Camino a Roma (9 page)

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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico

BOOK: Camino a Roma
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—¡Fila delantera, de rodillas! —gritaron los oficiales—. ¡El resto, alzad los escudos!

Cientos de
scuta
chocaron entre sí cuando los hombres se aprestaron a protegerse. En cambio, los que ocupaban la parte delantera, como Romulus y Petronius, se dejaron caer al suelo para que sus escudos los cubrieran por completo, mientras los hombres de la segunda fila colocaban los suyos en un ángulo oblicuo delante de sí. Quienes estaban más atrás alzaron los
scuta
directamente por encima de la cabeza. Se trataba de un método empleado por la Legión Olvidada para aguantar las flechas partas, y Romulus se alegró de que César también lo utilizara. El despliegue normal, en el que los hombres de la primera fila se quedaban de pie, hacía que muchos soldados sufrieran lesiones en la parte inferior de las piernas a causa de las astas que daban en el blanco.

Se produjo un instante de demora antes de que el aire se llenara del suave zumbido de las flechas contra el suelo. Al cabo de un instante, un fuerte estruendo anunció la llegada de las piedras. Con los músculos agarrotados por la tensión, Romulus aguardó sabiendo qué sonido cabía esperar a continuación. Lo odiaba tanto como la primera vez que lo había escuchado. Oír los gritos de los hombres le parecía mucho más duro ahora que durante la furia e inmediatez del combate cara a cara, cuando formaba parte del fragor de la batalla.

Como era de esperar, gritos ahogados de dolor brotaban por doquier. Los soldados se desplomaban, golpeándose las astas que habían encontrado los huecos existentes entre los escudos para atravesarles la piel. Otros habían conseguido el impulso suficiente para atravesar los
scuta
de los legionarios y clavárseles en los brazos y la cara. Por suerte, la mayoría de las piedras rebotaban en los escudos y caían en otro sitio, pero unas cuantas dieron en el blanco y quebraron huesos y mellaron cascos. Teniendo en cuenta la cantidad de proyectiles lanzados, resultaba inevitable que hubiera bajas. No muchas, pero los pocos desventurados se desplomaron en la tierra y las armas se les cayeron de las manos inertes.

El sueño de Romulus de llegar a Roma se estaba desvaneciendo. Observó inquieto la tropa enemiga apelotonada y pidió el favor constante de Mitra.

Los demás también rezaban a sus dioses preferidos.

Una vez cumplida su misión, los honderos y arqueros se replegaron. Había llegado el momento de que atacaran los carros. Romulus distinguía al menos cincuenta. Suficientes para alcanzar de frente a la mayoría de la Vigésima Octava mientras los tracios y la caballería pesada de los pónticos cabalgaban alrededor de la retaguardia desguarnecida. En esos momentos su situación era desalentadora, incluso crítica. Y seguía sin haber ni rastro de César o de las demás legiones.

Sacudiendo las riendas, los aurigas instaron a los caballos a trotar. Por fin se les veía con claridad. Iban enfundados en unas corazas de escamas superpuestas y protecciones laminadas para los brazos, y los cascos con penacho ático no diferían demasiado de los que llevaban los oficiales romanos subalternos. Cada uno de ellos portaba un látigo de mango largo, que utilizaban para espolear las monturas. Al cabo de un momento, iban a medio galope. Como habían dosificado la energía de los corceles, tenían margen para pedirles lo que quisieran. Los carros avanzaron en tropel con el chirrido de los ejes y las cuchillas de las ruedas girando y lanzando destellos. Aunque la pendiente parecía inclinada, el terreno no era demasiado irregular y rápidamente ganaron velocidad. Las fuerzas de caballería, con sonoros alaridos y gritos de entusiasmo, se desplazaron hacia los lados, ansiosos por llevar a cabo el movimiento de tenaza. Por último llegaron miles de peltastas y
thureopboroi
, con las armas en alto y preparadas. Ellos se encargarían de rematar la faena, cargar contra las líneas romanas después de que los carros y jinetes los hubieran obligado a separarse y evitaran todo intento de reagrupamiento.

El temor de los legionarios resultaba cada vez más palpable y la Vigésima Octava empezó a flaquear de nuevo, a pesar de las garantías y amenazas que mascullaban los oficiales. Hubo más centuriones que se colocaron en la primera fila, y los portaestandartes alzaron los postes de madera para que estuvieran a la vista de todos. En cierto modo, la táctica ayudó. Nadie echó a correr, por el momento. Los hombres miraban nerviosos a sus colegas, murmuraban oraciones impacientes y alzaban la vista al cielo. Todos iban a morir: descuartizados por los carros o abatidos en el sitio por los jinetes. Por todos los dioses, ¿dónde estaba César?

Al final, los centuriones de la retaguardia ordenaron a los soldados que se giraran y plantaran cara al enemigo. «Ojalá tuviéramos algunas de las lanzas largas que utilizó la Legión Olvidada», pensó Romulus. Aquellas armas eran capaces de frenar a cualquier caballería. Sin embargo, sólo tenían los
scuta
, espadas y un par de jabalinas por cabeza. En menos de veinte segundos, los carros llegarían a sus filas. Entonces cientos de soldados de caballería los alcanzarían por detrás, antes de que los soldados de infantería enemigos remataran el trabajo. Romulus escupió en el suelo. Esperaba que sus muertes concedieran el tiempo suficiente a César y las demás legiones para aparecer preparados como era debido.

Menos de cien pasos distaban entre los carros abarrotados y las primeras filas romanas. No tenían adónde ir. Las opciones eran acabar aplastados por caballos blindados que circulaban a toda velocidad o rebanados por las cuchillas que éstos arrastraban.

—¡Preparad los
pila
! —aullaron los centuriones. Los soldados temerosos obedecieron echando el brazo derecho hacia atrás y preparándose para lanzar.

Entonces los legionarios veían las aletas de la nariz de los corceles hinchadas por el esfuerzo mientras movían la cabeza arriba y abajo. Los cascos resonaban en el terreno duro y los arreos tintineaban. A Romulus le pareció oír el zumbido de las cuchillas al girar en las ruedas.

Los separaban cincuenta pasos. El tiempo empezó a transcurrir de forma borrosa. La rueda de un carro chocó contra una piedra y lo colocó en un ángulo grotesco que hizo saltar al auriga. Volcó, y arrastró los caballos contra los de otro equipo. Ambos carros acabaron deteniéndose a lo loco y los legionarios entonaron una ronca ovación. Pero el resto seguía acercándose con rapidez. Un hombre situado detrás de Romulus maldijo su mala suerte, a César y a todos los dioses. Otro empezó a gemir de miedo. Ansioso por lanzar la jabalina, Petronius cambiaba el peso de un pie a otro junto a Romulus.

«Veinticinco pasos», pensó Romulus. Veía claramente la barba incipiente en el rostro del auriga que se dirigía hacia ellos. Era una distancia adecuada para matar con los
pila
, y su única posibilidad de causar bajas en el enemigo. Miró al centurión, que abría la boca para dar la orden. Antes de poder darla, un trozo de plomo alcanzó al oficial en plena frente. Lo había lanzado un hondero a modo de despedida y era la muerte más limpia que Romulus había visto jamás. El crujido con que la pequeña pieza de metal impactó no dejó lugar a dudas de su capacidad mortífera. El centurión se desplomó sin emitir ningún sonido y sin dar la orden de disparar.

A Romulus, la cabeza le daba vueltas con frenesí; buscó al
optio
, pero estaba en la retaguardia con el
tesserarius
para impedir que nadie intentara desertar.

Las centurias que los rodeaban lanzaban jabalinas. Altas como un hombre, las largas astas de madera estaban coronadas por un extremo de hierro piramidal capaz de atravesar escudos y armaduras. Se alzaron en el aire formando nubes elegantes y cayeron entre los aurigas como una lluvia de extremos letales. Muchos guerreros enemigos fueron abatidos y perdieron el control de los grupos de caballos, que cayeron presas del pánico y chocaron entre sí. Sin embargo, los tres que iban a alcanzar a Romulus y sus compañeros estaban ilesos, y los aurigas sonreían con satisfacción.

Tras ellos corrían miles de peltastas y soldados de infantería.

No había ni rastro de César.

4 El templo de Orcus

El Lupanar, Roma

Jovina no oyó lo que Scaevola le había dicho a Fabiola. Sin embargo, aprovechando la ocasión, la madama corrió a situarse al lado de ella.

—Ella es la nueva propietaria —declaró con un destello de auténtica malicia—. Hoy mismo firmaremos el contrato.

«Vieja bruja», pensó Fabiola asustada. Ya había decidido vender de antemano.

Scaevola arqueó las cejas de forma abrupta.

—Entonces ¿tengo que hablar con esta zorra?

El rostro de Jovina reflejó una mezcla de confusión y triunfo.

—¿Conoces a Fabiola?

—Digamos que tenemos cierta… historia compartida. —Soltó una risa burlona—. ¿Verdad que sí, guapa?

Sus hombres la miraron lascivamente. Todos iban sin afeitar, tenían los dientes podridos y la nariz rota.

Jovina aprovechó la oportunidad para desaparecer por el fondo.

Fabiola enrojeció de impotencia mientras Sextus y Vettius se enfurecían delante de ella. Se apoyó en los brazos de ellos para sostenerse y se planteó las opciones que tenía. Eran seis contra dos o seis contra tres, si ella entraba también en liza. No parecía una diferencia insalvable, pero tampoco consideraba que fuera el momento adecuado para enfrentarse a Scaevola. Tenía peces más gordos que pescar que aquel malévolo cabrón, motivo también por el que no pensaba marcharse.

Fabiola se dio cuenta de que el
fugitivarius
la observaba para ver si tenía miedo.

No le daría el gusto. Mejor pasar a la ofensiva, pensó Fabiola. Que empiece con mal pie.

—Oye, pedazo de mierda —susurró—. Lárgate de mi propiedad. Ahora mismo.

Scaevola no se movió ni un ápice.

—Ahora no tienes a cuarenta esclavos que te defiendan, ¿eh? —se rio—. O sea que Jovina no se lo está inventando. Bien. Arruinar tu prostíbulo en vez del de ella resultará aún más satisfactorio.

—Eso está por ver —replicó Fabiola con descaro, haciendo caso omiso de las palpitaciones de su corazón. Recordaba las anteriores inclinaciones de Scaevola, uno de los motivos por los que la había perseguido con tanto ahínco—. Los seguidores declarados de Pompeyo tienen muchas posibilidades de ser ejecutados.

—¿Pompeyo? —El
fugitivarius
pareció asombrarse—. No soy uno de sus partidarios. —Sonrió al ver que Fabiola se sorprendía y guiñó el ojo—. De hecho, mis chicos y yo trabajamos para el jefe de Caballería. Trabajos discretos, ya me entiendes.

A Fabiola se le cayó el alma a los pies. Como experto en el engaño, Scaevola había cambiado de chaqueta. Se imaginaba el tipo de trabajitos que le encargaba Marco Antonio. Matar a hombres inocentes en un callejón era una posibilidad.

—He pensado mucho en ti desde la última vez que nos vimos —dijo Scaevola, relamiéndose—. He pedido a los dioses que nuestros caminos se volvieran a cruzar algún día ¡Ahora mis plegarias han recibido respuesta! Voy a disfrutar oyéndote gritar. —Se frotó la entrepierna y sus hombres se rieron.

Fabiola se mareó y el coraje empezó a flaquearle. El hecho de que el
fugitivarius
hubiera estado a punto de violarla era uno de sus peores recuerdos.

Al final, la provocación afectó a Sextus, que desenvainó la espada. Vettius alzó el garrote para ayudarle, pero los cinco hombres de Scaevola les imitaron de inmediato. Jovina corrió a guarecerse con energía renovada, y se quedó atisbando por la esquina del pasillo como una niña marchita y asustada.

—¡Esperad! —ordenó Fabiola a sus hombres—. Todavía no. —«Ayúdame, Mitra», pensó—. ¿Qué podemos hacer?

Los dos bandos se observaron entre sí. La estancia parecía mucho menor con tantas armas desenvainadas. Era un punto muerto. Vettius y Sextus, apostados junto a la puerta, evitaban que el
fugitivarius
y sus matones se largaran, pero si los atacaban se producirían bajas en ambos bandos.

Scaevola desplegó una amplia sonrisa.

—No podemos pasarnos el día esperando. ¿O prefieres pelear ahora?

—¿Vettius? Voy a entrar.

Fabiola no se había alegrado tanto en su vida de oír la voz de Benignus.

Agachó la cabeza para entrar y cruzó el arco de la entrada con su gran envergadura. Entrecerró los ojos e inmediatamente se colocó al lado de Sextus y Vettius. En una mano sujetaba un garrote con tachones de metal como el de Vettius y en la otra un puñal de hoja ancha. Fabiola sintió una oleada de alivio. Los dos porteros empequeñecían a sus contrincantes y, a pesar de su limitación física, Sextus era un luchador habilidoso.

—Podemos enfrentarnos a ellos si fuera necesario —masculló Fabiola. Scaevola y sus matones parecían estar entonces mucho menos seguros. Si había pelea, moriría al menos la mitad de ellos, consecuencia que sólo un imbécil desearía—. Dad a estos perros la oportunidad de marcharse y se marcharán. Dirigíos hacia Jovina, pero permaneced juntos.

Los hombres de Fabiola obedecieron y la protegieron mientras se dirigían a un lado de la estancia. La respuesta instintiva de los otros fue acercarse a la puerta arrastrando los pies. Los movimientos se realizaron en silencio, aunque la tensión del ambiente podía cortarse con un cuchillo.

Scaevola masculló una orden y su banda se retiró al exterior. Esperó a que estuvieran fuera para demostrar a Fabiola que no le asustaba enfrentarse en solitario a quienes la protegían.

—Ya retomaremos este asunto más adelante —ronroneó sensualmente, haciendo la reverencia burlona que tanto odiaba. El
fugitivarius
desapareció vociferando a sus hombres que se apresuraran.

Fabiola, medio hundida, se apoyó en la pared.

—Es un tipo malvado —dijo Jovina desde el pasillo. Frunció los labios—. Peligroso.

—¡Maldita seas! Sextus y yo tenemos más razones que tú para saberlo —gritó Fabiola—. Te ha faltado tiempo para decirle que yo era la nueva dueña. ¡Ni siquiera hemos redactado el contrato de compraventa!

Jovina fingió ser inocente, pero no le salió nada bien.

—Tendría que largarme —exclamó Fabiola—. ¡Dejarte con la mierda hasta el cuello como te mereces!

—¡No! —Las lágrimas asomaron a sus ojos legañosos y alzó las manos juntas a modo de súplica—. Por favor —susurró—. Soy una anciana. Me da mucho miedo.

Fabiola se tragó parte de su ira. La madama no era de fiar, pero no había necesidad de precipitarse. Jovina resultaría útil mientras le fuera enseñando los entresijos del Lupanar. Después de treinta años al mando, era una mina de información en potencia. Bastaba con marcarle unas pautas.

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