Ángeles y Demonios (13 page)

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Authors: Dan Brown

BOOK: Ángeles y Demonios
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Fue como una bofetada para Vittoria.

—Pero... tomamos toda clase de precauciones.

—Por lo visto, no fueron suficientes.

—Pero nadie sabía nada de la antimateria.

Se dio cuenta de que era una argumentación absurda. Era evidente que alguien lo sabía. Alguien lo había descubierto.

Vittoria no se lo había dicho a nadie. Eso sólo dejaba dos explicaciones. O bien su padre se había confiado a alguien sin decirle nada a ella, lo cual era ilógico porque era su padre quien la había obligado a jurar que guardaría el secreto, o alguien los había espiado. ¿Pinchando el teléfono móvil, tal vez? Sabía que habían hablado varias veces mientras ella estaba de viaje. ¿Se habían ido de la lengua? Cabía en lo posible. También estaban los correos electrónicos. Pero habían sido discretos, ¿verdad? ¿El sistema de seguridad del CERN? ¿Los habían espiado sin que se dieran cuenta? Sabía que nada de eso importaba ya.
Mi padre ha muerto.

El pensamiento la espoleó a entrar en acción. Sacó el móvil del bolsillo de los
shorts.

Kohler aceleró hacia ella, tosiendo con violencia, mientras sus ojos despedían chispas.

—¿A quién... llamas?

—A la centralita del CERN. Podrán conectarnos con la Interpol.

—¡Piensa! —tosió Kohler, al tiempo que frenaba ante ella—. ¿Cómo puedes ser tan ingenua? En estos momentos, ese contenedor podría estar en cualquier lugar del mundo. Ninguna agencia de inteligencia de la tierra podría movilizarse para encontrarlo a tiempo.

—¿Es que no vamos a hacer
nada?

A Vittoria le provocaba remordimiento plantar cara a un hombre de salud tan frágil, pero el director se comportaba de una forma tan rara que ya ni le reconocía.

—Vamos a emplear la
inteligencia
—dijo Kohler—. No pondremos en peligro la reputación del CERN implicando a autoridades que no pueden sernos de ayuda. Aún no. Hemos de pensar.

Vittoria sabía que los razonamientos de Kohler no carecían de lógica, pero también sabía que la lógica, por definición, estaba privada de responsabilidad moral. Su padre había
vivido
de acuerdo con la responsabilidad moral: ciencia cauta, compromiso, fe en la bondad innata del hombre. Vittoria también creía en esas cosas, pero las consideraba en términos de
karma.
Se volvió y abrió el teléfono.

—No puedes hacer eso —dijo Kohler.

—Intente detenerme.

Kohler no se movió.

Un instante después, Vittoria comprendió por qué. A la distancia que se hallaban de la superficie, el teléfono no tenía cobertura.

Furiosa, se dirigió hacia el montacargas.

26

El hassassin se hallaba al final del túnel de piedra. Su antorcha aún estaba encendida, y el humo se mezclaba con el olor a moho y aire enrarecido. El silencio le rodeaba. La puerta de hierro que le cerraba el paso parecía tan antigua como el propio túnel, oxidada pero todavía resistente. Esperó en la oscuridad, confiado.

Casi había llegado el momento.

Jano había prometido que alguien de dentro le abriría la puerta. La traición no dejaba de maravillar al hassassin. Habría esperado toda la noche ante aquella puerta para cumplir su tarea, pero presentía que no sería necesario. Estaba trabajando para hombres decididos.

Minutos después, a la hora exacta, se oyó el ruido metálico de llaves pesadas al otro lado de la puerta. El metal arañó el metal cuando múltiples cerraduras se fueron abriendo. Uno a uno, tres pesados pestillos se descorrieron. Con un fuerte chirrido, como si hiciera siglos que no los utilizaran, los tres cedieron.

Después, se hizo el silencio.

El hassassin esperó con paciencia, cinco minutos, tal como le habían instruido. Después, empujó con ímpetu. La gran puerta se abrió.

27

—¡No lo permitiré, Vittoria!

Kohler respiraba con dificultad, y su estado iba empeorando conforme el ascensor subía.

Vittoria le impidió salir. Anhelaba encontrar un refugio, algo familiar en este lugar que ya no consideraba su hogar. Sabía que no podría. En este momento, tenía que tragarse el dolor y actuar.
Conseguir
un teléfono.

Robert Langdon estaba a su lado, silencioso. Vittoria había dejado de preguntarse a qué se dedicaba aquel hombre.
¿Un especialista?
¿Habría podido ser Kohler menos concreto?
El señor Langdon puede
ayudarnos a encontrar al asesino de tu padre.
Langdon no estaba sirviendo de mucha ayuda. Su simpatía y amabilidad parecían sinceras, pero estaba ocultando algo. Los dos.

Kohler la apostrofó de nuevo.

—Como director del CERN, soy responsable del futuro de la ciencia. Si conviertes esto en un incidente internacional y el CERN padece...

—¿El futuro de la ciencia? —Vittoria se volvió hacia él—. ¿De veras piensa rehuir su responsabilidad, negándose a admitir que esa antimateria salió del CERN? ¿Piensa hacer caso omiso de las vidas de las personas que hemos puesto en peligro?

—No digas «hemos» —puntualizó Kohler—. Habéis sido tú y tu padre.

Vittoria desvió la vista.

—Y en cuanto a vidas en peligro —siguió Kohler—, este problema gira en torno a la vida, precisamente. Sabes que la tecnología de la antimateria posee enormes implicaciones para la vida de este planeta. Si el CERN va a la bancarrota, destruido por el escándalo, todo el mundo pierde. El futuro del hombre depende de lugares como el CERN, de científicos como tú y tu padre, que trabajan para solucionar los problemas del mañana.

Vittoria había oído ese discurso típico de Kohler en otras ocasiones, pero nunca se lo había creído. La ciencia causaba la mitad de los problemas que intentaba resolver. El «Progreso» era la maldad suprema de la Madre Naturaleza.

—Los avances científicos conllevan riesgos —arguyó Kohler—, Siempre ha sido así. Programas espaciales, investigación genética, medicina... Todo el mundo comete errores. La ciencia necesita sobrevivir a sus propias torpezas, a cualquier precio. Por el bien de
todos.

La habilidad de Kohler para analizar problemas morales con imparcialidad científica asombraba a Vittoria. Su intelecto parecía ser el producto de un riguroso divorcio de su espíritu.

—¿Piensa que el CERN es tan importante para el futuro de la tierra que deberíamos ser inmunes a la responsabilidad moral?

—No discutas de
moral
conmigo. Cruzaste una línea cuando creaste la muestra, y has puesto en peligro todo el laboratorio. Estoy intentando proteger, no sólo los empleos de tres mil científicos que trabajan aquí, sino también la reputación de tu padre. Piensa en él. Un hombre como tu padre no merece que le recuerden como el creador de un arma de destrucción masiva.

Vittoria pensó que el hombre estaba en lo cierto.
Fui yo quien
convenció a mi padre de que creara esta muestra. ¡Es culpa mía!

Cuando la puerta se abrió, Kohler aún seguía hablando. Vittoria salió del ascensor, sacó el teléfono y probó de nuevo.

Seguía sin haber cobertura.
¡Maldita sea!
Se encaminó hacia la puerta.

—Para, Vittoria. —Dio la impresión de que el director sufría un ataque de asma cuando se precipitó tras ella—. No corras tanto. Hemos de hablar.


Basta di parlare!

—Piensa en tu padre —la apremió Kohler—. ¿Qué haría él?

La joven continuó andando.

—Víttoria, no he sido sincero del todo contigo.

Ella aminoró el paso.

—No sé en qué estaba pensando —dijo Kohler—. Sólo intentaba protegerte. Dime lo que quieres. Hemos de trabajar juntos.

Vittoria se detuvo a mitad del laboratorio, pero no se volvió.

—Quiero encontrar la antimateria. Y quiero saber quién mató a mi padre.

Esperó.

Kohler suspiró.

—Vittoria, ya sabemos quién mató a tu padre. Lo siento.

Vittoria se volvió.

—¿Cómo?

—No sabía cómo decírtelo. Es tan difícil...

—¿Usted sabe quién mató a mi padre?

—Tenemos una buena idea, sí. El asesino dejó una especie de tarjeta de presentación. Por eso llamé al señor Langdon. Es un experto en el grupo que se declara responsable.

—¿El grupo? ¿Un grupo terrorista?

—Vittoria, robaron un cuarto de
gramo
de antimateria.

La joven miró a Robert Langdon, parado al otro lado de la sala. Todo empezaba a encajar.
Eso explica en parte el secretismo.
Estaba asombrada de que no se le hubiera ocurrido antes. Al fin y al cabo, Kohler había llamado a los servicios de inteligencia. Ahora, parecía evidente. Robert Langdon era norteamericano, de aspecto sano, conservador, muy perspicaz. ¿Quién podía ser, si no? Vittoria tendría que haberlo adivinado desde el primer momento. Sintió renovadas esperanzas y se volvió hacia él.

—Señor Langdon, quiero saber quién asesinó a mi padre, y quiero saber si su agencia puede encontrar la antimateria.

Langdon puso cara de perplejidad.

—¿Mi agencia?

—Usted trabaja para los servicios de inteligencia norteamericanos, supongo.

—Pues la verdad es que no.

Kohler intervino.

—El señor Langdon es profesor de historia del arte en la Universidad de Harvard.

Vittoria experimentó la sensación de que le habían arrojado un jarro de agua fría a la cara.

—¿Un profesor de historia del arte?

—Es especialista en simbología religiosa. —Kohler suspiró—. Vittoria, creemos que tu padre fue asesinado por una secta satánica.

Vittoria registró las palabras en su mente, pero fue incapaz de procesarlas.
Una secta satánica.

—El grupo que asume la responsabilidad se autodenomina los Illuminati.

Vittoria miró a Kohler, y después a Langdon, como si se preguntara si la estaban haciendo víctima de una broma perversa.

—¿Los Illuminati? —preguntó—. ¿Se refiere a los Illuminati
bávaros?

Kohler se quedó de una pieza.

—¿Has
oído
hablar de ellos?

Vittoria sintió que lágrimas de frustración pugnaban por salir a flote.


Los Illuminati bávaros: el Nuevo Orden Mundial.
Juego de ordenador de Steve Jackson. La mitad de los técnicos de aquí juegan en Internet. —Su voz se quebró—. Pero no entiendo...

Kohler dirigió a Langdon una mirada de confusión.

Langdon asintió.

—Un juego popular. Antigua hermandad se adueña del mundo. Pseudohistórico. No sabía que también había llegado a Europa.

Vittoria estaba perpleja.

—¿De qué está hablando? ¿Los Illuminati? ¡Es un juego de ordenador!

—Vittoria —dijo Kohler—, los Illuminati son un grupo que asume la responsabilidad de la muerte de tu padre.

Vittoria reunió toda la valentía posible para reprimir las lágrimas. Se obligó a concentrarse y analizar la situación desde un punto de vista lógico. Pero cuanto más se concentraba, menos entendía. Su padre había sido asesinado. El sistema de seguridad del CERN había sufrido un fallo garrafal. Había desaparecido una bomba de la que ella era responsable, y cuyo temporizador estaba en plena cuenta atrás. Y el director había elegido a un profesor de arte para que les ayudara a encontrar a una hermandad de satanistas mítica.

De pronto, Vittoria se sintió muy sola. Dio media vuelta para marcharse, pero Kohler se lo impidió. Buscó algo en su bolsillo. Extrajo una arrugada hoja de papel de fax y se la tendió.

Vittoria se tambaleó horrorizada cuando sus ojos vieron la imagen.

—Le marcaron —dijo Kohler—. Le marcaron en el pecho.

28

La secretaria Sylvie Baudeloque era presa del pánico. Paseaba ante el despacho vacío del director.
¿Dónde demonios está? ¿Qué debo hacer?

Había sido un día muy peculiar. Por supuesto, cualquier día al servicio de Maximilian Kohler podía ser peculiar, pero Kohler se había comportado hoy de una forma muy rara.

—¡Localízame a Leonardo Vetra! —había pedido cuando Sylvie llegó por la mañana.

Ella, obediente, telefoneó, llamó al busca y envió un correo electrónico a Leonardo Vetra.

Nada.

Y Kohler se había ido a toda prisa, en apariencia para localizar a Vetra. Cuando regresó unas horas después, tenía muy mal aspecto... No es que tuviera
buen
aspecto alguna vez, pero parecía peor que de costumbre. Se encerró en su despacho, y le oyó utilizar el ordenador, el teléfono y el fax. Después Kohler volvió a salir. No había vuelto desde entonces.

Sylvie había decidido hacer caso omiso de las bufonadas de otro melodrama kohleriano, pero empezó a preocuparse cuando Kohler no volvió a la hora de su inyección diaria. El estado de salud del director exigía tratamiento regular, y cuando decidía tentar su suerte, los resultados siempre eran nefastos: shock respiratorio, accesos de tos y carrerillas del personal médico. A veces, Sylvie pensaba que Maximilian Kohler deseaba morir.

Sopesó la posibilidad de llamarle al busca para refrescar su memoria, pero había aprendido que la caridad era algo que el orgullo de Kohler despreciaba. La semana pasada se había enfurecido tanto con un científico visitante que se puso en pie y arrojó un sujetapapeles a la cabeza del hombre.

En aquel momento, sin embargo, un dilema mucho más acuciante estaba socavando la preocupación de Sylvie por la salud de su jefe. La centralita del CERN había telefoneado cinco minutos antes para comunicar que había una llamada urgente para el director.

—No sé dónde está —había dicho Sylvie.

Entonces, la operadora de la centralita del CERN le dijo quién llamaba.

Sylvie rió a carcajada limpia.

—Estás de broma, ¿eh? —Escuchó, y su rostro se tiñó de incredulidad—. Y la identificación del que llama confirma... —Sylvie frunció el ceño—. Entiendo. De acuerdo. ¿Puedes preguntar cuál es el...? —Suspiró—. No. Está bien. Dile que espere. Localizaré al director ahora mismo. Sí, lo comprendo. Me daré prisa.

Pero Sylvie no lo había podido encontrar. Había llamado tres veces a su móvil, y cada vez había recibido el mismo mensaje: «El número marcado no se encuentra disponible en este momento». Por lo tanto, Sylvie había llamado al
beeper
de Kohler. Dos veces. No hubo respuesta. No era propio de él. Era como si el hombre se hubiera esfumado de la faz de la tierra.

¿Qué voy a hacer?,
se preguntó ahora.

Como no fuera registrando todo el complejo del CERN, Sylvie sabía que sólo había otra manera de conseguir la atención del director. No le haría ninguna gracia, pero el hombre que esperaba al teléfono no era alguien a quien se debiera hacer esperar. Tampoco daba la impresión de que el individuo en cuestión estuviera de humor para oír que el director no estaba disponible.

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