Read Ángeles y Demonios Online
Authors: Dan Brown
Sorprendida por su audacia, Sylvie tomó la decisión. Entró en el despacho de Kohler y se encaminó a la caja metálica que había en la pared, detrás del escritorio. Abrió la tapa, miró los controles y localizó el botón correcto.
Después respiró hondo y agarró el micrófono.
Vittoria no recordaba cómo habían llegado al ascensor principal, pero allí estaban. Subían. Kohler iba detrás de ella, y su respiración era trabajosa. La mirada preocupada de Langdon la atravesó como si ella fuera un fantasma. Le había arrebatado el fax de la mano para guardarlo en el bolsillo de la chaqueta, lejos de su vista, pero la imagen aún estaba grabada en su memoria.
Mientras el ascensor subía, el mundo de Vittoria daba vueltas en la oscuridad.
Papà!
Le buscó en su mente. Por un momento, en el oasis de su memoria, Vittoria se reunió con él. Tenía nueve años de edad, rodaba por las colinas cubiertas de edelweiss, y el cielo suizo giraba sobre su cabeza.
Papà! Papà!
Leonardo Vetra estaba riendo a su lado.
—¿Qué pasa, ángel?
—¡Papà! —rió ella, y se acurrucó contra él—. Pregúntame qué es la materia.
—Pero pareces muy feliz, corazón. ¿Para qué voy a preguntarte qué es la materia?
—Pregúntamelo.
El físico se encogió de hombros.
—¿Qué es la materia?
Ella se puso a reír al instante.
—¿Qué es la materia?
¡Todo
es materia! ¡Las rocas! ¡Los árboles! ¡Los átomos! ¡Hasta los osos hormigueros! ¡Todo es materia!
Leonardo Vetra rió.
—¿Te lo has inventado?
—Lista, ¿eh?
—Mi pequeña Einstein.
Ella frunció el ceño.
—Tiene un pelo horrible. Vi su foto.
—Pero tiene una cabeza inteligente. Ya te dije lo que demostró, ¿verdad?
Los ojos de la niña le miraron atemorizados.
—¡No, papá! ¡Lo prometiste!
—
¡E = mc
2
!
—Le hizo cosquillas—.
¡E = mc
2
!
La energía es igual a la masa por la velocidad de la luz al cuadrado.
—
¡Mates
no! ¡Te lo dije! ¡Las odio!
—Me alegro de que las odies. Porque las chicas no
deben
estudiar matemáticas.
Vittoria paró en seco.
—¿No?
—Pues claro que no. Todo el mundo lo sabe. Las niñas juegan con muñecas. Los chicos estudian matemáticas. Las matemáticas no son para las chicas. Ni siquiera me está permitido hablar de matemáticas con niñas pequeñas.
—¡Pero eso no es justo!
—Las normas son las normas. Nada de matemáticas para las niñas pequeñas.
Vittoria estaba horrorizada.
—¡Pero las muñecas son aburridas!
—Lo siento —dijo su padre—. Podría hablarte de las matemáticas, pero si me pillan...
Paseó una mirada nerviosa a su alrededor.
Vittoria siguió su mirada.
—De acuerdo —susurró—. Háblame en voz baja.
El movimiento del ascensor la sobresaltó. Vittoria abrió los ojos. Su padre ya no estaba.
La realidad hizo acto de presencia y la envolvió con su garra helada. Miró a Langdon. La preocupación de su mirada era como ternura de un ángel guardián, en especial comparada con la frialdad de Kohler.
Un único pensamiento empezó a acosar a Vittoria con fuerza inexorable.
¿Dónde está la antimateria?
En un instante obtendría la horripilante respuesta.
Maximilian Kohler, haga el favor de llamar a su oficina de inmediato.
Rayos de sol cegadores taladraron los ojos de Langdon cuando las puertas del ascensor se abrieron al atrio principal. Antes de que el eco de la voz estentórea se desvaneciera, todos los aparatos electrónicos de la silla de Kohler empezaron a emitir pitidos y zumbidos al mismo tiempo. Su busca. Su teléfono. El programa de correo electrónico de su ordenador se activó. Kohler contempló las luces parpadeantes con aparente perplejidad. El director había regresado a la superficie de la tierra, y volvía a estar localizable.
Director Kohler, haga el favor de llamar a su oficina.
El sonido de su nombre por la megafonía pareció sobresaltar a Kohler.
Alzó la vista con expresión irritada, que dio paso a otra de preocupación. Los ojos de Langdon se encontraron con los de él, y también con los de Vittoria. Los tres permanecieron inmóviles un momento, como si la tensión surgida entre ellos se hubiera desvanecido y hubiera sido sustituida por una aprensión compartida.
Kohler sacó el móvil del apoyabrazos de la silla. Marcó una extensión y reprimió otro acceso de tos. Vittoria y Langdon esperaron.
—Soy el... director Kohler —dijo respirando con dificultad—. ¿Sí? Estaba en el subterráneo, sin cobertura. —Escuchó, y sus ojos grises parecieron salírsele de las órbitas—. ¿Quién? Sí, pásemelo. —Siguió una pausa—. ¿Hola? Soy Maximilian Kohler, director del CERN. ¿Con quién estoy hablando?
Vittoria y Langdon miraron en silencio mientras Kohler escuchaba.
—Sería una imprudencia hablar de esto por teléfono —dijo Kohler por fin—. Estaré allí de inmediato. —Tosió otra vez—. Vaya a buscarme... al aeropuerto Leonardo da Vinci. Cuarenta minutos. —Dio la impresión de que la respiración de Kohler era cada vez más dificultosa. Sufrió un acceso de tos, y apenas consiguió pronunciarlas palabras—. Localicen el contenedor cuanto antes... Ya voy.
Después cerró el teléfono.
Vittoria corrió al lado de Kohler, pero éste ya no podía hablar. Langdon vio que la joven sacaba su móvil y llamaba al hospital del CERN. Langdon se sentía como un barco que había escapado de una tormenta, zarandeado pero incólume.
Vaya a buscarme al aeropuerto Leonardo da Vinci.
Las palabras de Kohler resonaron en su mente.
En un solo instante, las sombras inciertas que habían nublado la mente de Langdon toda la mañana tomaron cuerpo en una vivida imagen. Parado allí, en el remolino de la confusión, sintió que una puerta se abría dentro de él... como si se hubiera derrumbado un umbral mítico.
El ambigrama. El científico/sacerdote asesinado, ha antimateria. Y ahora... el objetivo.
El aeropuerto Leonardo da Vinci sólo podía significar una cosa. En un momento de asombrosa lucidez, Langdon supo que
acababa
de cruzar una línea. Se había convertido en un creyente.
Cinco kilotones. Hágase la luz.
Dos paramédicos se materializaron junto a ellos. Se arrodillaron al lado de Kohler y le aplicaron una mascarilla de oxígeno. Los científicos del vestíbulo pararon y retrocedieron.
Kohler aspiró dos largas bocanadas, apartó la mascarilla y, todavía jadeante, miró a Vittoria y Langdon.
—Roma.
—¿Roma? —preguntó Vittoria—. ¿La antimateria está en Roma? ¿Quién ha llamado?
La cara de Kohler estaba torcida, y tenía húmedos sus ojos grises.
—La Guardia...
Se estranguló con las palabras, y los paramédicos le aplicaron de nuevo la mascarilla. Mientras hacían los preparativos para llevárselo, Kohler agarró el brazo de Langdon.
Langdon asintió. Lo sabía.
—Vaya... —susurró Kohler bajo la mascarilla—. Vaya... Llámeme...
Entonces, los paramédicos se lo llevaron.
Vittoria le siguió con la mirada, con los pies clavados en el suelo. Después, se volvió hacia Langdon.
—¿Roma? Pero... ¿a qué se refería con eso de la guardia?
Langdon apoyó una mano en su hombro, y susurró apenas las palabras.
—La Guardia Suiza —dijo—. Los centinelas de la Ciudad del Vaticano.
El avión espacial X-33 tomó altura y enfiló hacia el sur, en dirección a Roma. A bordo, Langdon permanecía en silencio. Los últimos quince minutos habían transcurrido como una exhalación. Ahora que había terminado de informar a Vittoria sobre los Illuminati y su conspiración contra el Vaticano, empezaba a asimilar el alcance de la situación.
¿Qué estoy haciendo?,
se preguntó Langdon.
¡Tendría que haberme ido a casa en cuanto tuve la primera oportunidad!
En el fondo, no obstante, sabía que no había gozado de dicha oportunidad.
La sensatez de Langdon le había exigido a gritos que volviera a Boston. Sin embargo, su asombro como especialista en la materia había podido más que la prudencia. Todo cuanto había creído siempre sobre la desaparición de los Illuminati se le antojaba de repente un engaño monumental. Por una parte, necesitaba con urgencia pruebas. Confirmación. También se trataba de una cuestión de conciencia. Con Kohler enfermo y Vittoria abandonada a su suerte, Langdon sabía que, si sus conocimientos sobre los Illuminati podían ser de ayuda, tenía la obligación moral de actuar.
Pero había más. Si bien le avergonzaba admitirlo, el horror que experimentó al saber dónde se hallaba la antimateria no fue sólo por el peligro que corrían las vidas humanas del Vaticano, sino por otra cosa.
El arte.
La colección de arte más grande del mundo estaba sentada sobre una bomba de tiempo. Los Museos Vaticanos albergaban más de sesenta mil piezas de incalculable valor, distribuidas en mil cuatrocientas siete salas: Miguel Ángel, Da Vinci, Bernini, Botticelli. Langdon se preguntó si todas esas obras de arte podrían evacuarse en caso necesario. Sabía que era imposible. Muchas piezas eran esculturas que pesaban toneladas. Por no hablar de los grandes tesoros arquitectónicos: la Capilla Sixtina, la basílica de San Pedro, la famosa escalera de caracol de Miguel Ángel que conducía a los Museos... Incontables testimonios del genio creativo del hombre. Langdon se preguntó cuánto tiempo faltaría para que el contenedor explotara.
—Gracias por acompañarme —dijo Vittoria en voz baja.
Langdon despertó de su ensueño y alzó la vista. Vittoria estaba sentada al otro lado del pasillo. Ni la chillona luz fluorescente de la cabina podía impedir a Langdon ver que de Vittoria se desprendía una aureola de compostura, un resplandor de entereza casi magnético. Su respiración parecía más profunda, como si el instinto de conservación hubiera alumbrado en su interior... una sed de justicia y desquite, alimentada por el amor filial.
Vittoria no había tenido tiempo de cambiarse los
shorts
y el
top,
y tenía la carne de gallina, tal como delataba la piel de sus piernas bronceadas. Langdon se quitó la chaqueta y se la ofreció.
—¿Caballerosidad norteamericana?
Aceptó la chaqueta, y dirigió una mirada de agradecimiento a Langdon.
El avión atravesó algunas turbulencias, y Langdon se sintió en peligro. La cabina sin ventanillas se le antojó excesivamente estrecha, y trató de imaginarse en un prado, al aire libre. La idea era irónica, pensó. Había estado en un prado cuando ocurrió.
Oscuridad agobiante.
Alejó el recuerdo de su mente.
Historia pasada.
Vittoria le estaba observando.
—¿Cree en Dios, señor Langdon?
La pregunta le sorprendió. El tono serio de Vittoria era aún más desarmante que la propia pregunta.
¿Creo en Dios?
Había confiado en una conversación más trivial durante el viaje.
Un enigma espiritual,
pensó Langdon.
Así me llaman mis amigos.
Aunque había estudiado religión durante años, Langdon no era un hombre religioso. Respetaba el poder de la fe, la benevolencia de las iglesias, la fuerza que la religión proporcionaba a tanta gente, y sin embargo, para él, la suspensión de la incredulidad intelectual, obligatoria para los que deseaban «creer», siempre había constituido un obstáculo demasiado grande para su mente académica.
—Quiero creer —se oyó decir.
La contestación de Vittoria no llevaba implícito ningún juicio o reto.
—¿Y por qué no lo hace?
Langdon lanzó una risita.
—Bien, no es tan fácil.
Tener
fe exige
saltos
de fe, aceptación cerebral de los milagros, como inmaculadas concepciones e intervenciones divinas, por ejemplo. Además, existen los códigos de conducta. La Biblia, el Corán, las escrituras budistas... Todos comportan exigencias similares y castigos similares. Afirman que, si no riges tu vida por un código específico, irás al infierno. No imagino a un dios
capaz
de gobernar de esa manera.
—Espero que no permita a sus estudiantes esquivar preguntas con su misma desfachatez.
El comentario le pilló desprevenido.
—¿Cómo?
—Señor Langdon, no le he preguntado si cree lo que el
hombre
dice de Dios. Le he preguntado si creía en Dios. Existe una gran diferencia. Las Sagradas Escrituras son cuentos... Leyendas e historias de la lucha del hombre por comprender su necesidad de encontrar un significado. No le estoy pidiendo una crítica literaria. Le pregunto si cree en
Dios.
Cuando se tumba bajo las estrellas, ¿siente la presencia de la divinidad? ¿Siente en lo más profundo de su ser que está contemplando la obra de la mano de Dios?
Langdon pensó durante un largo momento.
—Me estoy entrometiendo en su intimidad —se disculpó Vittoria.
—No, es que...
—En sus clases, hablará de temas relacionados con la fe.
—Sin parar.
—Y supongo que hará el papel de abogado del diablo. Siempre alimentando el debate.
Langdon sonrió.
—Usted debe de ser profesora también.
—No, pero aprendí de un profesor. Mi padre era capaz de defender que una cinta de Moebius tiene dos caras.
Langdon rió, mientras recreaba en su mente una cinta de Moebius: una tira de papel en forma de anillo retorcido, que desde un punto de vista técnico sólo posee
una
cara. Langdon había visto por primera vez la forma de una sola cara en las obras gráficas de M. C. Escher.
—¿Puedo hacerle una pregunta, señorita Vetra?
—Llámame Vittoria. Señorita Vetra me hace sentir vieja.
Langdon suspiró, consciente de pronto de su edad.
—Me llamo Robert, Vittoria.
—Ibas a preguntarme algo.
—Sí. Como científica e hija de un sacerdote católico, ¿qué opinas de la religión?
Vittoria hizo una pausa, y se apartó un mechón de pelo de los ojos.
—La religión es como un idioma o un vestido. Tendemos a regresar hacia las prácticas en que nos educamos. No obstante, al final, todos proclamamos lo mismo. La vida tiene sentido. Damos gracias al poder que nos creó.
Langdon se quedó intrigado.
—¿Estás diciendo que ser cristiano o musulmán depende sólo del lugar en que naces?