—¿Para qué operaron a esos niños? ¿Por qué tienen esas cicatrices en el pecho?
—Se deben a la circulación extracorpórea. Es necesaria para devolver el cuerpo a la vida tras un baño en nitrógeno líquido. Es el único medio de recalentar la sangre de manera eficaz y progresiva, y asegurar la puesta de nuevo en funcionamiento del corazón, la actividad cerebral y el conjunto de funciones vitales. Para eso abren los pechos.
—¿Por qué algunos mueren y otros sobreviven?
—Debido al índice de radiactividad. Se requiere una horquilla muy precisa de cesio en el organismo, entre 1.350 y 1.500 Bq/kg. Por debajo de esa horquilla, se forman cristales que destruyen las células. Y por encima, los órganos se degradan de manera irreversible.
Sharko iba y venía, nervioso.
—¿Qué más saben? ¿Quién se ocupa de esos cuerpos congelados? ¿Cómo funciona la organización? ¿Hay otros centros de este tipo? ¿Tienen relación con el programa espacial?
Hubo unas violentas discusiones ante la incapacidad de los científicos para responder a las preguntas que no eran médicas. Aleksandrov se dirigió de nuevo a Sharko, adusto.
—Dicen que no saben nada. Aplican los protocolos que Scheffer les ha enseñado. Hay gente que viene aquí a menudo, rusos y extranjeros de diversos países, pero no saben quiénes son.
Sharko vio que de nada servía ya continuar. Dio a entender a los rusos que de momento no tenía más preguntas. Aún conmocionado, volvió a la sala del fondo, pasó de nuevo frente a los rostros insoportables de aquellos niños muertos y se situó ante el cilindro de Dassonville.
Colocó la mano contra el cristal y se acercó al generador. Bastaba con accionar una palanca para que todo se detuviera. Apoyó la mano sobre la empuñadura metálica, respiró hondo y al final volvió ante el cristal.
—Eso sería demasiado fácil. Te devolveremos a la vida y nos darás todas las respuestas que nos faltan.
Y se quedó allí, contemplando fijamente un buen rato aquel rostro diabólico, lúgubre y helado como la muerte, hasta que Aleksandrov llegó a su lado, teléfono en mano. Parecía abatido.
—Los servicios secretos llegarán de un momento a otro —dijo con voz átona.
—¿Los servicios secretos? ¿Y qué vienen a hacer?
—Volga Gribodova, la ministra de Seguridad Nuclear, ha sido hallada muerta, con una bala en la cabeza.
S
harko, muy abrigado, estaba apoyado en la barandilla del balcón de la habitación de su hotel, con la vista fija en la superficie de un pequeño lago. Más a lo lejos, otras elipses azuladas centelleaban bajo el sol, incrustadas entre la vegetación como zafiros de singular pureza. Aún había maravillas que el hombre no había logrado controlar.
Lucie abrió la puerta-ventana y abrazó a aquel hombre al que amaba, poniendo sus brazos con ternura alrededor de su cintura. Al inclinársele el gorro sobre la cabeza, apareció la venda que llevaba alrededor de la frente. Esa investigación le había dejado huellas físicas pero, sobre todo, psíquicas. Observó que Sharko manipulaba inconscientemente su teléfono móvil con su mano enguantada.
—El equipaje está listo y el taxi llegará en diez minutos —dijo ella—. Sé que es difícil, pero tendremos que irnos.
—Nos apartan del caso como a unos indeseables y nos obligan a regresar a Francia.
—Consideran que ya hemos terminado una vez que nuestros sospechosos están en sus manos. Hemos descubierto el centro y todo lo que habíamos venido a buscar.
—Todo salvo el manuscrito y los verdaderos objetivos de esa criogenización. No voy a dejar las cosas así, te lo juro. Dicen que Gribodova se ha suicidado… Sin embargo, Lucie, ya te imaginarás que el desembarco de los servicios secretos… algo debe de ocultar.
Volvió a entrar a la habitación y cerró tras él la puerta-ventana. Lucie miró su teléfono móvil.
—¿Y el agregado de la embajada qué dice? ¿No puede echarnos una mano para aclarar las cosas?
Sharko exhaló un suspiro.
—Me ha proporcionado discretamente algunas informaciones y luego, misteriosamente, ya no he podido contactar de nuevo con él. Al parecer, el corazón de Dassonville vuelve a latir. Lo trasladarán a una sala de observación y luego lo interrogarán. No habíamos visto más que la mitad de ese centro de criogenización, porque dispone de dos niveles. Parece que había otra sala con… cerebros congelados en cubas. El término utilizado es «neuroconservación». Al parecer, Scheffer llevaba a cabo también experimentos de criogenización de cerebros sin el envoltorio corporal.
—Pero… ¿para qué?
—No lo sé, Lucie. Pero imagino que deben de ser cerebros brillantes que, por ejemplo, se podrían trasplantar en cuerpos nuevos, en buen estado de salud, veinte o treinta años después de su congelación… Y no puedo dejar de pensar en la conquista espacial… La futura colonización de los planetas. Unos cerebros ocupan mucho menos espacio en una nave. Eso me hace pensar en…
—En los mejores granos que se plantan en el campo para una nueva plantación. Una especie de selección… Todo eso sobrepasa mis entendederas.
Hubo un largo silencio, que acabó rompiendo Lucie.
—Así que con Dassonville ha funcionado. Scheffer realmente controla el proceso completo de esa vigilia orgánica. ¡Menuda locura!
—Según los médicos que trabajan para él, Scheffer aún está en un estadio experimental, hay muchos detalles por resolver en la criogenización, pero nuestra investigación le ha obligado a acelerar las cosas. A probarlo consigo mismo e intentar desaparecer definitivamente de nuestro mundo para renacer en otro o en otro lugar, años y años más tarde.
—¿Así que tenían que someterse a una fuerte irradiación para evitar los cristales? ¿Inocular el mal en su propio organismo para que el procedimiento funcionara?
—Sí, pero al contrario que los niños de Chernóbil, que conviven a diario con la radiactividad y ven cómo sus órganos y células se destruyen lentamente, la irradiación de cesio 137 de Scheffer o Dassonville solo es temporal. El radionúclido acabará desapareciendo casi por completo al cabo de unos meses, purgado de forma natural por sus metabolismos y un entorno sano. Las secuelas serán mínimas.
Sharko le tendió un papel doblado que sacó de su bolsillo.
—Toma, mira esto, estaba entre los protocolos y los documentos del centro. Lo cogí
in extremis
antes de que llegaran los servicios secretos y lo cerraran todo a cal y canto. Es una copia del artículo que desencadenó todo lo de Scheffer y que le dio esas ideas dementes de la fundación y del centro de criogenia.
Se trataba de un artículo del
New York Times
, en inglés, de 1988. Lucie tradujo en voz alta el párrafo subrayado:
—«Josh Donaldson, un acaudalado empresario californiano que sufría un tumor en el cerebro, solicitó al Tribunal Supremo autorización para ser anestesiado y congelado antes de su muerte. Reclamaba un «derecho constitucional a la congelación premórtem». Los médicos daban dos años de vida a Donaldson. Este estimaba que si aguardaba hasta ese límite, el tumor destruiría las neuronas que contenían su identidad y sus recuerdos y, por ello, congelarlo una vez muerto sería ya inútil. Sin embargo, el Tribunal denegó dicha autorización. Donaldson recurrió la sentencia y volvió a perder, y el tribunal especificó además que cualquiera que lo ayudara a ser congelado sería acusado de asesinato. Su inmensa fortuna no pudo salvarlo y murió al año siguiente».
Alzó unos ojos tristes.
—La criogenización representa, en cierta medida, una puerta a la inmortalidad o la sanación. Ni el poder ni el dinero tienen la capacidad de ahuyentar la muerte o la enfermedad. Scheffer, en cambio, sí podía hacerlo. Y así se creía Dios.
—Tom Buffet, uno de los donantes de la fundación, sufre un cáncer incurable. En menos de seis meses, sin la criogenia, habrá fallecido, puesto que la medicina hoy en día no puede hacer nada por él. En su baño de nitrógeno, esperaba que la ciencia progresara y que un día su enfermedad pudiera curarse.
Lucie le devolvió la fotocopia.
—No voy a dejar el caso, Lucie, sea aquí o en Francia. Dicen que la ministra se ha suicidado, pero creo que la han asesinado para evitar que hablara. Estoy convencido de que las más altas esferas están implicadas. Los procedimientos de extradición de Scheffer y de Dassonville a buen seguro llevarán tiempo, pero un día estarán en nuestras manos.
Lucie arrastró su maleta hasta la puerta de entrada. Era hora de marcharse.
Los dos policías subieron al taxi, comieron un bocado en el aeropuerto y, dos horas más tarde, embarcaron en un pequeño bimotor. Se instalaron al fondo del aparato, resguardados del frío y un poco al abrigo del estruendo de las hélices. El regreso a Francia les llevaría en total siete horas. Tras una escala en Moscú, su Boeing aterrizaría en Charles de Gaulle a las cuatro y cincuenta, aquel 26 de diciembre de 2011.
—Ni siquiera te he preguntado qué tal la llamada a tu madre —dijo Sharko, por fin sonriente.
—Estaba contenta de oírme. Últimamente no la he llamado muy a menudo.
—¿Y del embarazo?
—De momento, no le he dicho nada. Prefiero decírselo cara a cara, cuando tenga en mis manos la foto de la primera ecografía. Quiero estar segura, ¿me entiendes?
Contempló un buen rato el paisaje que se perdía en el horizonte a través de la ventanilla, preocupada.
—¿Qué pasa? —preguntó Sharko—. ¿No estás contenta?
—El problema es que volvemos a Francia. Y en Francia está el que te persigue. ¿Qué vamos a hacer? No podemos ocultarnos indefinidamente en un hotel hasta que lo atrapen. —De pronto le temblaba la voz—. Ese asesino tiene que tener algún punto flaco, algo que podamos explotar. No podré vivir así, pensando en que en cualquier momento nos puede ocurrir una desgracia. —Ella lo agarró de la mano afectuosamente—. Me da mucho miedo.
Sharko trató de tranquilizarla.
—Todo va a ir bien, ¿de acuerdo? Hay dos hombres de Basquez que seguirán vigilando la entrada del edificio durante unos días. En cuanto a nosotros dos, mientras, podemos instalarnos en algún otro sitio. En un hotel o en un apartamento, el tiempo que haga falta hasta cerrar el caso. Y luego podemos irnos a la Martinica o a Guadalupe tanto tiempo como haga falta. Piscina, playa, sol… ¿Qué te parece?
Lucie se esforzó en sonreír.
—Creo que llevas razón, pero preferiría La Reunión. Siempre he soñado con ir allí.
—Pues sea, La Reunión. Será tu regalo de Navidad.
Lucie frunció el ceño.
—¿Mi regalo de Navidad? ¿Quieres decir que…?
Franck la besó en los labios y le acarició la barbilla.
—Sí, tengo una cosita para ti en el apartamento, pero no es nada del otro mundo.
El viaje siguió su curso. A lo largo de las cuatro horas de vuelo entre Moscú y París, los dos policías dormitaron sin acabar de conciliar el sueño, incapaces de abandonarse por completo. Esperaban que Bellanger y sus jefes se pelearían para evitar que el caso acabara en manos de los rusos. En cuanto cerraba los ojos, Sharko veía claramente cada uno de los rostros de los niños, flotando en el nitrógeno líquido como máscaras abominables. Apoyada contra él, sintió que Lucie temblaba un poco. ¿En qué estaría pensando? ¿En el asesino al acecho en algún lugar de la capital? Delicadamente, reclinó la cabeza contra el hombro de su compañera y luego posó la mano sobre su pecho. Sintió los latidos de su corazón y se le hizo un nudo en la garganta.
Su felicidad, la de los dos, estaba allí, al alcance de la mano.
Y la venganza ciega que planeaba ejecutar podría destruirlo todo.
¿Y si fracasaba? ¿Y si lo detenían? ¿Tenía derecho a destruir la vida de Lucie y la de su hijo? ¿La vida del hijo de ambos?
Sharko se crispó, ya no sabía qué hacer y en aquel momento dudaba más que nunca. «Gloria fue penetrada sexualmente por una mano enguantada… Fue torturada, apaleada con una barra de hierro… Hay que matar al responsable. No hay tribunal para semejante basura. Hazlo, en memoria de Gloria…».
Apretó los dientes. Aquella voz parecía más fuerte que cualquier otra cosa y lo torturaba en su interior.
—Me haces daño, Franck.
El comisario sacudió la cabeza y se dio cuenta de que sus dedos estaban agarrotados en torno al brazo de Lucie. Todo aquello estaba volviéndolo loco. Aflojó la presión.
—Perdóname.
—Tienes los ojos inyectados en sangre. ¿Qué te pasa?
Sharko respiró profundamente mientras las voces seguían gritando en su cráneo. Acabó respondiendo:
—Nada. Estoy bien…
L
ucie y Sharko ni siquiera se habían tomado el tiempo de acomodarse ni de descansar. En cuanto llegaron a París, se dirigieron directamente a la oficina, depositando apenas su equipaje en un hotel cerca de la Bastilla. Lebrun, el número dos de la Criminal, quería verlos a toda costa. Nicolas Bellanger ya estaba en el despacho, con una expresión adusta. Se sentaron y Lebrun abordó el meollo de la cuestión.
—Dassonville y Scheffer han muerto.
Sharko se incorporó y empujó su silla hacia atrás.
—¿Es una broma?
—Siéntese, Sharko, y permanezca en calma.
El comisario se sentó a regañadientes. Lebrun prosiguió.
—La causa oficial es un paro cardíaco, en ambos casos.
—Es…
—Sus organismos no habrían soportado las radiaciones combinadas con la presencia ínfima de sulfuro de hidrógeno. Su despertar fue fatal. Unos médicos rusos trabajan en ello. Pero ya sabemos qué cabe esperar.
—¿Dónde están los cadáveres? ¿Disponemos de fotos? ¿De pruebas?
Lebrun se pasó una mano por el rostro. Parecía embarazado.
—De momento, no sé nada al respecto. En cualquier caso, se acabó. Los culpables han sido identificados, detenidos y están muertos. Estamos a la espera de los papeles oficiales, cerraremos los detalles y luego ya se habrá acabado la investigación por nuestra parte.
—¿Se acabó la investigación? ¿Qué significa esto? —dijo Lucie.
—Quiere decir que basta, que se acabó. —Soltó un largo suspiro—. La orden viene de arriba.
—Por arriba, ¿se entiende el ministerio del Interior?
—No me pregunte más, estoy como ustedes. En Rusia se ha suicidado una ministra relacionada con la energía nuclear y eso ya es suficiente para armar un buen escándalo. En los próximos días, es de esperar que vuelva a abrirse el debate sobre la energía nuclear, el tema es muy delicado y sobre todo a apenas seis meses de las elecciones presidenciales. Así que nada de ruido, ¿de acuerdo? Y ahora, pueden marcharse. Vamos…