—Sigue siendo bello —dijo él—. ¿No crees?
Llevaba razón. Ya podíamos ver la superficie cuando una ráfaga o cambio caótico en la química subyacente de la atmósfera nos abría un desgarro temporal en las capas de nubes amarillas. Lagos relucientes de amoníaco helado; psicóticos terrenos abarrancados de geología erosionada por el viento; agujas rotas y arcos de más de un kilómetro de largo, como los huesos a medio enterrar de animales titánicos. Yo sabía que había formas de organismos unicelulares allí abajo (que manchaban la superficie en grandes y lustrosas películas monomoleculares de color morado y esmeralda o en vetas de profundos estratos de roca), pero existían en un tiempo glaciar tal que resultaba difícil pensar en ellos como en seres vivos. Había pequeños puestos avanzados bajo cúpulas, pero nada parecido a ciudades. En Yellowstone solo quedaban unos cuantos asentamientos diez veces menores que Ciudad Abismo; no había nada igual. Hasta la segunda ciudad en importancia, Ferrisville, era un pueblo comparada con la capital.
—Bonito para unas vacaciones, pero no me quedaría aquí por nada —comenté.
—Sí… quizá lleves razón —dijo Quirrenbach—. Cuando me haya empapado bien del ambiente para impulsar mi composición y haya ganado lo bastante para salir de aquí… dudo mucho que remolonee.
—¿Cómo vas a conseguir dinero?
—Siempre hay trabajo para compositores. Solo tienes que buscarte a un benefactor rico al que se le antoje patrocinar una gran obra de arte. Así creen estar consiguiendo una pequeña porción de inmortalidad.
—¿Y si ya son inmortales, o postmortales, o comoquiera que se llamen?
—Ni siquiera los postmortales pueden estar seguros de que no morirán en algún momento, así que el instinto de dejar una marca en la historia sigue siendo fuerte. Además, hay mucha gente en Ciudad Abismo que solía ser postmortal, pero que ha tenido que adaptarse a la idea de la posibilidad de una muerte inminente, como algunos de nosotros hemos hecho siempre.
—Me rompes el corazón.
—Ya… bueno, digamos que para mucha gente la muerte ha vuelto a estar en el orden del día como nunca antes desde hacía siglos.
—Aun así, ¿y si no hay ningún rico benefactor entre esa gente?
—Oh, los hay. Ya has visto esos palanquines. Sigue habiendo gente rica en Ciudad Abismo, aunque ya no hay lo que se dice una infraestructura económica. Pero ten por seguro que hay centros de riqueza e influencias y que estoy dispuesto a apostar que algunos son más ricos e influyentes que antes.
—Siempre pasa en los desastres —dije.
—¿El qué?
—Las malas noticias nunca lo son para todos. Algo desagradable siempre llega a la cima.
Mientras seguíamos descendiendo pensé en historias de cobertura y camuflaje. No me lo había pensado mucho pero, dejando a un lado las armas y la logística, así es como solía trabajar; prefería adaptarme a lo que me rodeaba sobre la marcha en vez de planificar las cosas por adelantado. Pero ¿y Reivich? No podía haber sabido lo de la plaga, lo que quería decir que cualquier plan que hubiera formulado se le derrumbaría al saber lo ocurrido. Pero había una diferencia esencial: Reivich era un aristócrata y tenía redes de influencia que abarcaban varios mundos, a menudo basadas en lazos familiares que se remontaban a siglos atrás. Era posible y hasta probable que Reivich tuviera contactos en la elite de Ciudad Abismo.
Aquellos contactos le resultarían de utilidad aunque no hubiera podido comunicarse con ellos antes de llegar. Pero hubieran sido más útiles de haber podido mandarles una señal mientras estaba de camino, para avisarlos. Una bordeadora lumínica se movía casi a la velocidad de la luz; pero tenía que acelerar y frenar en el punto de partida y en el de llegada. Una señal de radio desde Borde del Firmamento (enviada justo antes de la salida del
Orvieto
) hubiera llegado a Yellowstone un par de años antes que la nave, y sus aliados habrían tenido todo aquel tiempo para prepararse.
O quizá no tuviera aliados. O quizá los tenía pero el mensaje nunca llegó y se quedó perdido en la confusión en la que se había convertido la red de comunicaciones del sistema, condenado a rebotar sin fin entre nodos de redes en mal estado. O quizá no había tenido tiempo para enviar un mensaje o no se le había ocurrido.
Me hubiera gustado sentirme aliviado por todas aquellas posibilidades, pero la única cosa con la que nunca contaba era con la buena suerte.
Así era mucho más sencillo.
Volví a mirar por la ventana, vi Ciudad Abismo por primera vez al abrirse las nubes y pensé:
está ahí abajo, en alguna parte… me espera y lo sabe
. Pero incluso en aquellos momentos la ciudad era demasiado grande para abarcarla, y me sentí agobiado por la enormidad de mi tarea.
Ríndete ahora
, pensé;
es imposible. Nunca lo encontrarás
.
Pero entonces recordé a Gitta.
La ciudad estaba acurrucada en la ancha y dentada pared del cráter, medía sesenta kilómetros de lado a lado y tenía casi dos kilómetros de altitud en el punto más alto. Cuando los primeros exploradores llegaron allí, buscaban refugio dentro del cráter para protegerse de los vientos de Yellowstone; construyeron ligeras estructuras llenas de aire que solo hubieran durado minutos en los verdaderos terrenos abarrancados. Pero también los atraía el abismo: el barranco profundo, escarpado y envuelto en niebla que se encontraba en el centro geométrico del cráter.
El abismo arrojaba perpetuos gases calientes, ya que era una de las salidas de la energía tectónica bombeada al núcleo durante el encuentro con el gigante de gas. El gas seguía siendo venenoso, pero era más rico en oxígeno libre, vapor de agua y otros gases residuales que las demás desgasificaciones de la superficie de Yellowstone. El gas debía filtrarse a través de diversas máquinas antes de poder respirarlo, pero el proceso era mucho más simple que en cualquier otra parte y el ardiente calor podía usarse para impulsar enormes turbinas de vapor que suministraran toda la energía necesaria para la nueva colonia. La ciudad había crecido por todo el nivel superficial del cráter, había rodeado el centro del abismo y hasta se había introducido un poco en sus profundidades. Las estructuras se posaban en peligrosos salientes cientos de metros por debajo del borde del abismo, conectadas mediante ascensores y pasarelas.
Sin embargo, la mayor parte de la ciudad permanecía bajo una cúpula toroidal que rodeaba el abismo. Quirrenbach me había dicho que los nativos la llamaban Red Mosquito. En realidad, técnicamente se trataba de dieciocho cúpulas individuales, pero como estaban unidas era difícil decir dónde acababa una y empezaba otra. La superficie no se había limpiado desde hacía siete años y estaba llena de manchas en tonos sucios y casi opacos de marrón y amarillo. Era algo fortuito que algunas zonas de la cúpula estuvieran lo bastante limpias como para revelar la ciudad bajo ellas. Desde el behemoth, parecía casi normal: una masa fenomenal de edificios de enorme altura comprimidos en una supurante densidad urbana, como si estuviéramos echándole un vistazo a las entrañas de una máquina de fantástica complejidad. Pero aquellos edificios tenían algo que resultaba extraño y nauseabundo; algo enfermizo en sus perfiles, con formas retorcidas que no se hubiera podido imaginar ningún arquitecto cuerdo. Sobre la superficie, se ramificaban una y otra vez hasta fundirse en una sola masa bronquial. Salvo por unas cuantas luces en las extremidades superiores e inferiores (esparcidas por la masa bronquial como faroles), los edificios estaban oscuros y parecían muertos.
—Bueno, ya sabes lo que esto quiere decir —dije.
—¿Qué?
—No bromeaban. No era un bulo.
—No —contestó Quirrenbach—. Está claro que no. Yo también me permití la idiotez de considerar esa posibilidad; de pensar que incluso después de lo ocurrido en el Cinturón de Óxido, incluso después de las pruebas que había visto con mis propios ojos, la ciudad en sí podría estar intacta, una ermita solitaria escondiendo sus tesoros de los curiosos.
—Pero sigue existiendo una ciudad —aduje—. Sigue habiendo gente ahí abajo; sigue habiendo algún tipo de sociedad.
—Pero no la que nosotros esperábamos.
Bajamos en vuelo rasante sobre la cúpula. La estructura era una encorvada cortina geodésica de metal enrejado y diamante estructural que se extendía varios kilómetros y avanzaba por el mesenterio marrón de la atmósfera hasta perderse de vista. Pequeños equipos de trabajadores de mantenimiento con trajes espaciales se movían sobre la cúpula como hormigas; se les veía gracias a las chispas intermitentes de sus sopletes. En algunos sitios podían observarse gotas de vapor gris saliendo de las grietas de la cúpula, aire interior que se congelaba al chocar contra la atmósfera de Yellowstone, muy por encima de la trampa termal del cráter. Los edificios bajo la cúpula casi alcanzaban la misma bóveda, avanzando a tientas como dedos artríticos. Trenzas negras se extendían entre aquellos dígitos dolorosamente hinchados y torcidos; tenían todo el aspecto de ser las últimas tracerías de unos guantes casi podridos. Las luces se agrupaban en torno a las puntas de aquellos dedos, y recorrían en forma de filamentos serpenteantes las redes más tupidas que los unían. Ya más cerca, pude ver que había una tracería mucho más fina; los edificios estaban envueltos en un revuelto enredo de delgados filamentos oscuros, como si unas arañas delirantes hubieran intentado tejer redes entre ellos. Lo que habían producido era una masa incoherente de hilos colgantes y de luces que se movían por ellos en ebrias trayectorias.
Recordé lo que me había contado el mensaje de bienvenida a bordo del
Strelnikov
sobre la Plaga de Fusión. Las transformaciones habían sido extraordinariamente rápidas… tan rápidas, de hecho, que los cambiantes edificios habían matado a muchas personas de formas mucho más violentas que la misma plaga. Los edificios habían sido diseñados para repararse a sí mismos y adquirir nuevas formas según los caprichos arquitectónicos impuestos por las voluntades democráticas. El populacho sólo tenía que reunir a un número suficiente de personas que desearan que un edificio alterara su forma para que el edifico lo obedeciera. Pero los cambios producidos por la plaga habían sido descontrolados y repentinos, más como una serie de abruptos movimientos sísmicos. Aquel era el peligro escondido de una ciudad tan utópica en su fluidez que podía cambiar de forma una y otra vez, congelarse y fundirse y volver a congelarse como si se tratara de una escultura de hielo. Nadie le había dicho a la ciudad que había gente viviendo dentro de ella, gente a la que podría aplastar cuando empezara a cambiar de forma. Muchos de los muertos seguían allí, enterrados en las monstruosas estructuras que llenaban la ciudad.
De repente, Ciudad Abismo dejó de estar bajo nosotros y nos colocamos sobre el dentado filo de la pared del cráter; el behemoth se deslizó hábilmente a través de una muesca del borde que parecía justo lo bastante ancha como para dejarlo pasar.
Más adelante, podía ver un montón de estructuras blindadas cerca de una de las orillas de un lago color mantequilla. El behemoth descendió hacia el lago y pudimos oír el aullido de sus propulsores mientras luchaba por mantenerse a aquella altitud en contra de su tendencia natural a flotar hacia arriba.
—Llegó el momento de desembarcar —dijo Quirrenbach. Se levantó de su asiento y señaló a la gente que avanzaba por el vestíbulo.
—¿Adónde van? —le pregunté.
—A las cápsulas de bajada.
Lo seguí por el vestíbulo, donde una docena de escaleras de caracol conducían al nivel de desembarque, una cubierta más abajo. La gente esperaba junto a las esclusas de cristal para subir a las cápsulas con forma de lágrima, que avanzaban por docenas a lo largo de pistas de guiado. Al llegar a la parte delantera, las cápsulas se deslizaban por una corta rampa que sobresalía de la barriga del behemoth, antes de caer el resto del camino (dos o trescientos metros) y sumergirse en el lago.
—¿Quieres decir que esta cosa no aterriza?
—Cielo santo, no —Quirrenbach me sonrió—. No se arriesgarían a aterrizar. No en estos tiempos.
Nuestra cápsula de bajada se deslizó por la barriga del behemoth. Eramos cuatro personas dentro de ella: Quirrenbach, yo mismo y dos pasajeros más. Los otros dos estaban absortos en una animada conversación sobre una celebridad local llamada Voronoff, pero hablaban norte con un acento tan fuerte que solo entendía una palabra de cada tres. La experiencia de caer del behemoth no les afectaba; ni siquiera cuando nos sumergimos en las profundidades del lago y me dio la sensación de que no reapareceríamos en la superficie. Pero lo hicimos y, como la superficie de la cápsula era de cristal, pude ver las otras cápsulas que emergían junto a nosotros.
Dos máquinas gigantes cruzaron el lago para recibirnos. Eran trípodes que se erguían sobre patas esqueléticas de metal con émbolos. Tenían apéndices en forma de grúa con los que empezaron a recoger las cápsulas flotantes, para después depositarnos en una red de recogida situada bajo el cuerpo de cada trípode. Pude ver a un conductor subido a cada máquina; parecían diminutos dentro de las cabinas presurizadas mientras movían las palancas con furia.
Las máquinas fueron hasta la orilla del lago y vaciaron sus capturas en una cinta transportadora que se introducía en uno de los edificios que había visto desde el behemoth.
Dentro, nos hicieron pasar a una cámara presurizada de recepción en la que unos operarios con cara de aburrimiento sacaron las vainas de la cinta y las abrieron. Las vainas vacías se trasladaban a una zona de embarque similar a la que había en el behemoth, en la que los pasajeros esperaban con el equipaje. Me imaginé que los trípodes las llevarían de vuelta al lago, donde las levantarían a la altura suficiente para que el behemoth las recogiera.
Quirrenbach y yo dejamos nuestra vaina y seguimos al flujo de pasajeros que salía de la cámara de recepción a través de un laberinto de túneles fríos y oscuros. El aire olía a rancio, como si cada aliento hubiera ya pasado por unos cuantos pulmones antes de alcanzar los nuestros. Pero se podía respirar y la gravedad no era mucho mayor que la del hábitat del Cinturón de Óxido.
—No sé qué me esperaba —le comenté a Quirrenbach—, pero no era esto. Sin carteles de bienvenida; sin medidas de seguridad; nada. Hace que me pregunte cómo será el departamento de inmigración y aduanas.
—No te lo tienes que preguntar —dijo Quirrenbach—. Acabas de dejarlo.