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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico

Camino a Roma (7 page)

BOOK: Camino a Roma
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Con el control de Egipto en sus manos, César regresó a Alejandría junto a Cleopatra, la hermana del rey. Se había convertido en su amante, así que César la coronó reina. A Romulus poco le importaba. Fuera de sí y con el corazón roto, había reanudado la búsqueda de Tarquinius. Pero ya habían transcurrido varias semanas desde la batalla del puerto y cualquier pista posible estaría borrada desde hacía tiempo. En una ciudad con más de un millón de habitantes, ¿qué posibilidad había de encontrar a un hombre? Pidió dinero prestado a sus nuevos compañeros y se lo gastó en los templos y plazas de mercado con la vana esperanza de descubrir algo.

Pero no consiguió ni un triste dato.

Al cabo de dos meses, cuando las legiones abandonaban la ciudad, Romulus se había endeudado con una cantidad equivalente al salario de un año. «Hice lo que pude —pensó fatigado—. No he podido hacer nada más.»

Las
bucinae
sonaron y Romulus regresó al presente. La 11amada significaba «enemigo a la vista». El ejército se detuvo enseguida. Golpe tras golpe, las fajinas cayeron al suelo. Romulus miró a Petronius, que marchaba por el exterior de la fila. Tras la heroicidad que había supuesto que Romulus le salvara la vida, se habían convertido en muy buenos amigos. Petronius incluso le había ayudado a buscar a Tarquinius, lo cual Romulus aún agradecía.

—¿Ves algo? —preguntó.

Todos intentaban comprender por qué se habían detenido. En la mayoría de los ojos de los hombres se reflejaba un hambre palpable. Una batalla disiparía el aburrimiento de meses anteriores. Ansioso por consolidar su autoridad en todos los territorios vasallos, César había visitado primero Judea y Siria. Intimidados por la mera presencia de las tropas, los gobernantes locales se habían desvivido para jurar su lealtad a César. Una vez recaudados generosos tributos, los viajes plácidos de las legiones habían continuado por Cilicia, en la costa de Asia Menor.

César se dirigía a Ponto y Bitinia, donde el rey Farnaces causaba todo tipo de problemas. Farnaces, uno de los hijos de Mitrídates, el León del Ponto y el azote de Roma veinte años atrás, era tan belicoso como su padre. Mientras César y sus hombres estaban atrapados en Alejandría, él había reunido un ejército e iniciado una guerra brutal contra Calvinus, el comandante romano de la zona. Los hombres de Farnaces, que hicieron sufrir muchas pérdidas a Calvinus, habían castrado a todos los civiles romanos que cayeron en sus manos.

Razón por la que Romulus y sus compañeros se encontraron en un valle en el fondo de unas laderas pronunciadas en el norte del Ponto justo después del amanecer. César no se tomaba a la ligera tales afrentas y, tras meses sin siquiera una escaramuza, los legionarios se sentían aburridos e inquietos. Se alegraban de que las humildes propuestas de paz, cada vez más insistentes, hubieran caído en saco roto. Ahora iban a la caza de su ejército, empeñados en una confrontación. Los numerosos opositores republicanos a César en África e Hispania y los asuntos políticos de Roma podían esperar hasta que abordara este asunto.

Como oyó que el enemigo estaba acampado cerca de Zela, César condujo a sus legiones al norte desde la costa, a paso desenfrenado, por lo que llegaron a recorrer trescientos cincuenta kilómetros en menos de dos semanas. A Romulus le recordó la última parte de su decisivo viaje con el ejército de Craso. La diferencia más clara era que César era un genio militar, calificativo que sin duda su anterior aliado no se merecía. ¿Cómo iba a sobrevenir un desastre como Carrhae al general que esquivaba la derrota y la muerte a cada paso? Se sentía bien estando bajo el mando de César.

Para llegar al Ponto, también habían cruzado la provincia de Galatia. Deiotarus, su gobernante, era un feroz aliado de Roma desde hacía mucho tiempo, pero había prestado su apoyo a Pompeyo en Farsalia. Recientemente, había pedido el perdón de César, que se lo había concedido. La famosa caballería de Deiotarus y las diez cohortes de infantería fueron un añadido celebrado a las tres legiones minadas por la batalla y debilitadas del general. Instruidas en las costumbres romanas, las tropas eran leales y valientes.

Cuando habían llegado a las proximidades de Zela el día antes, las fuerzas combinadas habían acampado al oeste de la ciudad. Los jinetes galateos de Deiotarus habían hecho entonces un reconocimiento de la zona, y regresaron con la noticia de que el ejército de Farnaces estaba situado unos cuantos kilómetros al norte. Protegía el camino que conducía a la capital póntica, Amasia, y por ello se había situado en el mismo lugar que Mitrídates cuando derrotó a un gran ejército romano en la generación anterior. Era obvio que se trataba de un acto deliberado; aunque, si bien algunos legionarios lo consideraban un buen augurio, no puede decirse que no estuvieran preocupados. ¿Acaso Mitrídates no había acabado sucumbiendo al poder de la República?

—¡Ahí! —exclamó Petronius con aire triunfante, señalando la colina que estaba en uno de los lados—. Debe de ser ahí.

Romulus se ciñó el barboquejo y observó el montículo plano en la parte superior. Estaba al otro lado de un arroyo prácticamente seco. En lo alto, divisaba la silueta de cientos de tiendas.

El ligero viento transportaba el relincho de los caballos, que se mezclaba con los gritos de alerta de los centinelas. Enseguida empezaron a salir siluetas de las tiendas y los chillidos de alarma ahogaron los ruidos anteriores. Los legionarios empezaron a murmurar emocionados. El hecho de que llegaran temprano había pillado por sorpresa al ejército de Farnaces.

Romulus se rio por lo bajo al reconocer la táctica de César. Tal como había aprendido en la arena, el conocimiento y la preparación eran factores determinantes en el éxito de una guerra, junto con un ojo infalible para aprovechar las oportunidades cuando se presentan. César era un maestro en los tres. Su orden de que cada hombre llevara una fajina había provocado unos cuantos quejidos, pero nadie estaba del todo descontento. Cuando se juntaran todas, formarían el núcleo de un terraplén defensivo.

Romulus se preguntó qué más tenía César en mente. Desde Zela, las legiones habían seguido el camino a Amasia, que discurría alternando uno y otro lado de un arroyo poco caudaloso. En aquel momento, estaban en la orilla oriental. El curso del agua que se veía bajo la colina que ocupaba el enemigo probablemente fuera una ramificación de éste, pero ninguno de los dos era lo bastante profundo para evitar el contacto con sus oponentes. Algo más allá, el valle se bifurcaba y formaba una especie de T. El arroyo que discurría bajo el ejército de Farnaces brotaba del lado izquierdo, mientras que su curso continuaba hacia el norte, entre las colinas. Era imposible seguir esa ruta sin arriesgarse a sufrir un ataque del enemigo desde el flanco. Tampoco es que César fuera a intentar evitar la batalla, pensó.

—Esos cabrones no cederán el terreno elevado —declaró Petronius—. Querrán que nos deslomemos subiendo la colina.

—César es demasiado astuto para eso —declaró un soldado de la fila de atrás—. Aunque nos encontráramos a esos cabrones echando la siesta.

Su comentario fue recibido con risas y murmullos de aceptación contenidos.

Romulus señaló la pendiente que estaba a su izquierda.

—Si nos situamos ahí arriba, nuestra posición será tan buena como la de Farnaces.

Los hombres dirigieron la mirada a quien había hablado. Los valles que protegían a sus enemigos también les servirían de defensa. Así, cada ejército podía observar al otro y alcanzar un punto muerto susceptible de durar días. En Farsalia, las legiones de César habían estado frente a frente con las de Pompeyo una semana antes de que empezara la lucha.

—¡Eso implica llevar las putas fajinas hasta ahí arriba! —gruñó una voz que estaba más atrás.

—¡Tonto! ¡Te alegrarás de tenerlas si el enemigo ataca! —bramó Petronius.

Las carcajadas y los abucheos cayeron sobre el legionario anónimo, que enmudeció.

Las
bucinae
sonaron y silenciaron el regocijo de los soldados.

—¡Media vuelta! —gritaron los centuriones—. ¡Volved a formar filas, de cara al oeste!

En menos de una hora, el ejército entero había llegado a la cima de la colina. La mitad de la infantería y la caballería galatea se desplegaron formando un muro protector, y los soldados restantes se pusieron a excavar una zanja para circundar el campamento. La tierra se mezcló con las fajinas para levantar una muralla más alta que un hombre. Mientras los legionarios romanos erigían las paredes delanteras y traseras, los soldados de Deiotarus construían los laterales. El resultado de sus esfuerzos no bastaba para soportar un ataque prolongado, pero bastaría por el momento.

Al cabo de un rato, la reata de mulas que cargaban las tiendas y sus yugos llegó al valle inferior. El hecho de dejar atrás el equipaje suponía que los legionarios estaban preparados para luchar sin previo aviso. Romulus sabía que era un ardid típico de César.

—Llega en un momento inesperado y la victoria suele estar al alcance de la mano —musitó mientras marchaban colina abajo para escoltar a las mulas hasta arriba. Pero ¿cómo podía hacerse ahí?

Sus contrincantes los observaron durante el resto del día. Los jinetes galopaban arriba y abajo de la colina de enfrente, llevando mensajes y órdenes a los aliados de Farnaces en la zona. La caballería de Deiotarus hizo incursiones hasta lo alto de las fortificaciones pónticas, para averiguar cuanto pudiera. Los jinetes enemigos hicieron lo mismo con la posición romana. Para cuando oscureció, los legionarios se dieron cuenta de que se enfrentaban a un ejército que los triplicaba en número. Farnaces poseía una caballería superior, una cantidad mayor de infantería y otro tipo de tropas que ni siquiera César tenía. Contaba con peltastas tracios,
tbureopboroi
, escaramuzadores judaicos y honderos de Rodas. Había caballería pesada parecida a los catafractos partos y grandes cantidades de carros falcados. Había que evitar la confrontación en terreno llano a toda costa. Asaltar la posición tan fortificada del enemigo tampoco parecía una buena opción. En la mente de Romulus empezó a tomar cuerpo una sensación de desasosiego permanente.

El sol se ponía con un brillo rojizo que iluminaba a las parejas de centinelas romanos en las murallas orientales. No habría ataque sorpresa al amparo de la oscuridad. Sentados en el exterior de las tiendas de cuero, el resto de los soldados de César compartían
acetum
, vino agrio, y
bucellatum
, el bizcocho duro que comían cuando estaban de campaña. Petronius y los otros seis soldados del
contubernium
de Romulus se acomodaron junto a la pequeña hoguera, riendo y bromeando. La misma escena se repetía por todo el campamento, aunque no lograba evitar el desasosiego de Romulus. Si bien había entablado cierta amistad con sus compañeros, la soledad seguía royéndole las entrañas. Deseó, más que nunca, que Brennus siguiera vivo y Tarquinius no hubiese desaparecido.

Como es natural, lo que él pensara no tenía importancia. Romulus exhaló un suspiro. Ni siquiera Petronius, en quien tenía una fe ciega, podría llegar a saber la verdad sobre su pasado. Esa noche, sin embargo, lo que quería compartir no era su origen como esclavo, sino su duda. Romulus no era capaz de superar la arrogancia despreocupada de los soldados de César, la certeza de que Farnaces y su enorme ejército serían derrotados. ¿Acaso no había sido aquélla la actitud de la mayoría de los legionarios de Craso antes de Carrhae?

Sin embargo, mencionar su experiencia en ese malhadado ejército llamaría una atención no deseada. Como poco, lo calificarían de mentiroso y, a lo peor, de desertor. Lo único que Romulus podía hacer era mantener la boca cerrada y seguir confiando en César.

El día siguiente amaneció frío y claro, lo cual presagiaba otro día de sol. Sonaron las
bucinae
, que despertaron a los hombres como de costumbre. La rutina del ejército no cambiaba por el mero hecho de que hubiera un enemigo cerca. Después de un desayuno ligero, a la mayoría de los soldados se les asignaba la misión de reforzar la muralla que rodeaba el campamento. Si bien las fajinas y la tierra excavada habían cumplido con su cometido durante una noche, todavía quedaba mucho por hacer. En el exterior de la fortificación habían colocado estacas de madera afiladas, justo por debajo del nivel de paso de los centinelas. Excavaron fosos profundos en hileras irregulares y colocaron bolas de hierro con cuatro púas en el fondo. Partieron losas de piedra con martillos y cinceles que clavaron en la tierra, apuntando hacia arriba como los dientes de la boca gigantesca de un demonio. Romulus quedó fascinado al enterarse de que también se habían empleado esas defensas en Alesia, a lo largo de más de veinticinco kilómetros y encaradas en dos direcciones.

Sin duda, aquellos preparativos eran necesarios: la enorme fuerza a la que se enfrentaban estaba formada por guerreros fieros que ya habían saboreado el triunfo frente a un ejército romano. Además estaban en terreno sagrado, el emplazamiento de una victoria histórica de Mitrídates sobre Roma. En tales circunstancias, la derrota estaba a un paso.

Las
ballistae
, que se habían desmontado para facilitar su transporte, se ensamblaron. Encaradas al norte hacia el ejército de Farnaces, se colocaron en el
intervallum
, el terreno abierto que circundaba el terraplén por el interior. Enviaron grupos de trabajo con mulas a recoger piedras del tamaño adecuado para las catapultas de brazo doble. Probablemente la artillería fuera la mejor baza de César, pensó Romulus al recordar el fuego fulminante que enviaron las
ballistae
de la Legión Olvidada durante su última batalla.

El recuerdo le trajo una punzada de tristeza y culpabilidad. Como siempre, las emociones fueron seguidas de agradecimiento. «Si Brennus no hubiera sacrificado su vida, yo no estaría aquí», pensó Romulus. Aquel trago amargo hizo que le costara más no culparse también por lo que le había ocurrido a Tarquinius. Cuando recordó que el arúspice había sido quien había querido entrar en la capital egipcia, consiguió ahuyentar la sensación de culpa. Cada hombre era dueño de su propio destino, y Tarquinius no difería en ese sentido.

El sol radiante acabó animando a Romulus. Afortunadamente, la Vigésima Octava había sido elegida para formar el muro defensivo delante del campamento. Si bien parte de la caballería galatea de Deiotarus tenía la misma misión, habían enviado a la mayoría de los escuadrones a inspeccionar el terreno circundante. Encantados por lo fácil de su cometido, los hombres de la Vigésima Octava observaban a sus compañeros trabajar arduamente y se reían tapándose la boca con las manos para que los oficiales no los oyeran.

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