—Hola, Álex. ¿Cómo estás?
—Bien. Escribiendo y… pensando en ti.
Silencio.
—¿Paula?
—Perdona, Álex; estoy un poco cansada. Llevo todo el día estudiando.
—No lo sabía. Perdóname. No te debería haber llamado tan tarde, pero quería oír tu voz y no he podido contener las ganas.
—No te preocupes.
—Bueno, pues lo siento.
—No pasa nada, de verdad. Gracias por llamarme.
—Ya hablamos mañana, ¿te parece?
—Vale. Buenas noches, Álex.
—Buenas noches.
Comienza el viernes. La lluvia ha cesado, pero es solo una tregua porque las previsiones anuncian que el tiempo incluso podría empeorar durante el día.
Paula se pone de pie y apaga el ordenador. La música cesa. La chica se agacha y se baja la pernera de los pantalones del pijama, que se le han subido. Luego se mete otra vez en la cama.
Le costará dormir. Soñará con Ángel, con Álex y con Mario. Pero nada de lo que sucede en sus sueños puede compararse a lo que está viviendo en la vida real.
Hace unas horas, por la tarde, casi noche, en la habitación de Mario.
Su mejilla está roja. Mario se la frota despacio. No puede creerse que Paula le haya pegado al besarle. No le duele tanto la cara como el corazón.
—Perdona, yo… no he debido… Pero ¿por qué has hecho eso? —pregunta la chica, que continúa en estado de shock.
Mario sigue tocándose el rostro. No sabe qué decir. Sus ojos se pierden por las paredes de la habitación. No puede mirar a su amiga a la cara.
—Yo…
—No…, no lo entiendo. ¿Qué te ha pasado? ¿Por qué me has besado?
Paula está muy nerviosa. Le tiemblan las piernas. ¿Se marcha corriendo? ¿Se queda? No comprende cómo Mario se ha atrevido a besarla.
—Lo siento.
—Mario… ¡Me has besado en los labios! —exclama, poniéndose las manos en la cabeza—. No comprendo nada.
—De verdad que lo siento.
La voz del chico llega apagada, casi imperceptible. Su amiga se da cuenta de que está verdaderamente afectado. Suspira e intenta serenarse.
—¿Por qué me has besado? —repite, más tranquila, sentándose en la cama.
—No…, no lo sé.
Mario siente vergüenza de sí mismo. Las palabras salen quebradas de su boca. Mira a un lado y a otro, asustado, amedrentado por la situación. Ahora no solo perderá las remotas posibilidades que tenía con Paula sino también su amistad. Nunca imaginó que su primer beso a una chica terminaría de esa manera.
—¿Ha sido un impulso repentino? —insiste Paula.
El chico no dice nada. Se sienta en la silla frente al escritorio y detiene la canción de Shawn Colvin que todavía continuaba sonando. Mira hacia abajo. Piensa en todo el tiempo que empleó en hacer aquel CD para ella: horas y horas; madrugadas sin dormir. Todo, para nada. No se ha sabido contener ni hacer las cosas bien. No debió besarla, ese no era el plan. No debió hacerlo sin su consentimiento: un beso es cosa de dos y eso, hasta ese preciso instante, no lo había tenido en cuenta.
El silencio en la habitación es absoluto. Paula observa a su amigo y resopla. No reacciona.
—¿Mario? ¿No me dices nada? No puede ser que haya pasado esto y ahora ni siquiera seas capaz de mirarme.
Nada: es como si se hubiera transformado en una estatua de sal. Inmóvil, con la cabeza agachada y la vista en el suelo, Mario solo piensa en el error que ha cometido y en sus posibles consecuencias.
Paula no lo soporta más. Se levanta de la cama y se cuelga la mochila en la espalda.
—Me voy. Ya hablaremos.
La chica se dirige hacia la puerta. Camina deprisa, enfadada, confusa y también defraudada. No esperaba que Mario fuera así. ¿Qué pretendía? ¿Liarse con ella en su propia casa?
—Te quiero, Paula.
Esa noche no hay luna, ni estrellas. Unos niños gritan en la calle mientras corren hacia alguna parte chapoteando en cada uno de los charcos que se han ido formando durante el día. La lluvia cae sin prisas, constante. Es un día cualquiera de marzo, en un lugar de la ciudad.
—¿Qué?
—Que te quiero. Estoy enamorado de ti.
Sus ojos por fin se encuentran. Se miran intensamente. Entre ambos amontonan un millón de sensaciones diferentes.
—Pero, Mario… No creo que me quieras. Habrás confundido tus sentimientos…
—No, estoy seguro de lo que siento. Te quiero.
—Vaya. ¿Y desde cuándo sientes eso por mí?
—No lo sé. No recuerdo. Desde siempre, creo.
—Ah. Debo ser muy tonta porque nunca me di cuenta.
—Tenías otros en los que fijarte. Otros mejores que yo.
Paula vuelve sobre sus pasos y se sienta otra vez en la cama. Las palabras de su amigo le hacen sentirse culpable. Y entonces empieza a unir piezas. Todo va encajando: su estado de ánimo, el nick del MSN, el no dormir, que mirara tanto hacia la esquina de las Sugus… No era por Diana, era por ella. ¡Qué estúpida!
—Lo siento. Siento no haberme dado cuenta de tus sentimientos.
—No pasa nada. Es normal que una chica como tú no quiera nada con alguien como yo.
—Eso no es cierto, Mario. Somos amigos y…
—Amigos. Sí, lo sé. Amigos… Pero ya sabes que no me refería a amistad.
—Ya.
Los dos permanecen en silencio unos minutos. Ahora ya no se miran. Paula no se atreve y Mario huye de la realidad, quiere que aquella conversación termine cuanto antes. No puede más. Sin embargo, es ella la que cree que irse es la mejor solución.
—Me tengo que marchar. Es tarde y en casa estarán preocupados.
—Vale.
—Siento haberte pegado —dice Paula mientras abre la puerta de la habitación.
—Y yo siento haberte besado sin permiso.
La chica hace un gesto con la cabeza, suspira y sonríe tímida.
—Nos vemos mañana, Mario.
—Espera un segundo.
El chico se levanta de la silla y saca el CD del ordenador. Lo guarda y se lo da.
—Gracias.
—Es tuyo. Tu regalo de cumpleaños.
Los ojos de Paula brillan bajo la luz del dormitorio de aquel chico que conoce desde hace tantos años: un gran amigo que le acaba de confesar su amor. Apenas puede aguantar las lágrimas. Es uno de los momentos más difíciles que recuerda en su vida. Pero tiene novio. Está Álex y ahora…, ahora también sabe que Mario la quiere.
Su cabeza va a explotar. Tiene que salir de allí.
Da las gracias de nuevo y, tras besarle en la mejilla que antes golpeó con la palma de su mano, abandona la habitación abrazando con fuerza el CD de
Canciones para Paula
.
Un día de marzo por la tarde, en un lugar de la ciudad, hace aproximadamente diez años.
Luce el sol y el parque está lleno de niños. Algunos han hecho porterías con las mochilas del colegio y juegan al fútbol con un balón desinflado. Otros corretean de aquí para allá, intentando pillar a los más lentos. Un grupo de amigas salta a la comba. Aquella, a la que le toca estar en el centro ahora, lo hace muy bien. Uno, dos, tres, cuatro saltos seguidos, con gran agilidad, sin que apenas toquen los pies en el suelo y al ritmo de una cancioncilla que se sabe de memoria. Y eso que solo tiene seis años, ya casi siete, porque Paula cumple años en pocos días, en ese mes de marzo. Es una de las chicas más guapas de su pandilla. Tiene unos enormes ojos marrones, aunque ella siempre dice que son de color miel, y una preciosa melena ondulada, la más larga de las melenas entre todas las niñas.
Enfrente, ensimismado, Mario la mira atentamente, sentado en la parte de arriba de un tobogán. Está solo, como suele ser habitual. No tiene demasiados amigos. A él no le gusta el fútbol ni correr. Prefiere jugar al ajedrez o hacer sopas de letras para niños. Eso a los seis años no te hace demasiado popular ni en el colegio ni en el barrio. Tampoco su timidez le deja ir más allá. Sobre todo con las chicas y, en especial, con Paula. Cuando la ve siente algo por dentro. Unas veces en el lado izquierdo del pecho, otras en la tripa. No sabe lo que es. Incluso un día pensó que le había sentado mal la comida.
A él le encantaría hablar con ella, pero nunca se ha atrevido y eso que van a la misma clase este año. No cree que Paula sepa ni siquiera que existe.
La tarde va cayendo. Es un día primaveral. Poco a poco los niños se van marchando a sus casas. Las chicas de la comba ya no están, tampoco los del pilla-pilla, y los equipos de fútbol cada vez tienen menos jugadores.
Mario sigue allí, subido en uno de los columpios. Mira al cielo mientras que se balancea suavemente. Hace tiempo que no sabe nada de la chica de los ojos marrones tan grandes. Se había marchado con la de las coletas, esa que dice tantas palabrotas y que se llama Diana.
—Hola.
La voz que oye a su espalda es de una chica. Mario se gira y ve a Paula. Está sonriendo. El chico se pone nervioso y casi se cae al suelo.
—Hola —consigue decir por fin, arrastrando los pies para estabilizar de nuevo el columpio.
Es la primera vez en su vida que le habla. ¡Cómo no va a estar nervioso! A sus seis años apenas ha conversado con niñas.
Paula se sube en el otro columpio y comienza a balancearse con fuerza. Sus pequeñas piernas se alzan muy arriba. Mario la observa intrigado. ¿Qué ha ido a hacer allí?
—¿Por qué estás siempre solo? —le pregunta ella sin parar de impulsarse.
El chico duda en responder. ¿Es a él? Sí, debe ser a él, es la única persona que hay por allí.
—No sé —contesta en voz baja.
—¿Te gusta estar solo?
—A veces sí, pero otras me aburro mucho.
—Te comprendo. Yo, cuando estoy sola, me aburro muchísimo.
Mario no entiende muy bien a qué se refiere la niña. ¿Sola? Nunca ha visto a Paula sola, siempre va rodeada de chicos y chicas, incluso con alguno mayor que ella.
La niña detiene el columpio de golpe y lo mira con curiosidad, como quien observa a un insecto que no ha visto nunca.
—No tienes novia, ¿verdad?
¿Y eso a qué viene? Tiene solo seis años, ¡cómo va a tener novia! Siempre ha oído que los novios se besan en la boca y besarse en la boca es cosa de mayores. Y aunque él se considera un chico muy maduro para su edad, no tiene los suficientes años para ser mayor.
—¡Claro que no!
—¿Y no te gusta ninguna niña?
—Pues no.
—¿Nunca te ha gustado nadie? ¿Ni de nuestra clase?
—Qué va…
—Eres muy raro.
Paula sonríe y vuelve a balancearse en el columpio.
¿Raro? ¡Qué sabrá ella! Aunque, pensándolo bien, un poco raro sí que es. Al menos no hace las cosas que suelen hacer otros niños de su edad.
—¿Y a ti te gusta alguno? —se aventura a preguntarle, pero con mucha timidez y enrojeciendo después.
—Julio, Diego y Carlos Fernández. Pero solo estoy con Julio.
Julio Casas es el guapo de la clase. O eso es lo que ha escuchado de algunas de sus compañeras. El resto de chicos siempre le están haciendo la pelota y quieren ir con él en el recreo.
—¿Y él lo sabe?
Paula vuelve a parar el columpio.
—¿Qué si sabe el qué?
—Pues que te gustan otros dos.
—Claro, se lo dije desde el principio. Pero no le importa.
—Ah.
—Además, creo que me está empezando a gustar otro.
—¿Otro?
—Sí. Es de la clase.
—¿De la clase?
—Sí. Su nombre empieza por "M".
Mario reflexiona durante unos segundos. En la clase solo hay tres chicos cuya inicial sea la "M": Manuel Espigosa, Martín Varela y él.
¿Él?
No, él no puede gustarle a aquella chica. Pero su nombre empieza por "M". ¿Y si es él?
—No sé quién puede ser.
—Es Martín. Pero no se lo digas a nadie, ¿vale?
Mario siente una punzada dentro de su pecho. Qué extraño. ¿Habrá cogido frío? Su padre le suele decir que, cuando te duele el pecho, es porque entra aire en las costillas. Será eso.
—Tranquila. No diré nada.
Paula lo mira a los ojos y sonríe. Es feo, pero más simpático de lo que parecía.
Los dos niños se balancean tranquilos, despacio, en el atardecer de aquel mes de marzo: Mario sin saber que aquellos instantes serán el inicio de un largo camino en silencio; Paula desconociendo que, diez años más tarde, su amigo le confesará todo lo que siente por ella.
Mañana de un día de marzo, en un lugar de la ciudad.
Se ha puesto la camiseta al revés. Menos mal que su madre se ha dado cuenta y la ha avisado a tiempo. Y no solo eso: desayunando, deprisa y corriendo porque llegaba tarde al instituto, ha tirado con el brazo medio vaso de Cola Cao sobre la mesa.
Paula está muy tensa y también cansada. No ha dormido en toda la noche. Su cabeza es un hervidero: Mario, Álex y Ángel son los protagonistas de sus pensamientos, tres chicos que están enamorados de ella, dos pasándolo mal y uno al que le está ocultando demasiadas cosas. Por eso es imposible centrarse en otras cosas, aunque sean tan importantes como el examen de Matemáticas que tiene a primera hora. Si es que le dejan hacerlo porque en esos momentos suena el timbre del instituto y ella corre por el pasillo con la mochila dando tumbos en su espalda.
Es una situación frecuente, pero esta vez tiene más relevancia porque, si no logra entrar en clase, no hace la prueba y entonces suspenderá el trimestre.
El profesor de Matemáticas se asoma por el umbral de la puerta para comprobar que nadie está fuera y la ve.
—Buenos días, señorita García. Ya la echaba de menos.
El hombre se mete en la clase, pero no cierra la puerta. Paula hace el último esfuerzo y entra en el aula trastabillándose.
—Buenos días… profesor… Perdone el retraso —dice jadeando, tratando de recuperar el aliento perdido.
—Siéntese. Es la última como siempre. Espero que eso no sea un indicativo de su nota en el examen.
Paula no está en condiciones de responder al comentario irónico del profesor y no le contesta. Al menos, le deja hacer el examen. Es suficiente. Mientras se quita la chaqueta, ante la mirada atenta de los chicos de la clase, se dirige a su sitio.
El resto está ya sentado, también las otras Sugus, que la saludan con la mano desde sus asientos. Cris y Miriam sonríen. Diana, sin embargo, está más seria. Paula se da cuenta de que las ojeras de ayer permanecen en sus ojos. No tiene buen aspecto: seguro que esta noche también se la ha pasado estudiando.