—¿No le parece alucinante? —le preguntó Montrose.
Caxton movió la cabeza, anonadada.
—Me encantan estas cosas —dijo—. Los fantasmas, los vampiros y los bichos que salen de noche. De hecho, ése es el motivo por el que decidí estudiar historia. ¡El siglo XIX fue una época tan morbosa! Me costeo la matrícula ofreciendo visitas fantasmas a la ciudad. Me pongo una capa de terciopelo y todo eso, ¿sabes? Y si las propinas son buenas, cuento historias de miedo. Pero nunca, ni en un millón de años, creí que vería algo como esto.
—Visitas fantasma —dijo Caxton, algo distraída. No era demasiado aficionada a los fantasmas, pero por lo menos éstos no podían herirte físicamente. Los vampiros, en cambio, eran otra historia—. Jesús.
Caminó entre las filas de ataúdes. Se arrodilló y pasó la palma de la mano por encima de uno de los ataúdes. Una irregular estalagmita se había formado sobre la tapa, donde el agua que pinteaba del techo había ido dejando depósitos minerales durante años. Al pasar la palma por la madera ajada de la tapa, se notó los dedos fríos y húmedos, y cuando se acercó, se le hizo un nudo en el estómago. Sin embargo, la sensación era algo distinta a la que había sentido al acercarse al ataúd de Malvern en la habitación del hotel; en esta ocasión no era tan fuerte, se parecía más bien al eco de algo que, si bien era maligno, había sucedido mucho tiempo atrás.
—Debes de conocer bastante bien la historia de esta ciudad—le dijo Caxton—. ¿Alguna vez has oído alguna leyenda sobre vampiros relacionada con la batalla de Gettysburg?
Montrose negó con la cabeza.
—No, nunca.
—En ese caso supongo que debe de ser la primera vez que alguien encuentra una cripta vampírica en la zona.
Él se rió.
—Sí, y nunca se nos había ocurrido que fuéramos a encontrar una. La mayor parte del campo de batalla ha sido rastreado desde hace décadas. Nadie espera encontrar ya nada más aparte de alguna bala, o tal vez la insignia de latón del sombrero de algún soldado muerto. Aquí ya no quedan misterios, por eso este hallazgo resulta tan increíble.
Caxton tenía que abrir un ataúd, tenía que ver qué había dentro. No quería, pero debía hacerlo. ¡Pero había tantos! Si en cada ataúd yacía un vampiro, ¿qué podían llegar a hacer juntos? ¿Cómo iban a hacerles frente? Hizo un recuento rápido. Los ataúdes estaban dispuestos en largas filas, cinco en total, cada una de ellas con diez... quince.., veinte ataúdes. Eso daba cien justos. Cien vampiros no serian un problema: serían un ejército. Un ejército de máquinas de matar que se alimentaban de sangre.
Un año antes Caxton había ayudado a Arkeley a destruir a cuatro vampiros y ya eso les había costado lo indecible. La batalla los había dejado arrasados, a él físicamente y a ella, mentalmente. Caxton había hecho una serie de cosas, cosas horribles en las que intentaba no pensar nunca, pero que le volvían una y otra vez en sueños. La habían contaminado con el hechizo vampírico y a punto había estado de convertirse en uno de ellos. Los cuatro vampiros habían causado verdaderos estragos en apenas unos días, mientras Arkeley jugaba con ellos al gato y el ratón, siguiéndolos de masacre en masacre, cayendo deliberadamente en las diabólicas trampas que le preparaban y usando a Caxton como cebo una y otra vez.
Habían bastado cuatro vampiros, tan sólo cuatro, para destrozarles la vida. Cien vampiros los harían polvo sin inmutarse.
La invadió una de sensación de irrealidad. Aquello era simplemente imposible, no podía estar pasando. Tal vez fuera un sueño, o algún tipo de alucinación. Volvió a contar los ataúdes y de nuevo sumaron la misma cifra.
—¿No es maravilloso? El profesor Geistdocrfer quiso ser el primero en verlo —le dijo Montrose, que le dirigió una tímida mirada—. Quería asegurarse de que su nombre estaría en lo más alto del artículo cuando escribiera sobre este hallazgo. En cuanto a mí, me alegro de formar parte de esto; me encantan los misterios jugosos.
Caxton se quedó mirándolo. ¿De qué narices estaba hablando? ¿Tenía alguna idea de lo que era capaz de hacer un vampiro activo? La mayor parte de la gente no lo sabía. Muchos creían que eran algo así como versiones pálidas de poetas románticos. Que se vestían con camisas de encaje y bebían vino tinto. Y que, de vez en cuando, fingían morderle el cuello a alguien con sus delicados colmillitos.
Cogió el borde del ataúd más cercano. Estaba frío como el hielo. Tiró de la tapa y la madera medio podrida empezó a ceder.
—¡Eh, eso no lo puede hacer! ¡Debemos catalogarlo todo antes de abrirlo!
Caxton resopló y abrió la tapa del ataúd sobre sus goznes oxidados. Ésta chirrió y las piezas metálicas se partieron, La tapa cayó al suelo con un estrépito que resonó en toda la caverna
Caxton se inclinó sobre el ataúd y echó un vistazo al interior de la caja.
Una calavera le devolvió la mirada con la boca abierta, esbozando una sonrisa atroz. A grandes rasgos, las cuencas oculares y los pómulos parecían humanos, pero la boca estaba llena de unos dientes triangulares dispuestos en profundas hileras. Se asemejaban mucho a los dientes de un tiburón. No era la primera vez que Caxton veía unos dientes como aquéllos y sabía de qué eran capaces. Un vampiro podía desgarrarle el brazo a un hombre de un solo mordisco y con otro podía arrancarle la cabeza. Los vampiros, los vampiros de verdad, no se dedicaban a mordisquear los cuellos de vírgenes pubescentes, sino que despedazaban personas y luego chupaban la sangre de los restos.
El maxilar inferior se había desprendido del resto del cadáver y colgaba ladeado. Caxton bajó la mirada y vio el resto de huesos revueltos en el fondo del ataúd, dispuestos de forma tan sólo aproximada a la posición que ocuparon en su día. Caxton cogió la caja torácica y la levantó, pero Montrose la agarró por los brazos e intentó impedírselo.
—¿Qué demonios cree que está haciendo? ¡Eso es propiedad de la universidad!
Caxton le dirigió una mirada furiosa. Estaba entrenada en el combate cuerpo a cuerpo y podría haberle roto las muñecas fácilmente para soltarse, pero no hizo falta. Cuando vio la mirada de la agente, Montrose retrocedió casi sin querer. No le costaba nada que su expresión reflejara una rabia real y violenta, le bastaba con pensar en Malvern y su estirpe.
El estudiante intentó imitar su fulminante mirada, pero no lo consiguió y terminó apartando la vista; Caxton sabía que no volvería a molestarla. Metió de nuevo las manos en el ataúd y sacó la caja torácica. Pasó las manos entre los huesos y con los dedos resiguió el esternón y el xifoides, y luego palpó la nudosa columna vertebral. No encontró lo que buscaba.
¡Gracias a Dios!, pensó y soltó un suspiro de alivio.
Faltaba el corazón.
Los vampiros poseían muchos dones que los humanos jamás lograrían igualar. Eran más fuertes, mucho más rápidos y casi invulnerables al daño físico. Si le cortabas un brazo a un vampiro, volvía a crecerle al instante. Si vaciabas el cargador de la pistola en su cara, se reía de ti y ni siquiera te soltaba mientras se le regeneraban los dientes y los ojos en un santiamén. El corazón de un vampiro, en cambio, era su único punto débil. Recibía la sangre, la sangre que robaba a los humanos, y con ella reparaba los tejidos dañados y curaba las heridas. Así pues, si a un vampiro le faltaba el corazón no podía regenerarse. Si lograbas destruir su corazón, el vampiro moría.
Quienquiera que hubiera enterrado aquella legión de vampiros bajo el suelo de Gerrysburg había sido lo bastante listo para asegurarse de que no salieran de allí.
En la fría caverna, su alivio fue como una oleada de calor que se expandió por sus dedos helados de las manos y de los pies. Caxton sintió que revivía, como si de pronto regresara a la realidad y despertara de una pesadilla. Desde luego, iba a tener que comprobar todos los ataúdes, profanar todas y cada una de las propiedades universitarias de la caverna, pues debía asegurarse. Pero parecía que el mundo volvía a ser un lugar seguro.
Gracias a Dios
Se froté la cara con las manos. La adrenalina le provocaba hormigueos en todo el cuerpo. Se levantó lentamente y volvió a mirar a Montrose.
—Oiga —le dijo éste—. He intentado serle útil, pero se lo digo en serio: tengo que dejar entrar a mi gente otra vez y empezar las labores de catalogación para...
Caxton levantó una mano.
No voy a retenerte mucho más. Sólo quiero cerciorarme de que estos cuerpos están muertos de verdad y para ello debo examinarlos todos, uno por uno. —Caminó por uno de los estrechos pasillos y colocó la mano encima de cada ataúd. Todos le producían la misma sensación que había sentido al tocar el primero. Al parecer, los huesos de vampiro eran algo antinatural incluso cuando estaban definitivamente muertos. Se preguntó si Montrose lo notaba también, o si era algo que tan sólo ella percibía—. Intentaré ser más delicada con el resto.
Pero de pronto se dio cuenta de algo. Volvió la vista, contó los ataúdes y entonces miró hacia el otro lado. Cuatro de las cinco filas estaban formadas por veinte ataúdes cada una, pero en la quinta faltaba uno: sólo había diecinueve.
—Aquí hay noventa y nueve ataúdes —dijo. Aquello le fastidiaba, aunque tan sólo un poco. ¿Por qué no podía haber cien justos? Por supuesto, no tenía ni idea de por qué los ataúdes habían ido a parar allí, ni cuántos vampiros había habido originalmente, pero aun así le parecía un poco extraño—. Me salen noventa y nueve.
—Noventa y nueve intactos, sí —dijo Montrose, que le hizo un gesto para que lo siguiera al otro extremo de la caverna. Caxton tuvo que pasar por encima de un ataúd y sintió un repentino acceso de pánico al pensar qué pasaría si éste se abriera de golpe y el esqueleto que había dentro se levantara para agarrarla. Llegó al pasillo contiguo y se dirigió al fondo, donde la esperaba Montrose. Allí había habido otro ataúd en algún momento, el que sumaba cien, pero ahora no quedaba más que un montón de madera. La tapa estaba reducida a astillas y parecía que alguien había aplastado los lados de la caja con un mazo. En el interior no había ni huesos, ni tampoco rastro de que los hubiera habido. Pasó la mano por encima de la madera, pero no la notó fría.
—¿Lo encontrasteis así? —le preguntó.
El chico asintió con la cabeza.
—En realidad nos sorprendió no encontrar más en este estado. Teniendo en cuenta que el lugar tiene ciento cuarenta años, uno esperaría que hubiera sufrido más deterioro. Normalmente, en las criptas de este tamaño siempre hay rastros de animales que han entrado a rebañar los huesos, o por lo menos de aguas subterráneas, que en algún momento habrían inundado el espacio. Creemos que algo de eso es lo que sucedió con este ataúd.
—Pero si unos animales hubieran venido por los huesos, habríais encontrado fragmentos mordisqueados o algo así, -preguntó Caxton.
El estudiante volvió a encogerse de hombros.
—Esta ciencia suele ser bastante inexacta. Eso sí, si tiene explicación mejor, me encantaría escucharla.
Caxton pensó que tenía otra explicación, pero desde luego no era una explicación mejor. Pero no, era imposible. Aun en el caso de que uno de los vampiros hubiera sido enterrado el corazón intacto, al cabo de tanto tiempo no habría tenido fuerzas para salir del ataúd. No habría podido siquiera incorporarse.
Todavía cabía otra posibilidad, aunque no merecía la pena considerarla: que alguien más hubiera bajado a la caverna y se hubiera llevado uno de los esqueletos. Pero ¿quién demonios querría hacer algo así?
No le gustaba pensar en las posibilidades. No le gustaba que faltara un esqueleto. Y, sin embargo, debía cumplir con el trabajo: examinar los ataúdes intactos. Sus preocupaciones podrían esperar hasta que hubiera terminado.
Hiram Morse había huido en la escaramuza y JohnTyler estaba muerto. Pero lo peor de todo era que mi Bill había desaparecido. Lo busque por todas partes, pero fue en vano. Aquello no me entraba en la cabeza. Habíamos estado siempre muy unidos y raro era día en que no hablaba con el, mucho más desde que estallara la guerra y nos alistáramos juntos. Mi padre me lo había prohibido, pero Bill había escogido, como un hombre, hacerlo, y yo no había tenido más remedio que seguirlo. Habíamos vivido juntos, rodeados de batallas y cañones, del humo y de la guerra. Y de pronto, en un momento, aquel demonio blanco los había cambiado todo.
Cabo Griest, —dijo alguien, — y yo me volví para ver quién era. Si se hubiera tratado de nuestro enemigo, que hubiera decidido regresar, no hubiera pestañado, pero quien tiraba de la pernera de mis pantalones era German Pete. Tenía las manos manchadas de sangre y una expresión severa. John Tyler ha muerto, cabo —me dijo— ¿Vamos a enterrarlo?
Me estremecí como si me hubiera poseído un fantasma.
Debemos regresar al frente, dijo Eben Nudd, recordándome las órdenes recibidas, y llevaba razón. Mis hombres y yo ejercíamos de piquetes; nuestra misión no era ni combatir contra el enemigo ni exponernos a ningún riesgo, sino regresar al frente e informar.
¡Pero mi Bill había desaparecido! Hacía dos años que dormíamos en la misma tienda y compartías la carne agusanada del campamento. Desde mi infancia había sido el único amigo que había tenido en todo el mundo
¿Alguien sabe qué le ha pasado a Bill?, pregunté
No está aquí, dijo Eben Nudd, con su tono habitual. Es de suponer que también esté muerto.
Pero nadie lo ha visto caer —dije y miré a German Peter, que negó con la cabeza—. En ese caso sigue con vida. No lo dejaremos aquí, y menos con ese demonio suelto.
Eso cosa no era un demonio, replicó Eben Nudd. Yo me reí de él y entonces él me mostró los fragmentos de su cruz de madera.
Ningún demonio puede soportar la visión de Nuestro Señor.
Esa cosas era un VAMPIRO —insistió German Pete—, y lo sabéis todos. Escupió en el suelo, demasiado cerca, pensé del lugar donde yacía muerto John Tyler. Y ahora Bill es su cena.
¡Un vampiro! Y para colmo, un vampiro rebelde.
Debemos Informar, me dijo Eben Nudd con expresión calmada,
LA DECLARACIÓN DE ALVA GRIEST
Caxton tardó varias horas en examinar todos los ataúdes. Se le agarrotaron las piernas de tanto acuclillarse y le dolían los brazos de tanto remover huesos, pero no quería volver con Arkeley hasta haber terminado su trabajo. Sin embargo, a medida que cumplía con su cometido, su miedo fue tornándose en aburrimiento. Para pasar el rato decidió interrogar a Montrose.