Read Ángeles y Demonios Online
Authors: Dan Brown
Sólo necesitó dos.
Hubo un instante de incertidumbre. Después, con un estruendo de libros que resbalaban de los estantes, Langdon y la estantería se inclinaron hacia adelante.
A mitad de camino del suelo, la estantería golpeó la estantería contigua. Langdon aguantó, echó su peso hacia adelante y provocó que la segunda estantería oscilara. Tras un momento de pánico, y con un crujido debido al peso, la segunda estantería empezó a inclinarse. Langdon cayó de nuevo.
Como fichas de dominó enormes, las estanterías empezaron a derrumbarse una tras otra. Metal sobre metal, libros lloviendo por todas partes. Langdon se sujetó cuando su estantería osciló hacia atrás. Se preguntó cuántas estanterías habría en total. ¿Cuánto pesarían? El cristal del fondo era grueso...
La estantería de Langdon casi se encontraba en posición horizontal cuando oyó lo que estaba esperando: un tipo diferente de colisión. Al final de la cámara. El impacto penetrante del metal contra el cristal. La cámara se estremeció, y Langdon comprendió que la última estantería, empujada por las demás, había golpeado el cristal con violencia. El sonido que siguió fue el más ominoso que Langdon había oído en su vida.
Silencio.
No se oyó ningún estallido de cristal, sólo el golpe sordo de la pared que aguantaba el peso de las estanterías apoyadas contra ella. Langdon estaba tumbado, con los ojos abiertos, sobre los montones de libros. Se oyó un crujido. Habría contenido el aliento para escuchar, pero ya no le quedaba aire en los pulmones.
Un segundo. Dos...
Luego, casi a punto de perder la conciencia, oyó que algo cedía... Era el sonido producido por múltiples grietas que se abrían en el cristal. De pronto, como un cañón, el cristal estalló. La estantería sobre la que estaba echado Langdon cayó al suelo.
Como lluvia en el desierto, fragmentos de cristal llovieron en la oscuridad. El aire penetró con un gigantesco siseo.
Medio minuto después, en la Sagrada Gruta Vaticana, Vittoria se hallaba delante de un cadáver cuando el crepitar de un
walkie-talkie
rompió el silencio. La voz que sonó estaba falta de aliento.
—¡Soy Robert Langdon! ¿Alguien me oye?
Vittoria alzó la vista.
¡Robert!
No podía creer cuánto deseaba su presencia.
Los guardias intercambiaron una mirada de perplejidad. Uno se desenganchó la radio del cinturón.
—¿Señor Langdon? Está hablando por el canal tres. El comandante esperaba recibirle por el canal uno.
—¡Sé que tiene el canal uno, maldita sea! No quiero hablar con él. Quiero hablar con el camarlengo Ventresca. ¡Ya! Que alguien vaya a buscarle.
En la oscuridad de los Archivos Secretos, Langdon se erguía entre cristales astillados, casi sin aliento. Notó que un líquido tibio le corría por la mano izquierda, y supo que estaba sangrando. Escuchó la voz del camarlengo al instante, lo cual sorprendió a Langdon.
—Soy el camarlengo Ventresca. ¿Qué sucede?
Langdon oprimió el botón, con el corazón todavía acelerado.
—¡Creo que alguien ha intentado asesinarme!
Se hizo el silencio al otro lado de la línea.
Langdon procuró serenarse.
—También sé dónde se producirá el siguiente asesinato. La voz que contestó no fue la del camarlengo. Fue la del comandante Olivetti.
—No diga ni una palabra más, señor Langdon.
El reloj de Langdon, ahora teñido de sangre, marcaba las nueve y cuarenta y un minutos cuando atravesó corriendo el patio del Belvedere y se acercó a la fuente situada frente al centro de seguridad de la Guardia Suiza. Su mano había dejado de sangrar, y ahora le dolía más de lo que su aspecto delataba. Cuando llegó, tuvo la impresión de que todo el mundo se había congregado al mismo tiempo: Olivetti, Rocher, el camarlengo, Vittoria y un puñado de guardias.
Vittoria se precipitó hacia él al instante.
—¡Robert, estás herido!
Antes de que Langdon pudiera contestar, el comandante Olivetti se plantó ante él.
—Señor Langdon, me alegro de que se encuentre bien. Siento lo del apagón en los Archivos.
—¿El apagón? —preguntó Langdon—. Usted sabía muy bien...
—Fue culpa mía —intervino Rocher, en tono contrito—. No tenía ni idea de que se encontraba en los Archivos. Secciones de nuestras zonas blancas se cruzan con ese edificio. Estábamos ampliando nuestro registro. Fui yo quien cortó la electricidad. De haber sabido...
—Robert —dijo Vittoria al tiempo que tomaba su mano herida entre las de ella y la examinaba—, el Papa fue envenenado. Los Illuminati le mataron.
Langdon oyó las palabras, pero apenas las asimiló. Estaba harto. Sólo podía sentir el calor de las manos de Vittoria.
El camarlengo extrajo un pañuelo de seda de su sotana y lo ofreció a Langdon para que pudiera limpiarse. El hombre no dijo nada. Sus ojos verdes parecían iluminados por un fuego nuevo.
—Robert —insistió Vittoria—, ¿dices que descubriste dónde va a ser asesinado el siguiente cardenal?
Langdon no tenía ganas de seguir perdiendo el tiempo.
—Sí, en...
—No —le interrumpió Olivetti—. Señor Langdon, cuando le pedí que no dijera ni una palabra más por el
walkie-talkie,
tenía mis motivos. —Se volvió hacia un grupo de Guardias Suizos—. Hagan el favor de disculparnos, caballeros.
Los guardias desaparecieron en el centro de seguridad. Sin ofenderse. Obedientes, nada más.
Olivetti se volvió hacía los demás congregados.
—Por más que me duela decirlo, el asesinato del Papa es un acto que sólo pudo llevarse a cabo con la ayuda de un cómplice del interior. Por el bien de todos, no podemos confiar en nadie. Incluidos nuestros guardias.
Daba la impresión de que pronunciar esas palabras le hacía sufrir enormemente.
Rocher estaba angustiado.
—Un cómplice en el interior significa...
—Sí —dijo Olivetti—. La eficacia de su registro se halla en peligro. No obstante, hemos de aceptar el reto. Hay que seguir buscando.
Rocher estuvo a punto de decir algo, pero se contuvo.
El camarlengo respiró hondo. Aún no había hablado, y Langdon intuyó una severidad inédita en el hombre, como si hubiera dado un paso decisivo.
—Comandante, voy a suspender el cónclave —dijo en tono decidido.
Olivetti se humedeció los labios.
—No me parece apropiado. Aún nos quedan dos horas y veinte minutos.
—Eso y nada es lo mismo.
—¿Qué piensa hacer? —preguntó Olivetti, desafiante—. ¿Evacuar a los cardenales sin ayuda?
—Pienso salvar a la Iglesia con el poder que Dios me ha conferido. El método no es de su incumbencia.
Olivetti se cuadró.
—Lo que pretende llevar a cabo... —Hizo una pausa—. Carezco de autoridad para impedírselo. Sobre todo, a tenor de mi aparente fracaso como jefe de la seguridad. Sólo le pido que espere. Veinte minutos... hasta pasadas las diez. Si la información del señor Langdon es correcta, puede que aún pueda capturar a ese asesino. Todavía nos queda una posibilidad de salvar el protocolo y el decoro.
—¿El decoro? —El camarlengo lanzó una carcajada estrangulada—. Hace rato que hemos abandonado las buenas maneras, comandante. Por si no se ha dado cuenta, estamos en guerra.
Un guardia salió del centro de seguridad y llamó al camarlengo.
—Signore, me acaban de informar de que hemos detenido al reportero de la BBC, el señor Glick.
El camarlengo asintió.
—Que su cámara y él me esperen custodiados ante la puerta de la Capilla Sixtina.
Olivetti no daba crédito a lo que estaba oyendo.
—¿Qué va a hacer?
—Veinte minutos, comandante. Es lo máximo que le concedo.
Sin más, se marchó.
Cuando el Alfa Romeo de Olivetti salió del Vaticano, esta vez no le siguió una fila de coches camuflados. En el asiento de atrás, Vittoria vendaba la mano de Langdon con un botiquín de primeros auxilios que había encontrado en la guantera.
Olivetti miraba fijamente hacia adelante.
—Muy bien, señor Langdon. ¿Adónde vamos?
Incluso con la sirena fijada en el techo y sonando a todo volumen, daba la impresión de que el Alfa Romeo de Olivetti cruzaba desapercibido el puente que conducía a la Roma antigua. Todo el tráfico se movía en dirección contraria, hacia el Vaticano, como si la Santa Sede se hubiera convertido en la atracción que no había que perderse en Roma.
Langdon iba sentado en el asiento de atrás, con la mente asediada por interrogantes. Se preguntaba si esta vez capturarían al asesino, si les confesaría lo que necesitaban saber, si ya era demasiado tarde. ¿Cuánto tiempo tardaría el camarlengo en advertir a la muchedumbre congregada en la plaza de San Pedro de que corría peligro? El incidente de la cámara de los Archivos todavía le atormentaba.
Una
equivocación.
Olivetti no pisó ni un momento el freno mientras conducía el Alfa Romeo en dirección a la iglesia de Santa Maria della Vittoria. Langdon sabía que, en cualquier otro momento, los nudillos se le habrían puesto blancos. En este momento, sin embargo, se sentía anestesiado. Sólo los pinchazos de la mano le recordaban dónde estaba.
La sirena aullaba.
No hay nada como avisarle de que ya llegamos,
pensó Langdon. No obstante, estaban ganando tiempo a marchas forzadas. No le cabía duda de que Olivetti desconectaría la sirena cuando se acercaran.
Ahora que gozaba de un momento para reflexionar, Langdon experimentó una punzada de asombro cuando su mente asimiló por fin la noticia del asesinato del Papa. La idea era inconcebible, pero parecía lógica. La infiltración siempre había constituido la base del poder de los Illuminati, reordenamientos del poder desde dentro. Tampoco se trataba de que nunca hubieran asesinado a un Papa. Corrían incontables rumores de traición, aunque sin autopsia, no se podían confirmar. Hasta fecha reciente. No hacía mucho que los estudiosos habían recibido permiso para analizar con rayos X la tumba del papa Celestino V, que al parecer había muerto a manos de su ansioso sucesor, Bonifacio VIII. Los investigadores confiaban en que los rayos X sacarían a la luz algún indicio revelador, como un hueso roto. Por increíble que pareciera, los rayos X habían descubierto un clavo de veinticinco centímetros hundido en el cráneo del Papa.
Langdon recordó ahora una serie de recortes de prensa que admiradores de los Illuminati le habían enviado años antes. Al principio, había pensado que eran ficticios, de modo que fue a consultar la colección de microfichas de Harvard para confirmar que los artículos eran auténticos. Y descubrió con estupor que lo eran. Los guardaba en su tablón de anuncios como ejemplo de cómo hasta los grupos periodísticos más respetables se dejaban arrastrar en ocasiones por la paranoia de los Illuminati. De repente, las sospechas de los medios de comunicación se le antojaron menos paranoicas. Langdon repasó mentalmente los artículos...
THE BRITISH BROADCASTING CORPORATION
14 de junio de 1998
El papa Juan Pablo I, que murió en 1978, fue víctima de una conspiración de la logia masónica P2... La sociedad secreta P2 decidió asesinar a Juan Pablo I cuando supo que estaba decidido a destituir al arzobispo norteamericano Paul Marcinkus como presidente de la Banca Vaticana. El banco se había visto implicado en dudosos tratos financieros con la logia masónica...
THE NEW YORK TIMES
24 de agosto de 1998
¿Por qué el fallecido Juan Pablo I llevaba su camisa de día en la cama? ¿Por qué estaba desgarrada? Las preguntas no se paran ahí. No se llevó a cabo un reconocimiento médico. El cardenal Villot prohibió la autopsia basándose en que ningún Papa había sido sometido a tamaña afrenta. Además, las medicinas de Juan Pablo I desaparecieron misteriosamente de su mesita de noche, al igual que sus gafas, zapatillas, últimas voluntades y testamento.
LONDON DAILY MAIL
27 de agosto de 1998
... un complot en el que estaba implicada una logia masónica poderosa, implacable e ilegal, cuyos tentáculos llegaban hasta el Vaticano.
Sonó el móvil de Vittoria, lo cual borró misericordiosamente los recuerdos de Langdon.
Vittoria contestó, sin saber quién podía ser. Incluso desde lejos, Langdon reconoció la voz que sonaba en el teléfono, afilada como un láser.
—¿Vittoria? Soy Maximilian Kohler. ¿Ya has encontrado la antimateria?
—¿Se encuentra bien, Max?
—He visto las noticias. No hablaron del CERN ni de la antimateria. Me alegro. ¿Qué está pasando?
—Todavía no hemos localizado el contenedor. La situación es complicada. Robert Langdon nos está siendo de mucha ayuda. Tenemos una pista para detener al hombre que está asesinando a los cardenales. En este momento, nos dirigimos...
—Señorita Vetra —interrumpió Olivetti—, ya ha hablado bastante.
La joven tapó el auricular, muy irritada.
—Comandante, es el director del CERN. Tiene derecho a...
—Tiene derecho a estar aquí, tomando el control de la situación —replicó Olivetti—. Usted está hablando por una línea abierta. Ya ha hablado bastante.
Vittoria respiró hondo.
—¿Max?
—Tengo cierta información para ti —dijo Max—. Sobre tu padre... Tal vez sepa a quién habló de la antimateria.
El rostro de Vittoria se nubló.
—Mi padre me dijo que a nadie, Max.
—Temo, Vittoria, que tu padre
sí se
lo dijo a alguien. He de consultar algunos informes de seguridad. Volveré a llamarte pronto.
La línea enmudeció.
Vittoria devolvió el teléfono a su bolsillo, pálida como la cera.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Langdon.
La joven asintió, pero sus dedos temblorosos no pudieron ocultar la mentira.
—La iglesia está en la Piazza Barberini —dijo Olivetti al tiempo que desconectaba la sirena y consultaba su reloj—. Tenemos nueve minutos.
Cuando Langdon había averiguado la localización del tercer indicador, el emplazamiento de la iglesia había despertado ecos en su mente.
Piazza Barberini.
El nombre le resultaba familiar, pero no podía identificarlo. Ahora, se dio cuenta de qué era. La plaza albergaba una parada de metro controvertida. Veinte años antes, la construcción de la terminal de metro había provocado la inquietud de los historiadores de arte, temerosos de que excavar bajo la Piazza Barberini podría provocar el derrumbe del obelisco que se alzaba en el centro, y que pesaba varias toneladas. Los planificadores municipales habían trasladado el obelisco, al que habían sustituido por una pequeña fuente llamada del
Tritón.