Caxton esperaba que añadiera algo más, pero no lo hizo.
La agente echó un vistazo a la habitación. Estaba acostumbrada a tomar siempre nota de todo lo que la rodeaba en cuanto entraba en un sitio nuevo y a pesar de que no esperaba encontrar a ningún criminal merodeando por los rincones, se llevó una gran sorpresa. La habitación presentaba bastante buen aspecto, era pequeña y estaba decorada con gusto aunque sin lujos. En una pared había un mueble con un televisor. Había también un armario abierto con un par de trajes dentro. Al fondo de la habitación había una puerta que daba a un baño, a oscuras en aquel momento. Una fina cortina de muselina cubría las ventanas y dejaba la habitación en penumbra. Sobre la otra cama descansaba la maleta de Arkeley, abierta y aún sin deshacer. Detrás de la cama, y junto a las ventanas, había dos estantes metálicos para el equipaje. Encima de éstos, había un ataúd de madera lisa.
Al verlo, a Caxton se le removieron las entrañas. No cabía ninguna duda de que no estaba vacío.
Aquel ataúd sólo podía pertenecer a una criatura: la vampira que había destrozado la vida de Caxton y había convertido sus noches en un sinfín de pesadillas. Justinia Malvern, un monstruo de trescientos años con un largo historial de tretas y engaños.
A pesar del año transcurrido, Caxton sintió el impulso de acercarse al ataúd, arrancar la tapa y hacer pedazos el corazón de Malvern. Era de día, y sabía que si abría el ataúd, en el interior no encontraría nada más que huesos y gusanos. Incluso durante la noche, la vampira estaba reducida a un montón de restos decrépitos, un cuerpo descompuesto con apenas un ojo y unas ansias diabólicas de prolongar su patética existencia. Como el resto de vampiros, era inmortal, pero necesitaba sangre para conservar la salud. Cuanto más viejo era un vampiro, más cantidad de sangre necesitaba noche tras noche para mantenerse activo. Desde hacía ya mucho tiempo, Malvern no podía salir a cazar por sí misma, y ahora estaba condenada para toda la eternidad a permanecer en el interior de su ataúd, prácticamente incapacitada para mover un dedo. Si hubiera logrado hacerse con la cantidad necesaria de sangre, litros y litros cada noche, entonces habría conseguido reanimarse, pero Arkeley se había encargado de que eso nunca sucediera.
Caxton se acercó y posó la mano encima del ataúd. La madera estaba fría como el hielo y a la agente se le puso la carne de gallina. Malvern, como el resto de vampiros, era un ser contra natura, algo que no debería existir. Pervertía la realidad que la rodeaba y cualquier ser viviente era capaz de intuir su naturaleza impura. A los gusanos no parecía importarles, pero los perros y los caballos se volvían locos en cuanto se les acercaba. El impulso de Caxton de destruirla era una reacción totalmente racional. Aun así, si lo hacía, si ponía punto final a tanto terror, sabía que iría a la cárcel. Malvern era el cerebro de los vampiros, una intrigante y una conspiradora, pero jamás había herido a ningún ciudadano americano, o por lo menos nadie podía probar lo contrario. Tras una larga deliberación, los tribunales habían decidido que aún era un ser humano y, como tal, merecedor de protección legal. Arkeley había dedicado gran parte de su vida adulta a intentar revocar aquella resolución y conseguir una orden judicial para su ejecución. Hasta aquel momento, todos sus esfuerzos se contaban por fracasos.
—Dios mío —dijo Caxton—. ¿Viajas con ella?
—Tras la debacle de Arabella Furnace decidí que no se la confiaría a nadie más.
Arkeley movió la cabeza con gesto afirmativo mirando alternativamente el ataúd y el ordenador portátil que había junto a éste.
Caxton levantó la tapa del portátil y vio cómo parpadeaba la pantalla al encenderse. Apareció una ventana casi en blanco, un documento creado por un procesador de texto. Malvern estaba demasiado deteriorada para hablar e incluso gesticular, pero podía buscar y pulsar las teclas de un ordenador, aunque a veces tardaba horas en teclear unos pocos caracteres. Si la dejaban sola durante toda la noche con el ordenador, a veces intentaba comunicarse con el mundo exterior. Muy pocas veces tenía algo que decir que valiera la pena; normalmente perdía el tiempo con vagas amenazas y maliciosas imprecaciones. El mensaje que encontró Caxton en la pantalla era algo más críptico que de costumbre: acudiraap
—¿Alguna idea de lo que significa? —le preguntó Caxton a Arkeley.
Éste negó con la cabeza.
—No pertenece a ninguna lengua que yo reconozca. Tal vez ha llegado a un punto en el que ya no es capaz de formular palabras y ahora tan sólo aporrea las teclas al azar.
Caxton volvió a meterse las manos en los bolsillos. Sintió un ligero mareo, como si el aire de la habitación estuviera contaminado. Se dio media vuelta para mirar a Arkeley con ojos tristes. Esperaba ver en él una actitud combativa y de reprimenda, pero, sin embargo, fue la mirada de ella lo que lo hizo reaccionar. El federal se enderezó y sus ojos cobraron brillo. Se abrochó el botón del cuello de la camisa con una mano y se puso una chaqueta con dificultad. Luego se apartó de la cama y sacó un par de guantes de piel negra de la maleta. Con la mano buena y la ayuda de los dientes logró enfundárselos. Uno de los guantes le cubría el muñón de carne en que se había convertido su mano izquierda. Los dedos de ese guante se separaban sin sentido, pero dentro de lo que cabe parecían normales.
—¿Por qué no le han puesto una prótesis? —preguntó Caxton.
—Tengo los nervios demasiado dañados. Ahora, si ya ha terminado de jugar a médicos y enfermeras, tenemos que ponernos manos a la obra —le dijo—. Tenemos mucho trabajo y ya hemos perdido dos días cruciales porque, por lo visto, ya no consulta el correo. Quiero que llame a su capitán y le diga que va a trabajar en un caso nuevo durante un periodo de tiempo indefinido. Estoy seguro de que en Harrisburg lo entenderán y si no tampoco me importa. Aún gozo de la influencia necesaria para reasignarla donde a mí me parezca.
—No —respondió Caxton.
Arkeley le clavó la mirada, gélida y sin parpadear.
—No —repitió él—. No es una respuesta aceptable.
—Le ayudé en una ocasión y a punto estuve de perder la vida. La gente que me importaba... murió. —Cerró los ojos mientras una oleada de dolor le recorría el cuerpo. Cuando hubo pasado, volvió a mirar a Arkeley—. Con eso debería ser suficiente.
—Nunca hay un final —dijo Arkeley.
—¿De veras? Matamos a todos los vampiros. Excepto a ella, naturalmente. Yo he salido adelante. Tengo un trabajo de verdad, ahora me encargo de tareas policiales de verdad.
—¿Y qué tal le va? —preguntó Arkeley—. Como recordará, yo también fui policía de verdad en una ocasión. Sé lo que es. No tiene ningún sentido. Te dedicas a perseguir a los mismos criminales que perseguiste el año anterior. Consigues encerrarlos durante un tiempo hasta que salen y repiten los mismos crímenes miserables. Esto es diferente. Es mucho más importante.
La vida de Arkeley se había visto restringida a luchar contra los vampiros. Empleaba todos los minutos de sus días a pensar en ellos, a planear cómo destruirlos. Caxton no podía dejar que aquello se apoderara de ella.
—Lo que yo hago también es importante —replicó ella.
No quería entrar en detalles, no quería decir lo que realmente pensaba. Tal vez su primer asalto no había ido como esperaba, pero por lo menos había logrado sobrevivir. Cuando resultó herida sus compañeros se habían esforzado por salvarla. Sabía que él nunca la habría arrastrado hasta un lugar seguro, lejos de la línea de fuego. Él la habría obligado a seguir, a adentrarse en el peligro. ¿Acaso su resistencia a la petición de Arkeley resultó basada exclusivamente en el miedo? ¿Le llevaba la contraria tan sólo porque no quería morir?
—Yo me encargo de proteger a la gente de este estado. Ahora mismo trabajo en la brigada antinarcóticos y me aseguro de que las metanfetaminas no estén al alcance de los niños —dijo en un intento por convencerse a sí misma.
Arkeley negó con la cabeza.
—Olvídese de eso. Cuando sepa lo que he encontrado, querrá…
—No quiero saberlo —lo interrumpió.
Arkeley la miró con expresión atónita.
Caxton soltó un largo y profundo suspiro. No tenía ni idea de lo que Arkeley pretendía proponerle, pero sabía que no quería tener nada que ver con ello.
—Me alegro de que esté bien, y estoy segura de que lo que se propone es importante, de veras —dijo—. Pero ahora mismo no tengo tiempo para ayudarle.
—¿No tiene tiempo? ¿Algo más importante requiere su atención? —preguntó—. ¿Tal vez necesita más tiempo libre para estar con su novia? ¿Uno de sus perros está enfermo? Que mala suerte. Ahora mismo la necesitan en otra parte. En Gettysburg, para ser exactos. Conduce usted.
—No —replicó ella.
—¿No?
La palabra perdió todo su significado en cuanto él la repitió de aquella forma. Le hubiera sido muy fácil levantar las manos y rendirse, aceptar la propuesta tal como había hecho siempre. Pero ahora era una persona normal. Si quería conservar la normalidad, tenía que ser fuerte.
—Joder, ¿por qué no? —le preguntó con una horrible mueca—. Ya me conoce, agente. Sabe que no pierdo el tiempo en trivialidades. A estas alturas ya tendría que saber que si le digo que esto es importante, es porque se trata de algo absolutamente crucial.
—Sí, ya... —dijo, pero de pronto se vio incapaz de terminar la frase.
Tenía razón, sabía que Arkeley tenía razón. No la habría hecho ir hasta allí tan sólo para recordar viejos tiempos. Tenía una misión reservada para ella, y seguramente se trataba de algo peligroso.
—La necesito ahora mismo. Necesito que me lleve a Gettysburg hoy mismo.
Podía negarse. Estaba segura de que era lo bastante fuerte para hacerlo. Ahora Arkeley no era más que un anciano endeble. Sin embargo, sentía que debía hacer algo por él.
—Eso es lo que haremos —dijo al fin—. Lo llevo, pero nada más.
Arkeley frunció el cejo pero decidió no replicar. Caxton lo conocía demasiado bien para darse cuenta de que aquello no era una buena señal, pero no supo cómo reaccionar.
—Muy bien. Cogeré mi abrigo.
Se dirigió hacia al armario con dificultad, pasando junto a la cama.
—¿Qué va a hacer con ella? —preguntó Caxton, mirando hacia el ataúd.
—Mientras regrese antes de que anochezca no habrá ningún problema.
La vida del jefe de espionaje del Ministerio de Guerra tenía sus compensaciones. Por ejemplo, me asignaron un caballo cuando, al parecer, cualquier otro hombre del mundo debía ir a pie. Pasé todo el día cabalgando, mientras los miembros del Ejército del Potomac avanzaban en sentido contrario en una interminable fila, una cadena humana que se extendía desde el lejano sur, más allá de donde me alcanzaba la vista; la columna se alejaba hacia el norte, también hasta desaparecer de mi campo de visión. El polvo que levantaban a su paso formaba una nube que ascendía y empañaba el aire, como un fantasma de Arabia hecho de arena. Marcharon durante todo el día, acompañados de los gritos y los rugidos de los conductores de les carros de mulas, y de algunas canciones, aunque más bien pocas.
La batalla de Chancellorsville acababa de terminar y toda esperanza parecía vana. A pesar de que los superábamos en número, Lee había vuelto a derrotarnos de forma aplastante sin ni siquiera sudar. Parecía invencible o, por lo menos, eso creía todo el mundo. No hubo día peor para la Unión. La guerra se nos había vuelto en contra e incluso yo creía que el sueño de una Unión reunificada era inalcanzable. Tal vez eso ayudará a comprender lo que hice, mi osadía.
Me dirigía hacia el Maryland profundo, lejos de Virginia, lo cual me alegraba. Había obtenido nuevas informaciones de mis contactos del frente y debía dar parte sin demora. Algunos esclavos fugitivos que habían sido asignados al frente que controlaba Jeb Stuart me habían contado que Lee se estaba desplazando de nuevo, y esta vez el enemigo se dirigía hacia el norte.
Una encantadora belleza sureña, que alimentaba un odio secreto al esclavismo, me contó aún más. Lee se dirigía hacia Pensilvania. Por vez primera, tenía la intención de trasladar la guerra a nuestro territorio, hacia el norte. Por aquel entonces, los demócratas del Congreso ya exigían a gritos que la guerra terminara. Pues bien, parecía que se había cumplido su deseo, aunque bajo las condiciones de Jeff Davis.
ARCHIVO DEL CORONEL WILLIAM PITTENGER
Caxton lo siguió hasta el aparcamiento. El recepcionista del mostrador los despidió con un risueño saludo al que Arkeley hizo caso omiso. El viejo federal se metió en el diminuto Mazda de Caxton, que al cabo de un minuto desapareció en la distancia. El trayecto hasta Gettysburg no era muy largo, de hecho
Gettysburg era la ciudad que estaba inmediatamente después de Hanover. A pesar de que durante el trayecto no cruzaron palabra, el ambiente que reinaba en el interior del coche no llegó a volverse insoportable. Tan sólo estaba haciéndole un favor a un viejo amigo, se dijo Caxton. Bueno, tal vez «amigos» no era la palabra exacta.
Al llegar a Gettysburg, Arkeley carraspeó, aunque lo hizo sólo para indicarle el camino.
—Nos dirigimos al otro extremo de la ciudad —dijo.
Cruzaron el centro de Gettysburg, una ciudad entregada casi por completo a la historia. Los conocimientos de Caxton acerca de la guerra civil estadounidense eran más bien precarios, pero como la mayoría de niños criados en Pensilvania central, ella también había ido de excursión a Gettysburg con el colegio varias veces, de modo que sabía que se trataba del lugar donde se había producido una importante batalla que había supuesto el punto de inflexión de la guerra. Ahora la ciudad era un importante destino turístico.
Aunque, en el fondo, no era una trampa para turistas como las había visto a montones: diminutas ciudades sin encanto, repletas de tiendas de camisetas y heladerías de color chillón. Gettysburg era una ciudad victoriana bien conservada, llena de edificios de ladrillo y tejados de pizarra que no habían cambiado demasiado en ciento cuarenta años. Su arquitectura era casi de buen gusto, al menos en el centro. Pasaron por una rotonda llamada Lincoln Square, flanqueada por pequeños museos y tiendas de antigüedades, bancos y hoteles. La ciudad estaba inundada de turistas, familias con manadas de hijos que llevaban réplicas de plástico de rifles de la época de la guerra civil estadounidense y sombreros con forro de fieltro y alas anchas de plástico. Pero también había vestimentas auténticas, y en abundancia; parecía que en cada esquina había un recreador histórico vestido con un uniforme impecable de color azul o gris, de aspecto francamente rasposo. La mayoría de recreadores llevaban barba y voluminosas patillas.