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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico

Camino a Roma (6 page)

BOOK: Camino a Roma
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Fabiola se mostró de lo más solícita.

—¿Y Benignus y Vettius? Son perfectamente capaces de dar una paliza a quien convenga.

En los ojos cansados de Jovina reapareció una chispa de vitalidad.

—Cierto, pero una docena de matones armados con cuchillos y espadas es demasiado, incluso para ellos.

Entonces fue Fabiola quien se sorprendió. La prostitución se había convertido en un negocio más sucio, si cabe, desde que ella lo dejara.

—Pues entonces que compren más hombres —aconsejó, sorprendida por lo mucho que le fastidiaba el efecto que el nuevo establecimiento tenía en el Lupanar—. O que contraten a gladiadores. No es difícil.

Otro suspiro.

—Estoy cansada, Fabiola. Ya no gozo de la salud de antes. La idea de una guerra territorial ahora mismo… —Jovina se calló, aparentemente derrotada.

Fabiola ocultó su sorpresa, aunque no le resultó fácil. Aquella mujer había regentado el mejor burdel de Roma durante décadas. Era la misma persona que la había comprado a Gemellus, la que había comprobado su virginidad del modo más íntimo imaginable, y que luego había ofrecido su primera relación sexual a los clientes del burdel a cambio de una fortuna. Astuta como pocas, Jovina había gobernado el Lupanar con mano de hierro. Fabiola cayó en la cuenta de que no era tan extraño que acabara frágil y débil, si bien el hecho de verla enferma y encogida seguía resultándole chocante. Pero no era el momento ni el lugar para compadecerse, se dijo. No le debía nada a Jovina.

Guardaron silencio durante unos instantes y Fabiola se percató de que ni un solo hombre se había aventurado al interior desde su llegada. Para entones, lo normal habría sido que entraran unos cuantos.

—¿Cómo de mal está el negocio en realidad?

Jovina se había rendido.

—La diosa Fortuna nos sonríe si recibimos a más de media docena de clientes al día —susurró.

Horrorizada ante lo ínfimo de aquella cantidad, Fabiola disimuló de nuevo.

—¿Tan pocos?

—Lo he probado todo —reconoció la madama—. Ofertas especiales, descuentos, chicos. Incluso he obligado a las chicas a ofrecer servicios «especializados».

Fabiola puso cara de vergüenza, pero no preguntó más.

—Da la impresión de que nada funciona. Todos los hombres se van a esa zorra de la otra acera. —Jovina frunció los labios en un breve renacimiento de su talante anterior—. Toda una vida trabajando para acabar así —exclamó.

—Algo se podrá hacer, ¿no? —preguntó Fabiola.

—He estado en todos los templos, he realizado muchas ofrendas generosas. ¿Qué más puedo hacer? —preguntó Jovina rezumando hastío.

Fabiola notó que le subía la adrenalina. «Aprovecha la ocasión —pensó—. Asume el control de la situación.» Pero seguía vacilando y, de repente, no se sintió tan segura. Tenía que medir mucho sus palabras o Jovina rechazaría su propuesta. Su anterior ama no estaba completamente doblegada. Asimismo, no podía soltarla así como así. El Lupanar podía resultar crucial para sus planes de derrotar al César. Inspirada, Fabiola no hizo más que un movimiento imperceptible con los labios.

—¿Has pensado alguna vez en… retirarte? —preguntó con delicadeza—. ¿En tomártelo con calma?

Jovina resopló y clavó su intensa mirada en ella, como un águila en su presa. Pero aquella ave ya no tenía poder.

—¿Quién regentaría el local? Supongo que tú, ¿no?

—No es más que una idea —respondió Fabiola con remilgo—. Pagaría un buen precio, por supuesto. Pasaría por alto el estado actual de las cuentas y me regiría por el del año pasado. —Hizo un gesto de despreocupación—. Si lo deseas, podrías quedarte… para supervisar el período de transición. —Los conocimientos de Jovina resultarían útiles hasta que se familiarizara con los entresijos del negocio.

La madama se quedó pasmada.

—¿A qué viene todo esto? —preguntó—. Después de todo lo que pasaste aquí, ¿por qué ibas a hacerte cargo?

Fabiola se examinó las uñas cuidadas y esmaltadas.

—Me aburro —declaró. Tampoco es que fuera mentira—. Necesito algo para matar el tiempo y este trabajo lo conozco bien.

—¿Qué me dices de Brutus?

—Me deja hacer lo que quiero. Ya me he pasado años de campaña con él y ahora la dichosa guerra civil parece que va a prolongarse durante un tiempo —se quejó Fabiola—. Grecia y Egipto fueron bastante mal. No pienso seguirlo hasta África e Hispania.

Jovina jugueteaba con un grueso brazalete de oro que llevaba en la muñeca.

—¿Y el precio?

Fabiola había estado haciendo cuentas mentalmente desde que la madama había revelado los pocos clientes que tenían.

—Creo que ciento cincuenta mil
denarii
bastarían. —Dejó que asimilara la cifra durante unos instantes—. Cinco mil por cada chica y cincuenta mil por el edificio. Toda deuda pendiente correrá a tu cargo.

A Jovina casi se le salieron los ojos de las órbitas. La cantidad era más que generosa.

—¿Dispones de tanto dinero?

Fabiola esbozó una sonrisa serena.

—Brutus es más rico de lo que te imaginas. Pagará lo que sea con tal de hacerme feliz.

Jovina se quedó sentada muy quieta, pensando en sus opciones.

Se hizo un largo silencio, durante el que Fabiola observó a la madama por el rabillo del ojo. La astucia de Jovina no había desaparecido del todo. Cuando de repente adoptó una expresión más calculadora, llegó el momento de asestar el golpe mortal.

—No puedo pagar ni un
as
más —declaró Fabiola con un tono no tan amistoso—. Y no pienso hacer ninguna otra oferta.

Jovina se recostó en el asiento.

—Dame un poco de tiempo —susurró—. Unos cuantos días.

«Ya tengo a la madama en el bote», pensó Fabiola exultante.

—Me parece que no podrá ser. Con dos horas, basta.

Jovina asintió a regañadientes.

—Muy bien.

Fabiola apuró la copa de vino y se marchó airada hacia la puerta.

—Volveré antes de la
hora sexta
. —Se sentía triunfante. «Por fin todo va sobre ruedas. Romulus está en el ejército, así que algún día regresará a Roma y nos reencontraremos. Es cierto que Brutus es uno de los hombres de confianza de César, pero me es totalmente fiel. El Lupanar será mío dentro de dos horas y, con las mujeres de aquí, puedo ganarme a más camaradas para mi causa: matar a César.» Fabiola estaba tan absorta en sus pensamientos que no reaccionó al silbido de alarma de Sextus. No notó nada hasta que él le impidió salir.

Fabiola advirtió la preocupación en su rostro.

—¿Qué ocurre?

—Problemas —masculló, desenvainando el
gladius.

Fabiola intentó atisbar al exterior, pero Sextus ni siquiera le permitió hacerlo.

De repente, se oyeron unas voces procedentes de la calle. Una de ellas pertenecía a Vettius.

—¡Largaos! —vociferó.

—Vamos a entrar, te guste o no —respondió un hombre—. Mi amo quiere hablar con esa vieja bruja ahora mismo.

—Tendrá que pasar por encima de mi cadáver —respondió Vettius.

Se oyó una risotada y Fabiola se dio cuenta de que el portero estaba en clara inferioridad numérica. A continuación escuchó el sonido inconfundible del desenvainar de las armas. Soltó un juramento. No podían quedarse allí plantados sin hacer nada. ¿Dónde estaba Benignus? Miró a Jovina, que había palidecido bajo el maquillaje.

—¿Quiénes son?

—Matones del nuevo burdel —acertó a decir Jovina.

—Te daremos otra oportunidad, imbécil —dijo el adversario de Vettius—. Apártate.

—¡Idos a tomar por culo! —les espetó en voz bien alta—. ¡Os mataré a todos!

Fabiola se hinchó de orgullo. En parte, Vettius se negaba a moverse porque estaba ella dentro. El miedo la embargó al imaginar lo que pasaría.

Se oyeron gritos airados y a hombres que avanzaban en masa.

—¡Vettius! —La voz de Jovina consiguió hacerse oír entre el alboroto—. Déjalos entrar.

En el exterior, se hizo el silencio.

Aguardaron con el alma en vilo.

Una sombra se perfiló en el vano de la puerta y Fabiola se encogió de miedo detrás de Sextus, que la obligó a pegarse a la pared. Apareció una figura enfundada en una capa, seguida de cinco hombres musculosos con las espadas desenvainadas. A continuación, Vettius entró blandiendo el garrote. Al ver que Fabiola no había sufrido ningún daño, se colocó también delante de ella. Por el momento, ninguno de los recién llegados la habían visto, ni a ella ni a Sextus. A Fabiola le corrían regueros de sudor por el cuello, pero tenía los pies clavados en el suelo.

El cabecilla dirigió la mirada a Jovina. La vieja madama se amilanó visiblemente.

—¿Qué queréis? —preguntó con voz aguda—. ¿No os basta con quitarme el negocio?

—Jovina —dijo el hombre, fingiendo estar dolido—. Sólo queríamos preguntar por tu salud. Dicen por ahí que no estás bien.

—¡Menuda insolencia! —soltó la madama—. Estoy bien.

—Perfecto. —Hizo una reverencia burlona mientras a Fabiola el corazón le palpitaba en el pecho. Aquel gesto le resultaba familiar. Igual que las gruesas muñequeras de plata y la complexión robusta. Sin embargo, antes de poder poner orden a sus pensamientos, la figura baja y robusta continuó—: De todos modos, estamos preocupados por ti. Sería excelente que dejaras el Lupanar. Que te tomaras unas vacaciones. Pronto.

El arrebato de Jovina la había dejado sin la poca energía que tenía.

—Es mi negocio —dijo con voz queda—. ¿Qué pasará con él? ¿Con mis chicas?

—Nosotros nos haremos cargo de todo. Del edificio, de los porteros, y sobre todo de las putas —dijo el hombre, mirando lascivamente a sus compañeros—. ¿Verdad que sí, chicos?

Soltaron una risotada desagradable.

Fabiola notó en la boca el sabor amargo de la bilis y se esforzó para no vomitar. Sabía exactamente quién era. Scaevola, el
fugitivarius
. Una tos que amenazaba con asfixiarla se le escapó de la garganta.

Al oír ese sonido, Scaevola dio media vuelta para mirarla. El
fugitivarius
observó a Vettius y a Sextus con expresión despectiva, pero abrió los ojos como platos al ver a Fabiola. Una sonrisa cruel se dibujó en su rostro.

—Por todos los dioses —dijo en un susurro—. ¿Quién lo iba a decir?

Fabiola sintió un mareo repentino y tuvo que apoyar una mano en el hombro de Sextus. De lo contrario, se habría desplomado.

3 Farnaces

Ponto, norte de Asia Menor, verano del 47 a. C.

Desatándose el barboquejo con una sola mano, Romulus se levantó ligeramente el casco y el forro de fieltro y se enjugó el sudor de la frente. Notó un cambio, aunque fugaz. Desfilaba cargado con una fajina, un grueso haz de varas de madera; cumpliendo órdenes de César, todos los soldados de la larga columna llevaban una, lo cual implicaba que, a pesar del terreno montañoso y las bajas temperaturas, sudaban con profusión. El ejército llevaba en marcha desde antes del amanecer y hacía varios kilómetros que habían dejado atrás el campamento provisional cercano a la ciudad de Zela.

Romulus alzó la vista al sol, el único ocupante del inmenso cielo azul. Ni una sola nube ensombrecía la tierra. Era temprano, pero los rayos del sol despedían una intensidad feroz que no había visto desde Partia. El día iba a tornarse más caluroso y además era muy posible que hubiera batalla y muerte. «Ojalá hubiera tenido la fortaleza necesaria para perdonar a Tarquinius antes de que desapareciera —pensó—. Ahora nunca podré decírselo.» El dolor volvió a abrumarlo y Romulus se dejó llevar. El hecho de intentar reprimir ese sentimiento no hacía más que intensificarlo.

Cada instante de aquel último día espantoso, con su correspondiente noche, en Alejandría estaba perfectamente presente en su mente. Lo más vivido era el mazazo inesperado de Tarquinius, la revelación de que había matado al noble agresivo que hacía ocho años se había enfrentado a Romulus y a Brennus en el exterior de un burdel de Roma. La pareja había huido, porque ambos pensaban que Romulus había sido el autor del asesinato. Sin querer, por supuesto.

La culpabilidad de Tarquinius seguía doliendo a Romulus, pero habría dado cualquier cosa para que el arúspice rubio reapareciera, con el hacha doble colgada del hombro. Sin embargo, sólo los dioses sabían dónde estaba. No le extrañaría que se contase entre los cientos de legionarios y marineros muertos aquella noche. Sin embargo, ellos tres habían estado a punto de sobrevivir, caviló Romulus con amargura. De no ser por los cabrones de los honderos, Tarquinius estaría con ellos en esos momentos.

Él y Petronius habían arrastrado desde el bajío al arúspice inconsciente y lo habían dejado en tierra firme. Acto seguido, aguijoneados por los gritos frenéticos de
optiones
y centuriones, se habían unido a la batalla para defender la isla. La lucha subsiguiente fue breve, cruel y contundente. Ninguna infantería del mundo superaba a los legionarios romanos en un espacio limitado como el Heptastadion. Las tropas enemigas se habían visto obligadas a retirarse a tierra firme, con un sinfín de bajas. Era un recuerdo agridulce para Romulus que, ensangrentado y magullado, había ido a buscar a Tarquinius de inmediato.

Por extraño que parezca, no había encontrado ni rastro del arúspice; no quedaba más que una marca enrojecida en la arena donde lo había dejado. Lo había buscado rápidamente por la zona, en vano. A pesar del destello del faro y del fuego de los muelles, había un sinfín de lugares donde esconderse entre las rocas erosionadas de la orilla.

En cierto modo, a Romulus no le había sorprendido la desaparición de Tarquinius. Seguía sin sorprenderle. En aquel momento, no había tenido ocasión de seguir buscando a su amigo. Su única opción habría sido desertar; pero, enfadado como estaba por la desaparición de uno de sus nuevos reclutas, el
optio
de Romulus lo había tenido vigilado día y noche. Además, la tarde de los trirremes de César habían evacuado a todo el ejército y navegado siguiendo la costa hacia el este de Alejandría. Preso de la desesperación, Romulus se contaba entre ellos. Había intentado levantarse el ánimo imaginando que Fabiola había oído lo que le había gritado y que pronto le haría llegar algún mensaje. En parte, le funcionó.

Tras aprender la lección en la capital egipcia, César se había trasladado para reunirse con sus aliados, liderados por Mitrídates de Pérgamo. Aunque se llamaba igual que el rey que había puesto a Roma contra las cuerdas, Mitrídates no guardaba ninguna relación con él y era un partidario leal de César. Su fuerza de relevo ya se había reunido con el ejército egipcio principal, que estaba al mando del rey adolescente Ptolomeo y sus asistentes. Tras un contratiempo inicial, Mitrídates mandó llamar a César para ayudar, y él estuvo encantado de dejar atrás las calles claustrofóbicas de Alejandría. Todos sus legionarios habían compartido ese sentimiento, con la clara excepción de Romulus. Ni siquiera una victoria aplastante contra los egipcios, en la que murieron miles de soldados enemigos y el joven rey acabó ahogado, le levantó el ánimo.

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