Fabiola, habitante de la ciudad desde su nacimiento, había acabado amando los espacios abiertos que rodeaban su latifundio. Había dado por supuesto que seguía acostumbrada a las multitudes, hasta que Sextus y ella se habían separado cien pasos de la
domus
. Rodeada de gente por todas partes, enseguida le vino a la mente una imagen de Scaevola. Por mucho que lo intentara, Fabiola era incapaz de librarse de ella. Los pies dejaron de responderle y se quedó rezagada.
Al ver aquella cara de preocupación, Sextus se llevó una mano al
gladius.
—¿Qué ocurre, señora?
—Estoy bien —respondió ella, cubriéndose mejor con la capucha de la capa—. Sólo he tenido malos recuerdos.
Él levantó la mano y se tocó la cuenca del ojo vacía, su particular recuerdo de la emboscada de Scaevola.
—Lo sé, señora —farfulló—. De todos modos, mejor que sigamos adelante. Que evitemos llamar la atención.
Fabiola lo siguió, decidida a no volverse a dejar dominar por el miedo. Al fin y al cabo, era media mañana, el momento más seguro del día, cuando la gente normal se dedicaba a sus quehaceres. Las mujeres y los esclavos compraban alimentos a los panaderos, carniceros y verduleros. Los vendedores de vino alardeaban y mentían sobre la calidad de sus productos, ofreciendo una cata a quien estuviera dispuesto a creerles. Los herreros trabajaban con dureza sobre el yunque mientras los carpinteros y alfareros vecinos intercambiaban chanzas frívolas alrededor de una copa de
acetum
. El hedor de las curtidurías y los talleres de los bataneros empañaba el ambiente. Los prestamistas se sentaban a mesas bajas, mirando con furia a los lisiados que observaban con avaricia sus pulcras pilas de monedas. Los golfillos mocosos corrían por entre la gente, persiguiéndose entre sí y robando lo que podían. Un día cualquiera en Roma.
Salvo por la gran cantidad de legionarios de Antonio, desde luego, pensó Fabiola. Precisamente era César quien había revocado la antigua ley que impedía la entrada en la ciudad de soldados. Teniendo en cuenta que la amenaza de disturbios era constante, había más soldados que nunca. El hecho de saberlo hacía que se sintiera más fuerte. Además de la presencia de Sextus, se asegurarían de que no le sucediera nada. Fabiola caminó con la cabeza bien alta. Ya estaba cerca del Lupanar.
—Vamos —dijo.
Sextus sonrió de oreja a oreja, acostumbrado como estaba a su determinación.
Al poco se encontraron en una calle que Fabiola conocía mejor que ninguna otra de Roma. Estaba cerca del Foro, en los dominios del Lupanar. Aminoró la marcha de nuevo, pero en esta ocasión controló mejor el miedo. Aquel día no era la muchacha de trece años aterrorizada a la que habían arrastrado allí para luego venderla. El nerviosismo de Fabiola enseguida se transformó en emoción. Tomó la delantera a Sextus.
—¡Señora!
Hizo caso omiso de su llamada. La muchedumbre se abrió a escasos pasos de la entrada y Fabiola se quedó boquiabierta. Todo seguía igual. Un falo erecto pintado con vivos colores sobresalía a ambos lados de la entrada en forma de arco, prueba evidente de la naturaleza del local. En el exterior, una mole con la cabeza rapada sujetaba un garrote con tachones de metal.
—Vettius —dijo ella con la voz quebrada por la emoción.
El hombretón no reaccionó.
Fabiola se le acercó y se quitó la capucha.
—Vettius —repitió.
El portero frunció el ceño al oír que lo llamaban por su nombre y miró en derredor.
—¿No me reconoces? —preguntó ella—. ¿Tanto he cambiado?
—¿Fabiola? —balbució—. ¿Eres tú?
Fabiola asintió con los ojos empañados de lágrimas de felicidad. Aquél era uno de los amigos más fieles que había tenido en su vida. Cuando Brutus había comprado la libertad de Fabiola, ella había intentado por todos los medios liberar también a los dos porteros. Sin embargo, taimada hasta el final, Jovina había rechazado todas las ofertas. Básicamente, la pareja era demasiado valiosa para el negocio. Dejarlos atrás había abierto una herida profunda en el corazón de Fabiola.
Vettius se aprestó a darle un abrazo, pero se detuvo en seco.
Sextus se había colocado rápidamente delante de Fabiola. Empequeñecido por el otro, desenvainó la espada de todos modos.
—¡Apártate! —gruñó.
En un abrir y cerrar de ojos, el rostro de Vettius pasó de la sorpresa al enfado; sin embargo, antes de que pudiera reaccionar, Fabiola posó una mano en el brazo de Sextus.
—Es un amigo —explicó, haciendo caso omiso de la expresión confundida del guardaespaldas. Sextus se hizo a un lado con el ceño fruncido y permitió que Fabiola y Vettius se miraran.
—¡Cuánto tiempo! —dijo ella con cariño.
Consciente de su condición inferior, el portero demacrado no intentó volverla a abrazar, sino que hizo una torpe reverencia.
—¡Por Júpiter! ¡Cuánto me alegro de verte, Fabiola! —exclamó, medio atragantándose—. Los dioses deben de haber respondido a mis plegarias.
Fabiola captó enseguida el tono de preocupación en su voz. De repente, se sintió aterrorizada.
—¿Benignus está bien?
—¡Por supuesto! —Una sonrisa torcida dividió el rostro sin afeitar de Vettius—. Ese gran tontorrón está dentro. Roncando como un oso, seguro. Anoche le tocó el último turno.
—¡Gracias a Mitra! —suspiró aliviada—. Entonces ¿qué ocurre?
Vettius miró a su alrededor con inquietud.
«Jovina», pensó Fabiola, al recordar su propia prudencia cuando vivía allí. La vieja arpía seguía conservando el buen oído.
Vettius se encorvó para susurrarle al oído.
—Hace meses que el negocio va mal —susurró—. Hemos perdido a la mayoría de los clientes.
Fabiola se quedó conmocionada. En su época, el Lupanar estaba muy concurrido todos los días.
—¿Por qué?
El portero no tuvo tiempo de responder.
—¡Vettius!
Fabiola notó una sensación de náusea al instante. Durante casi cuatro años, aquella voz regañona la había llamado para ser ofrecida a los posibles clientes.
—¡Vettius! —Esta vez Jovina parecía enfadada—. ¡Ven aquí!
El portero obedeció dedicando una mueca de disculpa a Fabiola.
Ella y Sextus estaban un paso más atrás.
La recepción con mosaico en el suelo seguía siendo tan chillona como Fabiola recordaba. Las paredes estaban recubiertas de arriba abajo de frescos de vivos colores que representaban bosques, ríos y montañas. Por todas partes había pequeños querubines, sátiros y deidades varias, que espiaban al espectador con estudiada timidez. El dios más prominente era Príapo, con su enorme falo erecto. Había una pared llena de imágenes de posturas sexuales; numeradas todas ellas para que los clientes pudieran pedir su preferida. En el centro del suelo había una gran estatua pintada de una joven desnuda entrelazada con un cisne. La estancia tenía cierto aire descuidado, como si necesitara una buena limpieza, y las palabras de Vettius empezaron a cobrar sentido.
A un lado había una mujer con aspecto de gorrión con una
stola
de talle bajo. A Fabiola se le paró el corazón unos instantes al ver a Jovina por primera vez desde hacía cinco años. A simple vista, parecía que no había cambiado gran cosa. Buena parte de la carne flácida de la mujer seguía al descubierto; sus ojos intensos destellaban desde un rostro arrugado recubierto de albayalde, ocre y antimonio. Llevaba los labios pintados de un rojo chillón. Las joyas le brillaban alrededor del cuello, muñecas y dedos: oro, plata y piedras preciosas. Jovina era famosa por su discreción, y aquellos regalos de clientes ricos eran una prueba fehaciente de ello.
—Ve a despertar a ese tonto de Benignus —le espetó a Vettius—. Tiene que salir a hacerme un recado.
—Señora —musitó Vettius. Se dirigió hacia el pasillo que conducía a la parte posterior del edificio.
Fabiola, que se había ocultado detrás de él, apareció.
—Jovina.
Por una vez, la vieja bruja fue incapaz de disimular su sorpresa. Se llevó una mano arrugada a la boca abierta y la dejó caer.
—¿Fabiola…?
Sextus arqueó las cejas sorprendido. Ahí estaba la prueba más evidente de la anterior vida de su señora.
—He regresado —se limitó a decir Fabiola.
—Bienvenida, bienvenida —dijo Jovina con excesivo entusiasmo, adoptando de nuevo su personalidad pública—. ¿Quieres tomar algo? ¿Algo de comer? ¿Una chica? —Se carcajeó de su propia broma, lo cual hizo que le entrara un ataque de tos.
—Muy amable. Un poco de vino, gracias. —Fabiola sonrió. En su interior se había quedado pasmada ante el aspecto demacrado de Jovina. La madama ya era vieja cuando Fabiola había llegado al Lupanar. Ese día se la veía realmente anciana y enferma. Nunca había sido rechoncha, pero ahora a Jovina se le notaban los huesos por todas partes bajo la piel arrugada, lo cual la convertía en un esqueleto andante. Fabiola casi se imaginaba a Orcus, el dios del submundo, aguardando en un rincón.
La madama fue correteando hasta su mesa, situada junto al pasillo. Allí tenía una jarra de cerámica roja y negra con cuatro bonitas copas azules, junto con platitos que contenían aceitunas y pan. Aquél era el refrigerio para los clientes que Jovina consideraba convenientes.
Cuando regresó con dos copas llenas, Jovina tropezó y estuvo a punto de caerse. Esbozó una sonrisa forzada.
—Disculpa mi torpeza —masculló.
«La vieja arpía está muy enferma», pensó Fabiola.
—Ten —susurró Jovina—. Como en los viejos tiempos.
—Yo no diría tanto —repuso Fabiola maliciosamente—. Ahora soy ciudadana.
—Y la amante nada más y nada menos que de un hombre como Decimus Brutus —dijo Jovina, tanteando la situación—. Pagó mucho dinero por ti.
—Demos gracias a los dioses —respondió Fabiola—. Cada día le muestro mi agradecimiento.
—Eso está muy bien —dijo la madama, desplegando una sonrisa falsa—. ¡Un final feliz!
Conversaron sobre trivialidades mientras daban sorbos al vino. Ambas se escudriñaron mutuamente, Jovina preguntándose cuál era el propósito de su ex esclava y Fabiola intentando calibrar la situación del burdel. Ninguna de las dos obtuvo el menor atisbo de información. Quizá fuera inevitable que la conversación derivara en la guerra civil y el ascenso de César al poder. Independientemente de su opinión verdadera, Jovina se cuidó de colmar de alabanzas al general de Brutus.
—Se rumorea que está atrapado en Alejandría —dijo al fin—. Eso es imposible, supongo.
—Es cierto. La superioridad numérica de los egipcios es abrumadora —explicó Fabiola—. Brutus y yo huimos superando grandes dificultades.
Jovina soltó un grito ahogado.
—César es un general muy astuto. ¿Qué ha ocurrido?
Fabiola no pensaba entrar en detalles. El hecho de que César fuera rápidamente a por Pompeyo después de la batalla de Farsalia, con sólo una pequeña parte de su ejército, era propio de él. La táctica —actuar rápido para pillar desprevenido al enemigo— solía funcionar. Pero no en aquella ocasión. Los egipcios habían reaccionado con violencia a su presencia, y eso no había puesto fin a sus problemas.
—Cuando nos marchamos, ya le habían enviado ayuda desde Pérgamo y Judea —reveló—. Y Marco Antonio envió ayer a una legión desde Ostia. Pronto levantarán el bloqueo.
—¡Gracias a Júpiter! —exclamó Jovina, alzando la copa—. Y a Fortuna también.
—Por supuesto —convino Fabiola mientras oscuros pensamientos de venganza se agolpaban en su mente. Cuando haya ganado la guerra civil, César regresará a Roma, donde yo le estaré esperando.
El golpeteo de las sandalias por el pasillo precedió a la llegada de Vettius y Benignus. Los dos hombretones estaban felices y contentos.
—¡Fabiola! —exclamó Benignus. Corrió a agarrarse al dobladillo de su vestido como un suplicante a una reina.
Jovina fingió ponerse contenta, pero en el fondo estaba claramente disgustada.
—¡Levántate! —ordenó Fabiola con cariño, tomando a Benignus por los brazos—. No sabes cuánto me alegro de verte. —Cuando se dio cuenta de que ya no llevaba los gruesos brazaletes de oro que solían adornarle las muñecas, frunció el ceño. Sólo le quedaba la marca, aunque habían sido las posesiones más preciadas de Benignus. No cabía duda de que la situación de Jovina debía de ser desesperada.
Ajena a todo aquello, la madama fingía estar muy ocupada con un documento que tenía sobre la mesa. Lo selló con cera y se lo tendió a Benignus.
—Ya sabes adónde tienes que llevarlo —dijo.
Él pareció un tanto sorprendido.
—¿A los prestamistas de siempre? ¿A los que están junto al Foro?
—Sí, por supuesto —espetó Jovina, moviendo los brazos—. ¡Mueve el culo!
Benignus inclinó la cabeza y se dirigió a la puerta. Antes de marcharse, dedicó a Fabiola una sonrisa que ella le devolvió. Vettius lo siguió para volver a ocupar su puesto en la calle. Sextus se colocó en el interior, justo al lado de la entrada, para vigilar de cerca todos los movimientos.
A Fabiola se le agolpaban las ideas en la cabeza. Estaba claro que a Jovina no le había hecho ninguna gracia que se enterara de que Benignus iba a visitar a un prestamista en su nombre. De repente, la locura que se le había ocurrido le pareció plausible.
—¿Cómo va el negocio? —preguntó alegremente.
Jovina adoptó de inmediato una expresión cautelosa.
—Como siempre —repuso. Otro ataque de tos sacudió su cuerpo enclenque, lo cual aumentó las sospechas de Fabiola—. ¿Por qué lo preguntas? —consiguió añadir Jovina al final entre resuellos.
Fabiola se mostró comprensiva.
—Regentar este local sola debe de dar mucho trabajo —murmuró—. Se te ve agotada.
La madama esbozó una sonrisa forzada, pero los dientes cariados y las encías enrojecidas que dejó al descubierto no sirvieron precisamente para contradecir la apreciación de Fabiola.
—Estoy bien —musitó—. Aunque el negocio anda un poco flojo.
Como intuyó que ahí encontraría un punto de flaqueza, Fabiola se le acercó.
—¿De veras?
A Jovina se le ensombreció el semblante.
—Muy flojo, la verdad —reconoció, dejando que Fabiola la ayudara a sentarse—. Hace un año abrió otro prostíbulo nuevo a tres calles de aquí. La madama es joven y hermosa. Y su socio no nos ayuda que digamos. —La amargura retorció el rostro arrugado y maquillado de Jovina—. Además tienen buenos contactos en el mercado de esclavos. Se quedan con las más guapas incluso antes de ponerlas en venta. Hace meses que no he podido comprar a una sustituía decente. ¿Cómo se puede competir con eso? Es un círculo vicioso que acaba desgastando, y por eso me he quedado sólo con veinte chicas.