Había estado en el Museo Mütter en otra ocasión, durante una excursión con el colegio. Mucho antes de dedicar su vida a perseguir vampiros. Ya entonces aquel lugar le había parecido espeluznante, y eso que en aquella ocasión las luces estaban encendidas y las salas llenas de adolescentes y estudiantes en busca de emociones desagradables.
En la oscuridad, en aquel silencio total, el viejo museo era un mausoleo encantado. Un miedo que nunca antes había experimentado se apoderó de ella. En cualquier caso, agradeció que en el vestíbulo no hubiera ni esqueletos, ni bebés bicéfalos flotando en tarros con formol, sino tan sólo una escalera que conducía al primer piso, cerrada con una cuerda roja, y unas puertas que daban a la tienda de suvenires, a varias oficinas y, finalmente, al museo. El edificio era también la sede del Colegio de Médicos de Filadelfia y albergaba una gran sala de reuniones y una biblioteca considerable. El museo era tan sólo una pequeña parte de la institución que se encontraba en una esquina del edificio. Caxton se adentró por una puerta situada a mano izquierda y atravesó un laberinto de placas de yeso que albergaban la exposición del instrumental médico utilizado por Lewis y Clark. Más allá había otra exposición, ésta dedicada a las grandes epidemias de los últimos dos años. La gran gripe de 1918 contaba con una buena representación: los murales de las paredes la describían como la mayor crisis sanitaria de la historia, responsable de más de cincuenta millones de muertos. Cuando su mirada se topó con la imagen de una montaña de cadáveres que esperaban para ser enterrados en una fosa común, Caxton se detuvo.
Ningún vampiro podría esperar tamaña mortandad. No obstante, si Malvern llegaba a recuperarse era posible que la! intentara. Iba a necesitar océanos de sangre para no desfallecer; cuanto más viejo se volvía un vampiro, más sangre necesitaba cada noche. En una ocasión, Arkeley había calculado que habrían hecho falta cinco o seis asesinatos por noche para mantenerla en pie. Y que ni siquiera eso habría logrado aplacar su hambre. Ahora, por mucha hambre que tuviera, era incapaz di cazar y de matar. Sin embargo, ¿hasta dónde podía llegar m aquel vampiro encontraba la forma de revivificarla? Crearía más vampiros para que la sirvieran y la protegieran. Asesinaría indiscriminadamente, dejando un rastro de sangre por todo Pensilvania. ¿Cuántos policías morirían antes de lograr detenerla?
No podía permitir que aquel vampiro lograra su objetivo. Hasta entonces había actuado empujada por el miedo a morir, por la desesperación de vivir un poco más. No obstante, incluso ese miedo debía tener sus límites.
—Creo que ya falta poco —le dijo sin volverse.
¿Habría recibido Arkeley su mensaje? Esperaba sinceramente que sí. Se alejó de la imagen de la pared, se adentró mal aún en el edificio y de pronto ahí estaba: el Museo Mütter en todo su atroz esplendor.
Ocupaba dos pisos: la planta principal, situada bajo sus pies, y una ancha galería conectada con ésta mediante dos tramos de escalera de madera tallada. No había un centímetro dé pared en el que no hubiera una vitrina de madera oscura cubierta de cristal pulido. Dentro de las vitrinas había sobre todo huesos: paredes y paredes cubiertas de calaveras que ejemplificaban todas las variaciones de la anatomía craneal, esqueletos completos montados en barras metálicas que mostraban iodo tipo de deformidades óseas. A su izquierda estaba el ataúd de la mujer saponificada, un cadáver que el Mütter había adquirid para demostrar cómo las condiciones del suelo podían convertir un cuerpo humano en adipocera. Además, en aquella habitación se exponían un colon gigante obstruido, el cerebro del ase-sino del presidente Garfield y el hígado que compartían Chang y Eng.
Eso sí, todo estaba expuesto con un gusto ejemplar.
Caxton salió a una especie de tribuna y contempló el piso inferior. Allí abajo había muchos más esqueletos, algunos de «Nos metidos en enormes expositores de cristal. Uno contenía los huesos de un gigante, un hombre que debía de haber medido por lo menos dos metros diez, y a su lado estaban los restos de un enano. Parecía un padre caminando con su hijo. Cerca de allí había un armario con cajones de madera; Caxton recordaba que contenían diversos objetos encontrados en estómagos humanos: monedas, alfileres, pedazos de bombilla...
Entre los dos expositores había un ataúd de madera colocado encima de unos caballetes. La tapadera estaba cerrada. No formaba parte de la colección del museo.
—Ahí abajo —dijo Caxton, pues sabía que Malvern estaba dentro.
—Sí, gracias, ya lo veo —dijo el vampiro, que a continuación la cogió por los hombros, aunque no demasiado fuerte, y la obligó a mirarlo a los ojos—. Ahora se quedará aquí y me esperará hasta que regrese —le dijo.
Caxton tenía las manos en los bolsillos; había estado esperando que sucediera aquello. A pesar de lo que creía el vampiro, aún tenía su amuleto. Se le había roto la cinta y no podía llevarlo al cuello, por eso se lo había guardado en el bolsillo del pantalón, donde podía cogerlo si lo necesitaba. En el aparcamiento no había tenido oportunidad de sacarlo, pero ahora lo agarró con fuerza y notó cómo se calentaba.
Los ojos del vampiro la taladraron. Estaba intentando hipnotizarla, controlar su voluntad. «Seguro que el vampiro se daba cuenta de que no funciona», pensó Caxton. Entonces sabría que disponía de algún tipo de protección contra él.
Pero el vampiro no dijo nada. Tal vez no lo había notado, o tal vez tenía prisa. En cualquier caso, pasó junto a ella y saltó al piso inferior por encima de la barandilla de la galería, sin tomarse la molestia de bajar por la escalera. Aterrizó con un sonoro estruendo y se dirigió inmediatamente hacia el ataúd. Durante un segundo permaneció inmóvil junto a éste y finalmente acarició la tapa con sus lívidas manos, con la cabeza inclinada hacia atrás.
Alguien apareció detrás de Caxton y ésta estuvo a punto de soltar un grito. Una mano sin dedos se posó sobre su hombro y cuando se volvió vio a Arkeley, de pie junto a ella. En la oscuridad, su rostro adquiría una expresión terrible. Con su mano buena sujetaba la Glock 23. Al parecer había recibido su mensaje pero no había tenido tiempo de prepararse.
Se llevó la mano destrozada a los labios y Caxton comprendió que quería que no hiciera ruido. ¿A qué estaba esperando? Lo conocía lo suficiente como para saber que debía de tener un plan, pero no lograba imaginar de qué podía tratarse.
En el piso inferior, el vampiro levantó la tapa del ataúd, que se abrió sigilosamente. En el interior yacía Malvern. Estaba marchita y tenía la piel cubierta de pústulas, pero su aspecto era mucho más saludable que la última vez que Caxton la había visto. Eso era imposible, Arkeley llevaba más de un año racionándole la sangre con la esperanza de que terminara muriendo de malnutrición. Y, en cambio, parecía estar más fuerte que antes. ¿Cómo era posible?
El vampiro se inclinó y pasó las yemas de los dedos por la moteada mejilla de Malvern. Dijo algo, pero lo hizo en voz CU baja que Caxton no lo oyó.
Se les estaba acabando el tiempo. ¿A qué esperaba Arkeley? El vampiro de Gettysburg había encontrado la forma de de desafiar el paso del tiempo. ¿Y si conocía algún hechizo capaz de devolver a Malvern a su estado original? No había tiempo para nada más.
Miró a Arkeley con los ojos muy abiertos, pero éste se limitó a negar con la cabeza. Entonces Caxton hizo lo único que se le ocurrió: le arrancó la Glock de la mano, apuntó a la espalda del vampiro y le soltó tres balazos donde debía de tener el corazón. Uno, dos y tres. Los disparos retumbaron espantosamente en aquel lugar tan silencioso: sonó como si todos los expositores de cristal del museo hubieran estallado de golpe.
El vampiro desapareció sin dejar rastro. Si le hubiera dado, si lo hubiera matado, habría caído al suelo, fulminado. Sus balas no debían de haber encontrado el corazón, o tal vez la sangre que corría por sus venas, la sangre que le había chupado a Geistdoerfer, lo había protegido.
—¡Será idiota! —Exclamó Arkeley, con el rostro congestionado por la ira—¡¿Cómo es posible que la haya cagado tanto?!
El federal no esperó su respuesta, salió corriendo hacia las sombras.
Me encargaron la tarea de registrar las habitaciones del piso superior, en caso de que hubiera más demonios. La tarea me pareció aterradora. Si bien es cierto que las emociones de una batalla actúan como un bálsamo tranquilizante, sus efectos no duran demasiado. Por suerte, la segunda planta no era demasiado grande y el número de puertas que tuve que abrir fue reducido. Dos estaban cerradas y la tercera daba paso a una estrecha escalinata mediante la cual se accedía a la cúpula, que albergaba una galería circular de hierro. Volví atrás e intenté abrir las puertas cerradas. Tal vez logren imaginar cuál fue mi sorpresa y mi terror al oír un sonido amortiguado tras una de ellas.
'Probablemente se tratara de una paloma que se había colado a través de una ventana rota, me dije. Pero no lo era, El ruido que acababa de oír era un agudo lamento, un gemido que había oído ya antes. Era la voz de uno de los demonios.
«Tengo una bala minié reservada para ti como hagas otro ruido», dije a través de la puerta. Mi voz logró apenas traspasar la madera. Sabía que podía acabar con la criatura que había al otro lado. Lo que me preocupaba era que el estruendo pudiera atraer la atención de la caballería reunida en el exterior.
«¿Alva? —preguntó la voz—. Alva, ¿eres tú?»
Ya habrán supuesto la identidad de mi interlocutor y están en lo cierto. Era BILL. Finalmente había encontrado a mi amigo, al que habían herido gravemente y al que tanto tiempo llevaba buscando. Así pues, ¿por qué noté un escalofrío al oír su voz?
LA DECLARACIÓN DE ALVA GRIEST
Caxton bajó la escalera corriendo. Sus pies se movían tan rápido que se desdibujaban sobre los escalones. En la mano llévala el arma, con la que apuntaba al techo. El vampiro podía estar esperándola al final de la escalera, oculto entre las sombras. Casi podía notar sus dientes hundiéndose en su carne, desgarrándole la piel. Si el monstruo le había tendido una emboscada, ella se dirigía directamente hacia sus fauces.
Al llegar al final de la escalera se dio la vuelta y extendió los brazos, con el arma siempre en posición de disparo. Miró a su alrededor buscando una figura pálida y vagamente humana, y en aquel preciso instante se dio cuenta de que había demasiadas: los esqueletos, dentro de las vitrinas, parecían vampiros en la oscuridad. Si bien el vampiro al que intentaba cazar no pie sentaba ya aspecto de víctima de la hambruna, seguía estando sumamente delgado y habría pasado por un esqueleto si se hubiera quedado muy quieto dentro de una de las cajas situadas en los rincones de la sala.
Caxton dio una vuelta lentamente, intentando abarcar todo el espacio. Aquello era una locura. El vampiro la veía perfectamente. No tenían ni mucho menos una visión nocturna sobrenatural, pero veían la sangre, su sangre, como si brillara con luz propia. Por lo que al vampiro respectaba, Caxton era una luz de neón andante. Podía echársele encima en cualquiera momento, porque además era rápido, tan rápido que a Caxton no le daría tiempo siquiera a apuntarlo con la pistola y disparar.
La única opción razonable en su situación era correr. Salir de allí por patas y situarse a una distancia prudencial. Intentar cerrar todas las salidas del museo y esperar a que amaneciera. Sin embargo, Arkeley le había enseñado hacía mucho tiempo que si intentabas enfrentarte a los vampiros de forma razonable, se te escapaban de las manos. En lo que tardaría en cerrar las puertas del museo, el vampiro habría tenido tiempo de huir... o de acabar con ella.
Arkeley le había demostrado que la única forma efectiva de cazar vampiros era caer en sus trampas, darles exactamente lo que deseaban. Eso los desconcertaba y les hacía pensar que escondías más ases en la manga de los que en realidad tenías.
¡Ahí estaba! Dio dos pasos hacia delante. Estaba segura de que había visto algo moverse. Extendió el brazo, apuntó al centro del objeto y fue a apretar el gatillo.
Entonces, justo a tiempo, se detuvo. La forma contra la que casi había disparado era el esqueleto de un hombre que había sufrido una severa espina bífida. Tenía los huesos tan retorcidos v maltrechos que parecían maderos a la deriva.
El vampiro se rió de ella. El eco de su carcajada hizo que a Caxton se le pusiera la piel de gallina. El sonido parecía provenir de todas partes y de ningún lugar en particular. ¿Lo tenía justo encima? Levantó la mirada con aprensión, pero no vio nada aparte del techo. Sin embargo, eso no le supuso ningún alivio. Aquella carcajada le había penetrado por el oído y había calado en su cerebro. Una risa desagradable, seca y chirriante, cuyo eco distorsionado se perdió en las sombras.
No tenía tiempo para decidir qué significado tenía aquello, si es que tenía alguno. Debía atrapar a un sujeto. Caxton apoyó la espalda contra una estantería llena de fetos en conserva, algunos con cabeza, otros sin, otros con más miembros de los preceptivos. Lentamente se dirigió de nuevo hacia la escalera, cubriendo toda la sala. Estaba casi segura de que el vampiro no se encontraba en el nivel inferior.
Pero estaba equivocada.
Una sombra blanquecina salió de detrás del ataúd de Malvern y se precipitó contra ella. Caxton tuvo el tiempo justo para apuntarle con el arma y dispararle una bala en la cara antes de que él la embistiera y la hiciera caer al suelo. El vampiro se levantó y se cubrió los ojos, y Caxton rodó hacia un lado en el preciso instante en que él intentaba golpearla con los puños, que se estrellaron contra el suelo con tanta violencia que hicieron un agujero en el parquet.
—Joder —se le escapó a Caxton.
El vampiro se volvió para seguir su voz y ella vio que le había destrozado el puente de la nariz. La parte central de la cara le colgaba, unida a la cabeza tan sólo por un jirón de piel. Caxton vio huesos astillados dentro de la herida y a continuación vio también cómo un vapor blanco llenaba el agujero y se iba convirtiendo en unos jirones de tejido que terminaron por unirse. En el poco tiempo que tardó en levantarse, ya tenía el rostro reconstruido.
El vampiro miró el ataúd que había en el centro de la sala y sus ojos reflejaron arrepentimiento, pero ya estaba moviéndose de nuevo.
A Caxton apenas le dio tiempo de agacharse y el vampiro pasó junto a ella como una exhalación, en dirección a las escaleras. Maldiciendo, ahora en silencio, Caxton empuñó el arma y salió tras él, aunque el vampiro ya había desaparecido en la galería contigua. Al llegar a lo alto de la escalera, la agente barrió la sala con el arma, cubriendo las cuatro esquinas. La galería tenía dos salidas: una que atravesaba el laberinto de paredes de cartón y exposiciones, y otra que conducía a una salida de emergencia debidamente señalizada que llevaba a los visitantes de vuelta al vestíbulo. Caxton cruzó esta última corriendo, consciente de que estaba perdiendo terreno y de que el vampiro se le estaba escapando. Alguien había arrancado de cuajo la cuerda de terciopelo que impedía el paso por las escaleras, y así fue como Caxton supo que el vampiro había subido por ellas.