—¿Cuantos años tiene este lugar? —le preguntó.
Montrose se encogió de hombros.
—No hay forma de saberlo sin pasar varias horas en el laboratorio, pero el polvorín fue fechado químicamente en 1863. Los ataúdes no pueden ser anteriores a eso; este lugar no se ha abierto desde entonces.
Caxton asintió. Aunque los vampiros hubieran tenido los corazones intactos, era imposible que salieran de sus ataúdes. En teoría los vampiros podían vivir eternamente, pero al igual que Justinia Malvern, cuanto más envejecían, más sangre necesitaban para levantarse, por no hablar de cuanta necesitaban para dedicarse al saqueo y el pillaje. Cualquiera de los vampiros que había enterrados en aquella caverna era demasiado viejo para suponer un peligro en el siglo XXI.
—¿Tenéis alguna idea de quién los puso aquí abajo?
—No, ninguna. Aquí abajo no hay ninguna prueba al respecto y en los archivos tampoco he encontrado nada que lo explique. Abrimos la caverna hace tres días y desde entonces he pasado muchas horas en Internet, examinando bases de datos y documentos de la guerra civil. Así es como un historiador debe realizar el trabajo de campo. Si encuentras algo así, es mejor disponer de toda la información posible antes de empezar a abrir cajas —le espetó-. No existe ningún registro escrito de este lugar, aunque eso tampoco es tan sorprendente.
—¿Por qué?
Montrose se encogió de hombros.
—Estamos hablando del siglo XIX. La gente no guardaba todos los correos como hacemos ahora. Muchos documentos de la guerra fueron destruidos en incendios de bibliotecas o cuando alguien decidió limpiar el trastero y tiró toneladas de papel viejo.
Caxton terminó la inspección al cabo de poco. Ninguno de los noventa y nueve esqueletos de la cripta conservaba el corazón. Menos daba una piedra.
—Bueno —dijo—, no creo que haya motivos para retrasar vuestro trabajo aquí. Dame tú número de teléfono por si tengo más preguntas.
Montrose le proporcionó sus datos personales y comenzó a subir la escalera. Antes de seguirlo, Caxton echó un último vistazo a la caverna. El silencio y las alargadas sombras de la caverna bastaban para convertirla en un lugar sobrecogedor. La quietud absoluta del aire y las gotas de agua que de vez en cuando caían del techo tampoco ayudaban. Sin embargo, lo verdaderamente escalofriante eran los esqueletos. El frío que desprendían entre todos hacía que a uno se le pusieran los pelos de punta.
Aquel lugar era un misterio. ¿Cómo habían terminado aquellos esqueletos allí? ¿Por qué los habían enterrado todos juntos. Cada uno en su ataúd? Alguien había sido lo bastante concienzudo como para matar a los vampiros como era debido, pero luego había tenido tanto miedo que había hecho explotar un polvorín encima. ¿Por qué no habían llegado hasta el final? ¿Por qué no había molido los huesos y habían arrojado el polvo al mar?
A lo mejor algún antiguo predecesor de Arkeley, un cazador de vampiros del siglo XIX, se había encargado de meter a los vampiros en aquella caverna. A lo mejor había pensado que los muertos merecían un entierro de verdad. Tal vez el ataúd número cien había estado siempre tal como ella lo había encontrado: vacío y roto. Quizá nunca había habido cien vampiros. Pero sabía que no podía ser tan simple.
Mientras subía por la escalera de mano, Montrose apagó las luces. Caxton se quedó inmóvil y notó cómo la oscuridad crecía bajo sus pies, como si la caverna hubiera estado conteniendo la respiración, esperando a que ella la dejara en paz.
Subió hasta arriba sin perder ni un segundo. Arkeley la estaba esperando.
—¿Se ha despertado ya su interés? —le preguntó.
—Debo admitir que me ha picado la curiosidad —reconoció—, pero no creo que tengamos de qué preocuparnos. La caverna lleva más de un siglo intacta. ¿Como se enteró de todo esto? —le preguntó—. Las criptas antiguas no son precisamente su especialidad...
—Una de las alumnas de Geistdocrfer quiere hacerse policía—dijo. Le echó un vistazo al arqueólogo, que se encogió de hombros—. En cualquier caso, está estudiando con esa idea.
Caxton comprobó su bloc de notas.
—Se llama Marcy Jackson? —preguntó.
Arkeley asintió.
—Cuando abrieron el primer ataúd y encontraron un vampiro, llamó a los U. S. Marshals y pidió hablar conmigo. Aunque estoy oficialmente jubilado, aún tenían mi número de teléfono. He dejado instrucciones precisas de que cada vez que surja un caso de estas características, me lo notifiquen.
Le preguntó qué le había parecido la caverna y soltó un gruñido de aprobación cuando Caxton le dijo que había examinado todos los esqueletos y no había encontrado ningún corazón.
—¿Y qué me dice del otro? —le preguntó.
—¿Se refiere al ataúd vacío? —Dijo Caxton, que se volvió hacia Montrose—. ¿Ha bajado alguien más a la caverna aparte de los miembros de vuestro equipo?
—No, por supuesto que no —replicó éste—.Y tenemos instrucciones estrictas de no hablar de ello. El profesor se enfadó mucho con Marcy cuando ésta llamó a la policía... Aunque, por supuesto, estaremos encantados de cooperar en la investigación en todo lo que podamos.
Caxton asintió.
—Y el ataúd ya estaba vacío cuando lo encontrasteis...
El estudiante asintió.
—Lo que no significa necesariamente que haya estado siempre vacío, ni que no haya contenido un vampiro en algún momento —insistió Arkeley.
—Sí, vale, ¿y qué? Sabe tan bien como yo que ningún vampiro puede permanecer activo después de todo este tiempo enterado y sin sangre.
Akeley soltó otro gruñido, éste menos amistoso.
—También sé que es un error subestimar a los vampiros.
Caxton suspiró, aunque desde el principio había sabido que terminarían así. Arkeley había pasado veinte años de su vida siguiéndoles la pista a todas las leyendas y rumores relacionados con los vampiros que había podido encontrar. En ese tiempo había encontrado a dos vampiros reales, precisamente porque nunca se había cansado de buscarlos. Consideraba que su afición era vital para la seguridad pública y había malgastado su vida en interminables investigaciones. A Caxton no le cabía duda de que todas ellas le habían parecido cruciales y llenas de peligros, por lo menos hasta que se había puesto manos a la obra y se había dado cuenta de que las pistas lo conducían o bien hasta un callejón sin salida, o bien hasta un monstruo que llevaba ya tiempo muerto y que, poco a poco, se había convertido en un mito local.
Arkeley llevaba muchos años obsesionado y ahora, además, no tenía nada más con lo que ocupar su tiempo. Pero Caxton estaba decidida a no permitir que eso le sucediera a ella. No iba a dejar que los vampiros definieran el rumbo de su vida.
—Esto es un callejón sin salida —dijo—. Aquí hubo algo, algo malo, pero de eso hace ya mucho tiempo. Debería volver a casa. ¿Por qué no llama a su mujer?
—Entonces, ¿no va a abrir una investigación?
Caxton se volvió y lo miró fijamente. Las cicatrices de su cara ya no le molestaban tanto como antes.
—No estoy autorizada a hacerlo. No es mi caso y además estoy fuera de mi jurisdicción. Haré unas cuantas llamadas, avisaré a las autoridades locales y difundiré un comunicado para que la población tenga los ojos abiertos, por si acaso. Pero nada más. Vamos, lo acompañaré de vuelta a Hanover.
—No se moleste —respondió el federal—. Montrose me llevará a la ciudad y cogeré el autobús.
—Eso es ridículo. Jameson. Tengo el coche aquí y...
Pero Arkeley ya le había dado la espalda y se dirigía hacia la salida de la tienda.
—Ha dejado muy claro que no puedo contar con usted. Que así sea.
A Caxton le dolió aquel rechazo, pero lo dejó marcharse. Montrose le dedicó lo que parecía una mirada cordial y salió detrás del viejo federal. Caxton se quedó a solas. Permaneció en silencio un momento y cuando se hubieron marchado, salió, subió al Mazda y regresó a la ciudad. A medio camino su estómago comenzó a rugir y de pronto cayó en la cuenta de que llevaba todo el día sin comer. Eran las cinco y media, y Clara debía de estar a punto de llegar a casa, pero Caxton necesitaba comer algo antes de regresar a Harrisburg. Dejó el coche en un aparcamiento público de Gettysburg y se metió en un pequeño café que no estaba totalmente invadido por los turistas.
Pidió un cruasán de jamón y una Coca-cola light. Se sentó a una mesa, pero la comida no sabía a nada. Dio dos o tres mordiscos y decidió dejar el resto.
Si está herido puedo encontrar su rastro, sí, dijo German Peter y cogió su morral. Del interior de su apestosa bolsa sacó algo de pólvora negra, unos huesos huecos que debían de haber pertenecido a alguna pobre ave y varias hojas de espino. Es una insensatez dedicarse a merodear en la oscuridad con un vampiro al acecho —me dijo—, pero haré lo que me pide, cabo.
Molió todo los ingredientes en una pequeña mano de mortero y añadió algo de saliva hasta obtener una masa que esparció por la sangre que aún le manchaba las manos. Entonces pido una cerilla. Eben Nudd rompió una de su taco y la prendió. German Pete sostuvo la llama entre las manos ahuecadas y pronuncio una generosa maldición cuando la pólvora que había en ella se encendió. Sin embargo, sopló sobre el fuego y la llama, que hasta entonces había sido amarilla y que ahora se volvió de un color rojo apagado y titilante.
Alrededor de sus pies, esa misma luz infernal cubrió la hierba y las hojas caídas. El lugar donde John Tyler había perdido la vida se prendió también, lo mismo que gran parte de su cuerpo sin vida, su camisa. De hecho, había sangre por todas partes, aunque no tanta como esperábamos. He visto morir a muchos hombres en esta guerra y la sangre se acumula siempre alrededor de los cuerpos como si alguien hubiera vaciado un jarro de agua. No obstante, en este caso había apenas unas gotas y algunas salpicaduras.
German Pete había dicho que nuestro demonio era un vampiro y yo sabía que los vampiros le chupaban la sangre a sus víctimas. Tal vez antes había preferido no creerlo, pero ahora no tenía alternativa.
Allí, mire, dijo German Pete y señaló hacia la oscuridad con sus manos, cubiertas de llamas. Un tenue rastro de fuego se alejaba del lugar donde estábamos. Vimos un reguero de gotitas rojas que se perdía a nuestra derecha, por el lugar donde había aparecido el vampiro.
¿Es la sangre de Bill?, pregunté. Si al Ministerio de Guerra le interesaba, confesaré que estaba aterrorizado.
Debemos arriesgarnos. Este hechizo sirve para seguir el rastro a los ciervos heridos; así me lo enseñaron a mí y nunca lo he visto usado de otro modo. Puede ser la sangre de Hiram Morse —dijo German Pete—, y también puede ser la del propio vampiro. En cualquier caso es un rastro y eso es lo que me ha pedido.
LA DECLARACION DE ALVA GRIEST.
La noche había caído casi por completo y en el cielo quedaba apenas un leve fulgor amarillento sobre el horizonte, tras las siluetas negras de los árboles. Las farolas estaban encendidas, pero algunas desprendían aún una indecisa luz anaranjada y se apagaban un instante para volver a encenderse al cabo de poco. Había refrescado, hacía mucho más frío del que Caxton había esperado. Se había dejado el abrigo en el Mazda y se cruzó de brazos para conservar el calor mientras regresaba al coche.
Lo último que quería en aquel momento era pasar un segundo más en Gettysburg. Era hora de regresar a casa. Pensó en Clara, que seguramente estaría ya esperándola. Podía volver a casa, dar de comer a los perros y pasar la tarde acurrucada en el sofá con Clara, hasta quedarse las dos dormidas ante el televisor. Sonaba como el plan perfecto.
A lo mejor por una vez Clara la dejaría dormir con la luz encendida. Después del repelús que le había provocado la cripta vampírica, no tenía ganas de que volvieran a asustarla en mucho tiempo.
El café quedaba relativamente cerca del lugar donde había aparcado. Regresó con la cabeza gacha y caminando a buen ritmo. No se detuvo a mirar lo escaparates de las casas convertidas en tiendas de suvenires. Aunque al llegar al Mazda un sonido le hizo levantar la cabeza.
Cerca de allí se había disparado una alarma. El desagradable pitido provenía de algún lugar situado a varios bloques de distancia, pero Caxton estaba entrenada para identificar aquel sonido. Se trataba de una alarma antirrobo; no era precisamente su especialidad, se dijo.
Y, sin embargo. Caxton era lo que era: una policía. Se alejó del Mazda y regresó a la calle arbolada. -La alarma sonaba en la ciudad de verdad —pensó—, lejos de las principales zonas turísticas. Tardaría un momento en echarle un vistazo. Por supuesto, no tenía por qué hacerlo; la policía estatal no intervenía en las investigaciones criminales municipales. Según el procedimiento estándar, debía dar el aviso y dejar que la policía local se encargara del resto.
Pero estaba allí. No tardaría más de un minuto a pie. Echaría un vistazo y tomaría nota de la dirección del inmueble.
Con un ligero trote, dobló la esquina y se dirigió hacia la siguiente manzana. La alarma provenía de un edificio de lo más anodino situado frente al campus de la Universidad de Gettysburg. El estridente sonido rebotaba en los edificios de ladrillo de la universidad y se perdía por aquella calle que, hacía apenas unas horas, estaba llena de turistas. No vio a nadie en las inmediaciones. Si la policía local estaba ya de camino. Caxton no oía las sirenas.
Se acercó un poco más, aunque sin abandonar las sombras de la acera. No oía nada aparte de la alarma, tan aguda que le provocaba dolor de cabeza. Se encontraba ya tan cerca que podía vislumbrar los dos ventanales del escaparate; unas persianas venecianas impedían ver el interior. Sobre la puerta había un toldo negro que decía: -FUNERARIA MONTAGUE. En la puerta de entrada había un cartel de cerrado.
La puerta estaba entreabierta. El pomo estaba desencajado y parecía que alguien había forzado la cerradura.
Vale, no necesitaba saber nada más. Cruzó la calle, se resguardó bajo unos árboles y sacó el teléfono móvil. Llamó a las oficinas de la policía estatal de Pensilvania en Harrisburg y le pidió al operador de comunicaciones que le pasara con el Departamento de Policía de Gettysburg. Respondió una voz de mujer:
—Centralita del Departamento de Policía. ¿Con quién quiere hablar?
Caxton echó un vistazo al edificio, al otro lado de la calle. No había rastro de movimiento.
—Soy Laura Caxton, de la policía estatal, Unidad H. Estoy ante el 155 de la calle Carlisle y tengo una alarma antirrobo activada