—Buenos días, dormilona —le susurra Miriam—. Suerte.
—Suerte para ti también —responde en voz baja.
De la mochila de las Supernenas saca un bolígrafo, un lápiz y una goma. El paraguas, que no ha tenido que usar todavía hoy, lo deja a un lado de la mesa y la chaqueta la cuelga en el respaldo de la silla. Instintivamente, mira hacia el rincón opuesto del aula donde se sienta Mario. Pero ¿dónde está? En su lugar habitual no hay nadie.
Paula lo busca con la mirada por toda la clase. A veces los profesores tienen la costumbre, o el capricho, de cambiar antes de un examen a algunos alumnos de sitio. Pero en esta ocasión no es así. La chica no ve a Mario porque no ha ido.
El profesor de Matemáticas saca de su carpeta los folios del examen y comienza a repartirlos. Al mismo tiempo, advierte a sus alumnos que no pueden hablar desde ese mismo instante.
—¿Y tu hermano?—le pregunta Paula a Miriam.
—No viene. Se ha puesto malo.
—¿Que se ha puesto malo? ¿Qué le pasa?
A Miriam no le da tiempo a responder porque se da cuenta de que el profesor las está observando. Con un gesto con la mano le indica a su amiga que se lo cuenta más tarde.
Paula no puede creer que Mario no haya ido al examen. Después de tanto esfuerzo va a suspender el trimestre, él, que precisamente es el más preparado de toda la clase y que la ha ayudado tanto estos dos días.
Suspira. Solo espera que su ausencia no tenga nada que ver con lo que sucedió ayer. Si ella está afectada, imagina cómo debe de estar su amigo. No entiende cómo no se dio cuenta antes de sus sentimientos. Durante la noche ha recordado anécdotas con él en los días en los que solo eran unos niños. Por aquel entonces eran inseparables compañeros de juegos, de bromas, de experiencias Hasta que empezaron a ir al instituto y, en ese momento, comenzaron a distanciarse. Quizá fue culpa de ella, que no le prestó la atención adecuada al chico que había vivido a su lado gran parte de su infancia. ¡Qué tonta ha sido!
—Espero no verlas hablar más hasta que salgan al patio y se fumen el cigarrillo —señala el profesor de Matemáticas, que le entrega el examen boca abajo.
Paula ni siquiera le responde que no fuma, ni tiene intención de hacerlo nunca. Está preocupada por Mario. El examen se halla sobre la mesa, pero ella solo piensa en su amigo. Quiere verlo, pedirle perdón por todo el tiempo que le ha dejado de lado, por esos últimos años perdidos en los que se alejaron el uno del otro.
—El folio en blanco que les he entregado es para que lo usen de borrador, aunque también lo recogeré. Tienen cincuenta y cinco minutos para disfrutar de la magia y el poder de las Matemáticas. Luego, el que disfrutará corrigiendo seré yo. Pueden darle la vuelta a la hoja.
Como si de un equipo sincronizado se tratase, todos giran el folio al mismo tiempo; todos menos una chica, que en su asiento sigue preguntándose si no es ella la responsable de que su amigo no esté haciendo ahora el examen con ellos.
Esa mañana de marzo, en otro lugar de la ciudad.
—Ya te vale, ponerte malo precisamente hoy.
La madre de Mario mira el reloj. En un par de horas ella y su marido deben coger un avión. Se van hasta el domingo, pero no contaban con este imprevisto.
—¿Y qué quieres que haga? —responde el chico, tapándose la cabeza con una manta.
—¿Te sigue doliendo la cabeza? —pregunta resignada.
—Sí. Me duele. —Y tose.
La mujer resopla. No parece que sea demasiado grave, pero si Mario ha dicho que no se encuentra bien para ir a clase, seguro que tiene motivos para ello. Nunca miente con esas cosas. No es como Miriam.
Su marido también entra en la habitación. Se está haciendo el nudo de la corbata. Tiene un congreso fuera de la ciudad, un viaje de trabajo, pero con mucho tiempo libre, y por eso su mujer lo acompaña. Ni recuerda el tiempo que hace que no disfrutan de un fin de semana para ellos solos.
—¿Cómo estás? —le pregunta a su hijo, que sigue escondido bajo la manta.
—Dice que le duele la cabeza y tiene un poco de tos —se anticipa la mujer.
—Vaya, qué mala pata.
—Me tendré que quedar aquí.
—¿Qué? ¿Tan mal está?
Mario aparta la manta.
—No estoy tan mal. Podéis iros los dos tranquilos.
—No te voy a dejar aquí solo si estás enfermo.
El chico empieza a sentirse culpable. A su madre le hacía mucha ilusión ese viaje. Cuando ha decidido esta noche que no iría al instituto hoy, no recordaba que sus padres se iban por mañana.
—Mamá, que no estoy tan mal. De verdad, no te preocupes, os podéis ir.
—Mario, no voy a dejarte solo en casa estando enfermo. Pero mira la mala cara que tienes
—Es de no dormir, pero no estoy enfermo.
—¿No? ¿Y entonces por qué toses y te duele la cabeza?
El chico suspira. Uff.
—Hoy tenía un examen y no me lo sabía.
—¿¡Qué!? —exclaman al unísono el hombre y la mujer.
—Eso, que como no me lo sabía y no quería suspender, pues he fingido que estaba enfermo. Perdón.
—Pero… ¿tú crees que esto…?
Su madre indignada no sabe qué decir. Su padre, sin embargo, sale del dormitorio terminando de anudarse la corbata con una sonrisilla. No está bien lo que ha hecho su hijo, pero al final su mujer podrá irse de viaje con él.
—Lo siento, mamá.
—Cuando regrese del viaje, hablaremos de esto.
—Vale. Asumo las consecuencias. No lo volveré a hacer.
La mujer agita la cabeza de un lado a otro y se marcha de la habitación.
Mario se vuelve a meter bajo la manta. Se siente mal por mentirle a su madre, pero no puede contarle la verdad. Ella jamás imaginaría que su hijo se ha pasado toda la noche llorando por amor y jamás creería que le han faltado fuerzas esa mañana para enfrentarse a la realidad. Y es que el dolor del desamor es más fuerte que suspender un estúpido examen de Matemáticas.
Esa misma mañana de marzo, en un lugar de la ciudad.
—¿Qué te dio el segundo? —pregunta Miriam, que ha sido de las primeras en salir del examen.
—Tres —responde un chico bajito que está a su lado.
—¿Tres? A mí me dio siete —indica, desilusionada. Aquel pequeñajo suele sacar buenas notas.
—Y a mí cinco con cinco —se lamenta Cris.
Diana es la siguiente en aparecer. Está muy seria. Miriam se acerca a ella y trata de consolarla.
—Menuda cara. ¿No te ha salido bien, verdad? No te preocupes, era muy difícil.
—Bueno, no sé. Suspenderé como siempre —dice, sin demasiado interés.
—¿Qué te dio el resultado del segundo?
—Tres.
—¿Tres? Como a… este —Miriam, señala al chico bajito del que ni siquiera recuerda el nombre.
—Casualidad.
—¿Y el tercero? —insiste la mayor de las Sugus.
—Mmm. Creo que dos con cinco —responde Diana.
—¡A mí me dio eso! —exclama Cris.
—Sí, da eso —certifica el chico.
—¡Joder! ¡A mí ocho! —grita Miriam, desesperada, segura ya de que va a suspender.
La puerta del primero B se abre de nuevo. Paula sale resoplando.
—¿Cómo te ha salido? —le pregunta Cris.
—Ni idea. Era complicado.
—¿A que sí? —interviene Miriam—. ¿El primero os dio doce?
—No, veintiuno —comenta Cristina.
El resto asiente. Sí, el primer problema da veintiuno.
—Uff. Pues un cero voy a sacar.
—No será para tanto. Algún puntillo tendrás por haber puesto el nombre bien —bromea Cris, un poco más aliviada después de comprobar que dos de los ejercicios los ha hecho bien.
Miriam la atraviesa con la mirada y levanta el dedo corazón de la mano derecha.
El timbre suena anunciando el final de la clase.
—Oye, Miriam, ¿qué le ha pasado a Mario? —pregunta Paula, que no se ha olvidado de su amigo en todo el examen.
—Se ha levantado enfermo. Decía que le dolía mucho la cabeza y además tosía bastante.
—Ah.
Diana escucha la conversación en silencio.
—Pero, si quieres que te diga la verdad, me parece que se lo ha inventado. Y como es él, mis padres se lo han tragado.
—¿Y por qué tu hermano iba a hacer algo así? —pregunta Cristina, que no se cree la versión de su amiga.
—No lo sé. Tal vez no había estudiado demasiado y no quería suspender. Quizá, si habla con el profesor de Matemáticas, se lo haga otro día. Mis padres le harán un justificante.
—No me creo que Mario haga eso —insiste Cris.
—Pues créetelo. Soy una experta en hacerme la enferma. Y la tos sonaba muy falsa.
Paula no dice nada. Prefiere no hacerlo. Si es cierto que Mario miente y no está realmente enfermo, cree saber la causa por la que no ha ido a hacer el examen: ella.
El timbre vuelve a sonar. La siguiente clase comienza enseguida.
—Voy al baño —dice Diana—. ¿Vienes conmigo, Paula?
—Pero si ya ha sonado…
—Anda, acompáñame, que no aguanto. No tardamos nada.
—Está bien, voy contigo.
Las dos chicas se despiden de sus amigas y se dirigen al pasillo en el que está el cuarto de baño.
—Paula, ¿te puedo preguntar una cosa?
—Sí, claro.
—Ayer… ¿Mario te dijo algo cuando yo me fui?
—¿Algo sobre qué?
Diana y Paula entran en el baño. Una junto a la otra se sitúan delante del espejo y se arreglan el pelo.
—Sobre… sus sentimientos.
Paula se gira hacia Diana y la mira a los ojos sorprendida.
—¿Hasta dónde sabes tú? ¿Qué te ha contado Mario?
—Bueno, no sé mucho. Solo que…
—Diana, ¿tú sabías que yo le gustaba a Mario?
—Sí —responde en voz baja, tras pensarlo un instante.
—¿Y por qué no me habías dicho nada? Somos amigas.
—Porque era un secreto. Y no era yo la indicada para contarte eso. Tenía que ser él quien te lo dijera.
Paula resopla, abre el grifo del agua fría y se echa un poco en la cara. Diana lo sabía y debería habérselo contado todo.
—De todas formas, no entiendo por qué dejaste que creyéramos que eras tú la que le gustabas.
—Porque yo me enteré ayer. Antes no sabía nada.
—¿El miércoles? Pero el miércoles fue cuando te fuiste de la casa de Mario llorando. ¿No? ¿No tendrá esto relación con lo que te pasó?
Diana no responde y se encierra en uno de los baños individuales. Paula la sigue y la espera fuera, apoyada contra la pared.
—¿Te gusta Mario, verdad, Diana?
Pero no hay ninguna respuesta desde el otro lado de la puerta.
Aquel momento no es sencillo para ninguna por el sufrimiento de ambas.
Paula, ante el silencio de su amiga, no insiste.
Un par de minutos después, Diana sale del baño. Está sonriendo, pero tiene los ojos completamente rojos.
—Di… Diana.
Y aquella chica, que tan fuerte se había mostrado siempre delante de todos, se derrumba completamente ante su mejor amiga. Lágrimas que ya no ocultan un sentimiento que ha terminado por explotar.
Esa misma mañana, en otro lugar de la ciudad.
La columna sobre Katia para la página web ya está terminada. No está mal. Ángel la lee varias veces, cambia un par de palabras y corrige alguna que otra coma mal puesta. Hace entonces una nueva lectura, la última, porque lo que ha escrito sobre la cantante le gusta bastante. Satisfecho, llama a su jefe para que la lea antes de pulsar el
enter
y que salga ya publicada en Internet.
Jaime Suárez acude rápidamente y lee con detenimiento.
—¡Muy bien! Está muy bien.
—Gracias, me alegro de que le guste.
—Es personal, diferente, también informativa y se nota que estáis enamorados el uno del otro.
El periodista cree que ha oído mal las últimas palabras de don Jaime.
—¿Perdone? ¿Ha dicho "enamorados"?
—Sí, hombre. Es una columna preciosa y se siente el amor que hay entre los dos. Al menos, yo lo siento.
—No estamos enamorados. ¿Por qué dice eso? ¿En qué frase lo percibe?
Jaime Suárez mira a un lado y a otro para cerciorarse de que están solos. Luego se sienta en una silla con ruedecitas y se pone las manos en la nuca.
—Ángel, por si no lo recuerdas, sigo siendo periodista.
—Claro que lo recuerdo. Pero, ¿qué tiene que ver eso?
El hombre está a gusto consigo mismo. Se siente triunfador, como el que acaba de encontrar una exclusiva: ¡la exclusiva!
—Verás: un periodista tiene que ser intuitivo…
—Lo sé, lo sé. Pero…
—Y perseguir una corazonada hasta descubrir si se trata de una realidad o de algo producto de su imaginación. Y reunir pruebas.
—Ya, pero no sé qué tiene que ver eso conmigo y con lo que ha dicho.
—Y además contar con dos factores fundamentales: la suerte y la lógica. Pueden parecer opuestos, pero ambos, en un momento dado, se complementan y juntos consiguen que se llegue a la noticia, al núcleo de la información.
—No entiendo nada de lo que me está diciendo.
Jaime Suárez sonríe.
—Yo te lo explico con hechos. Te voy a contar una historia. Hace una semana, cuando Katia vino a hacer la entrevista, ya noté cierto flirteo por su parte. Le gustaste desde el primer minuto.
—¿Cómo sabe eso? —pregunta el chico sorprendido.
—Soy un zorro viejo, Ángel. Conozco a la personas, su naturaleza. Además, te miraba de una manera especial. ¿No te diste cuenta?
—No, y no creo que eso fuera así.
—No intentes esconder la verdad conmigo, amigo mío. Pero continúo. —El hombre echa la silla hacia atrás y coloca un pie sobre una de las mesas de redacción—: en ese instante tuve una corazonada, una intuición, el presentimiento de que tú y ella comenzaríais una relación.
Ángel se queda con la boca abierta y sigue escuchando las reflexiones de su jefe.
—Entonces empiezan a darse circunstancias que reafirman mi presentimiento. Ella te lleva en coche a no sé dónde el primer día, pide tu móvil y luego te reclama para que asistas a su sesión de fotos. Además, creo que luego os fuisteis juntos, ¿no? Eso al menos me contó Héctor.
—Sí, así fue —responde Ángel.
—No sé qué pasaría esa noche ni quiero saberlo, claro. Es asunto vuestro. Pero, y aquí entra en juego la lógica, sería normal que entre una chica joven y preciosa como ella y un tío también joven y guapo como tú pudiera pasar algo. Si se van solos, de noche y en el coche de ella, las posibilidades aumentan.