—Se me ha ocurrido una idea —dijo Fabiola alegremente—. Mejor pagar la mitad de la cantidad que acordamos en efectivo y el resto en doce meses. Dependiendo de lo bien que vaya el negocio, por supuesto.
A Jovina no le hizo mucha gracia, pero se encogió bajo la gélida mirada de Fabiola. Recibiría pocas ofertas, si es que recibía alguna, mejores que la de su anterior esclava.
—Muy bien —convino con una sonrisa afectada—. Me da igual.
—Bien. Entonces escribe lo que hemos acordado.
Dócilmente, la madama se acercó a su escritorio arrastrando los pies y encontró una tira de pergamino limpia. Mojó un estilo en un tintero de cristal y garabateó unas cuantas líneas en el pergamino antes de añadir una firma en la parte inferior. Aguardó en silencio mientras Fabiola refrendaba el documento.
—¿Satisfecha? —se atrevió a preguntar.
Fabiola volvió a repasar con la mirada todo el documento y se lo guardó en el bolso. No dudaba que Jovina hubiera escrito todo lo necesario para asumir la propiedad del prostíbulo, pero no era una experta en terminología legal. Aquella compra no podía tener ningún fallo.
—Haré que mi abogado le eche un vistazo —repuso con sequedad—. Si lo aprueba, el dinero será entregado al día siguiente.
Jovina asintió, pues no esperaba menos.
—Tomaré posesión del establecimiento inmediatamente —anunció Fabiola—. ¿Quieres quedarte?
La madama se dispuso a contestar, pero otro ataque de tos se lo impidió.
—¿Tu salud te lo permitirá?
Jovina se secó el esputo de los labios y se serenó.
—Los dioses lo decidirán —dijo—. Me quedaré, con tu permiso. Cierto tiempo.
Fabiola veía que Jovina intentaba conservar su dignidad. Se lo permitiría.
—Muy bien —respondió en tono formal. Fabiola indicó a Sextus que comprobara el estado de la situación en el exterior y se acercó a la puerta.
—Volveré dentro de dos días, si los dioses lo permiten.
Jovina hizo un gesto de agradecimiento con la cabeza.
—No hay peligro, señora —informó Sextus.
Vettius se colocó detrás de ella y Fabiola emergió a la bulliciosa calle. No había ni rastro de Scaevola ni de sus hombres. Escudriñó el rostro de todos los transeúntes pero le alivió no reconocer a nadie. Aquélla volvía a ser una pequeña vía pública de Roma como otra cualquiera. «¿Por qué molestarse en seguirme? —pensó Fabiola hastiada—. Ese cabrón sabe que, a partir de ahora, estaré aquí todos los días.» Un antiguo miedo volvió a embargarla. ¿Cómo defendería el Lupanar de los matones de Scaevola y conseguiría que volviera a ser un negocio próspero? Aquello había sido antes de que el
fugitivarius
intentara vengarse de ella. A Fabiola le avergonzaba estar tentada de marcharse del burdel y no regresar jamás. Jovina no podría hacer nada para impedírselo y Scaevola nunca osaría agredirla en casa de Brutus. Así, todos sus problemas desaparecerían de un plumazo.
Ante tal panorama, a Fabiola se le cayó el alma a los pies. Aquella oportunidad le había parecido perfecta, caída del cielo, incluso. Alzó la vista deseando ver alguna señal. No pasó nada. Tal vez no debiera volver a tener tratos con el Lupanar. Pensar en echarse atrás la hacía sentir como una cobarde absoluta, pero Scaevola le causaba auténtico pavor. ¿Qué otra cosa podía hacer?
Entonces tropezó en el terreno irregular y estuvo a punto de caerse.
Solícito como siempre, Sextus la sujetó con fuerza. Fabiola masculló unas palabras de agradecimiento e intercambiaron una mirada. El esclavo advirtió su temor.
—No os preocupéis, señora —murmuró—. Pensad en todos los peligros a los que hemos sobrevivido desde la primera vez que os encontrasteis a ese hijo de perra. Los dioses no nos abandonarán ahora.
Fabiola esbozó una sonrisa. «Sextus tiene razón», pensó. Tenían buena estrella. Reforzada por sus palabras, se encaminó hacia su
domus
. Lo primero con lo que tendría que lidiar era con la reacción de Brutus ante la compra que acababa de efectuar. Aunque a él le pareciera bien, Fabiola no creía que estuviera a favor de que sus legionarios hicieran guardia en el exterior de un prostíbulo. La misión de su amante era intentar que César recuperara su popularidad, no que la perdiera. No obstante, debía protegerse de Scaevola. Le vino a la mente Secundus, el veterano que le había salvado la vida en repetidas ocasiones, pero Fabiola descartó la idea de inmediato. Una vez cobradas las pensiones y concesiones de tierras, él y sus hombres eran leales a César.
Aparte de Sextus y los porteros, Fabiola volvía a estar sola. Tomó una decisión rápida. Había llegado el momento de recurrir a todo tipo de ayuda, y no sólo la de Júpiter y Mitra, sus deidades preferidas. Había dioses más siniestros que los de Roma. «Haré una ofrenda a Orcus», decidió Fabiola. El miedo la atenazó sólo de pensarlo. A pesar de todos los problemas del pasado, había evitado venerar al dios del submundo.
Había llegado el momento.
Cuando llegaron a la
domus
, Brutus no había regresado, lo cual satisfizo a Fabiola. Aún no se había serenado del todo y no quería fingir. Su mente era un torbellino de ideas. Podía mostrarse inexpresiva ante los criados y los legionarios que estaban de guardia, pero no había contado con la capacidad de Docilosa para leerle el pensamiento. Desde que se hicieran amigas en el Lupanar, habían compartido muchas peripecias. Bajita, fea y de una edad similar a la de la madre de Fabiola, la ex esclava del servicio doméstico era su mayor confidente. Por consiguiente, a Fabiola no le sorprendió demasiado que Docilosa advirtiera su desazón.
—¿Qué ha pasado? —preguntó. En vez de saludar a Vettius calurosamente, le lanzó una mirada furibunda—. ¿Qué está haciendo aquí? ¿Ha hecho algo esa bruja? —Docilosa era la única que sabía adónde habían ido Fabiola y Sextus.
—Estoy bien —replicó Fabiola—. Y Jovina está enferma. Cerca del Hades, diría yo.
Vettius asintió complacido.
—Pues no la vamos a echar de menos —declaró Docilosa encogiéndose de hombros. Tenía tantos o más motivos que Fabiola para odiar a su ex ama.
—A la vieja arpía ya no le quedan fuerzas —continuó Fabiola, encantada de relatarle su éxito—. La he obligado a venderme el Lupanar, con mis condiciones.
Docilosa enarcó las cejas rápidamente.
—¿Ésa es la mejor manera de prosperar? Cuando dejaste ese mundo no querías volver a él.
—Esto es distinto —repuso Fabiola, intentando sonar convincente—. Ahora soy la dueña, no una prostituta. Nadie me elegirá de una fila.
—Esos imbéciles lo intentarán —respondió Docilosa ásperamente—. Serás la mujer más guapa del local.
Fabiola sonrió.
—En ese caso, tendrán que vérselas con Vettius y Benignus. Y con Sextus. —De repente, acudió a su mente una imagen del
fugitivarius
que le ensombreció el semblante. Los políticos y comerciantes demasiado apasionados supondrían la menor de sus preocupaciones.
—¿Qué problema hay entonces? —preguntó Docilosa—. Pareces asustada.
A Fabiola le temblaba la mandíbula.
—Alguien ha entrado en el burdel mientras yo estaba allí.
—¿Quién? —quiso saber Docilosa—. ¿Memor?
Vettius emitió un gemido con la garganta.
Fabiola se estremeció.
—No. —El
lanista
frío y lleno de cicatrices había disfrutado de su compañía en numerosas ocasiones hacia el final de su época en el Lupanar. Por supuesto, el agrado no había sido mutuo; el único motivo por el que se había acostado con Memor era para sonsacarle información, misión que había acabado cumpliendo cuando le reveló parte de la historia de Romulus desde la traumática separación de los mellizos. Por desagradable que le hubiera resultado copular con el
lanista
, aquello no había sido nada comparado con lo que Scaevola podía hacerle—. Alguien mucho peor —susurró.
Docilosa arrugó la frente. ¿Quién era capaz de amedrentar hasta tal punto a su señora, indómita por naturaleza? Se tomó su tiempo para observar detenidamente la expresión temerosa de Fabiola.
—¿Se trata de Scaevola? —se aventuró a preguntar al final.
Como no sabía nada de lo ocurrido con anterioridad, Vettius se mostró confundido.
Fabiola asintió, incapaz de impedir que las lágrimas se le agolparan en los ojos.
—Ya sabe que soy la nueva propietaria del Lupanar.
Docilosa se puso a pensar con el ceño fruncido.
—¿Cuántas copias hay del contrato de compraventa?
—No soy tonta —replicó Fabiola—. Una, y la tengo aquí.
—¿Ya está legalizada ante notario?
—Por supuesto que no.
—Entonces rómpela —balbució la sirvienta—. Quema el dichoso documento o tíralo a la alcantarilla. Sin pruebas, Jovina no tiene a qué aferrarse. ¡La compra no habrá existido jamás! Entonces podrás quedarte aquí. —Señaló con la mano a los legionarios que ganduleaban por el patio—. Scaevola no puede hacerte daño entre estas paredes.
Fabiola no respondió. Le dolía la expresión desgraciada de los ojos de Vettius. Si no compraba el burdel, su suerte y la de Benignus volverían a ser algo incierto. Abandonar a los porteros después de su manumisión le había parecido una muestra de deslealtad. Por supuesto que había sido porque Jovina quería vendérselos, pero hacerlo una segunda vez sería como una traición. También supondría renunciar a su mayor deseo por culpa de Scaevola. Fabiola apretó la mandíbula.
Docilosa captó sus emociones y adoptó una expresión atronadora.
—¿Piensas seguir adelante de todos modos? ¿Por qué?
—No lo entiendes —respondió Fabiola con voz monótona.
Nadie, ni siquiera Docilosa, podía estar aún al corriente de sus planes de matar a César.
—El Lupanar forma parte de mi futuro.
Vettius se puso loco de contento, pero Docilosa se enfurruñó. Fabiola ya no lloraba, y en su rostro sólo quedaba una fría determinación. La experiencia le había enseñado a no discutir con su señora en momentos como aquél.
—Si estás convencida… —musitó.
—Lo estoy —dijo Fabiola, cuadrándose de hombros—. Mañana haré un voto a Orcus. A cambio, le pediré la muerte de Scaevola.
Docilosa se quedó casi blanca. Tales votos no se tomaban a la ligera. Colocó el pulgar entre el índice y el anular de la mano derecha para hacer la señal contra el mal.
—No te pido que me sigas en esto —dijo Fabiola mirándola fijamente—. Si no deseas continuar a mi servicio, te dejaré marchar sin prejuicio.
—No —repuso Docilosa con firmeza—. Si estás tan decidida, los dioses deben de estar observando. Puedes contar conmigo.
—Tráeme tres planchas de plomo. —Las oraciones y maldiciones para los dioses solían escribirse en pequeñas láminas cuadradas de metal gris que luego se doblaban. Acompañadas de monedas y ofrendas varias, los ciudadanos necesitados de ayuda divina tiraban cada día miles de ellas a las fuentes de los templos que abundaban en toda Roma—. Ya sabes adónde ir.
Docilosa se marchó sin mediar palabra.
Fabiola ordenó a Vettius que se retirara al cabo de un momento, prometiendo al encantado portero que lo vería pronto en el burdel. En cuanto estuvo sola, Fabiola quedó sumida en una profunda ensoñación. Tenía que pensar con mucho cuidado la maldición que iba a perpetrar para Scaevola. Se sabía que las deidades malévolas como Orcus daban la vuelta a los votos y promesas. No tenía ningunas ganas de ver al
fugitivarius
muerto y luego sufrir algún castigo horroroso por culpa de la maldición.
La masa densa de nubes bajas con la que amaneció el día siguiente prometía lluvia a raudales. Los dioses no fallaron. Para cuando Fabiola estuvo lista para salir, caía una lluvia torrencial que dejaba empapado a cualquiera tan tonto como para aventurarse al exterior. El patio abierto que había en el centro de la casa parecía una alberca. Aunque era temprano, la escasa luz hacía que pareciera el atardecer. También se oían truenos lanzando algún que otro relámpago que iluminaba las calles grises y apagadas. El verano había desaparecido.
—Morirás —protestó Docilosa mientras ayudaba a Fabiola a enfundarse una capa militar con capucha de uno de los legionarios de Brutus de la que se había apropiado—. O te caerás al Tíber y te ahogarás.
—Deja de decir tonterías —dijo Fabiola, conmovida por la preocupación de su criada.
Sextus, que iba vestido de un modo similar a Fabiola, ya estaba listo. Aquel día iba armado hasta los dientes, con dos puñales además de la espada. Fabiola también iba armada. Bajo la capa llevaba una correa de cuero colgada del hombro izquierdo de la que pendía un
pugio
envainado sencillo, pero útil. Sabía manejarlo bien, pues hacía tiempo que había ordenado a Sextus que le enseñara a utilizarlo. «Cualquiera que me agreda debe estar dispuesto a morir en el intento —pensó Fabiola con fiereza—. Seré dueña de mi propio destino, y regentar el Lupanar forma parte de ese camino.» Eran ideas valientes, pero el estómago se le seguía encogiendo de miedo cada vez que pensaba en Scaevola. El
optio
que estaba al mando de los hombres de Brutus le había ofrecido un escolta; sin embargo, al igual que el día anterior, ella había rechazado la oferta. La visita al templo de Orcus era un asunto privado y Fabiola no quería oír habladurías sobre sus motivos para visitar un lugar de tan malos presagios. Como Brutus estaba fuera entregado a otros menesteres, el
optio
había acatado su decisión. Como es natural, sus soldados se mostraron aliviados. ¿Quién salía con ese mal tiempo sin que se lo ordenaran?
—Yo también voy —declaró Docilosa, cogiendo una capa de un gancho de hierro que había en la pared.
—No —repuso Fabiola con firmeza—. Tú te quedas en la
domus
. Esto es asunto mío y de nadie más. —Vio el dolor reflejado en los ojos de Docilosa y suavizó el tono—. No nos pasará nada. ¡Neptuno nos protegerá!
—No cabe duda de que hoy el océano ha caído sobre Roma —reconoció Docilosa con una sonrisa forzada. Dio un fuerte abrazo a Fabiola antes de apartarla de manera extraña—. Vete —musitó, con voz temblorosa—. Cuanto antes te marches, antes regresarás.
—Sí. —Fabiola se tragó el nudo que se le había formado en la garganta y siguió a Sextus hasta la entrada. El legionario que estaba de guardia inspeccionó el diluvio antes de darles luz verde. En cuanto salieron, la puerta se cerró tras ellos de golpe. Fabiola tuvo la impresión de que eran las puertas del Hades las que se cerraban. Apretó los puños para intentar ahuyentar esos sentimientos supersticiosos.