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Authors: David Wellington

Tags: #Terror, Fantástico

99 ataúdes (5 page)

BOOK: 99 ataúdes
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Caxton soltó un suspiro en cuanto se detuvo en un paso de cebra para dejar que una pandilla de colegiales cruzara la calle.

—De acuerdo —dijo—, me rindo.

—¿Cómo? —preguntó Arkeley.

—¿Qué hay aquí? —preguntó ella—. ¿Qué horror puede albergar un lugar como éste?

Arkeley se acomodó no sin esfuerzo en su asiento.

—Uno bastante antiguo. Hace un par de días recibí una llamada de un estudiante de posgrado de la Universidad de Gettysburg. Un arqueólogo estaba explorando unas ruinas de la guerra civil estadounidense y encontró indicios de actividad vampírica.

—No —dijo Caxton aturdida—, ¡pero si los cazamos a todos!

Arkeley le dedicó un ademán de impaciencia.

—Antigua actividad vampírica —aclaró—. De hace más de un siglo. Han encontrado los huesos de un grupo de vampiros, aún estaban en el interior de los ataúdes. Aunque lo más probable es que no sea nada importante.

—Pero no podrá dormir tranquilo hasta que lo haya comprobado personalmente —dijo Caxton.

—Yo nunca duermo tranquilo —replicó él.

No era lo que Caxton quería oír. No quería tener nada en común con él, ya no.

Caxton miró hacia delante, con la vista fija en el paso de peatones, preparada para volver a arrancar. Finalmente, algunos adultos reunieron a los niños rezagados y los obligaron a avanzar. Los dos agentes permanecieron en silencio hasta llegar al otro extremo de la ciudad. Arkeley le indicó a Caxton que se adentrara en el parque militar, en lo alto de Seminary Ridge, un área de silenciosas colinas verdes tachonadas de monumentos por todas partes: obeliscos, arcos y enormes estatuas de mármol. En aquel lugar se veían menos turistas y más recreadores históricos, algunos de los cuales habían plantado tiendas de campaña que reproducían al detalle las de épocas pasadas. Los recreadores realizaban instrucción perfectamente formados o merodeaban por allí mientras sacaban brillo a cañones y morteros que parecían auténticos. Arkeley le dijo a Caxton que girara por una carretera de gravilla apenas señalizada, y el coche avanzó durante casi un kilómetro por entre una espesa arboleda. Había tres utilitarios japoneses de último modelo estacionados en el borde de la carretera. Unas pisadas se adentraban en las profundidades del bosque. Caxton aparcó el vehículo junto a un Nissan Sentra rojo y quitó la llave del contacto. No tenía la menor idea de dónde estaba ni de qué pretendía Arkeley hacer allí, pero se dijo a sí misma que no le importaba.

Arkeley carraspeó de nuevo.

—¿No va a desabrocharse el cinturón? —le preguntó.

—No —respondió ella—, no tengo ninguna intención de quedarme.

—De acuerdo —respondió Arkeley—. Si está empeñada en no prestar su ayuda, que así sea. Aunque tal vez podría hacerme un último favor —añadió. Se llevó la mano al bolsillo interior de la chaqueta y sacó un trozo de tela, arrugado y de forma alargada. Resultó ser una corbata, probablemente de hacía veinticinco años—. Hay una técnica para hacer el nudo con una sola mano, pero aún no la domino.

Caxton lo miró con los párpados entornados. ¿Acaso quería que le anudara la corbata? ¿Acaso quería que lo tocara? Desde luego, sería la primera vez.

—Nunca he asistido a una entrevista oficial sin vestir de forma apropiada —explicó—. Ya no se me permite llevar la placa, pero por lo menos aún puedo ir vestido como un policía.

Caxton Lo miró fijamente durante un buen rato. Jameson Arkeley, el emérito cazador de vampiros, necesitaba que alguien le anudara la corbata. Caxton logró contener la oleada de amarga tristeza que la invadió, pero no fue capaz de tragarse la lástima por completo.

—De acuerdo —dijo al fin.

Se desabrochó el cinturón. Hacerle el nudo de corbata fue fácil: Caxton le había anudado la corbata a Clara muchas veces. Cuando el nudo estuvo lo bastante ajustado, Arkeley soltó un gruñido de satisfacción.

—Muy bien. Ahora, por favor, ayúdeme a salir del coche.

No podía negarle su ayuda. Caxton se apeó y le echó una mano para salir del coche. De repente estaban ahí de pie, uno junto al otro, como antaño. Como compañeros.

—Dígame, sinceramente, que ni siquiera siente curiosidad —dijo Arkeley, con la mirada clavada en un sendero. En aquel momento, empezó a sentir exactamente eso. A pesar de ello, las palabras no le salían con facilidad—. Dígame que ni siquiera quiere echar un vistazo. ¿Qué tiene que hacer hoy que sea tan importante? —le preguntó.

Caxton habría dicho no tan sólo por principios. Habría rechazado su propuesta. Sin embargo, el federal tenía razón: sentía curiosidad. Su vida ya no tenía nada que ver con los vampiros. En particular, no tenía nada que ver con sus huesos enmohecidos. Arkeley también tenía razón respecto a otra cosa. No tenía nada que hacer.

El cuerpo del federal podía estar a las últimas, pero el hombre aún sabía cómo convencerla. De pronto se dio cuenta de que por lo menos tendría que echar un vistazo.

Cerró el coche con llave y se dirigieron juntos hacia el sendero. El rastro de pisadas se extendía unos doscientos metros por el campo de hierba salvaje y terminaba en un sencillo campamento donde había varias tiendas de nailon y una gran hoguera. No se veía a ningún recreador histórico, pero sí había un hombre vestido con una sudadera con capucha y unos vaqueros esperándolos. El hombre le estrechó la mano a Arkeley con entusiasmo, luego se volvió para sonreír a Caxton, como esperando a que alguien los presentara.

—Agente le presento a Jeff Montrose. Pertenece al Departamento de Arqueología de la Universidad de Gettysburg.

Caxton arqueó una ceja y le tendió la mano a Montrose. Era de altura media y tal vez estaba algo regordete. Tenía el pelo castaño, menos espeso en la zona de la coronilla, y llevaba una perilla larga y arreglada, que se había teñido de un rubio tan claro que parecía casi blanca. Había algo raro en sus ojos, pensó, que la inquietaban; de pronto se dio cuenta de que el chico llevaba la raya pintada.

—En realidad lo llamamos Estudios del Periodo de la Guerra Civil Estadounidense, pero lo cierto es que nunca desaprovechamos ninguna oportunidad de ensuciarnos las manos.

—Hola —dijo Caxton.

No es que su apariencia le molestara, simplemente no era lo que habría esperado de un arqueólogo. El chico no la reconoció ni le pidió ningún autógrafo, algo que decía mucho en su favor.

—¿Tú eres profesor? —le preguntó.

Caxton no había llegado a terminar la carrera; sin embargo, no recordaba que ninguno de sus profesores se pintara los ojos.

—Soy estudiante de posgrado. Técnicamente, quien está al cargo de todo esto es el Lobo Veloz, pero tenía clases durante todo el día y me pidió que los atendiera yo.

—¿Quién es el lobo Veloz? —preguntó Caxton algo confundida.

Montrose sonrió.

—Perdone, así es como llamamos al profesor Geistdoerfer. Le pusimos ese apodo porque todos los días sale a correr por el campus. Forma parte de las instalaciones universitarias; a veces olvido que la gente del mundo real no tiene por qué conocerlo. Toda la universidad sabe quién es.

Montrose no lograba disimular el entusiasmo infantil que transmitía su expresión, a pesar de que cada vez que miraba a Arkeley dejaba de sonreír, como si su cara llena de cicatrices le recordase que aquello era una investigación policial.

—He mandado a los excavadores a almorzar, de modo que tenemos el lugar para nosotros solos. —Se dio la vuelta, se dirigió hacia la tienda más grande y abrió la cremallera—. ¡Todo esto es tan emocionante! Estamos deseando volver a ponernos manos a la obra, así que, si no les importa, creo que voy a enseñarles lo que hemos encontrado por el momento.

Los tres entraron en la tienda, un espacio cerrado de unos seis metros por tres. Había varias mesas alargadas y cubiertas con papel blanco. Sobre ellas había fragmentos de metal cubiertos de barro y balas blancas deformadas dispuestas para su inspección, rodeados de notas escritas a mano. Aunque nada de ello despertó tanto el interés de Caxton como el agujero que había en el suelo, en el centro de la tienda. Alguien había excavado un hoyo profundísimo por el que se podía bajar usando una escalera de mano amarillo chillón colocada para tal efecto. Las paredes del hoyo estaban forradas de madera. En algunos lugares, el fondo del agujero aparecía parcialmente cubierto por tablas de madera. ¿Sería el sótano de una casa derruida hacía años?

Montrose bajó en primer lugar, sin mucho preámbulo, y Caxton lo siguió. Detrás de ellos, Arkeley se arreglaba como buenamente podía. No le resultaba nada fácil bajar por la escalera de mano, pero no se quejó y apartó las manos de Caxton cada vez que ésta intentó ayudarle.

Montrose hizo un amplio gesto con el brazo para mostrarles la zanja. Estaban a casi dos metros bajo tierra y Caxton apenas veía nada. Un extraño olor a tierra hacía que le lloraran los ojos.

—Encontramos este polvorín años atrás, pero hasta hace unos días no nos dieron permiso para abrirlo. La comisión encargada del parque no es demasiado amiga de los buscadores de reliquias, ni siquiera de los que trabajamos como es debido. A lo largo de los años se han acercado demasiadas personas a excavar esta zona sagrada con la ayuda de detectores de metal—explicó encogiéndose de hombros—. En mi opinión, la mejor forma de honrar la historia es aprender algo de ella, pero supongo que no todo el mundo piensa lo mismo. Originalmente, esto era un polvorín, el espacio donde los confederados almacenaban barriles de pólvora para los cañones. Los guardaban en cuevas bajo tierra porque eran más frescas y porque si estallaban por accidente, nadie resultaba herido. Existen depósitos de este tipo por todo Gettysburg. La mayor parte de ellos fueron construidos apresuradamente y luego cegados con tierra cuando ya no fueron necesarios. Es fácil encontrar fragmentos de barriles, o partes de un cabestrante o una polea, pero poco más. Lo cierto es que en esta excavación no esperábamos descubrir nada especialmente interesante, pero siempre echamos un vistazo, por si acaso.

Montrose se dirigió al extremo opuesto del hoyo, donde Caxton vio otra escalera que se adentraba aún más en la tierra. Del agujero abierto en las tablas del suelo manaba un haz de luz eléctrica.

—Tras la batalla de Gettysburg los propios confederados lo volaron intencionadamente. Algo que no es de extrañar, pues tuvieron que marcharse a toda prisa cuando se dieron cuenta de que habían perdido la batalla, y lo último que querían era que la Unión aprovechara la pólvora que no podían llevarse. Sin embargo, ahora creemos que es posible que tuvieran otro motivo para actuar como lo hicieron. —Se acercó a la segunda escalera y se puso de cuclillas, como si quisiera echar un vistazo antes de bajar—. Ya casi habíamos terminado el trabajo. Habíamos encontrado varios artefactos que tal vez nos habrían permitido publicar un artículo en alguna revista de poca monta. Creo que todos nos alegrábamos bastante ante la perspectiva de poder dedicarnos a algo más interesante. Entonces una de mis colegas estudiantes, una chica llamada Marcy Jackson —puntualizó, y esperó a que Caxton tomara nota del nombre—, le dijo al profesor Geistdoerfer que creía que el suelo sonaba hueco. En principio no se puede vulnerar la integridad de un yacimiento arqueológico agujereando el suelo tan sólo porque alguien haya tenido una corazonada, pero como ya he dicho, este lugar no parecía demasiado importante, de modo que Marcy decidió correr el riesgo.

El chico bajó por la escalera. Caxton empezó a seguirle pero se detuvo al ver que Arkeley se apoyaba en una columna, con expresión de aburrimiento.

—¿No va a venir? —le preguntó.

—En mi estado es mejor que no baje —le dijo y se miró con una mueca las piernas entumecidas.

Caxton asintió, se dio la vuelta y empezó a bajar la escalera. Así pues, aquél era el verdadero motivo por el que había querido que lo acompañara. ¿Tanto le habría costado admitir que no podía hacerse cargo de aquel trabajo a solas?

La escalera descendía unos cinco metros. Al llegar al fondo, Caxton se encontró en una enorme cueva natural de unos treinta metros de largo por ocho de ancho. Había cuevas por todo el estado de Pensilvania, pero ninguna de las que Caxton había visitado en calidad de turista se parecía a aquélla. En el techo, unos gruesos cables suministraban electricidad a varias bombillas, aunque era evidente que habían sido los arqueólogos quienes las habían instalado allí recientemente. Los muros de la caverna eran irregulares y el techo estaba lleno de estalactitas. Era prácticamente imposible ver el suelo, ocupado casi en su totalidad por ataúdes.

Capítulo 10

Llegados a este punto debo interrumpir el curso de mi narración de forma algo abrupta, pero de otro modo soy incapaz de reproducir la velocidad con la que se precipitaron los acontecimientos. Hubo disparos y unas garras invisibles desgarraron el cuello a John Tyler. Eben Nudd se puso de cuclillas y rebuscó en su fardo. Casi al mismo tiempo, Hiram Morse me apartó y salió corriendo hacia las montañas, como el cobarde que siempre supimos que era.

John Tyler no se había distinguido en modo alguno como soldado, pero no merecía perder la vida de aquella forma. El lívido fantasma que había visto en el bosque le había desgarrado el cuello y hundía aún su boca ensangrentada en la herida. Levanté mi arma aun a sabiendas de que no iba a darme tiempo a cargar y le clavé la bayoneta una y otra vez al demonio, en vano. Eben Nudd se abrió paso hacia el demonio. Llevaba algo en las manos, una pequeña figura de madera en la que pronto reconocí un crucifijo como los que suelen llevar los católicos romanos. Empuñaba su símbolo sagrado como si fuera una tea y recitaba una salmodia con los ojos en llamas, como si con aquello pudiera derrotar al mismísimo Señor de los Infiernos.

La bestia arrojó a John Tyler al suelo, dio un paso y le arrebató a Eben Nudd el crucifijo de las manos. Mi mayor asombro fue constatar la sorpresa de Nudd. Con una mano, el demonio hico pedazos la figura tallada de Cristo y la arrojó hacia atrás por encima del hombro. Yo volví a levantar el arma, pero antes de que pudiera atacarlo, el demonio desapareció de nuevo entre las sombras y se marchó.

LA DECLARACIÓN DE ALVA GRIEST

Capítulo 11

Caxton intentó controlar la respiración. Las bombillas del techo apenas iluminaban la caverna, pero aún era de día. No había ningún peligro inmediato de que los ataúdes fueran a abrirse de improviso, uno a uno, y de que los muertos empezaran a salir de ellos.

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