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Authors: David Wellington

Tags: #Terror, Fantástico

99 ataúdes (40 page)

BOOK: 99 ataúdes
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El vampiro al que se había dirigido cerró los ojos un instante y echó la cabeza hacia atrás. Cuando volvió a mirarla, su rostro había adoptado una expresión maligna.

Caxton disparó de nuevo, pero el vampiro al que apuntaba se había apartado a un lado antes incluso de que ella hubiera apretado el gatillo. La bala ni siquiera lo alcanzó. El resto de vampiros dieron un paso hacia ella. Ninguno quería ser el siguiente en recibir un balazo, aunque todos sabían que le quedaban ya pocas balas.

No podía hacer nada porque aquello terminara bien. Disparó a ciegas, sin ni siquiera apuntar después de cada disparo. Entonces los vampiros retrocedieron, aunque tan sólo unos metros. Otro de los monstruos cayó fulminado antes de que Caxton se quedara sin balas. Ya no le quedaban más cargadores. No obstante, había acabado con dos de los vampiros. Tal vez fuera una recompensa razonable a cambio de su vida.

Caxton cerró los ojos y dejó caer la pistola al suelo.

Una potente luz le inundó los ojos cerrados y la deslumbró. Al cabo de un momento oyó el ruido de las aspas de un helicóptero que sobrevolaba la zona. Se cubrió los ojos con el brazo y los abrió lentamente.

Frente a ella, los vampiros estaban de rodillas o se retorcían en el suelo. Se arañaban los ojos y se los arrancaban como si les ardieran. Caxton vio el helicóptero, que volaba a media altura y los apuntaba con su potentísimo foco como un rayo del cielo.

Apenas lograba vislumbrar nada más. La luz deslumbraba sus ojos, acostumbrados ya a la oscuridad, con una fuerza que resultaba casi dolorosa. Distinguía tan sólo algunos detalles; por ejemplo, vio cómo uno de los vampiros se levantaba. Las cuencas de sus ojos eran dos agujeros negros cubiertos por la densa neblina de los glóbulos, que ya se estaban regenerando. ¿Podía verla aún sin ojos? ¿Sería capaz de verle la sangre?

El vampiro, como si le hubiera leído la mente, habló, aunque sus palabras eran apenas discernibles por el estruendo del helicóptero.

—Puedo olería, pequeña.

Por Dios, tenía que largarse de allí. Empezó a correr por la calle que tenía a sus espaldas, lejos de los vampiros. Cualquier dirección que tomara era válida. Oyó cómo el silbido del helicóptero cambiaba de tono y supo que la estaba siguiendo. El foco la apuntaba de lleno y la cegaba, pero al mismo tiempo le ofrecía una ligera protección.

Frente a ella estaba el centro de la ciudad. Las casas, a ambos lados de la calle, eran cada vez más altas y estaban menos separadas; era el peor sitio al que podía ir, pues era fácil que, si los vampiros eran lo bastante listos como para acorralarla, se encontrara sin salida. No en vano habían sido soldados, ¿serían capaces de llevar a cabo una maniobra de ese tipo de forma instintiva?

Dobló una esquina, dispuesta a refugiarse en algún edificio que pudiera defender. Aún no sabía cómo iba a defenderlo exactamente, pero ya se le ocurriría algo en cuanto estuviera allí. De repente se encontró frente al antiguo ayuntamiento y se abalanzó contra las puertas; aquél era un buen lugar donde encerrarse.

Cuando ya era demasiado tarde, se dio cuenta de que las puertas estaban ya cerradas.

—Oh, no —dijo en voz alta. Accionó una y otra vez la maneta de la puerta. No sirvió de nada. Dio media vuelta y miró de izquierda a derecha y de nuevo a la izquierda.

Y en ese breve instante, en ese abrir y cerrar de ojos, se le echó encima.

—Es un placer conocerla, señorita —dijo aquel vampiro tan alto. Lo tenía a un metro y medio. El vampiro le dedicó una profunda reverencia—. Estoy en deuda con Alva —le dijo, aunque aquellas palabras no significaban nada para ella—. Pero nunca cumplir con mi obligación me había producido tanto placer.

Alargó el brazo y sus dedos se hundieron en la carne de Caxton como si ésta fuera agua. Sintió cómo sus tendones y sus nervios cedían, y notó su propia sangre, cálida y húmeda, en el pecho. Supo que sus huesos estaban a punto de romperse y fue consciente de que el vampiro iba a arrancarle el brazo por el hombro y que a continuación bebería de la herida.

Quería cerrar los ojos, rendirse y sucumbir. Pero el dolor no se lo permitía. Lo oía gritar dentro de su cabeza, como un animal atrapado dentro de su cráneo. No veía nada más que la cara lívida del vampiro que se abalanzaba sobre ella, dispuesto a chuparle la sangre y, con ella, la vida.

Caxton tuvo la sensación de que el tiempo se ralentizaba... hasta que se detuvo. Y entonces empezó a dar marcha atrás. Vio cómo el vampiro flotaba de espaldas y se alejaba de ella. Estaba confundida. ¿Era aquello lo que uno sentía al morir? Sin embargo, el tiempo no estaba dando marcha atrás, sino que alguien estaba arrastrando al vampiro, lejos de ella. Ese alguien le dobló el brazo a la espalda y se lo retorció, lo cogió por la barbilla y le retorció brutalmente el cuello. Caxton oyó cómo las vértebras del vampiro estallaban como si fueran disparos y entonces una mano lívida desgarró el pecho del monstruo. La piel, el tejido muscular y las costillas se partieron y se desprendieron. Aquella mano lívida se introdujo en el pecho y sacó un corazón oscuro, cubierto aún de alquitrán y trozos de hule. Entonces la mano arrojó el corazón, que cayó a sus pies.

Caxton no había tenido tiempo de comprender lo que acababa de suceder. Alguien acababa de salvarla, pero tenía preocupaciones más inmediatas. Se palpó la herida del brazo; estaba llena de sangre.

Su salvador se acercó hacia ella. Tenía un tic en el ojo y la vista fija en el punto donde estaban sus dedos: la herida.

—Por favor, agente, cubra eso.

Caxton frunció el ceño y se colocó la chaqueta sobre la herida.

—¡Se ha convertido en uno de ellos! —exclamó. Y, sin embargo, no se parecía en nada a los demás: era musculoso y tenía un cuerpo exuberante, saludable y fuerte. Sus mejillas, de un rojo abrasador, irradiaban vitalidad. Llevaba pantalón de vestir y una camisa blanca abotonada casi hasta el cuello. En cambio, no llevaba ni zapatos ni corbata—. ¿Pero a quien...?

—A Malvern —dijo él—. Se le ocurrió a Malvern.

Levantó la mano izquierda: no tenía ni un solo dedo.

—No puede ser —susurró Caxton. Era un error; era imposible. Aquella cara estaba mal y su postura, su pose, era... era...

—Le dije que aún podía hacer algo por usted, pero que era bastante drástico.

—¡Pero nunca dijo que fuera antinatural!

Caxton dio un paso hacia él y le cruzó la cara de una bofetada. Fue como golpear una de las columnas de mármol del ayuntamiento: le dolió mucho más a ella que a él y a su fría piel.

—Esto es una perversión. Es obsceno.

—Sí —respondió éste y a continuación pareció olfatear algo.

—Usted... Fue usted quien me salvó. En el mapa electrónico. Y también en la puerta de la Dobbin House. Estaba allí, ¿verdad?

—Sí.

La rabia le estalló en el pecho.

—¡Yo no le pedí que lo hiciera!

Él apartó la cara.

—Aún quedan unos cuantos y están cerca. Podemos quedarnos aquí discutiendo mientras yo me embriago del olor de su sangre, o puedo ir a por ellos y matarlos. A todos.

—Y luego, ¿qué? —preguntó ella.

—Luego regreso aquí. Justo aquí. Y usted me dispara al corazón. —Su expresión cambió. Caxton no habría dicho que se ablandaba, en realidad, nunca habría sido capaz de reconocer ternura en aquellos rasgos, ni antes ni después de que la muerte los cambiara—. Antes no tenía forma de ayudarla, mi cuerpo no valía para nada. ¿De qué demonios vale un cazador de vampiros que necesita ayuda incluso para vestirse? Así, en cambio, podía serle útil, aunque tan sólo fuera por una noche. Era la única forma.

Caxton habría discutido con él. Le habría dicho un millón de cosas, si él se hubiera quedado allí para oírlas.

Capítulo 98

Al día siguiente mandé cerrar la cueva con explosivos. Para sellarla. Pero incluso en aquel momento, mientras la pólvora estallaba y la tierra temblaba, seguía creyendo en lo que le había prometido a Griest. Que pronto regresaría a por ellos.

Entonces ocurrió algo extrañísimo, algo que a todos nos parecía imposible: la guerra terminó. Y no hubo ya necesidad de abrir de nuevo aquella terrible cripta, ni desenterrar viejos secretos. No regrese a por ellos. No diré que he olvidado lo que enterré allí, pues eso sería mentir.

A lo largo de los años, sin embargo, cada vez fui acordándome menos de la cueva. Incluso los secretos se desvanecen.

Tengo ante mí todos los papeles que he recopilado. La declaración de de Griest, de estilo narrativo, y varios documentos míos. He conseguido incluso la declaración jurada de Rudolph Storrow, apenas legible. He reunido todas las pruebas que podrían implicarme en los hechos. He tardado veinte años en encontrarlos, pero ahora no estoy muy seguro de por qué me tomé la molestia.

¿Debo seguir el consejo del general Hancock y quemarlo todo? ¿Debo legarlos a un viejo archivo de Washington, con órdenes estrictas de que nadie los lea hasta dentro de cincuenta años? ¿O debería mandárselos por correo al editor del Harper’s Weekly? ¿Debería permitir que toda América supiera lo que se ha hecho en su nombre?

No, no creo que deba hacerlo. El secreto es mío y tengo la obligación de guardar silencio.

Dentro de poco dejaré la pluma y a continuación lanzaré esta hoja y todas las demás al fuego, tal como me recomendó el general.

Alva Griest y sus compatriotas fallecidos no despertarán hasta el día del Juicio Final. Y eso es una bendición para todos. El mundo nunca sabrá lo que hice, aunque Dios lo sabe. El Será mi único juez.

ARCHIVO DEL CORONEL WILLIAM PITTENGER

Capítulo 99

El alba llego y la encontró sentada frente al ayuntamiento, sola.

Media hora más tarde llegó la Guardia Nacional, cientos de hombres y mujeres de uniforme de combate, camiones y helicópteros. Habían mandado incluso una tanqueta sobre un camión de plataforma.

La Guardia Nacional había llegado acompañada de un gran número de personal y equipamiento sanitario. Montaron un hospital de campaña en la plaza Lincoln con camas para dos decenas de pacientes. Uno a uno, los pacientes fueron apareciendo: hombres con rifles de asalto colgados del hombro y miradas avergonzadas. Algunos se habían escondido cuando el plan se había ido a pique; se habían encerrado en salas de suministro o en lavabos públicos y habían esperado a que pasara la noche. Otros se habían visto separados del grupo principal y habían vagado por el viejo campo de batalla buscando vampiros contra los que luchar, pero encontrando tan sólo fantasmas.

Contó hasta veintitrés supervivientes, casi un tercio de los hombres que había logrado reunir para la batalla. No era que aquello fuera a dejarla dormir mejor pero, honestamente, eran más de los que esperaba.

Todos los supervivientes estaban heridos. La mayoría habían perdido bastante sangre y todos sufrían algún desgarro o contusión que había que tratar. A media mañana ya habían mandado a la mayoría a sus casas. Entonces empezaron a llegar los muertos. Los soldados los transportaban con camillas desde el osario del Cyclorama, el centro para turistas y el sangriento lugar donde había empezado lo batalla. Había demasiados para las pocas camas del hospital de campaña.

Para entonces, Caxton era ya la única paciente a la que seguían tratando. Le dijeron que iba a llevar el brazo en cabestrillo unos días y que necesitaría cirugía ortopédica en el hombro. Debía tomar todo tipo de pastillas y seguir una serie de terapias físicas que, según le aseguraron, iba a odiar. Pero sobreviviría.

En cuanto oyó esas palabras, se levantó y salió de la tienda. Aún tenía que hacer un montón de cosas.

Los grupos de soldados peinaban la ciudad buscando pruebas. Cuando encontraban alguna, se la llevaban a Caxton. Al mediodía había contado ya setenta y nueve esqueletos y setenta y ocho corazones; éstos estaban carbonizados, aplastados o hechos picadillo por las balas de los rifles. Los fue colocando uno a uno en una resistente bolsa para productos tóxicos que tenía intención de vaciar ella misma en la incineradora. Quería verlos arder hasta quedar reducidos a cenizas. Como es sabido, los esqueletos no arden por completo, así que decidió mandar los huesos a una trituradora de madera. Era un trabajo truculento, pero lo ejecutó casi todo personalmente. Fue metiendo fémures, pelvis y falanges en la máquina hasta tener los pantalones cubiertos de un fino polvo amarillento. Alguien tuvo el detalle de darle una mascarilla y unas gafas de seguridad.

Quería dormir. Quería ver a Clara. Quería un montón de cosas que no podría tener hasta que hubiera encontrado los cien esqueletos con sus cien corazones.

De vez en cuando alguien la llamaba por teléfono. El comisario de la policía estatal la llamó para felicitarla por su increíble éxito. Caxton no estaba segura de saber a qué se refería. Le dijo que tenía garantizado su trabajo en la Oficina de Investigaciones Criminales y que nunca debería haber dudado de ella. Caxton le dio las gracias y colgó.

Decidió no responder a la mayoría de llamadas. Cuando la llamó el gobernador, sintió que debía atenderle, pero fue tan sucinta como pudo y al final le prometió que escribiría un informe oficial. Cuando Clara llamó se limitó a decirle que regresaría pronto a casa.

Sobre las cuatro de la tarde, dos soldados le llevaron una camilla en la que no había huesos, sino un hombre, un ser humano vivo tendido sobre la tela. Caxton frunció el ceño, molesta por la interrupción, pero entonces se dio cuenta de que se trataba de Glauer. Tenía la cara pálida y manchada de polvo, pero estaba vivo.

—No sé qué pasó, no lo recuerdo muy bien —dijo—. Cuando me he despertado, estaba tendido sobre un escritorio y había manchado de sangre todos los papeles.

Caxton sonrió, pero no encontró la energía necesaria para reírse.

—Me alegro de que haya sobrevivido —le dijo—. Me fue de gran ayuda.

—Oiga —respondió él, y la agarró débilmente del brazo sano—. Sé que ahora mismo la situación parece bastante desalentadora, pero usted ha salvado mi ciudad. Ha salvado a siete mil quinientas personas. ¿Puedo invitarla a una cerveza?

Otra sonrisa.

—Sí, ¿por qué no? —respondió ella—. Pero tendrá que ser mañana. Tengo que quedarme aquí hasta que caiga la noche.

Desde su posición veía las puertas del ayuntamiento. Arkeley no se había presentado, aunque lo había estado esperando hasta el amanecer. Se convenció de que debía de haber salido el sol y no le había dado tiempo a regresar.

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