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Authors: Dan Brown

Ángeles y Demonios (46 page)

BOOK: Ángeles y Demonios
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A nueve metros de distancia, Langdon empezó a oír las voces. Palabras no, sólo murmullos. A su lado, Vittoria redobló la velocidad. El arma empezó a asomar. Seis metros. Las voces eran más claras, una mucho más fuerte que la otra. Airada. Campanuda. Langdon pensó que era la voz de una anciana. Áspera. Andrógina. Se esforzó por escuchar lo que decían, pero otra voz cortó la noche.


Mi scusi!

El tono cordial de Vittoria iluminó la plaza como una antorcha.

Langdon se puso tenso cuando la pareja se detuvo y se volvió. Vittoria siguió andando directamente hacia las figuras, con peligro de una colisión inminente. No tendrían tiempo de reaccionar. Langdon se dio cuenta de que sus pies habían dejado de moverse. Vio que los brazos de Vittoria empezaban a separarse, como dispuesta a empuñar el arma. Después, por encima del hombro de la joven, vio una cara, iluminada por la farola. El pánico espoleó sus piernas, y se lanzó hacia adelante.

—¡No, Vittoria!

Sin embargo, dio la impresión de que Vittoria iba una fracción de segundo por delante de él. Con un movimiento tan veloz como espontáneo, la joven volvió a levantar los brazos, y el arma desapareció cuando se rodeó el cuerpo como una mujer que tuviera frío. Langdon llegó a su lado, y casi tropezó con la pareja.


Buona sera
—soltó Vittoria.

Langdon exhaló un suspiro de alivio. Tenían ante ellos a dos mujeres de edad avanzada, que los miraban con el ceño fruncido. Una era tan vieja que apenas podía sostenerse en pie. La otra la ayudaba. Ambas aferraban rosarios. Parecían confusas por la repentina intrusión.

Vittoria sonrió, aunque parecía estremecida.


Dov'é la chiesa Santa María della Vittoria? 

Las dos mujeres señalaron al unísono la voluminosa silueta de un edificio situado en una calle inclinada, en la dirección de la que habían venido.


É la.


Grazie
—dijo Langdon. Apoyó las manos sobre los hombros de Vittoria y la tiró hacia atrás. No podía creer que habían estado a punto de atacar a dos ancianas.


Non sipuó entrare
—advirtió una—.
E chima temprano. 

—¿La han cerrado temprano? —preguntó Vittoria, sorprendida—.
Perché?

Las dos mujeres se explicaron a la vez. Parecían enfadadas. Langdon sólo entendió algunos fragmentos de su italiano. Por lo visto, las mujeres habían estado quince minutos antes dentro de la iglesia, rezando por el Vaticano en este tiempo de necesidad, cuando un hombre había aparecido y les había dicho que la iglesia iba a cerrar temprano.


Hanno conosciuto l'uomo?
—preguntó Vittoria, nerviosa.

Las mujeres negaron con la cabeza. El hombre era un
straniero 
crudo,
explicaron, y había obligado a salir a todo el mundo, incluso al joven sacerdote y al portero, que le amenazaron con llamar a la policía, pero el intruso rió, y les dijo que aconsejaran a la policía traer cámaras.

¿Cámaras?',
se preguntó Langdon.

Las mujeres chasquearon la lengua, irritadas, y llamaron al hombre
baràrabo.
Después, continuaron su camino, rezongando.

—¿Baràrabo? —preguntó Langdon a Vittoria—. ¿Bárbaro?

Vittoria estaba muy tensa.

—No.
Baràrabo
es una expresión despectiva. Significa
àrabo...
Árabe.

Langdon sintió un escalofrío y se volvió hacia la iglesia. En ese momento, sus ojos vislumbraron algo en las vidrieras de la iglesia. La imagen le aterró.

Vittoria, sin darse cuenta, sacó el móvil y apretó el botón.

—Voy a avisar a Olivetti.

Langdon, sin habla, le tocó el brazo. Señaló la iglesia con mano temblorosa.

Vittoria lanzó una exclamación ahogada.

En el interior del edificio, brillando como ojos malvados a través de las vidrieras... destellaba el fulgor de las llamas.

91

Langdon y Vittoria corrieron hacia la entrada principal de la iglesia de Santa Maria della Vittoria, y encontraron cerrada con llave la puerta de madera. La joven disparó tres veces con la semiautomática de Olivetti y destrozó la vieja cerradura.

La escena que presenciaron cuando entraron fue tan inesperada, tan extraña, que Langdon tuvo que cerrar los ojos y volverlos a abrir antes de que su mente pudiera asimilarlo todo.

La iglesia era de un barroco recargado, con paredes y altares dorados. En el centro del sagrario, bajo la cúpula principal, habían amontonado bancos de madera, que ahora ardían como una especie de pira funeraria de dimensiones épicas. La hoguera se alzaba hasta la cúpula. Cuando los ojos de Langdon ascendieron, el verdadero horror de la escena descendió como un ave de presa.

En lo alto, desde el lado derecho e izquierdo del techo, colgaban dos cables utilizados para balancear recipientes de incienso sobre la congregación. Sin embargo, los cables no sujetaban incensarios en este momento. Ni se balanceaban. Los habían utilizado para otra cosa...

Un ser humano colgaba de los cables. Un hombre desnudo. Cada muñeca estaba sujeta a un cable, y lo habían alzado casi hasta el punto de descuartizarlo. Tenía los brazos extendidos como clavado a un crucifijo invisible que flotara en la casa de Dios.

Langdon se sintió paralizado cuando miró. Un momento después, presenció la abominación final. El anciano estaba vivo, y levantó la cabeza. Un par de ojos aterrorizados suplicaron ayuda en silencio. Había un emblema grabado en el pecho del hombre. Le habían marcado a fuego. Langdon no lo veía con claridad, pero albergaba pocas dudas sobre lo que ponía. Cuando las llamas lamieron los pies del hombre, la víctima lanzó un grito de dolor y su cuerpo tembló.

Como espoleado por una fuerza invisible, Langdon corrió por el pasillo principal hacia la hoguera. Sus pulmones se llenaron de humo al acercarse. A tres metros del infierno, se estrelló contra una muralla de calor. Se le chamuscó la piel de la cara y retrocedió, protegiéndose los ojos, hasta caer sobre el suelo de mármol. Se puso en pie con movimientos torpes y volvió a intentar avanzar, con las manos levantadas para protegerse.

Se dio cuenta al instante. El fuego desprendía demasiado calor.

Retrocedió y examinó las paredes de la iglesia.
Un tapiz pesado,
pensó.
Sí pudiera apagar el...
Pero sabía que no encontraría ningún tapiz.
¡Estás en una capilla barroca, Robert, no en un castillo alemán!
¡Piensa!
Se obligó a mirar de nuevo al hombre colgado.

El humo y las llamas remolineaban en lo alto de la cúpula. Los cables que sujetaban las muñecas del hombre pasaban por poleas fijadas en el techo y descendían de nuevo hasta abrazaderas metálicas empotradas a cada lado de la iglesia. Langdon examinó una de las abrazaderas. Estaba bastante alto, pero sabía que si podía alcanzarla y aflojar uno de los cables, la tensión disminuiría y el hombre se alejaría del fuego.

Una repentina llamarada se alzó más que las demás, y Langdon oyó un chillido penetrante. La piel de las plantas de los pies del hombre estaban empezando a cubrirse de ampollas. El cardenal se estaba asando vivo. Langdon clavó la vista en la abrazadera y corrió.

En la parte posterior de la iglesia, Vittoria aferraba el respaldo de un banco y procuraba serenarse. La imagen suspendida del techo era horripilante. Se obligó a desviar la vista.
¡Haz algo!
Se preguntó dónde estaría Olivetti. ¿Habría visto al hassassin? ¿Le habría capturado? ¿Dónde estaban ahora? Vittoria avanzó dispuesta a ayudar a Langdon, pero en aquel momento un sonido la detuvo.

El crepitar de las llamas aumentaba de intensidad a cada instante, pero un segundo sonido cortó el aire. Una vibración metálica. Cercana. El latido repetido parecía surgir del final de los bancos, a su izquierda. Recordaba al timbre de un teléfono, pero duro y pétreo. Aferró la pistola con firmeza y avanzó por la fila de bancos. El sonido se oyó más alto. Se apagaba y encendía. Una vibración repetida.

Cuando se acercó al final del pasillo, notó que el sonido procedía del suelo, justo al doblar la esquina del final de los bancos. Al avanzar, con la pistola extendida en la mano derecha, se dio cuenta de que también sujetaba otra cosa en la izquierda, el móvil. Con el pánico, había olvidado que lo había usado fuera para llamar al comandante... de manera que había conectado el vibrador como advertencia. Vittoria se llevó el aparato al oído. Continuaba sonando. El comandante no había contestado. De repente, con creciente temor, creyó saber cuál era el origen del sonido. Avanzó, temblorosa.

Toda la iglesia pareció hundirse bajo sus pies cuando vio el cadáver en el suelo. No había rastros de sangre. Tampoco señales de violencia que tatuaran la piel. Sólo la espantosa simetría de la cabeza del comandante... torcida hacia atrás, en un giro de ciento ochenta grados. Vittoria intentó no pensar en las imágenes del cadáver de su padre.

El teléfono del comandante estaba apoyado contra el suelo, vibrando una y otra vez sobre el mármol. Vittoria canceló su llamada, y el ruido cesó. En el silencio, oyó un nuevo sonido. Una respiración en la oscuridad, justo detrás de ella.

Empezó a darse la vuelta, empuñando la pistola, pero sabía que era demasiado tarde. Una ráfaga de calor la taladró de la cabeza a los pies cuando el codo del asesino golpeó su nuca.

—Ahora eres mía —dijo una voz.

Después una negrura impenetrable descendió sobre ella.

En la zona del sagrario, en el lateral izquierdo de la iglesia, Langdon se mantenía en equilibrio sobre un banco y trataba de alcanzar la abrazadera. El cable se encontraba a unos dos metros sobre su cabeza. Abrazaderas como ésta eran comunes en las iglesias, y se colocaban en alto para impedir que las manipularan. Langdon sabía que los curas utilizaban escalerillas llamadas
piuòli
para alcanzarlas. Era evidente que el asesino había usado la escalerilla de la iglesia para colgar a su víctima.
¿Dónde ha dejado la escalera?
Langdon escudriñó el suelo. Creía haber visto una escalerilla en algún sitio.
Pero ¿dónde?
Un momento después, su corazón dio un vuelco. Recordó dónde la había visto. Se volvió hacia el fuego. La escalera se elevaba sobre la hoguera, envuelta en llamas.

Desesperado, inspeccionó la iglesia en busca de algo que pudiera ayudarle a alcanzar la abrazadera. Mientras sus ojos rastreaban el templo, se dio cuenta de algo.

¿Dónde demonios está Vittoria?
Había desaparecido.
¿Ha ido a buscar ayuda?
Langdon gritó su nombre, pero no hubo respuesta.
¿Dónde está Olivetti?

Se oyó un aullido de dolor en lo alto, y Langdon intuyó que ya era demasiado tarde. Cuando sus ojos se alzaron de nuevo y vio a la víctima, que se iba achicharrando lentamente, sólo pensó en una cosa.
Agua. En cantidades. Apagar el fuego. Al menos, para acortar la
altura de las llamas.

—¡Necesito agua, maldita sea! —chilló.

—Ese es el siguiente —gruñó una voz desde el fondo.

Langdon giró en redondo, y estuvo a punto de caer del banco.

Hacia él avanzaba sin vacilar un monstruo oscuro. Pese al resplandor del fuego, sus ojos ardían como carbones. Langdon reconoció la pistola que esgrimía, la misma que él había guardado en la chaqueta, la que Vittoria llevaba cuando entraron.

La oleada de pánico inicial dio paso a un frenesí de temores diferentes. Primero, por Vittoria. ¿Qué le había hecho este animal? ¿Estaba herida? ¿O algo peor? En el mismo instante, Langdon reparó en que el hombre colgado gritaba con más fuerza. El cardenal iba a morir. Ayudarle era imposible. Después, cuando el asesinó apuntó la pistola al pecho de Langdon, éste reaccionó. Se lanzó de un salto sobre el mar de bancos.

Aterrizó con más violencia de la que había imaginado, y rodó por el suelo. El mármol amortiguó su caída con la delicadeza del acero. Oyó pasos que se acercaban por su derecha. Langdon se volvió hacia la entrada de la iglesia y empezó a gatear bajo los bancos.

···

En lo alto, el cardenal Guidera vivía sus últimos momentos de consciencia. Cuando miró su cuerpo desnudo, vio que la piel de sus piernas empezaba a chamuscarse y desprenderse.
Estoy en el infierno,
decidió.
Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
Sabía que debía de ser el infierno, porque estaba mirando la marca de su pecho al revés, y no obstante, como magia del demonio, la palabra se veía con toda claridad.

92

Tercera votación. No había Papa.

En la Capilla Sixtina, el cardenal Mortati había empezado a rezar para pedir un milagro.
¡Envíanos los candidatos!
El retraso era ya exagerado. Mortati habría podido comprender la ausencia de un candidato, pero la de los cuatro no. No dejaba opciones. En las condiciones actuales, conseguir una mayoría de dos tercios exigiría la intervención divina.

Cuando los cerrojos de la puerta exterior empezaron a abrirse, Mortati y todo el Colegio Cardenalicio giraron al unísono en dirección a la entrada. Mortati sabía que esto sólo podía significar una cosa. Por ley, la puerta de la capilla sólo podía abrirse por dos motivos: retirar a alguien que se encontrara muy enfermo o permitir el acceso a cardenales retrasados.

¡Los preferiti ya llegan!

El corazón de Mortati se regocijó. El cónclave estaba salvado.

Pero cuando la puerta se abrió, la exclamación ahogada que resonó en la capilla no fue de alegría. Mortati miró con incredulidad al hombre que entraba. Por primera vez en la historia del Vaticano, un camarlengo acababa de cruzar el sagrado umbral del cónclave después de sellar las puertas.

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