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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico

Camino a Roma (12 page)

BOOK: Camino a Roma
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Esbozó una sonrisa.

—¿Dónde está?

—En mi casa —dijo Fabiola—. No lejos de aquí.

Sabina suavizó el semblante durante unos instantes y luego lo endureció otra vez.

—¿Por qué eres su señora? ¿Jovina está muerta?

Fabiola reprimió su réplica instintiva ante tal interrogatorio. En circunstancias normales, no habría tolerado tal nivel de grosería a nadie. Pero aquélla no era una situación cualquiera y sentía gran estima por Docilosa. Además, Sextus estaba al corriente de su pasado.

—Jovina sigue viva, aunque sólo los dioses saben cuánto tiempo le queda. Fue ama de las dos.

—Me imagino que no eras esclava del servicio doméstico como mi madre —comentó Sabina con desdén.

Fabiola hinchó las aletas de la nariz ante su osadía. Una esclava para el servicio doméstico valía mucho menos que una bella virgen, así que Gemellus la había vendido como prostituta. No puede decirse precisamente que hubiera sido por voluntad propia.

—No —dijo con voz queda—. No lo era.

Sabina frunció el labio superior con desdén.

—Si hubieras sido más guapa, podrías haber corrido mi misma suerte —dijo Fabiola, enojada por su arrogancia—. Da gracias a los dioses que no fuera el caso.

Sabina estuvo a punto de replicar, pero se mordió la lengua.

—¿Entonces quién te compró?

Fabiola respiró hondo.

—Mi amante consideró apropiado comprar mi manumisión y yo le pedí que comprara también la de tu madre.

Al oír aquello, Sabina se mostró menos hostil.

—¿Por qué hiciste tal cosa?

—Porque Docilosa ha sido una buena amiga —repuso Fabiola—. Querrá venir a visitarte de inmediato. ¿Está permitido?

—No se fomentan las visitas, pero hay formas —dijo Sabina muy hábilmente—. Podemos utilizar una habitación como ésta para vernos. La mejor hora es a media mañana, cuando hay mucho ajetreo en el templo. Ningún sacerdote se dará cuenta.

—Bien —declaró Fabiola rápidamente, ocultando su desagrado—. Se lo diré. —Se giró para marcharse.

Sabina no había terminado.

—Debes de tener una necesidad apremiante para visitar el templo con este tiempo —dijo, tanteando a Fabiola.

—Lo que me trae aquí es asunto mío —replicó Fabiola—. No tiene nada que ver contigo.

—Olvidas —espetó Sabina— que soy una de las altas sacerdotisas de aquí y, como tal, estoy enterada de los pensamientos y deseos de los dioses.

A pesar de lo enfurecida que estaba, Fabiola se sintió obligada a mostrar humildad. Para haber alcanzado tal posición habiendo sido esclava y tan joven, Sabina debía de ser una mujer muy capaz. Además, si contrariaba a uno de los discípulos más importantes de Orcus se arriesgaba a perder la posibilidad de que sus deseos fueran concedidos.

—Perdona —musitó con los dientes apretados—. No es gran cosa. Un problema con un rival del negocio.

—¿Sigues trabajando en el Lupanar?

—No —se apresuró a responder Fabiola. Hizo una mueca al darse cuenta de que lo había negado de forma instintiva—. Bueno, sí. Ayer le compré el negocio a Jovina.

Sabina entrecerró los ojos.

—Ya veo, ¿Por qué?

A Fabiola no le agradaba aquel interés malsano en sus asuntos. ¿Qué había detrás de todo aquello? Aunque estaba a la defensiva por el miedo que le tenía a Orcus y el desparpajo de Sabina, no tenía una respuesta fácil que dar. Pero supuso que no tenía por qué ocultar parte de la verdad.

—Mi amante está en el ejército de César y he estado en campaña con él durante más de dos años —explicó—. Estoy harta. Quiero quedarme aquí en Roma, y regentar el Lupanar es algo que me resulta natural.

—No me extraña —dijo Sabina con altanería.

Fabiola tenía ganas de arrancarle los ojos, pero no se atrevió a hacer nada. Intercambiaron una mirada gélida. Pensó que lo más probable era que Sabina notara su ira y que disfrutara con ello. A no ser que Docilosa pudiera ejercer cierta influencia en ella, ahí tenía a una enemiga en potencia.

Entonces formuló la siguiente pregunta:

—¿Quién es tu amante?

—Decimus Brutus.

Sabina arqueó las cejas.

—¿Uno de los hombres de confianza de César? Debes de ser muy… persuasiva.

Fabiola intentó en vano contener el rubor que asomaba a sus mejillas. «¿De dónde sale tanto veneno? Docilosa no es así.» Entonces lanzó una mirada a la estatua del altar que tenía al lado y se asombró de nuevo al ver dónde estaba. Orcus no era el jovial Baco, ni el solícito Esculapio. Hasta la poderosa tríada formada por Júpiter, Minerva y Juno inspiraba menos pavor que el dios del submundo. Si bien todos eran poderosos, no arrebataban el alma de una persona para la eternidad. ¿Qué no habría sufrido Sabina, vendida allí como acolita a los seis años?, se preguntó Fabiola. El semblante de la mujer denotaba una dureza que quizá no había advertido con anterioridad. Tal vez ser vendida a un burdel no fuera el único camino al Hades.

—Lo que tú digas —murmuró, encaminándose a la salida. Sextus intentó tranquilizarla con la mirada y alcanzó a esbozar una sonrisa. Con un poco de suerte, el interrogatorio había terminado. Para Fabiola, lo más importante era que Orcus no se hubiera enfadado por la confrontación con una de sus sacerdotisas. Tendría que ofrecer plegarias adicionales a Júpiter y Mitra y pedir que intercedieran por ella ante su deidad hermana.

Llegaron a la puerta sin volver a oír hablar a Sabina. Al girar la manija de hierro, Fabiola miró a su alrededor. La sacerdotisa estaba arrodillada frente al altar de espaldas a ellos. La muestra de rechazo no podía ser más obvia y se le cayó el alma a los pies. No se le ocurría qué más decir, así que se limitó a cerrar la puerta tras de sí.

Ensimismada en su descontento, Fabiola regresó a la entrada sin prestar atención a lo que la rodeaba. A saber la malévola influencia que Sabina podía traer. Más tarde se culparía por no haberse concentrado, pero en realidad poco podía haber hecho para evitar lo que sucedió a continuación.

Una puerta se abrió mientras Fabiola pasaba junto a una de las muchas que daban al pasillo. Como seguía deseando permanecer en el anonimato, no giró la cabeza. Sin embargo, Sextus soltó un grito de enfado ahogado y Fabiola oyó que desenvainaba el
gladius
. Volvió a la realidad de golpe. ¿Qué estaba haciendo? Sacar un arma en el interior de un templo podía desatar la ira de cualquier deidad, y mucho más la de Orcus. Al volverse, Fabiola abrió la boca para reprenderle. Tuvo el tiempo justo de ver a un hombre bajo y robusto que le clavaba una espada a Sextus en el costado.

Era Scaevola.

5 Visiones

Alejandría, Egipto

Tarquinius caminaba lentamente bajo un sol abrasador por el tramo central de la calle, entre las altas palmeras y las fuentes ornamentadas. El paseo medía por lo menos treinta pasos de un lado a otro, por lo que era el triple de ancho que la mayor avenida de Roma. Ya de por sí resultaba impresionante. Sumando los edificios altos de cada lado, la exuberancia de la sombra de los árboles y el susurro del agua que se oía por todas partes resultaba realmente sobrecogedora. A pesar de la fama que la precedía, el arúspice nunca había acabado de creerse que la capital egipcia fuera tan impresionante. Pero lo era. La asombrosa Vía Canopica no sólo era única en Alejandría, la ciudad más majestuosa del mundo. El Argeus era igual de impresionante, la vía principal que discurría de norte a sur y que cruzaba la Vía Canopica en una intersección magnífica.

Aunque él no prestara demasiada atención a los lugares de interés, cada uno de los cinco barrios de la metrópolis estaba a la altura. En el norte había innumerables palacios reales; cerca del centro estaba el sorprendente
Paneium
, una colina artificial coronada con un templo a Pan, y el
Soma
, el recinto con muros de mármol que contenía las tumbas de los reyes ptolemaicos así como el sepulcro de Alejandro de Macedonia. En el barrio occidental, adónde se dirigía entonces Tarquinius, se encontraba la parte principal de la biblioteca, y el Gymnasium, el imponente edificio donde se enseñaba a los jóvenes los valores helenistas y deportes como el atletismo, la lucha y el lanzamiento de jabalina. El arúspice, que no era un hombre fácil de sorprender, se había quedado boquiabierto la primera vez que había visto los inmensos pórticos. Cada uno de ellos tenía más de un
stade
de longitud, casi doscientos metros, por lo que el Gymnasium hacía empequeñecer cualquier estructura que hubiera visto, aparte del Pharos, el potente faro de Alejandría.

Tarquinius, siempre discreto, llevaba puesta la capucha de su capa ligera de lana. Su melena rubia y el pendiente de oro siempre habían llamado la atención. Sin embargo, en esos momentos tenía aún más motivos. La honda le había dejado un buen hoyo en el lado izquierdo de la cara, lo cual acentuaba la cicatriz que le había dejado la navaja de Vahram. A Tarquinius no le importaba. Todas sus emociones quedaban amortiguadas por un grueso manto de dolor, compañero inseparable desde la noche en el puerto.

Cuando cayó hacia atrás en la fría agua oscura, el arúspice había estado convencido de que su vida había tocado a su fin. No obstante, se había equivocado como en otras ocasiones. Una parte de él deseaba que no hubiera sido así. Matar a Caelius en el exterior del prostíbulo había resultado una venganza dulce por la muerte de Olenus, su mentor, pero las consecuencias de su acto habían sido profundas. En aquel momento le había parecido que era lo que debía hacer. Sin embargo, no se podía retroceder en el tiempo y Romulus se había ido con las legiones de César, para encontrarse con el destino que los dioses le tuvieran preparado. Con un poco de suerte, aquello incluiría su regreso a Roma. Tarquinius frunció el ceño. Si es que esa visión no estaba también equivocada.

Cuando volvió en sí poco después de que Romulus y Petronius lo trasladaran a la arena, Tarquinius había sentido una vergüenza abrumadora. Lo único que quería era desvanecerse. Había trepado como había podido por la ladera rocosa que daba a la playa y al final había caído en un barranco profundo. Había perdido y recobrado el conocimiento varias veces y había permanecido allí hasta el día siguiente al amanecer, aguardando al demonio Caronte. La muerte le parecía el único castigo digno por el contenido y el momento de su confesión. Como era de esperar, Romulus se había enfurecido sobremanera y Tarquinius dudaba que el joven soldado lograra perdonarlo alguna vez. La aflicción que había visto en los ojos de su amigo le dolía más que la herida demoledora que tenía en la cara y daba al arúspice pocos motivos para vivir. Sin embargo, solo y herido, no había muerto. Tras varios días de agonía, viviendo del agua de lluvia ligeramente salada de los charcos de las rocas y de crustáceos, se había recuperado físicamente. Aquello significaba que los dioses seguían teniendo planes para él. Tarquinius no tenía ni idea de quién estaba detrás de todo aquello, si Tinia, la gran deidad etrusca, o Mitra, su guía desde Margiana. Tampoco tenía ni idea del propósito, pero era lo bastante sabio para no resistirse a una voluntad más poderosa que la de él.

Para cuando el arúspice había regresado a la ciudad, la lucha hacía tiempo que había terminado. Las legiones de César habían zarpado hacia el este, para reunirse con sus aliados de Pérgamo y llevar la lucha a los egipcios. En Pelusio, el joven rey Ptolomeo y miles de sus soldados habían sido asesinados. César había regresado triunfante a Alejandría. Cleopatra fue coronada reina y los legionarios que habían sido vilipendiados por la población se pavoneaban por las calles como héroes conquistadores. Tarquinius se había visto obligado a ocultarse. Aunque había sido reclutado a la fuerza para el ejército romano, oficialmente era un desertor. También era posible que encontrara a Romulus, y esa posibilidad le resultaba demasiado dolorosa. Como no tenía adónde ir, había huido a la gigantesca necrópolis situada al suroeste de las murallas de la ciudad. Allí, entre los jardines, arboledas y un sinnúmero de tumbas, los compañeros de Tarquinius eran los delincuentes pobres, leprosos y embalsamadores de los muertos. Refugiado en el mausoleo medio desmoronado de un comerciante muerto mucho tiempo atrás, se contentaba con llevar una existencia solitaria. Los días se convertían en semanas y luego en meses. La mayoría de los residentes del cementerio le evitaban, pero los que no lo hacían recibían escasa atención. Los años y las lesiones habían empezado a pasar factura al arúspice, pero seguía resultando letal con una espada y con el hacha doble.

Al final César se había marchado de Alejandría hacía una semana. Aliviado por el hecho de poder moverse a su antojo y sintiéndose culpable por no haber encontrado a Romulus, Tarquinius empezó a aventurarse a diario por la ciudad. La aruspicina, su método preferido para descubrir lo que deparaba el futuro, había resultado especialmente poco útil. Los vientos procedentes del mar, al norte, y del lago Mareotis, al sur, eran una característica diaria de la ciudad. Para Tarquinius, experto en interpretar las corrientes de aire, resultaban refrescantes pero nada más; las nubes que veía servían simplemente para proporcionarle sombra, y las aves, más variadas y coloridas que en Italia, no eran más que eso, pájaros. Tras casi veinticinco años de adivinación, el arúspice estaba acostumbrado a aquella escasez periódica de información. Cuando más lo necesitaba, el mundo que lo rodeaba solía no revelarle nada y cuando le daba igual que pasara una cosa u otra, le inundaba de detalles. Aunque resultaba difícil encontrar la intimidad suficiente para sacrificar a un animal, Tarquinius se las había apañado para hacerlo en dos ocasiones. Ninguna de las dos le había dado frutos pero no había perdido del todo la fe en sus dotes, a diferencia de lo sucedido en Margiana. Tenía la corazonada de que lo descubriría a través de otro método y había llegado el momento de encontrar esa fuente.

Tarquinius visitaba la gran biblioteca a diario con ese propósito. Por suerte, los depósitos que habían ardido la noche de la batalla encarnizada entre los legionarios romanos y los egipcios no habían quedado destruidos. Pensó con tono siniestro que no había sido precisamente gracias a César. Lo único que había preocupado al general había sido encontrar la forma de hacer cundir el pánico entre las tropas enemigas, cuya superioridad numérica era aplastante. No, la supervivencia de la biblioteca se debía al hecho de que estaba repartida entre dos ubicaciones. La del muelle, que había sido pasto de las llamas, representaba sólo una pequeña parte, puesto que la mayoría de los documentos se guardaban en un complejo de espaciosos edificios cercanos al Gymnasium.

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