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Authors: Dan Brown

Ángeles y Demonios (16 page)

BOOK: Ángeles y Demonios
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El helicóptero se inclinó de manera pronunciada.

Con el estómago revuelto, Langdon clavó la vista en la lejanía. Sus ojos descubrieron las ruinas del Coliseo. Langdon siempre había pensado que se trataba de una de las mayores ironías de la historia. Ahora era un símbolo dignificado del nacimiento de la cultura y la civilización humanas, pero había sido construido para albergar siglos de acontecimientos bárbaros: leones hambrientos despedazando prisioneros, ejércitos de esclavos luchando hasta la muerte, violaciones en masa de mujeres exóticas capturadas en tierras lejanas, así como decapitaciones y castraciones públicas. Era irónico, pensó Langdon, o tal vez adecuado, que el Coliseo hubiera servido como modelo arquitectónico para el Soldier Field, el estadio de fútbol americano de Harvard donde cada otoño se reproducían antiguas tradiciones salvajes, cuando fanáticos enloquecidos pedían a gritos que se derramara sangre, con ocasión del partido de Harvard contra Yale.

Mientras el helicóptero continuaba hacia el norte, Langdon examinó el Foro Romano, el corazón de la Roma precristiana. Las columnas deterioradas parecían losas caídas en un cementerio que, de alguna manera, había evitado ser engullido por la metrópolis que lo rodeaba.

Hacia el oeste, la amplia cuenca del río Tíber dibujaba enormes arcos a través de la ciudad. Incluso desde el aire, Langdon vio que las aguas eran profundas. Las corrientes bravias eran de color marrón, henchidas de cieno y espuma como consecuencia de las lluvias torrenciales.

—Ahí delante —dijo el piloto, al tiempo que el aparato cobraba altitud Langdon y Vittoria miraron y la vieron. Como una montaña que hendiera la niebla matutina, la cúpula colosal surgía de la bruma ante ellos: la basílica de San Pedro.

—Eso sí que Miguel Ángel lo hizo bien —comentó Langdon a Vittoria.

Langdon nunca había visto San Pedro desde el aire. La fachada de mármol brillaba como fuego bajo el sol de la tarde. El gigantesco edificio, adornado con ciento cuarenta estatuas de santos, mártires y ángeles, ocupaba la superficie de dos campos de fútbol de ancho y seis de largo. El cavernoso interior de la basílica podía acoger a sesenta mil fieles, unas cien veces la población del Vaticano, el país más pequeño del mundo.

Por increíble que pareciera, ni siquiera una ciudadela de tamaña magnitud podía empequeñecer la plaza que se abría ante ella. La plaza de San Pedro, una inmensa extensión de granito, constituía un extraordinario espacio abierto en la congestión de Roma, como un Central Park de estilo clásico. Delante de la basílica, bordeando el enorme terreno ovalado, doscientas ochenta y cuatro columnas se proyectaban hacia fuera en cuatro arcos concéntricos que iban disminuyendo de tamaño, un
trompe l'oeil
arquitectónico utilizado para intensificar la sensación de grandeza de la
plaza.

Mientras contemplaba el magnífico templo, Langdon se preguntó qué pensaría San Pedro si volviera ahora. El santo había padecido una muerte espantosa, crucificado cabeza abajo en este mismo lugar. Ahora descansaba en la más sagrada de las tumbas, enterrado a cinco pisos de profundidad, justo bajo la cúpula central de la basílica.

—Ciudad del Vaticano —anunció el piloto, en un tono que no auguraba la menor bienvenida.

Langdon miró los altos bastiones pétreos que se alzaban delante, fortificaciones impenetrables que rodeaban el complejo, una extraña defensa terrenal para un mundo espiritual de secretos, poder y misterio.

—¡Mira! —dijo de repente Vittoria, al tiempo que asía el brazo de Langdon. Indicó frenéticamente la plaza de San Pedro. Él acercó la cara a la ventanilla y miró.

—Allí —dijo ella, y señaló.

Langdon miró. La parte posterior de la plaza parecía un aparcamiento, ocupado por una docena de camiones con remolque. Enormes antenas parabólicas apuntaban al cielo desde el techo de cada camión. Las antenas llevaban grabados nombres familiares:

TELEVISIÓN EUROPEA

VIDEO ITALIA

BBC

UNITED PSESS INTERNATIONAL

Langdon se sintió confuso de repente, y se preguntó si la noticia de la antimateria ya se había filtrado.

Vittoria se puso tensa de repente.

—¿Para qué ha venido la prensa? ¿Qué pasa?

El piloto se volvió y la miró de una forma extraña.

—¿Qué pasa? ¿Es que no lo sabe?

—No —replicó ella, con voz enérgica y ronca.


Il Conclave
—dijo el hombre—. Se van a encerrar dentro de una hora. El mundo entero está pendiente.

Il Conclave.

La palabra resonó un largo momento en los oídos de Langdon, antes de que se le hiciera un nudo en la boca del estómago.
Il Conclave. El Cónclave del Vaticano.
¿Cómo podía haberlo olvidado? Había sido noticia en fecha reciente.

Quince días antes, el Papa, después de un reinado tremendamente popular de doce años, había fallecido. Todos los periódicos del mundo habían publicado la noticia del ataque fatal sufrido por el Papa mientras dormía, una muerte repentina e inesperada, que muchos tildaban de sospechosa entre susurros. Pero ahora, siguiendo la sagrada tradición, quince días después de la muerte de un Papa, el Vaticano celebraba
Il
Conclave,
la ceremonia sagrada en la que ciento sesenta y cinco cardenales de todo el mundo (los hombres más poderosos de la Cristiandad) se reunían en el Vaticano para elegir al nuevo Papa.

Todos los cardenales de la tierra se hallan reunidos hoy aquí,
pensó Langdon, mientras el helicóptero pasaba sobre la basílica de San Pedro. El extenso mundo interior de la Ciudad del Vaticano se desplegó bajo él.
Toda la estructura de poder de la Iglesia Católica Romana está sentada sobre una bomba de tiempo.

34

El cardenal Mortati alzó la vista hacia el magnífico techo de la Capilla Sixtina y trató de encontrar un momento para reflexionar con tranquilidad. Las voces de los cardenales llegados de todas partes del globo resonaban en las paredes pintadas con frescos. Los hombres se amontonaban en el tabernáculo iluminado, susurraban y se consultaban mutuamente en numerosos idiomas, aunque las lenguas universales eran inglés, italiano y español.

Por lo general, la luz de la capilla era sublime, largos rayos de sol filtrado que cortaban la oscuridad como rayos celestiales... pero hoy no. Como la ocasión lo requería, cortinas de terciopelo negro colgaban de todas las ventanas de la capilla. Esto aseguraba que nadie podía enviar señales ni comunicarse con el mundo exterior. El resultado era una profunda oscuridad, paliada tan sólo por velas, un resplandor trémulo que parecía purificar a todos a quienes tocaba, dotándoles de un aspecto fantasmal.

Qué privilegio,
pensó Mortati,
ser yo quien dirija este santo acontecimiento.
Los cardenales que superaban los ochenta años de edad eran demasiado viejos para ser elegibles y no asistían al cónclave, pero Mortati, con setenta y nueve años, era el cardenal de mayor edad, y había sido nombrado para dirigir la elección papal.

Según la tradición, los cardenales se reunían aquí dos horas antes del cónclave para departir con sus amigos e intercambiar opiniones de última hora. A las siete de la tarde llegaría el camarlengo del finado Papa, pronunciaría la oración de apertura y se marcharía. Entonces, la Guardia Suiza sellaría las puertas. Sería en ese momento cuando daría inicio el ritual político más antiguo y secreto del mundo. Los cardenales no obtendrían la libertad hasta decidir quién de entre ellos sería el nuevo Papa.

Cónclave. Hasta el nombre era misterioso.
«Con clave»
significaba literalmente «encerrado con llave». No se permitía a los cardenales ponerse en contacto con nadie del mundo exterior. Ni llamadas telefónicas. Ni mensajes. Ni susurros a través de puertas. El cónclave era un vacío, en el que nada procedente del mundo exterior podía influir. Esto aseguraba que los cardenales tenían
Solum Deum prae oculis,
sólo a Dios delante de los ojos.

En la plaza, los periodistas observaban y esperaban, especulaban con cuál de los cardenales se convertiría en el gobernante de mil millones de católicos repartidos por todo el mundo. Los cónclaves creaban una atmósfera intensa, cargada de significado político, y la muerte se había cebado en ellos a lo largo de los siglos: envenenamientos, peleas a puñetazos, incluso asesinatos se habían producido entre las paredes sagradas.
Historia antigua,
pensó Mortati.
El cónclave de esta noche será unitario, dichoso y, sobre todo, breve.

O eso pensaba él, al menos.

Ahora, sin embargo, había surgido una situación inesperada. Cuatro cardenales se hallaban ausentes de la capilla. Mortati sabía que todas las salidas del Vaticano estaban vigiladas, y los cardenales desaparecidos no podrían ir demasiado lejos, pero aun así, a menos de una hora de la oración de apertura, se sentía desconcertado. Al fin y al cabo, los cuatro hombres desaparecidos no eran cardenales corrientes. Eran
los
cardenales.

Los cuatro candidatos.

Como supervisor del cónclave, Mortati ya había avisado a la Guardia Suiza, siguiendo los canales reglamentarios, de la ausencia de los cardenales. Aún no había recibido noticias. Otros cardenales habían reparado también en aquella ausencia desconcertante. Los susurros angustiados ya habían empezado. ¡De entre todos los cardenales, éstos tenían que ser los más puntuales! El cardenal Mortati empezaba a temer que, pese a todo, la noche iba a prolongarse.

No tenía ni idea de cuánto.

35

Por razones de seguridad y de control de ruidos, el helipuerto del Vaticano se halla emplazado en la punta noroeste de Ciudad del Vaticano, lo más lejos posible de la basílica de San Pedro.

—Tierra firme —anunció el piloto cuando aterrizaron. Abrió la puerta para que Langdon y Vittoria descendieran.

Langdon bajó y se volvió para
ayudar a
Vittoria, pero ella ya había saltado al suelo sin el menor esfuerzo. Todos los músculos de su cuerpo parecían concertados para lograr un único objetivo: encontrar la antimateria antes de que
dejara
un legado horrible.

Tras cubrir el parabrisas del morro del helicóptero con una lona reflectante, el piloto los guió hasta un carrito de golf eléctrico de tamaño mayor del habitual, que los aguardaba a pocos pasos de donde habían aterrizado. El carrito los condujo silenciosamente a lo largo de un baluarte de cemento de quince metros de altura, lo bastante grueso para rechazar incluso ataques de carros blindados, y que constituía la frontera occidental del diminuto Estado. Al otro lado del muro, apostados a intervalos de cincuenta metros, los Guardias Suizos estaban en posición de firmes, vigilando el terreno. El carrito giró a la derecha por la Via dell' Osservatorio. Había letreros que señalaban en todas direcciones:

PALAZZO DEL GOVERNATORATO
COLLEGIO ETIOPICO
BASILICA DI SAN PIETRO
CAPPELLA SISTINA

Aceleraron por la calzada y dejaron atrás un edificio cuadrado con el letrero RADIO VATICANA. Langdon comprendió con asombro que era el centro de emisión de los programas de radio más escuchados del mundo, que propagaban la palabra de Dios a millones de oyentes en todo el globo.


Attenzione
—dijo el piloto cuando giró por una glorieta.

Mientras el carrito daba la vuelta, Langdon apenas pudo creer lo que veían sus ojos.
Giardini Vaticani,
pensó. El corazón de la Ciudad del Vaticano. Delante se alzaba la parte posterior de la basílica de San Pedro, algo que casi nadie veía nunca. A la derecha se cernía el Palacio del Tribunal, la lujosa residencia papal a la que tan sólo hacía competencia Versalles en su ornamentación barroca. Habían dejado a sus espaldas el edificio del Governatorato, de aspecto severo, el cual alojaba la administración del Vaticano. Y enfrente, a la izquierda, el enorme edificio rectangular de los Museos Vaticanos. Langdon sabía que no habría tiempo para visitar museos en este viaje.

—¿Dónde está todo el mundo? —preguntó Vittoria, mientras inspeccionaba los jardines y senderos desiertos.

El guardia consultó su cronógrafo negro, de estilo militar, un extraño anacronismo bajo su manga ancha.

—Las cardenales están reunidos en la Capilla Sixtina. El cónclave empieza dentro de menos de una hora.

Langdon asintió, y recordó vagamente que antes del cónclave los cardenales pasaban dos horas en la Capilla Sixtina, para reflexionar y saludar a sus colegas de todo el globo. Era un lapso de tiempo destinado a renovar viejas amistades entre los cardenales y facilitar un proceso de elección menos acalorado.


¿Y
el resto de residentes y personal?

—Tienen prohibida la entrada en la ciudad, en aras del secretismo y la seguridad hasta la conclusión del cónclave.


¿Y
cuándo concluirá?

El guardia se encogió de hombros.

—Sólo Dios lo sabe.

Las palabras parecieron extrañamente literales.

Después de aparcar el carrito en el amplio jardín que había detrás de la basílica de San Pedro, el guardia acompañó a Langdon y Vittoria hasta una plaza de mármol situada a un lado de la basílica. Cruzaron la plaza y se acercaron a la pared posterior de la basílica, luego atravesaron un patio triangular, la Via Belvedere, y entraron en una serie de edificios muy pegados entre sí. La historia del arte le había enseñado lo suficiente a Langdon para reconocer los letreros de la Imprenta del Vaticano, el Laboratorio de Restauración de Tapices, la oficina de correos y la iglesia de Santa Ana. Cruzaron otra plaza pequeña y llegaron a su destino.

Las dependencias de la Guardia Suiza se encuentran situadas junto al Corpo di Vigilanza, al noreste de la basílica de San Pedro. La oficina es un edificio cuadrado de piedra. A cada lado de la entrada, como dos estatuas de piedra, se erguían un par de guardias.

Langdon tuvo que admitir que estos guardias no parecían tan cómicos. Si bien exhibían también el uniforme dorado y azul, cada uno portaba la tradicional alabarda vaticana (una lanza de dos metros y medio con una guadaña afilada como una navaja), con la cual se rumoreaba que habían decapitado a incontables musulmanes cuando defendían a los cruzados cristianos en el siglo XV.

Cuando Langdon y Vittoria se acercaron, los dos guardias avanzaron, cruzaron las
alabardas y
les impidieron la entrada. Uno de ellos miró al piloto, confuso.

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