Atomka (58 page)

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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: Atomka
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Bellanger y sus dos subordinados se pusieron en pie, estupefactos. En el pasillo, Sharko estalló y descargó un puñetazo contra una pared.

—¡Mierda!

Lucie era menos efusiva, pero hervía por dentro.

—Todo el sistema está corrupto —espetó con tristeza—. Metes las narices en la energía nuclear, los programas espaciales o cualquier otra cosa y, misteriosamente, todo se te escapa de las manos. Hay gente que muere o desaparece en un abrir y cerrar de ojos. ¡Qué asco me da!

Se acercó a Sharko y se abrazó a él.

—Dime que esos niños no murieron en vano…

Él miró a la pared delante de él.

—Hemos hecho nuestro trabajo. Lo mejor que hemos podido.

—¿Así que lo dejamos estar? En el avión me decías…

—¿Qué otra cosa podemos hacer?

Le acarició la espalda a Lucie.

—Voy a ir al apartamento a buscar unas mudas y vendré a recogerte para ir al hotel.

Lucie suspiró, tratando de vencer el asco que sentía.

Miró a su compañera y le sonrió.

—Todo irá bien. Hasta luego.

74

S
harko no volvió a su casa.

Media hora después de haber dejado a Lucie, llegaba al aparcamiento del hospital Fernand-Widal, cerca del lugar donde había descubierto a Gloria. La excitación había hecho desaparecer el cansancio y el asco y, en aquel preciso instante, Rusia le parecía ya muy lejos.

Había tenido al asesino de Gloria ante sus narices desde el primer momento y no se había dado cuenta. Y, sin embargo, el comisario sabía perfectamente que ese tipo de asesino siempre se las ingenia para seguir la investigación de tan cerca como le es posible: le gusta codearse con los policías para disfrutar más aún de los apuros de estos. ¿Acaso no era eso lo que significaba la partida La Inmortal? ¿Las blancas en medio de las negras completamente desordenadas?

En recepción le indicaron que el médico de urgencias que se había ocupado del ingreso de Gloria, Marc Jouvier, no estaba de guardia. Sharko dio con un responsable que le indicó que el médico se había tomado dos semanas de vacaciones y que no volvería hasta al cabo de doce días. El policía consiguió su dirección personal y salió dando portazos.

Marc Jouvier tal vez fuera un empleado modélico entre las paredes del hospital, pero Sharko sabía ahora que el médico de urgencias era un depravado de la peor calaña, que probablemente había asesinado a una pareja de jóvenes en 2004 y les había introducido una moneda en la boca siguiendo el modelo del Ángel Rojo; que había violado, apaleado e intoxicado a Gloria. Lo peor era, sin duda, que la había visto morir allí mismo, en el hospital, mientras sus colegas trataban desesperadamente de salvarla.

Sharko subió a su coche y se dirigió al distrito I, con el teléfono móvil y el arma en el asiento del pasajero. Era ese teléfono, que había comprado tras caerse en el torrente, el que le había revelado la identidad del asesino. Era nuevo y tenía también un nuevo número que Sharko solo había dado a algunas personas: a sus colegas más cercanos y a Marc Jouvier, cuando llevó a Gloria Nowick al hospital. Y ese era el número que el médico había marcado para llamar a Sharko a Rusia. Se había metido en la boca del lobo, al igual que el comisario, a su vez, se había metido en la boca del lobo al llevar a Gloria a aquel hospital, el único que estaba cerca de la torre de cambio de agujas abandonada, el que forzosamente uno veía al ir hacia las vías…

El policía aparcó a un centenar de metros de su destino final, se metió el arma en el bolsillo y salió. Podía sentir los latidos de su corazón hasta la punta de los dedos. Se imaginaba ya estampando a Jouvier contra una pared, encañonándolo, llevándolo lejos de allí, junto a un bosque, y pegándole un tiro en la cabeza. Trató de no pensar en Lucie. Gloria, solo en Gloria. Luego en Suzanne, eliminada largo tiempo atrás por el Ángel Rojo. Y en su hija… Su pequeña Éloïse.

Sharko aminoró el paso. Bastaba que llamara al 36 y todo acabaría bien. Por fin podría vivir feliz con la mujer a la que amaba más que a cualquier cosa.

Pero la voz vengativa resonó en el fondo de su cráneo e impelió su cuerpo hacia adelante.

Marc Jouvier vivía en el segundo piso de un gran edificio con aparcamiento subterráneo particular. Sharko ascendió los peldaños de dos en dos y se situó frente a la puerta. Llamó, con el arma en la mano. No hubo respuesta.

Sharko era un hombre de recursos y esas cerraduras se abrían fácilmente con una ganzúa, y dos minutos después pudo entrar sin causar desperfectos. Encañonando con la pistola, entró en todas las habitaciones y no advirtió presencia alguna. Abrió los armarios del dormitorio. Parecía que no faltara nada. Vaqueros, camisas y camisetas estaban perfectamente alineados. Jouvier no se había ido lejos de allí. Tal vez no tardaría en volver.

El policía inspeccionó aquel apartamento que en absoluto parecía el antro de un monstruo. Debía de haber gente que iba allí a tomar unas copas. Colegas, amigos. Jouvier parecía soltero, nada indicaba la presencia de una mujer. A aquel cabrón le gustaba la alta tecnología y el rock, a la vista de su colección de CD. El comisario no quería marcharse con las manos vacías. Llevó a cabo un registro más meticuloso, tratando de tocar lo menos posible.

No había nada en los cajones, nada debajo de la cama, nada escondido en el fondo de un mueble. Sharko estaba que trinaba, seguro que tenía que haber indicios de la culpabilidad de Jouvier, pruebas de que había torturado y asesinado. Al final, examinó la llavecilla colgada de un armario del pasillo. No tenía marca ni referencia, se trataba, sin duda, de una copia. La observó atentamente entre sus dedos y de repente tuvo una intuición.

Salió a toda velocidad.

Dos minutos más tarde, estaba en el aparcamiento subterráneo con el convencimiento de que Jouvier tenía que tener un gran garaje cerrado, en el que por lo menos tenían que caber dos barcas y un remolque de barca. Enseguida, en la segunda planta del subterráneo, vio un conjunto de puertas anchas metálicas de color beis. Probó la llave en cada cerradura y a la tercera se produjo el milagro: se oyó un clic.

Sharko alzó la puerta del doble garaje. Un pequeño interruptor permitía encender una bombilla que colgaba de un cable eléctrico. Cuando Sharko lo accionó descubrió, en primer lugar, sobre el suelo de cemento, un gran tablero de ajedrez de madera. Las piezas estaban dispuestas en la posición final de La Inmortal.

Con los guantes puestos, Sharko bajó la puerta y se encerró. Cayeron las sombras y se hizo un silencio absoluto. Así que era entre aquellas cuatro paredes grises y frías donde Jouvier movía sus piezas. Y donde fabricaba los engranajes de su infame tramoya.

El policía imaginó al asesino sentado allí, frente a las sesenta y cuatro casillas, desplazando su ejército blanco.

Despacio, pasó junto al remolque de barcas y se dirigió al fondo del garaje, donde había una lona que alzó. Debajo había chatarra, remaches, algunas herramientas y matrículas abolladas. Sharko rebuscó allí hasta descubrir, debajo de unos embalajes, una caja en bastante buen estado. La abrió delicadamente.

Contenía viejos cuadernos escolares. Sharko los cogió y volvió bajo la bombilla. En el interior del primero había un
collage
de fotos, notas manuscritas y artículos de periódicos pegados. El comisario se sentó apoyado contra una pared y hojeó las páginas una a una.

Los primeros artículos eran de 1986. Todos trataban del mismo suceso: en Lyon, un coche de policía de la Brigada Anticriminal había atropellado accidentalmente a un peatón al saltarse un semáforo en rojo cuando se dirigía a una misión de servicio. El conductor salió ileso, sin un solo rasguño y sin consecuencias graves, pero no fue ese el caso del peatón, que falleció tras nueve días en coma.

La víctima se llamaba Pierre Jouvier, era el padre del pequeño Marc, que entonces apenas tenía siete años. Sharko pudo imaginar perfectamente el trauma que vivió el chiquillo. Una herida que, a todas luces, nunca se había cerrado.

El comisario prosiguió la búsqueda. En otro artículo, el rostro del policía responsable del accidente había sido minuciosamente recortado con un cúter y luego pegado en la página de enfrente, junto a otro rostro fotografiado: se trataba de una joven de unos veinte años, que debía de ser la hija del policía, a la vista del parecido. Sharko frunció el ceño: conocía esos rasgos femeninos, ya había visto esa fisionomía, pero ¿dónde?

Cerró los ojos y reflexionó. El recuerdo surgió entonces del fondo de su memoria y le provocó un nudo en la garganta. Se trataba de la víctima hallada en una barca en 2004, despedazada junto a su marido y con una moneda en la boca. Las dos desventuradas presas del discípulo del Ángel Rojo… Veintiséis años después del accidente que se cobró la vida de su padre, Jouvier se había vengado atacando a la hija del responsable. El chiquillo de siete años se había convertido en el peor de los criminales. Y ningún elemento del caso, ningún archivo había permitido relacionarlo.

Sharko siguió pasando páginas. Había frases escritas con una caligrafía fina y nerviosa que expresaban el odio que Jouvier sentía por los policías. Hoja tras hoja, el hombre quería verlos a todos morir en el infierno. Insultaba, amenazaba y a veces incluso deliraba. Entre aquellas paredes anónimas, Jouvier, el abnegado médico de urgencias, se convertía en otra persona. Allí se quitaba la máscara.

Más adelante aparecieron fotos alegres a la vez que el corazón del policía daba un vuelco: sobre el papel satinado se hallaban Jouvier y el Ángel Rojo, uno junto al otro, muy sonrientes, alzando una copa hacia el objetivo. Sharko arrancó la foto del soporte y la volvió. En el reverso estaba escrito «Gran reencuentro en la granja, 2002». 2002… El año en que el Ángel Rojo tenía secuestrada a Suzanne y en el que se hallaba en plena actividad asesina.

Los dos hombres tenían más o menos la misma edad y Jouvier hablaba de «reencuentro». ¿Tal vez fueron juntos al colegio? ¿O sus padres eran vecinos? ¿O Jouvier y el asesino en serie simplemente se habían conocido por casualidades de la vida, años antes? A fin de cuentas, no importaba. Se había establecido la conexión entre dos mentes perturbadas y desalmadas. Satanás y su discípulo acababan de formar un dúo.

En el cuaderno se sucedían las fotos, ya sin notas. La relación entre los dos hombres tal vez fuera más allá de la amistad.

Más adelante, Sharko descubrió el elemento desencadenante de tanto odio y encarnizamiento contra su persona. No solo era policía, sino que era el policía que había matado al Ángel Rojo. Las páginas estaban ocupadas por decenas de artículos acerca de la muerte del asesino en serie, y ahora era la cabeza del comisario la que había sido recortada y pegada en medio de una página en blanco. Rodeada con rotulador negro, hasta que la punta perforó el papel.

Sharko se mordió los labios. Otro cuaderno repleto de fotos relativamente recientes de él, de Gloria, de Frédéric Hurault, el asesino de sus hijas gemelas, transcribía, día tras día, el avance del plan del asesino. Aquello duraba desde hacía casi dos años. Jouvier había observado e inventariado las costumbres de sus víctimas y las había anotado en aquel cuaderno. Había borrones, esquemas, flechas por doquier y frases en diagonal, escritas en diferentes tamaños y colores. El razonamiento completo de una mente torturada.

Sharko se disponía a coger otro cuaderno cuando de repente oyó el rechinar de unos neumáticos. Se puso en pie de un salto y alcanzó el interruptor con la mano.

Oscuridad absoluta.

Los chirridos desaparecieron y dieron paso al ronquido creciente de un motor. Un vehículo se aproximaba. Tras unos segundos, un resplandor amarillento se coló por debajo de la puerta y lamió los zapatos de Sharko. El policía contuvo la respiración. El coche acababa de detenerse, justo al otro lado, y el motor seguía en marcha. No había duda de que era él, era Marc Jouvier. El comisario se había quitado un guante con los dientes, para tener más sensibilidad en el contacto con el gatillo del arma.

El momento tan esperado iba a llegar por fin. La hora de la venganza.

Se oyó un tintineo. La manecilla del garaje giró, la puerta se alzó y la luz de los faros cubrió el suelo como una hoja centelleante.

Unas piernas, un torso y, al fin, el rostro de Marc Jouvier.

Sus ojos apenas empezaban a desorbitarse ante la sorpresa cuando Sharko se abalanzó sobre él y lo propulsó contra una de las paredes. Se oyó el crujir de los huesos y el policía agarró al otro de los cabellos y le aplastó el lado derecho de la cara contra el tablero de ajedrez, haciendo volar todas las piezas. Jouvier gimió. Era endeble y bailoteaba como un pelele, incapaz de defenderse. En ese combate desigual, llovían los golpes: en las costillas, las sienes y la pelvis. Sharko se desahogaba y pegaba con fuerza, sin contenerse, hasta oír el crujido de los huesos. Acabó golpeándole con la pistola en plena frente.

—Te vas a pudrir en el infierno.

El otro sangraba por la boca, y le dolía todo el cuerpo, pero miraba a su adversario sin pestañear, con unos ojos tan negros y brillantes como un animal acorralado.

—Hazlo… —dijo.

Franck respiraba fuerte y el sudor se le deslizaba por las cejas, mientras su dedo temblaba sobre el trocito de metal que ordenaría el disparo de la bala.

Un disparo y todo habría acabado.

Sharko bajó los párpados, unos círculos negros bailaban en su campo de visión. Curiosamente, vio su mano acariciando el vientre de Lucie. Sus dedos iban y venían, sentían el calor del pequeño ser que acabaría viendo la luz. Y ese calor irradió entonces todo su cuerpo, como si le hubieran clavado una espada en la espalda. Sintió el amor de Lucie, que lo rodeaba. Y luego el de Suzanne y Éloïse, que lo observaban, desde algún lugar.

Entonces, bajó su arma lentamente y le susurró al oído a Jouvier:

—Para ti el infierno es cualquier cosa menos la muerte.

Epílogo

L
ucie estaba arrodillada frente al árbol de Navidad. Colocaba con la atención de una niña las figuras del belén. La mula, el buey, María y José, alrededor del niño Jesús. El año anterior, fue incapaz de llevar a cabo esos gestos tan simples. Sus hijas habían bailado y gritado dentro de su cabeza y la fiesta acabó en lloros. Lucie se dijo que el tiempo siempre acababa curando las heridas.

Desde la cocina llegaba el agradable olor a marisco. Sharko se había puesto un gorro de cocinero y estaba flambeando unas gambas en la sartén. Era 28 de diciembre, pero no importaba. Para ellos la Navidad empezaba esa noche.

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