Al final el alboroto se fue aplacando.
César se acercó al primer hombre de la fila, que lo saludó con presteza.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
—Centurión Asinius Macro, señor —bramó uno de los oficiales veteranos—. Primera Centuria, Primera Cohorte, Quinta Legión.
El día anterior había arriesgado su vida varias veces, pero sobre todo para rescatar a un grupo de sus hombres que habían quedado aislados por el enemigo.
César dio media vuelta y un esclavo que portaba una bandeja de bronce llena de condecoraciones y monederos de cuero dio un paso adelante. César cogió una
phalera
de oro y se la sujetó entre las otras que Macro llevaba en el arnés del pecho. Masculló unas palabras de felicitación y le tendió un monedero antes de continuar, dejando tras de sí al centurión con una sonrisa de oreja a oreja.
El proceso se repitió con cada hombre: se anunciaba su nombre y rango y lo que había hecho para merecer la condecoración. Mientras tanto, los legionarios que estaban de espectadores coreaban el nombre de César una y otra vez. El ambiente resultaba electrizante, ayudaba a disipar todo resto de temor sobre el día anterior. Cuando César llegó a Sabinus, a Romulus le costó no mirar de reojo. El pulso se le empezó a acelerar. Como había hecho con los demás, su general dio una palmada a Sabinus en el hombro y le concedió una
phalera
de plata y un monedero. Al final se situó delante de Romulus.
Se cuadró rápidamente.
—Legionario Romulus, Primera Centuria, Segunda Cohorte, Vigésima Octava Legión —recitó el oficial.
—¿Y el motivo por el que está aquí? —preguntó César.
—Fue idea suya intentar matar a Petreyo, señor —respondió Atilius—. Vestidos sólo con la túnica, él y dos más cruzaron el campo de batalla para infiltrarse en las filas númidas. Aunque no consiguieron el éxito esperado, el legionario Romulus hirió al hijo de puta. El enemigo se disgregó y huyó, cuando resulta que hacía unos momentos Petreyo los había reagrupado. De no ser por la intervención de Romulus, nuestro contraataque habría fracasado estrepitosamente.
César arqueó las cejas. Por supuesto, ya estaba al corriente de la historia.
—¿Respondes de este hombre?
—Sí, señor —repuso Atilius con toda confianza.
—Estabas en la Décima, ¿verdad?
—Sí, señor.
César asintió.
—Me han contado lo de tu lanzamiento de jabalina de ayer. Bien hecho.
Atilius sonreía de oreja a oreja.
—Gracias, señor.
César se dirigió de nuevo a Romulus.
—Una proeza digna de mención, por lo que parece. —De repente frunció el ceño—. ¿Nos hemos visto en alguna otra ocasión?
—Sí, señor —respondió Romulus sonrojándose.
—¿Dónde?
—En Roma, señor. Me concedisteis la manumisión en la arena.
César demostró que se acordaba con el brillo de sus ojos y una sonrisa.
—¡Ah sí! El esclavo que mató al toro etíope.
—Sí, señor —respondió Romulus. En esos momentos le ardía el rostro.
—Por lo que parece, matar animales salvajes no es tu única especialidad.
—Ha sido un honor formar parte del intento, señor. Siento no haber matado a Petreyo.
César se rio.
—¡No importa, muchacho! Se marchó corriendo y sus hombres le siguieron. Es todo lo que necesitábamos y fue gracias a ti. Ya zanjaremos el asunto en otra ocasión.
—Señor.
César cogió una
phalera
de oro de la bandeja y la sujetó a la cota de malla de Romulus.
—Sigue así y acabarás siendo oficial —dijo al tiempo que le entregaba dos monederos bien pesados—. César no olvida a los buenos legionarios como tú.
—¡Gracias, señor! —Sonriendo de oreja a oreja, Romulus se golpeó el pecho con el puño a modo de saludo.
El general le dedicó un asentimiento amistoso y regresó junto a sus oficiales de alto rango.
—Os presento… a los soldados más valientes de César —proclamó uno de los
bucinatores
. Alzó su instrumento y tocó una corta fanfarria.
Se oyó una ovación creciente entre la que Romulus alzó la voz hasta quedarse ronco.
A continuación, César entró en su cuartel general seguido de sus subordinados.
Ahí permaneció durante las siguientes semanas. Aunque la actividad del enemigo en y alrededor del campamento de Ruspina era considerable, César se dedicó a ignorarlo con toda tranquilidad. Teniendo en cuenta que las defensas del campamento aumentaban a diario, pues todos los artesanos disponibles estaban haciendo bolas para tirachinas y jabalinas, se instalaban catapultas en las torres de los guardas y las murallas estaban vigiladas día y noche. César estaba lo bastante confiado como para no hacer apariciones públicas y recibía informes tras los que daba las órdenes correspondientes. Su seguridad demostró ser correcta porque los pompeyanos no atacaban. Incluso cuando las fuerzas de Labieno recibieron los refuerzos de Metelo Escipión y su ejército, los enemigos de César no actuaron.
Llegaron más legiones y soldados de caballería de Italia que trajeron los tan esperados suministros. Había escaramuzas con los pompeyanos continuamente, pero ninguna decisiva. El intento de César de tomar la ciudad de Uzitta, que era de donde salía buena parte del agua del enemigo, fracasó; por su parte, los pompeyanos perdieron muchos soldados en sus intentos fallidos de desplazar a las fuerzas de César de sus posiciones. Al final, como se dieron cuenta de que no servía de mucho continuar el asedio, César condujo a diez legiones hacia un asentamiento llamado Aggar. La caballería numidia los acosó durante todo el camino y en un momento dado llegaron a tardar más de cuatro horas en recorrer cien pasos. Lo que ayudó a los soldados asediados entonces fue el convencimiento de que, si se mantenían juntos y no rompían filas, el caballo enemigo no podría hacer más que herir a unos cuantos hombres arrojando lanzas.
Romulus se alegró de que empezara para todos los legionarios la nueva instrucción destinada para enseñarles a luchar al lado de la caballería. Se eligieron a trescientos hombres de cada legión para que permanecieran en formación de batalla todos los días, con el objetivo de brindar apoyo a los jinetes siempre que empezaba una escaramuza. Así, los ataques tentativos de los pompeyanos se resistían mejor. El frustrado Escipión ofreció batalla en varias ocasiones, pero César siempre la rehuyó. Aunque Romulus sabía que su general aguardaba el mejor momento para luchar, empezó a impacientarse a medida que pasaba el tiempo. Perdió la cuenta de las veces en las que ambos ejércitos se colocaban frente a frente dispuestos a la lucha, para acabar retirándose al cabo de unas horas.
A Romulus le satisfacía que sus compañeros compartieran su sentimiento. Perfectamente integrado en su
contubernium
y centuria, se sentaba cada noche a charlar, preguntándose cuándo acabaría la campaña. Daba la impresión de que todos querían que terminase el conflicto. Para algunos veteranos que habían cruzado el Rubicón con César, la guerra se había prolongado más de tres años y, aunque no lo decía, Romulus llevaba de campaña desde que saliera de Italia hacía casi una década. Una sensación de hastío que nunca antes había reconocido se despertó en él a raíz de las conversaciones sobre el hogar, la familia y la plantación de cultivos. Aunque la lealtad de Romulus para con César era inquebrantable, él también empezó a desear que obtuvieran una victoria rápida en África. Entonces sólo quedaría Hispania como campaña potencial antes de que fueran todos licenciados. No obstante, el deseo de Romulus de dejar las legiones siempre estaba marcado por sus dudas acerca de qué hacer con su vida. En cierto sentido, morir en el campo de batalla parecía una salida fácil.
La situación no tuvo visos de empezar a cambiar hasta que las legiones de César dejaron de atacar Aggar y marcharon de noche para iniciar el asedio de la localidad costera de Thapsus. Apenas habían acabado las fortificaciones la primera noche cuando recibieron la noticia de la llegada del ejército de Pompeyo. Escipión había estado pisándoles los talones. El terreno que circundaba Thapsus era llano, lo cual facilitaba el encuentro frontal. A primera vista, la situación no pintaba bien. El enemigo los superaba en número en todas las secciones del ejército: infantería, escaramuzadores y caballería; aparte de conservar a más de cien elefantes, mientras que César carecía de ellos. Sin embargo, más de la mitad de los hombres de César llevaba luchando bajo su mando por lo menos una década, mientras que la mayoría de los pompeyanos eran reclutas novatos. Los desertores enemigos también habían revelado que hacía poco tiempo que habían capturado a los elefantes y que, por tanto, no estaban curtidos en la batalla.
Aparte de estar en la costa, Thapsus estaba protegida por una gran laguna de agua salada y una lengua de mar que iba hacia el interior, lo cual significaba que sólo era posible atacar por dos sitios. César, astuto hasta el fin, había ordenado la construcción de un fuerte por el camino que proporcionaba las mejores opciones para atacar la localidad. Dejaba una lengua de tierra de unos tres kilómetros de ancho que discurría entre el mar y la laguna como la única vía para acercarse a su tropa.
Como Romulus y sus compañeros habían descubierto al amanecer, aquel camino ya lo había tomado Escipión. Las posiciones periféricas habían informado de que un gran ejército avanzaba hacia Thapsus en formación de
triplex acies
. Era la disposición clásica de tres filas de soldados que utilizaban la mayoría de los generales romanos y se había reforzado con la presencia de la caballería numidia y los temidos elefantes en ambos flancos. Sin embargo, en un sorprendente movimiento, la mitad del ejército pompeyano, incluyendo la mayoría de los númidas, se había quedado para cubrir la segunda ruta junto al fuerte. Por consiguiente, los veteranos de César casi igualaban ahora a sus contrincantes. Como es de suponer, y para regocijo de todo su ejército, esta vez el taimado general no intentó rehuir la batalla.
En cambio, sus legiones habían marchado para encontrarse con el enemigo.
La oportunidad era demasiado buena para desperdiciarla.
A media mañana del día siguiente, los dos ejércitos llenaron por completo la lengua de tierra. Estaban el uno frente al otro a una distancia de no más de cuatrocientos metros y se miraban fijamente preguntándose qué ocurriría. La Vigésima Octava, con Romulus en el medio, formaba parte del núcleo de César junto con otras dos legiones menos experimentadas. Sus veteranos de la campaña de la Galia, que incluían a la Quinta y a la famosa Décima, estaban apostados en cada ala, apoyados por cientos de honderos y arqueros. En la cara exterior se encontraban los jinetes, aunque la presencia de agua a ambos lados limitaba los movimientos de la caballería. Básicamente no tenían espacio suficiente para maniobrar.
«Otro motivo para luchar hoy», pensó Romulus. Dejar la mayor parte de la lucha a los legionarios reducía la ventaja de los númidas enemigos. Los hombres de César se enfrentaban a un número mucho mayor de soldados pompeyanos, pero se sabía que eran inexpertos. Había unos sesenta elefantes en cada flanco y una gran cantidad de soldados de caballería. Nada de todo aquello preocupaba demasiado en las líneas de César. Había cinco cohortes preparadas para luchar contra las enormes bestias utilizando los
pila
, y éstas y las tropas de proyectiles conocían los puntos vulnerables. Romulus observó a los hombres de expresión ansiosa que lo rodeaban. La diferencia con respecto a Ruspina quedaba clara, pues irradiaban seguridad. Aquel sentimiento era incluso más acusado entre los veteranos de las alas. Sus soldados se balanceaban adelante y atrás como juncos al viento. Los golpes y juramentos de sus oficiales eran lo único que los mantenía en fila.
La jornada iba a continuar en esta línea sanguinaria. Cuando César se preparó para dirigirse a sus hombres, sus oficiales empezaron a suplicarle que permitiera el inicio del ataque. Atilius y los demás comandantes de las cohortes hicieron lo mismo, rompieron filas para situarse al lado del caballo del general e implorar el honor de atacar primero. César dijo con una sonrisa a los centuriones de alto rango que ya faltaba muy poco para que llegara el momento. No había previsto el entusiasmo de las legiones Novena y Décima en el flanco derecho. Obligaron a los
bucinatores
a tocar el avance, hicieron caso omiso de sus centuriones y salieron disparados hacia delante en dirección al enemigo.
Romulus los observó, asombrado primero y luego con creciente impaciencia. Tenían que hacer lo mismo que ellos, ¿no? De lo contrario, el acto precipitado de los veteranos podría costarles caro. Los legionarios que tenía al lado compartían su sentimiento. A pesar de que a los centuriones se les fue un poco la mano con las varas, la legión entera avanzó por lo menos cincuenta pasos hacia César.
Mientras Atilius y sus compañeros seguían a su lado, el general asimiló la situación.
Los hombres de la Vigésima Octava se pararon y contuvieron el aliento.
Para alegría de Romulus, César se encogió de hombros y luego sonrió.
—Este momento es tan bueno como cualquier otro.
¡Felicitas!
—gritó, volviéndole la cabeza al caballo. Lo espoleó y se fue directo al enemigo.
Atilius y los demás centuriones de alto rango miraron a sus hombres.
—¡Ya habéis oído al general! —bramó uno—. ¿A qué esperáis?
Romulus, Sabinus y otros miles respondieron con un grito ensordecedor e ininteligible. El ejército al completo se hizo eco del grito y echó a correr hacia los pompeyanos. Pronto vieron cómo el enemigo todavía inmóvil se amilanaba ante la virulencia de su ataque. Como es de suponer, aquello aumentó la determinación. de los cesarianos y se estrellaron contra las filas de sus contrincantes como Vulcano golpeando un fragmento de metal. Los primeros en alcanzar a los pompeyanos fueron la Novena y la Décima, que le sacaron mucho provecho a las jabalinas. Lanzando ráfagas densas, hicieron cundir el pánico entre los elefantes de guerra, que se volvieron y salieron en estampida por entre sus propias filas. Sin pausa, los veteranos chocaron contra los soldados desconcertados de detrás, y los descuartizaron como si fueran leña.
Las tropas enemigas no sabían cómo reaccionar y la misma situación se repitió a lo largo de todo el frente de batalla. Espoleados por el éxito de las legiones Novena y Décima, todos los soldados del ejército de César se abalanzaron sobre los pompeyanos como posesos. Como no estaban preparados para tamaño fervor, los adversarios se limitaron a separarse y echar a correr. Soltaron las armas, dieron media vuelta y huyeron a lo largo de la lengua de tierra. El estrecho puente de tierra, que tan perfecto había parecido para el ataque, se convertiría enseguida en un terreno idóneo para matar. No había escapatoria posible, y los pompeyanos no corrían tan rápido como para tomar la delantera a los legionarios cesarianos enfurecidos. No hubo cuartel y miles de soldados enemigos murieron suplicando por su vida.