—Sí, eso parece —responde escueto.
El chico cierra la puerta y camina detrás de su hermanastra. Otro trueno.
—Oye, no sé qué le pasa a mi llave que no he podido abrir. Por eso he llamado al timbre.
—He cambiado la cerradura.
—¿Por qué?
Álex no contesta y entra junto a su hermanastra en el salón. Entonces a Irene se le hiela la sangre. En el suelo están todas sus maletas. Parecen llenas.
—Son todas tus cosas —se anticipa a decir el joven.
—¿Por qué has metido mis cosas en las maletas?
—Te vas.
—¿Que me voy? ¿Adónde?
—Pues te vas de mi casa.
—No entiendo qué quieres decir.
—Está muy claro, Irene. Ya no vives aquí.
—¿Me echas? —pregunta con los ojos muy abiertos, sin apenas poder respirar.
—Llámalo como quieras. La cuestión es que no quiero que sigas viviendo en esta casa.
—Pero, ¿por qué? ¿Qué he hecho yo?
Álex la mira a los ojos.
Irene entonces lo comprende todo. Ha descubierto lo de Paula. Esa niñata ha tenido al final más ovarios de los que pensaba y le ha contado lo que pasó anoche.
Mierda.
—¿Y todavía tienes la cara dura de preguntarlo?
—No he hecho nada malo.
—Mentir y extorsionar a una amiga mía poniendo en peligro nuestra amistad, ¿no es nada malo?
—Bah, no exageres
—¿Que no exagere?
Álex agarra dos de las maletas, se calza las zapatillas de estar por casa que tiene en el salón y sale de la habitación. Irene lo sigue.
—Venga, Álex. ¡Perdóname! No ha sido para tanto. Solo quiero lo mejor para ti.
El chico suelta las maletas junto a la puerta y se gira bruscamente.
—¿Lo mejor para mí? Tú estás loca; tienes un problema.
—En serio. Quiero lo mejor para ti y esa niña no lo es.
—¿Quién eres tú para decirme qué es y qué no es lo mejor para mí?
—Tu hermana.
—Hermanastra. Her-ma-nas-tra —repite Alex, totalmente fuera de sí.
—Somos familia. Vivimos juntos.
—Provisionalmente.
—Yo te quieto.
—Tú te quieres solo a ti misma. Y lo que le has hecho a esa pobre chica y lo que me has hecho a mí no tiene ningún tipo de perdón.
Álex abre la puerta. Vuelve a coger las maletas del suelo y sale de la casa.
Ahora llueve muchísimo. El cielo parece que se va a romper en cualquier momento.
El chico camina hasta el Ford y deja las maletas junto al vehículo.
—¿¡Abres esto!? —grita.
Irene está en el umbral. Lo mira con el rostro desencajado. Sus planes han salido mal. Inmóvil, no responde. Solo ve cómo su hermanastro anda hasta ella y le arrebata el bolso. No lo impide, y tampoco que coja las llaves del coche. No vale la pena luchar ahora mismo.
Álex entra y sale de la casa cargado con todos los enseres de Irene hasta que guarda todo el equipaje de su hermanastra en el coche. Cuando termina, sube al cuarto de baño y regresa con una toalla. Mientras se seca el pelo y los brazos, Irene lo contempla sin hablar. Está completamente perdida.
—Bien, ya está todo metido en el coche. Cuando quieras, puedes irte.
—¿Adónde voy a ir? No tengo ningún sitio.
—Ya había pensado en eso. Como no quiero que te quedes en la calle, he hablado con Agustín Mendizábal y estará encantado de tenerte en su casa durante estos meses que dura el curso.
La chica gesticula con las manos sorprendida e incrédula.
—¿Quién es ese? ¿El viejo de la copistería?
—No hables así de él. Me dio trabajo y me ha ayudado mucho en estos meses.
—No me voy a ir con ese viejo verde. ¿Estás loco?
—Pues deberías hacerlo. Don Agustín es un buen hombre. Y te tendrá como a una princesa. Tiene mucho dinero y no te faltará de nada.
—No me voy a ir a vivir con él. ¡Ni muerta!
—Pues tú sabrás lo que haces.
Álex se quita la camiseta y se empieza a secar con la toalla.
Su hermanastra lo observa y se muerde los labios. Tiene unas ganas inmensas de llorar. Pero ella no llora: es fuerte y lo va a demostrar una vez más.
—Lo hice por ti, Álex. Paula es una niña todavía y tú tienes veintidós años.
—Eso no es cosa tuya. Y tu comportamiento no tiene justificación.
Irene está en el umbral. Lo mira con el rostro desencajado. Sus planes han salido mal. Inmóvil, no responde. Solo ve cómo su hermanastro anda hasta ella y le arrebata el bolso. No lo impide, y tampoco que coja las llaves del coche. No vale la pena luchar ahora mismo.
Álex entra y sale de la casa cargado con todos los enseres de Irene hasta que guarda todo el equipaje de su hermanastra en el coche. Cuando termina, sube al cuarto de baño y regresa con una toalla. Mientras se seca el pelo y los brazos, Irene lo contempla sin hablar. Está completamente perdida.
—Bien, ya está todo metido en el coche. Cuando quieras, puedes irte.
—¿Adónde voy a ir? No tengo ningún sitio.
—Ya había pensado en eso. Como no quiero que te quedes en la calle, he hablado con Agustín Mendizábal y estará encantado de tenerte en su casa durante estos meses que dura el curso.
La chica gesticula con las manos sorprendida e incrédula.
—¿Quién es ese? ¿El viejo de la copistería?
—No hables así de él. Me dio trabajo y me ha ayudado mucho en estos meses.
—No me voy a ir con ese viejo verde. ¿Estás loco?
—Pues deberías hacerlo. Don Agustín es un buen hombre. Y te tendrá como a una princesa. Tiene mucho dinero y no te faltará de nada.
—No me voy a ir a vivir con él. ¡Ni muerta!
—Pues tú sabrás lo que haces.
Álex se quita la camiseta y se empieza a secar con la toalla.
Su hermanastra lo observa y se muerde los labios. Tiene unas ganas inmensas de llorar. Pero ella no llora: es fuerte y lo va a demostrar una vez más.
—Lo hice por ti, Álex. Paula es una niña todavía y tú tienes veintidós años.
—Eso no es cosa tuya. Y tu comportamiento no tiene justificación.
—Ya te he pedido perdón.
—Lo siento, pero no puedo perdonarte ahora mismo.
Las palabras de Álex hieren de verdad a Irene.
La chica recupera otra vez su bolso y le sonríe.
—No tenéis ningún futuro juntos —sentencia.
Álex no responde.
Entre el ruido de la lluvia, que golpea con virulencia el suelo y un nuevo trueno que irrumpe imperioso en el cielo oscuro, Irene abandona la casa.
Se sube en el Ford Focus y cierra violentamente la puerta del conductor. Nerviosa, enciende la radio. Suena
Medícate
, de Breaking Benjamin. Irene pisa el acelerador con rabia.
Conduce a toda velocidad, adelantando a un coche tras otro. No quiere pensar en nada, solo pisar el acelerador, ir más deprisa. Pero entonces de reojo se ve en el espejo retrovisor y, pese a su fuerza de voluntad, no puede impedir que una amarga lágrima resbale por su mejilla. Por primera vez en su vida ha sido derrotada.
Ese mediodía de marzo, en un lugar de la ciudad.
Bajo un paraguas azul marino, Ángel espera en la puerta del instituto a que su chica salga de clase. Tiene muchas ganas de verla. Ha sido una gran idea la de quedar para comer juntos. Le gustaría que eso pasara con más frecuencia, pero Paula estudia y vive con sus padres y él trabaja. Y, como dice su jefe, un periodista no tiene horarios. Así que toca resignarse y tratar de aprovechar cualquier momento que pase con ella.
Irán a un restaurante mexicano. No está seguro de cuándo ni por qué salió el tema, pero recuerda que Paula le contó una vez por el MSN, en una de sus largas conversaciones de todo, que le gustaba mucho la comida picante, pero nunca había ido a un restaurante mexicano. Él conoce uno muy bueno y que no está demasiado lejos de allí. Menos mal, porque la lluvia arrecia. Incluso se han escuchado algunos truenos. Además, la temperatura ha bajado muchísimo. ¿Están a menos de diez grados.7 Es increíble que el tiempo cambie tanto en tan pocos días. El clima es como las relaciones, va por rachas y nunca se sabe lo que va a acontecer en la semana siguiente. Hoy brilla el sol y mañana el cielo se vuelve del color de las hormigas. Y tal vez es mejor así, porque si no todo se tornaría rutinario y previsible.
¡El timbre!
Los alumnos más impacientes salen a toda velocidad casi antes de que termine de sonar. Uno de esos chicos está a punto de chocar con un hombre que permanece a su lado y que, junto a su hija pequeña, también lleva un rato esperando de pie debajo de un gran paraguas negro. Ángel sonríe al escuchar las quejas del señor. La niña lo mira sorprendida y se pone la mano en la boca al oír un taco. El hombre entonces le pide perdón y se agacha para darle un beso. Ella acepta no muy convencida, pero se lo devuelve.
Siguen saliendo chicos, pero aún no aparece Paula.
Ya hace algunos años que todo aquello terminó para Ángel. Años que quedaron muy atrás, demasiado atrás. Y siente cierta añoranza al observar a un grupo de quinceañeros desinhibidos, sin paraguas, dejando que la lluvia los empape. No tienen preocupaciones; algunos, ni tan siquiera la de estudiar. Otros lo harán la última noche antes del examen. Las tres chicas del grupito se le quedan mirando, sonríen y comentan alguna cosa entre ellas. No lo conocen, pero estarían encantadas de hacerlo.
En cambio, los chicos que van acompañándolas, que deben de ser sus novios, no se alegran precisamente cuando ven a Ángel. Lo examinan de arriba abajo y sus miradas son despectivas. Cuando pasan a su lado abrazan a sus respectivas parejas con más tuerza. Uno besa a su novia apasionadamente en los labios bajo el aguacero. Luego vuelve a mirar a Ángel desafiante y sigue caminando introduciendo una mano en el bolsillo trasero del pantalón de su chica.
—Descarados. Qué juventud —murmura el hombre del paraguas negro, que presencia la escena.
Su hija pequeña también se da cuenta y hasta se le escapa una sonrisilla. Nunca había visto un beso en la boca de cerca y, a decir verdad, le produce un poco de asco.
Ángel, por su parte, no da importancia a lo sucedido y sigue pendiente de la puerta del instituto.
Por fin, alguien conocido: Miriam. También sale Cris y detrás de ellas… ¡Paula!
Está preciosa. Lleva el pelo más ondulado que de costumbre, por la humedad. Aún no se ha dado cuenta de que está allí. La chica mira a un lado y a otro hasta que visualiza a su novio. Sonríe y saluda con la mano.
Pero en un instante su sonrisa desaparece. Su rostro refleja incredulidad. ¿Qué le pasa? Le comenta algo a sus amigas y abre el paraguas. Las chicas se despiden de ella, pero no se mueven de la puerta.
Ángel decide esperar a que llegue hasta él. No entiende por qué Paula se ha puesto tan seria.
De pronto, la niña pequeña que está con el hombre del paraguas negro sale corriendo hasta Paula. Esta la abraza y le da un sonoro beso en su carita sonrosada. El chico ahora lo comprende todo, pero no sabe cómo reaccionar. Inmóvil, contempla cómo su novia se acerca hasta donde está.
—Hola, papá —saluda Paula y besa al hombre del paraguas—. Hola, Ángel.
Paco contempla confuso al chico que lleva junto a él más de diez minutos y cómo su hija le proporciona un suave beso en 1os labios.
—Ho… hola —tartamudea Ángel, después del beso.
—Pero…
El hombre no se puede creer lo que acaba de presenciar. Erica también está boquiabierta. ¡Su hermana le ha dado un beso en los labios a ese chico!
—¿Qué haces aquí? —le pregunta Paula a su padre, tratando de mostrarse lo más natural y tranquila posible, aunque, en realidad, le tiemblan las piernas.
—He… venido a recogerte. Como… llovía tanto…
—Gracias, pero no hacía falta. Había quedado con Ángel para comer. Ahora os iba a llamar para avisaros. Por cierto, ¿os conocéis?
Los dos se miran asombrados.
—De…, de vista. Desde hace diez minutos más o menos. Aunque no sabía que era tu padre —responde el periodista, intentando tranquilizarse.
—Ah, pues os presento. Ángel, este es Paco, mi padre. Papá, este es Ángel, mi novio.
Padre y novio se estrechan la mano con la que no sujetan el paraguas.
—Encantado —se apresura a decir Ángel.
—Igualmente —responde, todo lo sereno que puede, Paco.
Sonrisas forzadas. No es una situación cómoda para ninguno.
— ¡Eh! ¿Y yo qué?
La pequeña Erica refunfuña bajo el paraguas de su hermana. Ángel se agacha y le sonríe.
—Hola, soy Ángel. ¿Me das un beso? —le pregunta.
—Yo me llamo Erica García —responde la niña, extendiendo su mano derecha.
"Es alto y guapo, pero lo de los besos es para los mayores", piensa Erica.
Ángel suelta una pequeña carcajada y estrecha la mano de Erica, a la que, aunque le ha caído bien aquel chico, le cuesta entender de qué se ríe.
Después de las presentaciones, los cuatro caminan hasta el coche de Paco bajo sus respectivos paraguas.
—¿No vienes a casa entonces?
—No. Había quedado con Ángel. Comeré fuera.
El hombre no está muy de acuerdo, pero no quiere discutir delante de aquel chico. Lo que le tenga que decir a Paula, lo hará a solas. ¡Y son muchas cosas las que le tiene que decir! Llegan al coche.
—¿Y por qué no viene Ángel a comer a casa? —pregunta Erica, que se ha metido ahora en el paraguas del periodista.
Todos miran a la niña.
—No, princesa. Nosotros, hoy, comemos fuera.
—Yo quiero que Ángel venga a comer a casa —insiste la pequeña.
Le encantan los invitados. Siempre que va gente a comer a casa, su madre hace unos postres riquísimos.
—Otro día, cariño.
—Hoy. ¡Quiero que sea hoy!
Paula y Ángel se miran.
Paco, a su vez, piensa deprisa. Si comen en su casa, no se atreverán a hacer nada, tendrán las manos quietas. Y, además, así podrá conocer más a ese tipo que dice que es el novio de su hija.
—Pues no es mala idea la de Erica. Podría venir a casa a comer —suelta por fin el hombre.
—¿Qué?
—Seguro que le encantará cómo cocina tu madre y así también lo conoce. Además, con este tiempo, ¿dónde vais a estar mejor?
Ángel y Paula se vuelven a mirar. El chico se encoge de hombros y asiente con la cabeza. Le gustaría pasar la tarde con su chica a solas, pero no es plan de llevarle la contraria a su padre.
—Por mí, vale.