y perdería toda su determinación. Así pues, echó un último vistazo a los cadáveres de los soldados y dio media vuelta.
Detrás del mostrador de recepción encontró una oficina, un espacio minúsculo y abarrotado de archivadores. En el extremo opuesto había una puerta que daba al exterior y a la oscuridad. Ya iba siendo hora de salir del centro para turistas, se dijo. El cansancio estaba apoderándose de ella de nuevo y sabía que se le estaban acabando las energías. Fuera, notó el aire frío en el rostro; eso, por lo menos, la mantendría despierta y alerta.
Al otro lado de la salida había un aparcamiento y más lejos un seto. Había estudiado varios mapas de Gettysburg y sabía que detrás de esos árboles había una gasolinera y una calle llena de tiendas horteras para turistas: tiendas de camisetas, estudios de fotografías turísticas y restaurantes temáticos baratos. Su siguiente refugio, en cambio, era una vieja taberna con posada de más de doscientos años situada al noreste. Estaba algo lejos, especialmente teniendo en cuanta que los vampiros le estaban pisando los talones. Sin embargo, debía seguir el plan establecido. Si tenía alguna posibilidad de reunirse con las otras unidades, sería ciñéndose tanto como fuera posible a sus propias instrucciones.
Con el rifle de asalto en los brazos, preparada para adoptar una posición de disparo ante la menor amenaza, echó a correr hacia los árboles y cruzó la explanada de hormigón que había frente a la gasolinera. Allí no tenía dónde resguardarse. Nada salió a su encuentro, ningún ser lívido se abalanzó sobre ella a toda velocidad y, de todas maneras, tenía la sensación de que alguien la observaba. Un fuerte viento se había llevado gran parte de las nubes, y aquel cielo tan estrellado la hizo sentirse vulnerable. Tuvo que convencerse de que en realidad aquello era una ventaja. Los vampiros no necesitaban la luz, pues eran capaces de ver en la oscuridad más absoluta, de modo que las estrellas estaban de su lado.
No obstante, cada segundo al descubierto, cada momento que pasaba sin una pared a sus espaldas, se asustaba un poco más. Abrió las puertas de la tiendecita de la gasolinera abandonada y se escondió detrás del mostrador para recuperar el aliento. Allí reinaba el silencio, un silencio casi absoluto. No se oía más que el zumbido de los congeladores que flanqueaban el mostrador; tenían las luces apagadas pero el contenido seguía conservándose a temperaturas bajo cero. En la oscuridad, dejó que aquel zumbido calmara sus nervios.
Conectó la radio y llamó a todos aquellos que siguieran conectados al canal principal. Presionó el botón de recepción y esperó, pero tan sólo se oyeron interferencias, electrones silbando en la nada, mudos y sin sentido. Sus soldados tenían órdenes de responder a las comunicaciones de radio siempre que les fuera posible. O bien estaban atrapados en lugares donde habría sido peligroso emitir algún sonido... o bien estaban todos muertos.
Le parecía imposible haberse quedado sola. Al empezar la noche tenía a un montón de soldados bajo su mando. Era imposible que estuvieran todos muertos. ¿No?
—Helicóptero uno, Helicóptero dos, adelante —dijo por el micrófono y esperó la respuesta de los pilotos. No obtuvo ninguna.
Allí pasaba algo raro. Los vampiros no podían volar; ése era uno de los poderes que no poseían. Era imposible que hubieran derribado los helicópteros.
—Helicóptero tres, adelante —dijo una vez más, esta vez más fuerte, y subió el volumen, por si las interferencias estaban bloqueando su señal.
La radio emitió el mismo sonido estático de antes, más fuerte pero igualmente carente de sentido.
Salió de la gasolinera a gachas, moviéndose a toda velocidad. Llevaba el rifle en las manos, estaba preparada para disparar contra la primera sombra que se moviera. En realidad era una forma estúpida de cruzar un espacio abierto: tenía muchas más probabilidades de dispararle al vacío, o incluso a un ser humano, que a un vampiro. Pero era la única forma de evitar que el miedo se apoderara de ella, de modo que decidió no pensar más en eso.
Frente a ella tenía el cruce de la carretera de Taneytown con la avenida Steinwehr, una intersección ancha y despejada con una visibilidad impresionante. La atravesó corriendo y dejó en el césped unas huellas oscuras que habría podido seguir cualquiera. Entonces vio los edificios antiguos de Gettysburg, incluido el más antiguo de todos, la Dobbin House Tavern; su siguiente parada.
Un letrero junto a la entraba informaba de que la taberna llevaba allí desde 1776, mucho antes de la batalla. Se trataba de un extenso complejo de edificios que había ido creciendo con los años, con varios aparcamientos rodeados de árboles. El edificio principal tenía unos muros de aspecto defensivo con decenas de ventanas con postigos blancos. Del rejado de pizarra salían varias chimeneas de ladrillo rojo y toda la estructura es taba rodeada por una valla de color blanco que desembocaba en una ancha puerta roja como una diana, hacia la que Caxton se dirigió rápidamente, convencida de que lo más conveniente era entrar en el edificio cuanto antes mejor, y aliviada por haber dejado atrás el cruce.
El 3 de julio amaneció y el sonido de las pistolas resurgió de repente, precipitando la muerte sobre nosotros del mismo modo que nosotros precipitábamos la destrucción sobre ellos. Mis hombres durmieron en sus ataúdes durante toda la batalla de Devil's Den, en la que los soldados tropezaban con los cuerpos de sus compatriotas y no lograban avanzar. Yo lo vi todo y termine envidiando su ignorancia. Durante todo el día no logre sacarme de encima la desquiciante sensación de tener la cabeza atrapada en un torno. Me queje al medico, pero este ten/a tan poco tiempo para mis dolores y achaques que ni siquiera se dignó a contestarme. Luego me dijeron que todos los hombres sentían lo mismo; conocían bien esa sensación, algunos creían que era por el ruido, que las explosiones de los morteros a nuestro alrededor bastaban para provocar daño físico. Otros aseguraban que era por la falta de sueño.
Un hombre, un voluntario de Kentucky, me propuso que rezara con el. «Esa sensación que tienes es Dios que te habla y te dice que hagas lo que debes, pues no te queda mucho tiempo para compensar tus malos actos.»
Dejare que sean otros quienes describan lo que sucedió aquel tercer día de batalla, que enumeren los regimientos que lucharon con tanto valor _y alaben a los generales que, finalmente, burlaron al gran Lee. Yo sólo podía contemplar cómo las hordas sureñas nos embestían en oleadas, una y otra vez, y cómo nosotros repelíamos sus ataques con mosquetes o incluso con simples bayonetas. Mi cerebro no era capaz de procesar el horror generalizado, la atroz falta de vida, el ruido, el humo. ¡Tanto, tantísimo humo! En mi memoria, ese lugar ha quedado reducido a cenizas. Aún hoy noto las mejillas y la nariz manchadas de blanco y todo lo que respiro es humo. ¡Aún siento el olor!
ARCHIVO DEL CORONEL WILLIAM PITTENGER
Justo antes de llegar a la puerta, Caxton notó cómo se le erizaba el pelo de la nuca y se detuvo de golpe, como un conejo paralizado por el miedo.
Alguien, algo, un ser antinatural, andaba cerca. Se las había visto con suficientes vampiros para conocer aquella sensación. Tenía que estar muy cerca, escondido tal vez en las sombras que la rodeaban, lo bastante cerca para golpearla si quería, pensó Caxton. Estaría esperando a que le diera a espalda y entonces la atacaría.
Levantó el rifle y dio media vuelta, apuntando a nada y a todo, preparada para abrir fuego al menor movimiento.
Entonces, aquel sentimiento antinatural desapareció con la misma rapidez con la que había aparecido.
Había tenido un vampiro cerca, estaba segura. La podría haber atacado, seguro que había querido hacerlo. Por algún motivo había cambiado de idea y la había dejado tranquila. Aquello no tenía ningún sentido.
Pero no tenía por qué tenerlo. Estaba bien así, se dijo, y si no era la última vez, mejor. Pensó en el vampiro que había muerto en el mapa electrónico: algo le había arrancado el corazón. Algo la estaba... ¿protegiendo? Sin embargo, un vampiro nunca haría eso, para los vampiros la vida humana no posen ningún valor. Estaba convencida de que jamás se tomarían ninguna molestia para salvar a un ser humano, pero eso era precisamente lo que parecía que había sucedido. Aunque, por otro lado, tal vez no la estuvieran protegiendo. A lo mejor uno de los vampiros había decidido que era su presa personal. A lo mejor había matado al vampiro del mapa electrónico porque quería acabar con ella personalmente.
Una vez más, Caxton se dijo que no importaba. Seguía viva, el resto le daba lo mismo. Y quería seguir viva mucho tiempo.
—Bueno -dijo en un intento por centrarse un poco. Se dio la vuelta, retiró el pestillo de la puerta y penetró en la oscuridad. Cerró la puerta a sus espaldas y se obligó a recuperar el aliento. Se sentía como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. Dentro de la taberna hacía mucho frío y Caxton no detectó señal de vida alguna. -Bueno -repitió.
Quería sentarse un momento. O mejor aún: dormir un poco. Pero no tenía tiempo de sentirse cansada. Nada había cambiado. No importaba cuántos vampiros iban tras ella, ni lo que querían: ella debía seguir su propio plan y reunirse de nuevo con el resto de su ejército de policías y soldados. Necesitaba más munición para sus armas. Y, sobre todo, necesitaba encontrar un lugar seguro, un lugar que pudiera defender, y mantenerlo durante tanto tiempo como le fuera posible. Por lo menos, esperaba, hasta que llegaran los refuerzos de la Guardia Nacional.
Dentro de la taberna había una luz. Aquello era inesperado. Una vela solitaria ardía en una mesa del centro de la sala y su amarillenta luz parpadeante la deslumbraba. Se dio cuenta de que la estaban esperando.
A la luz de esa única vela, la habitación estaba llena de sombras temblorosas. Caxton decidió que aquello era peor que la oscuridad, de modo que sopló el pabilo y vio cómo la llama iba perdiendo brillo y por último se apagaba. No encendió la linterna de inmediato, primero quería que su visión se adaptara a la oscuridad. Así pues, se quedó contemplando las sombras y escuchando su propia respiración. Durante un momento no hubo más que eso.
Entonces, de pronto, oyó música.
Se trataba de un violín interpretando una alegre melodía. Era un sonido tan apropiado para una vieja taberna que por un momento se preguntó si no habría retrocedido en el tiempo. «Ojalá», pensó.
Se puso de pie. La música venía de arriba, de uno de los pisos superiores del edificio. Oyó otro instrumento... ¿Era una flauta? ¿Una flauta dulce? No, era un pífano. Y por debajo, marcando un ritmo sencillo, se oía también un contrabajo.
Nada la obligaba a investigar el origen de aquella música. Si quería, y realmente quería y sabía que era ella quien pensaba aquello, podía quedarse allí abajo hasta que llegara el alba. En la taberna estaría relativamente segura, por lo menos allí dependía de sí misma. Podía dispararle a cualquier cosa que intentara traspasar la puerta y mantener la espalda apoyada en una pared que ni siquiera los vampiros serían capaces de derribar.
Podía quedarse allí sentada, escuchando la música toda la noche. Si eso era lo que quería. Y la verdad era lo que quería.