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Authors: David Wellington

Tags: #Terror, Fantástico

99 ataúdes (38 page)

BOOK: 99 ataúdes
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Tan sólo había un problema: Arkeley habría querido que subiera a investigar. Sabía exactamente lo que el viejo federal habría hecho en aquella situación y, además, sabía que era lo apropiado.

A los vampiros les encantaban las tomaduras de pelo, era no sólo uno de sus pasatiempos favoritos, sino también una de sus pocas debilidades. Pero si te dejabas arrastrar de cabeza a una de sus trampas, si desafiabas la lógica obvia de sus trucos, a menudo lograbas pillarlos a contrapié.

Así pues, encendió la linterna, localizó la escalera y subió al piso superior.

La sala que había en lo alto de la escalera medía unos cinco metros por cinco, tenía el techo bajo y muchas ventanas. Por lo demás, no entendió nada de lo que estaba viendo. Lo que había en aquella sala no podía ser real.

Había varios hombres de uniforme azul, bien entallado y con botones de latón bruñido, apoyados en las paredes, sujetando en las manos jarras de cerveza o vasos de ponche. Tenían el rostro encendido de salud y alegría. Varios de ellos tocaban los instrumentos que había oído y producían un ruido tan escandaloso como jovial. Junto a una de las paredes había una mesa llena de carne asada, pasteles y una enorme ponchera. Del techo colgaban unas banderitas doradas de tela en las que podía leerse la frase:

BIENVENIDO A CASA, ALVA «nuestro héroe ha regresado»

Habían despejado el suelo de la sala y había una gruesa alfombra enrollada y apoyada en un rincón. Sobre las tablas desnudas del suelo, dos soldados bailaban enérgicamente al son del violín. Tenían las caras brillantes por el sudor y el entusiasmo, y se reían al tiempo que daban vueltas y se empujaban.

Uno de ellos iba vestido con un andrajoso uniforme azul oscuro de algodón, tenía la cara destrozada y llena de sangre, y la piel le colgaba, hecha jirones. Sin embargo, y a juzgar por cómo se reía y aplaudía sin parar, eso no parecía importarle. Su compañero presentaba un aspecto bastante mejor. Era un gigantón de unos dos metros. Llevaba una levita verde, pantalones grises ajustados y unos lustrosos zapatos. Los galones de sus mangas estaban festoneados por bordados de color dorado. Su frondosa melena y su espesa barba canosa enmarcaban un rostro curtido y surcado por incipientes arrugas. Tenía unos ojos profundos, conmovedores y muy oscuros.

Ninguno de los presentes pareció reparar en la llegada de Caxton, que subió los últimos peldaños y entró en la sala. Estallan demasiado absortos en aquel baile desenfrenado, demasiado pendientes de beber y comer hasta saciarse. Nadie la miró, ni siquiera cuando levantó el rifle de asalto y apuntó a uno de los dos bailarines al corazón.

Entonces disparó... y todo cambió.

Capítulo 92

Se nos echaron encima de improvisos. Hoy en día se conoce como la carga de Pickett, pero en aquel momento aún no sabíamos quien había ordenado el avance de las tropas. De pronto nos encontramos frente a una muralla gris que avanzaba en nuestra dirección, como si hubiera estallado una presa y la crecida del agua subiera montaña arriba hacia nosotros, ¿avanzaban gritando, a pesar de que nuestros morteros los hicieran volar por los aires de que los francotiradores del general Berdan los iban derribando uno tras otro. Se abalanzaban sobre nosotros, caían muertos al encontrarse con nuestras bayonetas y, aun así, ¡seguían viniendo!

Rompieron nuestros flancos. Los obligamos a retroceder, pero contraatacaron con furia redoblada. Las pistolas restallaban se levantó una humareda tan espesa que de pronto no veía nada; deambule' medio ciego por un mundo que había perdido el color y la claridad. Tropecé con la ijada de un caballo y murmure una disculpa. El jinete se agachó para mirarme. Era el general Hancock. «Prepare a sus hombres —dijo con los ojos como platos—, Prepárelos» Salió cabalgando hacia la penumbra y al momento lo oí gritar. ¿Lo habría alcanzado el fuego enemigo? Más tarde supe que sí: lo habían herido de gravedad y, sin embargo, se negó a abandonar el combate. Por Dios, ni siquiera los generales salieron airosos de aquella batalla.

Regrese corriendo al lugar donde aguardaban los ataúdes, vigilados por un pequeño regimiento de soldados heridos. Habría querido abrirlos en aquel preciso instante, pedirle a Girest y a sus hombres que salieran y presentaran batalla, pero el tiempo estaba en mi contra. A pesar de la negra cortina de humo que cubría el cielo, la noche aún estaba lejos.

ARCHIVO DEL CORONEL WILLIAM PITTENGER

Capítulo 93

Al momento comprendió que se trataba de una trampa.

Su ráfaga de tres disparos atravesó la pequeña sala y rompió el hechizo. Las banderitas, la mesa del banquete y los elegantes juerguistas se rompieron en mil pedazos como un plato de cristal, mientras sus tres balas se perdían en el aire. En su lugar quedó tan sólo una fría habitación vacía. Saltaron varias esquirlas blancas del yeso de la pared, pero aparte de eso sus balas no encontraron ningún objetivo. Los soldados habían sido parte de una ilusión. Los dos bailarines nunca habían estado allí. Caxton estaba sola en la habitación.

O ésa fue la sensación que tuvo durante un momento. Entonces un vampiro, grande, pálido y veloz, se abalanzó sobre ella, la arrojó contra el marco de la puerta y la dejó sin respiración. El cañón de su rifle salió disparado hacia arriba y a punto estuvo de golpearle en la cara. El vampiro la cogió por la cintura y la lanzó por los aires. Caxton se estampó contra una pared llena de fotografías enmarcadas.

No podía ponerse en pie ni respirar. Se quedó en el suelo, incapaz de recuperar el aliento, incapaz de pensar.

«Qué listo, qué listo.» Caxton comprendió que aquélla era la forma en que se suponía que debía morir; que había desperdiciado la única oportunidad que tenía disparándole a unos fantasmas, a las alucinaciones que un vampiro le había metido en la cabeza.

—Muy buen truco —logró decir con un susurro—. La música y todo eso.

El vampiro se agachó en cuclillas junto a ella y la miró a los ojos.

Caxton intentó ignorarlo y concentrarse en seguir viviendo. De momento había conseguido volver a respirar, aunque cada vez que hinchaba los pulmones le dolía horrores. ¿Se habría roto una costilla? ¿Tal vez se habría perforado un pulmón? A juzgar por el dolor que sentía, era posible.

—He aprendido tantas cosas desde que Malvern me convirtió en lo que soy… —replicó el vampiro. Entonces cogió el rifle de asalto con ambas manos e intentó arrebatárselo. El portafusil de nailon aún le colgaba del brazo y Caxton se sacudió como una muñeca rota cuando el vampiro tiró del arma. Caxton notó las manos frías de éste en el cuello y en los hombros mientras le quitaba el rifle. A continuación vio cómo se lo colocaba encima de la rodilla y doblaba el cañón. Aquel rifle no iba a disparar nunca más.

Aún tenía la Beretta en la pistolera lateral. ¿La habría visto el vampiro? La sala estaba bastante oscura. Entonces el monstruo se acercó y Caxton pudo verle bien la cara. Tenía las mejillas casi sonrosadas. Había comido hacía poco… lo que significaba que sería resistente a las balas. La pistola no sería de mucha utilidad. Pero Caxton también vio algo más. Reconoció unos ojos familiares, unos pómulos que le sonaban. No se trataba de un vampiro cualquiera, sino de su vampiro, el mismo que había perseguido por Gettysburg y Filadelfia. El cerebro de la operación. No lo había vuelto a ver desde que se escapara del Museo Mütter, pero nunca olvidaría su cara.

—Pero ¿tú…? Te conozco. ¿Por qué lo hiciste? —preguntó y notó una punzada en el pecho. El dolor era soportable y ella tenía cosas que decir. Tenía muchas preguntas que hacerle—. ¿Por qué despertaste a los demás? Si detestas lo que eres, ¿por qué no los dejaste dormir para siempre?

El vampiro echó el brazo hacia atrás y sus dedos se contrajeron como unas garras. A lo mejor se estaba preparando para arrancarle la cabeza. Entonces su brazo se relajó y sus ojos se posaron en los de ella.

—Había que destruir a Malvern. Usted me demostró que no podría hacerlo solo, señorita. O sea que en cierto modo también tiene la culpa, ¿no? Si no me hubiera parado los pies…

—Gilipolleces —respondió Caxton.

Al vampiro se le encendió el rostro de rabia. Probablemente no estuviera acostumbrado a que una mujer le hablara así. Caxton negó con la cabeza.

—Vale, necesitabas ayuda, pero ¿por qué despertarlos a todos?

El vampiro se quedó mirándola durante un instante peligrosamente largo, con los brazos laxos a los lados. Podía matarla en cualquier momento si así lo decidía, y ambos lo sabían. Lo que hizo, en cambio, fue ponerse en cuclillas. Caxton se dio cuenta de que el vampiro quería hablar del tema, quería explicarse.

—Pero ¿cómo iba a elegir quienes debían volver a vivir? Cuando nos metieron en esa cueva, nos aseguraron que sería tan solo durante unos días; que pronto tendríamos nuestra oportunidad de luchar. ¿Cree que todo ese tiempo pasó sin que lo sintiéramos? Porque lo sentimos, señorita: medíamos el cautiverio por nuestras pesadillas. Con nuestros sueños de sangre. Esos hombres, mis hombres, merecían volver a andar. Merecían una oportunidad que nadie más podía brindarles.

A Caxton le rechinaron los dientes. Lo que quería decir era que merecían una oportunidad de matar. Una oportunidad de provocar una masacre.

—Una oportunidad que, sin embrago, tú no aprovechaste…

—¿Disculpe? —preguntó él, parpadeando.

—No estabas con ellos cuando atacaron. Los despertaste, pero no te quedaste a su lado, al mando. ¿Dónde te has estado escondiendo todo este tiempo?

—Ellos sabían dónde estaba e iban a acudir a mí. Sabía que después de despertar encontrarían resistencia.

—Y por eso decidiste mantenerte a un lado, alejado del peligro.

El vampiro sonrió y dejó a la vista un sinfín de dientes.

—Como cualquier general, que es más valioso detrás de las líneas, desde donde puede dar órdenes, que en plena batalla, donde tan sólo es un soldado más. ¿No está de acuerdo? Ya sé que usted decidió dirigir a sus hombres desde el frente de batalla. Debo admitir que, para ser una mujer, tiene agallas. Y ahora, por favor, entrégueme el arma y acabemos con esto.

—Creía que eras distinto —dijo Caxton, ignorando su demanda—. No te parecías al resto de vampiros que he conocido.

Arkeley no se habría dejado engatusar, desde luego. Cuando la sed de sangre se apodera de ellos, todos los vampiros son lo mismo. Por muy nobles que fueran sus principios mientras vivían, la muerte los convierte en monstruos.

—Sólo puedo ofrecerle mi pesar, señorita, pero ha llegado el momento. El arma, por favor.

—¿Cuál? ¿Ésta? —preguntó Caxton, sacando la Beretta de la pistolera. No desenfundó particularmente rápido y, encima, perdió una fracción de segundo sacando el seguro. Sin embargo, aún logró disparar antes de que el vampiro tuviera oportunidad de arrancarle el brazo.

Éste se alejó de ella dando un salto hacia atrás. Fue un movimiento mucho más rápido y grácil del que sería capaz cualquier humano. Sus cuatro disparos, dirigidos con gran precisión al lugar en el que hacía un momento había estado su corazón, penetraron en su abdomen. Las balas dum-dum desgarraron el cuerpo desde el interior, cada una describiendo su propia trayectoria a través del tejido muscular y el estómago. La piel se agrietó, se arrugó y se rompió, hasta que Caxton pudo ver los fríos intestinos de la bestia, donde había cuatro gotas de la sangre de alguna de sus víctimas.

Era una herida espeluznante, muy fea, que habría tumbado a cualquier ser humano. El dolor y el impacto habrían matado a muchas personas. El vampiro miró su cuerpo con una expresión de sorpresa y… de burla.

Empezó a reírse justo en el momento en que su cuerpo empezaba a regenerarse, mientras los jirones de piel cicatrizaban el orificio como unos pálidos dedos que se entrelazaran. No había acertado en el corazón, ni siquiera se había acercado. Aquella herida ni siquiera le haría perder tiempo.

La Beretta estaba vacía, había disparado todas las balas del cargador. Se metió la mano izquierda en el bolsillo de la chaqueta para coger el cargador de repuesto, aunque sabía que no le iba a dar tiempo. El vampiro ya había dicho todo lo que tenía que decir.

Pero en aquel momento de desesperación, Caxton se equivocó de bolsillo. Llevaba la munición extra en el bolsillo derecho, sin embargo, metió la mano en el izquierdo, donde había un paquete de chicles, su linterna en miniatura y la granada que había recuperado del cadáver de Howell.

«La granada», pensó su mente inconsciente. Tiró de la anilla, y se la sacó del bolsillo. Lo único que pensó Caxton era que se trataba de un arma. Estiró el brazo y metió la granada en los intestinos despanzurrados del vampiro. La piel blanca del estómago cicatrizó tan rápido que a punto estuvo de pillarle los dedos.

Todo eso sucedió en una fracción de segundo, mucho menos de lo que necesitaba su mente racional para procesar toda la información y recordar que la granada que acababa de dejar en el interior del vampiro no era una granada de fragmentación, ni una granada de conmoción, ni siquiera una granada de iluminación. Era una granada de humo M18. Caxton podría haberle tirado las llaves del coche y el efecto habría sido el mismo.

Capítulo 94

No pude hacer nada más que refugiarme entre las cajas de madera, escuchar el sonido cada vez más cercano de los disparos y temblar de miedo cada vez que oía el alarido rebelde en las inmediaciones. Era incapaz de pensar en nada más que no fuera la derrota. Si Lee tomaba mi posición y me arrebataban los ataúdes antes del anochecer me colgarían, estaba seguro. Si los sureños se enteraban de lo que había hecho, iba a terminar en la soga, ¡siempre y cuando un cañonazo o un mosquete no me destruyeran primero! Notaba como si el cerebro se me estuviera desmoronando, como si estuviera cediendo a una presión excesiva. ¡Estaba seguro de que iba a morir por culpa del estruendo y de aquel maldito fuego!

Entonces los oídos me empezaron a zumbar con más fuerza. O, mejor dicho, el resto de los sonidos desaparecieron. ¿Me habría quedado sordo? Me levanté de golpe y atravesé la nube de humo buscando algún hombre al que preguntarle qué había sucedido. Me tropecé con un comandante con la cara llena de quemaduras negras de pólvora.

«¿Qué ha pasado? ¿Qué va a ser de nosotros?», le pregunté.

«¿Cómo? Hemos logrado repeler el ataque», dijo y por su voz parecía que apenas podía creerlo. Lo mismo me sucedía a mí.

Sin embargo, al llegar a lo alto de la colina vi que era cierto. La oleada gris se estaba retirando, cada vez más lejos de nuestras posiciones. Nuestras pistolas los perseguían y muchos de sus hombres seguían disparando sus mosquetes, apuntando a ciegas. Pero los toques de corneta y el gran éxodo gris no dejaban lugar a dudas.

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